PADRE CASTELLANI: PREVISIÓN DE PROFETA

Conservando los restos

Ante el torrente diario de medidas, que van desde la contradicción al absurdo, con el inventado pretexto de la “pandemia”, las personas que las sufren oscilan entre el servilismo y la insubordinación.

Con el fin de proporcionar un poco de luz sobre estas cuestiones, hemos publicado una serie de ensayos y artículos del Padre Leonardo Castellani, que ya hace casi ochenta años las vio venir, las sufrió y nos dejó sabios consejos para enfrentarlas.

Quien no los haya leído y no entiende lo que está sucediendo, pero desea saberlo, tiene allí la respuesta.

Presentamos hoy un resumen de esta importante enseñanza, enviando a los enlaces correspondientes de cada trabajo.

El Padre Castellani comienza por analizar las relaciones que deben coexistir entre Inteligencia, Virtud y Gobierno, partiendo de la base que Santo Tomás proclama, aun en el dominio temporal, un «gobierno de las luces”; y calificando de “monstruosidad” que se dé el caso de uno que preside, no por “preeminencia intelectual”, sino por brío de voluntad.

Por lo tanto, llega a la conclusión que la raíz de la decadencia estriba en que la contemplación ha sido puesta por debajo de la acción.

Entonces, analiza de manera pormenorizada el estudio de De Mahieu sobre el proceso de decadencia de las sociedades, y señala que la causa formal de la misma radica en «el desorden estructural”, la “confusión de las personas”, es decir, cuando las personas son arrojadas de su propio lugar social, y puestas donde no debían estar.

Esto le lleva a considerar el caso de los medioletrados y de la raza inferior, los tunantes con brío…, enfrentados contra el genio. Choque caracterizado por el problema de la censura.

Como resultado de toda esta decadencia, vislumbraba ya la llegada del Estado Servil.

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LA INTELIGENCIA Y EL GOBIERNO

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Nueva política, Buenos Aires, N° 14, agosto de 1941

La pregunta acerca de las relaciones de Inteligencia, Virtud y Gobierno es muy delicada y no se puede responder útilmente sin hacer una cantidad de distinciones, o sea, sin filosofar.

Tomándola en esa forma simple, que está en una comedia de Tirso de Molina, a saber: «¿Es mejor un rey tonto que un rey malo?”, hay que empezar por preguntarse qué se entiende por tonto.

Si damos a tonto el significado de cortedad de ingenio tout-court, es decir, pocos alcances naturales, mente poco amueblada, de reducido campo lumínico, salen inmediatamente las siguientes notas caracterológicas:

Tonto = ignorante.

Simple = tonto que se sabe tonto.

Necio = tonto que no se sabe tonto.

Fatuo = tonto que no se sabe tonto y encima quiere hacerse el listo.

Insensato = tonto que no se sabe tonto, y quiere gobernar encima —o hacer que gobierna— a otros.

Esta última variedad es la tremenda, mientras las dos primeras no son malas, y hasta con ciertas condiciones fueron amadas por Cristo, el cual dijo: “Alábote, Padre del Cielo, que escondiste este saber a los sabios, y lo descubriste a les simplezuelos”.

Un hombre simple o sin letras en un gobierno pequeño y con una gran dosis de virtud y humildad puede hacerlo pasablemente y hasta muy bien, como lo hiciera si lo dejaran —como no lo dejaron— Sancho Panza en la Ínsula Barataria.

Pero un gobierno gobierno necesita per prius y de entrada la inteligencia, y después la virtud; la virtud mínimum necesaria para que no se corrompa la inteligencia, a la cual formalmente compete el regir.

Intelligentis est ordinare. Esta es doctrina de Santo Tomas, el cual llama enérgicamente a la inversión de este orden “monstruosidad”, lo mismo exactamente que un gran político moderno, el cardenal Richelieu, expresó en el conocido apotegma: “En gobierno, un error muchas veces es peor que un crimen”.

La doctrina de Santo Tomas acerca de la inteligencia en la sociedad es la siguiente, brevemente compendiada:

1.- Pre-excelencia del pensamiento

El fin de la multitud, como el fin del individuo, es el pensamiento.

Esto es verdad aun en esta vida, en la medida de lo posible, «en el grado que a la multitud compete vacar a la contemplación”.

Como en el individuo la inteligencia es “la porción más preciosa”, así en la humanidad los doctos y los pensadores están en primera fila.

Los más nobles contemplativos son los doctores, es decir, los iluminadores, los que alumbrados ellos mismos son capaces de alumbrar a los otros del rebalse de su contemplación.

