PADRE CASTELLANI: PREVISIÓN DE PROFETA

Conservando los restos

Ante el torrente diario de medidas, que van desde la contradicción al absurdo, con el inventado pretexto de la “pandemia”, las personas que las sufren oscilan entre el servilismo y la insubordinación.

Con el fin de proporcionar un poco de luz sobre estas cuestiones, publicaremos una serie de ensayos y artículos del Padre Leonardo Castellani, que ya hace casi ochenta años las vio venir, las sufrió y nos dejó sabios consejos para enfrentarlas.

CARACTOLOGÍA DEL GENIO

(El Ruiseñor Fusilado, 4)

castellani aniversario 1

Verdaguer fue un poeta genial. Los catalanes en su tiempo (y aún ahora) decían que era el poeta más grande del siglo XIX; lo cual, siendo del siglo XIX Charles Baudelaire, por ejemplo, parece imposible de subscribir. Lo que dice Menéndez y Pelayo (en su carta al poeta, acerca de Canigó) es mucho más discreto: «el poeta de mayores dotes nativas de cuantos hoy viven en tierra de España».

Si este poeta hubiera nacido en la Florencia del siglo XV o en el Madrid del siglo XVI, otro gallo nos cantara. Plugo a Dios que naciera en un rincón de España labriego e industrial, en Folguerolas, diócesis de Vich. Hijo de pobres labriegos, la carrera eclesiástica le posibilitó hacerse gran poeta; pero al mismo tiempo lo puso bajo el dominio de una cosa eminentemente antipoética, que era el Obispo Morgades.

La caractología del genio la ha hecho perspicuamente Schopenhauer, y nosotros mismos la hemos glosado; la habitud de nuestra época respecto al genio poético la ha hecho el profesor polaco Wladimir Weidlé en su libro Aristeo, o el destino actual de las Artes y las Letras. No hay para qué demorarse mucho en esos dos elementos fundamentales del «drama de Verdaguer».

El genio es el hombre que, según la modesta definición de Santo Tomás, intellectu excedit.

En la Edad Media se profesaba que esos hombres eran los que debían gobernar; o, por lo menos, pertenecer a lo que llaman hoy «clase dirigente».

Hoy día se los tiene por inútiles o locos; y mucho disimulo y habilidad tienen que tener para quedarse solamente con el atributo de «raros». Para librarse de las peores catástrofes tienen que ser “rinocerontes”, como dice Weidlé; o por lo menos beneficiar de una singular providencia, como Paul Claudel, por ejemplo, en nuestros días; la cual, ¡ay!, no benefició Verdaguer.

Sin embargo, el “exceso intelectual” es en ellos su naturaleza misma: no pueden abdicar de él. ¿Cómo lo harían? Ni deben, ¡excelente negocio!

El exceso de intelecto (o atracción a la contemplación) se manifiesta en tres cualidades, que son hoy día formidables defectos y aun crímenes:

– 1°) No son prácticos.

No es que no tengan intelecto práctico (que es uno entitativamente con el especulativo), sino que no puede aplicarse a la practicidad, sobre todo rastrera y minuciosa, por la potente atracción hacia arriba: “las alas demasiado largas les estorban para caminar”, según la acuñada fórmula de Baudelaire.

No sirven para los negocios, como sin cesar le incrimina al poeta su primo Narciso (el «Demetrio» de mi drama); incriminación que, no se sabe por qué, los exaspera (¿porque es falsa?). Pero servir para los negocios hoy día no es una señal particularmente segura de excelencia humana o predestinación divina; aunque no negaremos que es cómoda, ¡vive Cristo!

– 2°) Tienen demasiada sensibilidad.

No precisamente para Dios, que se las ha dado, ni para la obra que tienen que hacer; sino para los entes vulgares que los rodean, a los cuales aparecen como «monstruosamente hipersensibles» —palabras del doctor Bufarull, médico del Arzobispado.

La imaginación y la sensibilidad son los dones del poeta; y cuanto mayores son, en igualdad de otras circunstancias, más grande es el poeta, naturalmente.