Santo Tomas busca los nombres más excelsos para realzar la dignidad del sabio que enseña en nombre de Dios, como es el obispo —cuando el obispo es un sabio, como solían ser en su tiempo—; o, cuando menos, sabe servirse de los sabios.  Dice: “Respecto de Dios son hombres, para los hombres son dioses”.

Henchido de admiración por esta vida iluminadora, de que el episcopado le ofrecía el tipo ideal y San Agustín el más flagrante ejemplo concreto, Santo Tomas compara los párrocos a los albañiles con respecto al arquitecto: “En el edificar espiritual son como albañiles, aquellos que se dedican más bien a la cura de las almas, como administrando los sacramentos, y agenciando de este modo así en lo particular”.

El obispo y el doctor en teología, cuyo influjo agarra lo universal, tiene la acción arquitectónica. Su deber es cuidar de los fines y de los principios, su vista debe ser capaz de abarcar las grandes líneas y las cosas hacederas antes de que estén hechas. No es buen obispo aquel que es un “primer párroco”, un párroco grande, un párroco con mayor parroquia. Su trabajo es de esencia distinta, como la del arquitecto respecto al oficial frentista.

Santo Tomás proclama, aun en el dominio temporal, un «gobierno de las luces”; calificando de “monstruosidad”, de “desorden”, de «aberración», que se dé el caso —helas, tan frecuente— de uno que preside, no por “preeminencia intelectual”, sino por brío de voluntad, dinero, violencia, color de falsa piedad, artimañas, vivezas o fraude.

“Aquellos hombres que descuellan en actividad operativa es preciso sean dirigidos por los que en actividad intelectiva descuellan … Porque, así como en las obras de un individuo el desorden surge cuando la actividad sensual dirige a la intelectual …, así en el régimen colectivo el desorden se origina de que alguno está mandando no por preeminencia intelectual”.

Aun los hombres “prácticos», los hombres de acción y los duces o conductores —dejando muy lejos los practicones y los “briosos sin luces”— deben estar bajo el régimen, control o influjo de los hombres de gran poder intelectivo.

Santo Tomás usa una forma exactísima y precautísima, «que en actividad intelectiva descuellan”, donde designa con precisión, no una cualquiera inteligencia, o erudición, o ciencia, o intelectualidad, sino un intelecto poderoso y equilibrado; y no de cualquier manera sino con visible eminencia.

De la falta de este orden racional y natural —ontológico en el fondo—, según Santo Tomás, se ven en todas las congregaciones faltas tan notables.

Esta doctrina parecería inconciliable con la posibilidad de un rey corto, tonto y hasta idiota.

Pero la dificultad es levantada inmediatamente por las reflexiones que siguen.

En el caso de un rey no genial, la inteligencia gobierna lo mismo por medio de los sabios consejeros, a los cuales el rey naturalmente se remite, como lo hace todo simple que no sea insensato.

Es evidente que esto presupone una monarquía no absolutista, sino asistida por Consejos Reales, que tengan autoridad efectiva, por una aristocracia en suma, como lo eran las medievales.

En caso contrario, el único remedio al rey corto es el privado o valido, que puede ser un expediente soportable, y puede ser peor que la enfermedad.

2.- El pensamiento y la acción

Si cortáramos aquí, la doctrina del Aquinense quedaría peligrosamente dimediada, y podría sugerir un resbaloso racionalismo político, afín al de Voltaire, Condorcet y Augusto Comte.

Hay que marcar ahora los fueros de la voluntad y el campo del “hombre practico”, o sea del ejecutor.

La idea que debe regir la sociedad no es la idea técnica o sistemática o —peor aún— la idea despegada de lo real; lo que llama Bergson «mentes conceptuales»; sino la idea vitalizada, la idea profunda, la idea inmanente enraizada al querer, que será tanto más rica y real cuanto más imperio alcance sobre todo lo que en el hombre no es espíritu.

En suma, el intelecto que debe regir la sociedad no es el intelecto de los actuales “intelectuales», sino el Saber, la Sapiencia, la Sabiduría que abarca desde el humilde sentido común —abajo—, pasando por la cordura —al medio— hasta la visión o intuición creadora.

En esta distinción se funda el conocido axioma jurídico y político de que la costumbre, que en las disciplinas especulativas no tiene valor alguno, es un factor capital en el gobierno de las cosas humanas, que no son forma pura, sino forma y materia, motor y maquina: hay que ser innovador en ciencia y tradicionalista en política.

Apenas se vea una forma mejor se debe cambiar en lo especulativo, no así en lo práctico, según el axioma de Santo Tomas: Las cosas que son de artesanía, tienen su eficacia de la sola razón; y por eso dondequiera ocurra uno mejora, hay que mudar lo que había primero. Pero las leyes tienen su fuerza primordial de las costumbres, como dijo el Filósofo en II Política, y por eso no deben cambiarse fácilmente”.

He aquí frenado cuerdamente el prurito revisionista de todos los utopistas; y no frenado por un conservadorismo estólido que rehúsa cambiar lo antiguo por ser más antiguo, sino por la profunda distinción anotada arriba entre las ideas íntimas, fondales y vitales y los fáciles armazones conceptuales que forman, por decirlo así, como la superficie verbal del espíritu, y que Santo Tomas compara con los fluyentes razonamientos de los borrachos, y de los hombres del vulgo y de los niños —y también de los pueblos demagogiados, como los porteños de hoy—, los cuales no representan realmente el sentir verdadero del ser humano que los profiere: “Aunque digan que esto hay que hacerlo, sin embargo interiormente como que sienten que eso no se debe hacer”.

No hay que cambiar a la ligera.

De ahí también que toda ley escrita cese donde se opone la naturaleza o el mandato divino.

Santo Tomas precisa incisivamente estas fronteras de la ley; ningún hombre está dispensado de guiar su vida con sus propias luces, ni puede obrar jamás si su intelecto no le pinta su acción en línea con la razón.

Ningún voto del mundo puede dispensar a un hombre de tener conciencia propia, porque en eso justamente consiste ser hombre.

“El súbdito no tiene por qué discurrir acerca del precepto del prelado, pero acerca del cumplimiento del precepto, eso sí, porque le concierne. Es que cada cual está obligado a examinar sus actos propios a la luz de la ciencia que Dios le dio, sea natural, sea adquirida, sea infusa. Porque todo hombre está obligado a obrar según razón”.

Si un pecado aparece claramente en un mandato del superior, obedecer es pecado: «La conciencia lo obliga antes, si contra ella existe precepto de prelado”.

La verdadera obediencia no puede dispensar jamás de tener conciencia.

Hay casos en que el súbdito tiene el deber de decir al superior: “Aquí estamos los dos haciendo barro», y decírselo con la energía con que San Pablo se lo dijo a San Pedro, «in faciem ei restiti” como dice el impetuoso tarsense.

La pasividad total abdicadora de la personalidad representa la corrupción de la virtud de obediencia, corrupción que no es imposible.

La tentación de abdicar de la conciencia moral y volverse un autómata sin miedo y sin riesgos y una planta con patas, por inhumana que parezca, es un hecho.

La conciencia es una carga, al fin y al cabo, y se está volviendo real con estos gobiernos democráticos de coima y fraude, donde tener uno conciencia se convierte cada vez mes en un verdadero martirio.

La inteligencia es un deber y la estupidez puede ser un pecado.

Pero toda virtud, ya lo enseñó Aristóteles, anda siempre en medio de dos vicios, que representan su exceso y su defecto.

“Lo que falla o puede fallar actualmente, en todo caso, es que los superiores se han vuelto «propietarios» [del mando, de las posiciones, de los instrumentos de trabajo, etc.], es decir, se han apropiado en cierto modo la disposición de los bienes «comunes», incitando con su ejemplo a los súbditos a «independizarse económicamente», por así decirlo. Entonces la obediencia-virtud se vuelve difícil y crecen los dos extremos de la obediencia-vicio, o sea la insubordinación y el servilismo, con lo cual se anemia todo”….

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LA RAÍZ DE LA DECADENCIA

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Directorial

JAUJA N° 4, abril 1967

Suele decirse que en la Argentina no hay «clase dirigente». Es una media verdad. Existe una pseudo clase dirigente, que es mala: es inepta y renegada; traidora incluso, en muchos particulares della: es decir, «entregadora».

Pereda vio este fenómeno en España y lo definió, queriendo hacerlo o no; aunque no llegó a su causa última.

Entregada a la rección de los «políticos» (que comandan a politicastros y politiqueros) España sucumbió a una decadencia de más de un siglo, que la encaminaba al descalabro. Cuando estuvo al borde del abismo, surgieron «jefes» por todos lados; es decir, los Capaces desplazados y arrinconados por los «Pseudos»; muchos de los cuales fueron (en sentido lato) «mártires», como José Antonio, Calvo Sotelo, Ramiro de Maeztu, Muñoz Seca, sin contar los innúmeros religiosos trucidados en odio de la fe. El león español vio rojo, y el toro español también: se topetaron.

“Don Gonzalo González de la Gonzalera» no es el mejor libro de Pereda; lo cual no es decir no sea bueno. Pero tiene este valor singular entre todos sus libros, que fue una predicción cumplida.