Pedir a un hombre que escriba La Atlántida, y que tenga ante una injuria la reacción del regocijante, en Patufet o del señor Esteve del Auca, de Rusiñol, es idiotez pura; idiotez y crueldad, en algunos casos.

– 3°) No pueden tener amigos.

Nada priva tanto de la amistad verdadera, como una cualidad sobresaliente; y lo que es grave, “creen tenerlos”, tienen una confianza infinita en el hombre y se dejan capturar por todas las manifestaciones de afecto.

Si una extraordinaria providencia no les regala gratis un verdadero amigo (como Antolin, el hermano de Pereda, o bien Enrique, hermano de Menéndez y Pelayo —a quien, por otra parte, no creemos un «genio») o esa Sœur de Charité, que buscaba inútilmente Rimbaud, su sino fatal es la soledad espantosa de Nietzsche o la confusión espantosa de Verdaguer, llevado al retortero por la influencia incoherente y contradictoria de toda clase de «semiamigos» vulgares, aunque bien intencionados… a veces.

Las dos situaciones son inhumanas: ningún enemigo nos puede hacer tanto daño como un amigo tonto; y vivir sin amigos es imposible.

He aquí por qué la turba de patanes, botarates, santulones y mandones que torturaron a Verdaguer tenía juego libre para hacerlo pasar por loco.

Uno de los dictámenes médicos a que se sometió ingenuamente, firmados por tres «eminencias medicales» de Barcelona (el poeta era dócil, un hombre de acción cualquiera jamás se hubiese sometido al vejatorio examen), dice así:

«Epsíquicamente (sic) considerado, el Rdo. don Jacinto Verdaguer y Santaló, es evidente para los firmantes, que su inteligencia funciona en cabal integridad… (¡Qué sintaxis!) Que en punto a sus facultades éticas (?), a la par que atesora elevadísimos sentimientos altruistas, es muy emocionable, y sobre todo sugestible, y por lo que respecta a su voluntad, posee escasas energías…»

«2° Que no se advierte en su mente indicio alguno psicopático …»

Por la gramática, parecen argentinos estos médicos; por el contenido, ¿qué más se puede pedir de un médico en este tiempo, aunque sea «eminente» —o por eso mismo? Sin embargo, el dictamen lleva veneno: tendía a dar a los perseguidores del poeta la confirmación de que (como ellos decían) era un irresponsable; con el fin de despojarlo de su libertad, y aun de su propia hacienda.

Hicieron simplemente el diagnóstico del genio, en sus facultades «éticas» (?) (querían decir afectivas, sin duda). En cuanto a la voluntad, Verdaguer la tenía de acero. Como buen payés catalán, era más bien terco que abúlico. No se necesita poca voluntad para rendir el trabajo poético que él dejó.

El diario monárquico «La Dinastía» hizo una fácil impugnación de este dictamen de Mr. Homais: ¿emocionable?, ¿y no se emociona ante los ruegos de su prelado, parientes, amigos y compañeros de toda la vida, en lo que cree que ellos no tienen razón?; ¿sugestible?, ¿y ninguno de éstos puede sugestionarlo a hacer lo que estima contra su deber?; ¿sin voluntad?, ¿y está resistiendo una lucha contra medio mundo?

Era un genio intelectual en el ambiente antiintelectual y antipoético de la época y la región; a las presas con el poder de la «raza inferior», del plebeyismo, del mediocre engreído y con poder; enfrente del monstruo del fariseísmo; sin un amigo que lo entendiera del todo.

¿Cómo no iba a apoyarse en la ternura femenina de las primeras mujeres que tropezó —hayan sido altruistas o aprovechadoras, poco importa—, con toda su alma?

—¡Es que esas mujeres eran peligrosas para su cuerpo! —decían sus realistas contrarios. Es decir, lo pensaban.

¡Váyanse al diablo! ¡Gazmoños hipócritas!

Para ver las otras entregas de esta sección:

LA INTELIGENCIA Y EL GOBIERNO

Aquí

LA RAÍZ DE LA DECADENCIA

Aquí

DECADENCIA DE LAS SOCIEDADES

Aquí

MEDIOLETRADOS

Aquí

LA RAZA INFERIOR

Aquí

LA MINA DE ORO

Aquí