Pereda vio microscópicamente la urdimbre de la «Revolución» —o sea de la «Subversión»— corregiría De Mahieu; en una fingida aldeúca castellana de 300 habitantes, Coteruco del Valle. Vio lo que podía pasar en grande; y pasó de hecho 50 años más tarde. No del todo inconsciente de su inspiración profética, el poeta hace decir a un personaje: «El que ve a esta aldea, don Frutos, ve a toda España». Sus personajes cobran así categoría simbólica.

La subversión total y repentina de Coteruco se produce por la acción de cuatro «pseudos» —tres bribones y un «idiota útil»— que se erigen en mandatarios por malas artes y apoyados desde afuera —es decir, desde Madrid— derrotando tan completa como inesperadamente a «los buenos», Don Román de la Llosía, el Cura Don Frutos y Don Lope del Robledal de los Infantes de la Barca Cebollucos y la Portillera: nobleza apolillada.

En el fondo, el poder social (que es necesario en toda sociedad) estaba vacante y vacío; y la autoridad, en mano de «pseudos», no tenía legitimación. Lo mismo que ahora en la Argentina. Peor en la Argentina; por nuevas fuerzas mundiales que han irrumpido.

Don Román no tenía capacidad de mando y hacía el bien limitado y doméstico que estaba a su alcance. En cuanto al Cura no es un contemplativo, y en realidad es por ende un dependiente de entrambos. No es propiamente «bueno» (porque no está a la altura) sino «buenudo».

Y aquí tocamos la raíz del mal: en España, lo mismo que en todo el mundo moderno, la contemplación ha sido puesta por debajo de la acción; que es como decir ha sido suprimida o pervertida.

Cuando Francisco Suárez en el siglo XVII opuso el intelecto práctico al especulativo y lo puso por encima, llevó el cuchillo a la garganta de la tradición occidental. Muy pronto la filosofía de Suárez devino la filosofía del Imperio, e influyó en toda Europa, y en España hasta nuestros días.

Sospecho que la actual decadencia de la Compañía de Jesús (o si quieren sus trastornos, que son innegables) comenzó cuando se puso en práctica la idea de Suárez en la elección de superiores, prefiriendo para ello a los «prácticos», o sea a los «briosos y sin letras», que dice airadamente el P. Mariana.

Ese «axioma» de los jesuitas actuales: «los sabios no sirven para gobernar” yo he oído cien» veces; con revulsión al principio, pues Aristóteles y Santo Tomás enseñaron exactamente lo contrario: “intelligentis est ordinare»: el ordenar pertenece a la inteligencia; por la cual palabra entendían los antiguos no la razón ni el discurso (que en el hombre de acción puede darse muy vigente) sino la intuición de los principios, y por ende la síntesis sistemática de la doctrina. Es el SABER COMPLETO de las causas ÚLTIMAS.

También la causa del fracaso de Rosas puede hallarse por el lado de la falta de verdadera contemplación en el país. El clero, a quien principalmente ella atañe, es quien falló más que nadie.

La verdad es que la formación intelectual del clero es deficiente; y no orientada a la contemplación.

En su obra última, «Peñas Arriba«, Pereda intentó definir el remedio: hombres ilustrados e íntegros que tomen prácticamente el mando de toda la comunidad, grande o chica, al margen de los «pseudos» (o sea autoridades legales oficiales e ilegítimas), que cultificasen y orientasen los pueblos (o sea la creación de una nobleza parafeudal); los cuales «próceres de hecho» se reunirían todos instintivamente en el caso de una conmoción.

Sin embargo, se le escapa todavía a Pereda el último principio unitivo, que es la contemplación.

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DECADENCIA DE LAS SOCIEDADES

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(Publicado en Seis Ensayos y Tres Cartas)

1.- El estudio de De Mahieu

El que lea el breve y nutrido ensayo del profesor Jaime María De Mahieu sobre la decadencia de las sociedades, no encontrará al final una receta infalible para salvar a una sociedad que degenera; pero le será puesto delante de los ojos mentales en su contextura íntima el proceso de ese fenómeno histórico, el más difícil e importante de todos: el decaimiento de una unidad comunitaria humana.

Hay naciones que crecen, otras que se estabilizan, otras que retroceden, y aun perecen y desaparecen. De Mahieu se ha puesto delante ese hecho histórico indudable en posición contemplativa, y ha intentado penetrar en él por medio del análisis sociológico; el cual es en él riguroso y fino.

Yo no sabría decir por qué una nación se levanta y otra se empantana y hunde en el curso de la Historia; o por lo menos no podría decirlo en una sola frase, que no fuese una reverenda vaguedad; ni De Mahieu tampoco, a osadas.

De Mahieu reconoce al final de su sobrio y severo análisis que hay en el caso un elemento misterioso; con el cual su método científico positivo no está concernido.

Pero prescindiendo de la causa absoluta —que los antiguos profetas al predecir la ruina de los imperios asignaban simplemente a los grandes pecados colectivos y a la voluntad inescrutable de la Providencia—, está visto que la razón puede discernir muchas cosas particulares, y también las peripecias del fatal proceso —lo cual abre la posibilidad de poder actuar sobre ellas en sentido salvífico; o por lo menos de tomar la actitud del médico ante un caso desesperado.

Hay casos en que el filósofo tiene que limitarse a constatar un proceso de precipitamiento (“círculo infernal«, dice De Mahieu), limitándose a poner obstáculos —ideales— que lo retarden; y dejando abierta la eventualidad remota del milagro.

Es exacta y quizás genial la intuición fundamental de Vico —opuesta al mito del Progreso Indefinido—, de que las naciones decaen; de que en su decaer se cumplen ciertas etapas, las mismas siempre; y de que lo religioso es el lazo unificante de los regímenes estables y aun la posibilidad de la resurrección.

La predominancia de lo intelectual y lo profético —que es su cumbre— en la evolución ascendente de las colectividades, que impregna la obra de Vico, está presente en De Mahieu en el papel capital que asigna a los creadores, incidiendo en el tradicional dicho del Rey Sabio cuando afirmó en las Partidas que “los sabios son aquello por lo cual se conservan, se sustentan y acrecen las naciones…”

2.- Definición del fenómeno

Un aristotélico encontrará en el librito de De Mahieu lo que llaman las «cuatro causas”; y por ende la definición, siquier general, del fenómeno.

La causa material, que es lo potencial, está representada por las posibilidades, mayores o menores, de pudrición que encierra toda comunidad social.

Recordemos lo que dice Aristóteles acerca de las “naciones demasiado chicas” —y “demasiado grandes”— imposibilitadas según él de llegar a plenitud armónica como naciones, determinadas por una circunstancia de materia, que en este caso no solamente limita, sino que prohíbe.

La causa formal de la decadencia —que aquí es falta de causa final, siendo decadencia un fenómeno negativo— es la ausencia de la directriz tradicional, como la llama De Mahieu; o sea, la pérdida, o la falta de conciencia, o la indiferencia a lo que vulgarmente llamamos ideal nacional.

Una nación es como una empresa; y una empresa cesa de ser cuando no sabe dónde va. Una nación no puede menos de decaer cuando no sabe lo que tiene que hacer en este mundo.

La causa eficiente del proceso de decadencia son los factores externos que lo aguijan, entre los cuales De Mahieu nombra los dos capitales: las naciones vecinas y los egoísmos individuales, sustraídos a la síntesis armonizante, que él sitúa en el Estado.

Pero estos factores externos no tendrían éxito de no fallar el factor formal o intrínseco de la unidad colectiva, que De Mahieu llama la síntesis estructural.

La síntesis estructural es la causa formal del progreso de las naciones; y a ella dedica De Mahieu su análisis.

La quiebra de esa síntesis trae la decadencia. Considera esa quiebra, o por parte del Estado, o por parte del haz de grupos humanos que llamamos la sociedad, o por parte de las relaciones entre ambos polos; que es lo más importante.

A los sobresaltos del organismo en procura del equilibrio fallido de esas relaciones, llama De Mahieu revolución.

3.- La revolución

Es menester tener ojo a la realidad que el autor llama revolución. De Mahieu pone a la palabra revolución un signo positivo.

No es el pronunciamiento, ni el golpe de Estado, ni el golpe de mano, ni los motines o asonadas, ni las guerras civiles; aunque todas esas cosas y otras tales puedan ser sus partes o sus instrumentos. Mucho menos es revolución el cambio violento de toda la legislación por parte de una facción —o “partido”— para aniquilar a la facción contraria (gobierno de facciones; ni la llamada hoy lucha de clases, que es en el fondo una guerra servil latente.

Existen realidades históricas que se ajustan a la definición de De Mahieu de: sacudidas vitales de una sociedad en proceso de decadencia para ajustar su propia esencia al nuevo momento histórico; y su puede llamar revoluciones frustradas —en todo o en parte— a todas las demás. En efecto, ninguna revolución grande o chica, benéfica o perversa, se puede concebir sin un profundo malestar en el cuerpo social.

Siempre quedamos en la ortodoxia política de que toda revolución, por benéficos que puedan ser sus resultados, supone una enfermedad; y por tanto no es un bien absoluto, contra la idea moderna de la revolución pura, o la revolución por la revolución, o la adoración de la Revolución con mayúscula.

Esa idea es simplemente una necedad y una especie de manía: un estado de revolución permanente es un contrasentido y una contradicción en lo ideal; y en lo real, es justamente uno de los síndromes más ciertos de la decadencia.

La discordia es causa del progreso de las naciones cuando se mantiene en la superficie, y, por el contrario, cuando la discordia está en el fondo y la concordia sólo en la superficie, la nación está condenada. Y el estado de revolución permanente supone la discordia en el fondo.

Existe hoy día un vasto movimiento de destrucción de la tradición occidental, que tiene diferentes formas, se sitúa en todos los planos, y pareciera ganar terreno en todos los frentes; a ese movimiento se suele llamar Revolución con mayúscula; y el sentimiento de adoración o aprobación incondicional de la palabra viene del fanatismo en pro de ese movimiento.

Esta idea de Revolución está en el extremo opuesto del pensamiento de De Mahieu.

Resulta así que a la palabra revolución tomada genéricamente hay que ponerle, como hacen los matemáticos, el doble signo ±. En su sentido general de transformación violenta, puede tener dos sentidos específicos contrarios; especificados por su dirección o fin.

Puede ser una enfermedad mortal o una enfermedad benéfica; pero siempre es una enfermedad aguda, preferible por tanto a la enfermedad crónica, que es la degeneración.

Ese es el pensamiento exacto de De Mahieu; el cual pone el acento sobre la posibilidad benéfica de la revolución, simplemente porque vive en nuestra época, y no en el tiempo de los Reyes Católicos o de Carlomagno.

4.- Resurrección de las naciones

Juan Bautista Vico vio que la decadencia de las naciones se producía de acuerdo a leyes fijas, y con estadios característicos, que él llama cursos y recursos. Distinguió tres estados típicos:

el tiempo de los dioses o estado teocrático;

el tiempo de los héroes, o estado feudal;

— y el tiempo de los hombres, o estado republicano.

Y puso a la religión como condición necesaria del mantenimiento o estabilidad de cualquiera de ellos; y distinguió cuidadosamente la república popular de la demagogia, que es la precipitación de la república en la ruina, justamente por falta de religiosidad.

Después de lo cual viene para el él cesarismo, o bien la conquista de la nación decaída por otra más fuerte, o más virtuosa, que para él es equivalente.

El esquema de Vico, que es exacto en lo esencial, parecería ser desmentido por la resurrección de las naciones. Se pueden distinguir bajones y subidas alternados, pero no el esquema de Vico: no degeneraron nunca hasta la ruina, ni tampoco volvieron al estadio teocrático —o tiempo de los dioses.

Vico pone fuera de su esquema natural de evolución a la Iglesia, a la cual tiene simplemente por la religión verdadera, sobrenatural y providencial. De modo que para él la decadencia natural de las naciones cristianas sería detenida o contrarrestada por un recontacto con el cristianismo, que las creó.

En el pensamiento del filósofo napolitano:

— el tiempo de los dioses sería el período de la Evangelización de Europa, injertando en todas partes una fe simple y ruda, absoluta, en el tronco de las costumbres caballerescas de los germanos;

— el tiempo de los héroes sería todo el periodo feudal subsiguiente;

— y el tiempo de los hombres aquel que alboreaba en sus días, en las vísperas de la gran revolución republicana, que él no llegó a ver.

Hilaire Belloc la ha recogido en su estudio Europe and the Faith (Europa y la Fe) al postular una “conversión de Europa” como condición única del salvamento de la civilidad occidental en la actual crisis del mundo.

Toynbee, en su voluminosa historia de la civilización (A Study of History), recoge la idea en otra forma: Toynbee cree sí que la religión es el vinculum substantiale de la sociedad, el que produce la concordia profunda; pero cree también que la religión actual de Occidente se ha gastado hasta la trama y no sirve más; poniendo por ende sus esperanzas en una “nueva religión”: el temor de la decadencia de Occidente —que al parecer él confunde con Inglaterra— lo obsede y lo angustia.

Toynbee tiene una teoría realmente peregrina, que pretende establecer lo siguiente:

— cada civilización está informada por una religión;

— todas ellas son perecederas a mayor o menor plazo;

— y, al parecer, dejan una especie de huevo de donde brota una nueva religión fresca y lozana, y por ende una nueva civilización juvenil que entierra a su padre y a su madre; y, armada de la herencia, emprende su carrera por la Historia.

Consoladora ficción, hija de la desesperación de la época, que no tiene un solo punto de apoyo en la realidad, pero puede servir de cordial a los ignorantes: en la “era atómica” todos viviremos cien años y practicaremos la religión atómica, cuyo mesías ya debe de haber nacido en Norteamérica, desde luego.

Demasiada imaginación para un historiador. No se puede ver cómo de una religión que muere de vieja y podrida podría salir una religión nueva y pura; ni se ha visto nunca. Es contradictorio, pues es contra la ley de la causalidad; lo más saldría así constantemente de lo menos.

La teoría de Vico es seria.

Del cristianismo no se puede esperar sino deformaciones (que es lo que fueron la Reforma y todas las demás innúmeras herejías, muertas en estos 20 siglos) o bien renovaciones.

De la posibilidad de un revival del catolicismo depende la posibilidad del mantenimiento de nuestra civilización; y estas renovaciones del catolicismo han sucedido de hecho, sin mudarse la doctrina.

Esa posibilidad de un recontacto de las naciones europeas con su fuente religiosa vital (o sea “la conversión de Europa») parece más que improbable imposible a los ojos modernos; porque realmente la corrupción (“el desplazamiento de la mística en política”) ha ido muy lejos y ha subido muy alto, quizá más que en ninguna otra época de la historia.

Pero no hay que olvidar que todas las renovaciones históricas que conocemos han sido en su tiempo improbables e imprevisibles, y han surgido del seno de una situación humanamente desesperada: Cristo viene en la tempestad caminando sobre las aguas.

Yo creo que un día vendrá el fin del mundo —del ciclo adánico— precedido de una corrupción religiosa irremediable; pero no lo he profetizado para ahora sino en forma conjetural y condicional (ver mi libro Su Majestad Dulcinea).

En suma, la relación sociedad-religión, proclamada desde Platón por tantos grandes pensadores, se puede expresar sociológicamente —prescindiendo de la verdad teológica mayor o menor de las diversas religiones— diciendo que nación que pierde el sentido de lo sacro está perdida.

El sentido de lo sacro no es la religión sino algo anterior a ella; en el cual ella se encarna y a la vez lo estructura, en relación de materia y forma.

La pérdida del sentido de lo sacro es uno de los signos más ciertos de decadencia: cuando todo se profana, y el culto, el sacramento, el juramento y hasta las palabras religiosas pierden su temerosidad o majestad, y se preñan de “política»: fenómeno muy visto en nuestros días… No hay ya religiosidad real, no sólo en los que hacen este estupro sino en los que lo apoyan, sostienen o consienten.

5.- El «desorden estructural”

De Mahieu ha puesto el dedo exactamente sobre la causa formal de la decadencia —que es la causa principal, la intrínseca y especificante: «el desorden estructural”.

La “confusión de las personas”, la llama el Dante: Siempre la confusión de las personas principio fue del mal de la ciudad” (La Divina Comedia. Paraíso, Canto XVI, sentencia 67-68).

La sociedad en definitiva se compone de personas; y su descoyuntamiento por ende se produce cuando las personas son arrojadas de su propio lugar social, y puestas donde no debían estar; lo que decimos vulgarmente patasarriba.

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Lo que sigue está tomado de otro artículo:

LA MINA DE ORO

Aquí

(El Ruiseñor Fusilado, 9)

El pueblo cree que el hombre de visión intelectual, el «doctor», el maestro que enseña a los mismos maestros, debe tener los honores y la situación financiera que corresponde a su categoría humana; si no para vivir con lujo, para vivir con las condiciones necesarias a su insalubre trabajo, que no son las condiciones de trabajo del destripaterrones; dejando aparte la otra cuestión conexa de la «autoridad», también debida al doctor.

Alfonso el Sabio mandó en sus Partidas, que a los doctores de su primera Universidad española se les pagara bien; y «más, cuanto más supieran».

Pero ahora ya no es así.

Un sociólogo contemporáneo (Vacher de Lapouge —citado por José María De Mahieu), trasladando a lo sociológico la pirámide del poder, de Giovanni Mosca y Ernesto Palacio, dice que hay cuatro estratificaciones sociales que configuran una especie de pera; y que, si están en buen orden y figura, estructuran una sociedad asentada y próspera; mas lo contrario en caso inverso. Estas estratificaciones son:

– 1ª Los creadores.

– 2ª Los asimiladores.

– 3ª Los ejecutores.

– 4ª Los brutos.

La primera capa está constituida por los varones de invención, originalidad y conquista; casi siempre personalidades aisladas y difíciles —al juicio de los «brutos».

Cuando esta capa no existe, la sociedad se atrasa; pero mucho peor es cuando la pera está invertida, y su cúspide está oprimida por la masa amorfa —cuyo ínfimo límite son los tarados y los amorales—; y entonces sobrevienen la confusión, la anarquía o la tiranía.

Sigue el ensayo que vamos resumiendo:

Suprimid los creadores en una sociedad, ella no puede ir adelante, tiene que caer; y para suprimirlos el remedio es sencillo, basta ponerlos en el último lugar, abajo de todos.

Que el hombre que tiene poder creador no pueda ganarse la vida, ya está en el lugar de los brutos, y más abajo aún; porque aquí en la Argentina todos se ganan la vida, y los brutos incluso hacen fortuna.

Eso se llama en la Escritura «matar a los profetas”; y la muerte del profeta trae como contragolpe inmediato la aparición de los «pseudoprofetas».

Se podría preguntar en qué lugar de los cuatro rangos de Vacher están los falsos valores, es decir, los simuladores, mistificadores y sofisticados.

Si los dos primeros rangos se definen los que hacen; el tercero, los que reciben y el cuarto, los que estorban, evidentemente los intelectualoides, los inteligentones y los inteligentuales se van al rango de los brutos.

Pero eso no es aparente, puesto que no parecen brutos, sino todo lo contrario, brillan con todos los fulgores de la mistificación y la “propaganda”. Dirigen bibliotecas y casas editrices, son impuestos como maestros y guías de las naciones al público indefenso, y hasta —en países dejados de la mano de Dios— gobiernan la educación de la niñez y juventud; pobre educación de mis pecados.

En realidad ese tipo social, tan abundante hoy día, como las langostas del Apokalypsis, los inteligentones, intelectualoides e inteligentuales, son corrupciones de los dos primeros tipos (creadores y realizadores), son “luciferinos”, como los llama Raymond Aron, que procedentes de los rangos de los sátwicos y rajásicos perturban y soliviantan con sus falsas luces a los tamásicos, originando su rebelión, y en consecuencia “la confusión de las personas”, causa formal de la caída; como fueron los nobles felones y los clérigos corrompidos en el proceso de desviación de la Revolución Francesa.

El luciferino es simplemente el pseudoprofeta de la Escritura, el que grita: “llegó la paz, llegó la paz; y no había paz” (Jeremías, VI, 14).

En el pensamiento de De Mahieu, los creadores representan la actividad intelectual en su grado íntegro y desbordante; así como los ejecutores la actividad volitiva bajo el influjo de los primeros, los hombres de acción; que dejados solos no pueden ir muy lejos, porque no pueden ver muy lejos; en tanto que los creadores sin los hombres de acción son como cabezas sin brazos, pues aunque nada impide que un genio intelectual sea también un hombre de acción, en la práctica y dada la limitación humana, el “excessus intellectus» —que dice Santo Tomás— pone trabas a la actividad ejecutiva, dirigida a lo contingente, a lo práctico, a lo posible, como notó el mismo santo.

De donde la disyunción de las dos primeras clases entre sí origina parálisis; y su inversión, por la cual los prácticos y enérgicos son puestos encima de los inteligentes —como empezó a pasar en el mundo desde el siglo XVII, en la iglesia incluso— origina decadencia.

La filosofía de Francisco Suarez, que pone al intelecto práctico como una facultad diferente del especulativo, y superior a él en cierto modo, representa la teorización de un estado de cosas que había comenzado ya en la realidad histórica, y que no se ha detenido hasta nuestros días.

La cima de la actividad intelectual es la profecía. El profeta está por encima incluso del metafísico; y de hecho no hay un gran metafísico que no tenga una punta de profeta. La razón es que el profeta es a la vez profundo como el metafísico, y concreto como el político. El metafísico es el hombre de lo universal, y el adalid u hombre de acción es el hombre de lo concreto, de la experiencia; mas el profeta marida en sí las dos cosas.

El profetismo puede ser sobrenatural y natural; y estos dos grados no son opuestos entre sí; de donde nace el concepto de profeta en sentido amplio, que abstrae de los dos grados.

Profecía sobrenatural es predicción de lo futuro contingente, en nombre de una autoridad sobrenatural y en relación con el asunto de la salvación o perdición del hombre; o sea el núcleo más hondo y decisivo de la Historia de la Humanidad, que comprende también el destino de las naciones, desde ese supremo punto de vista. Y así vemos que los profetas hebreos —los más altos que han existido— son al mismo tiempo que previdentes, moralistas, teólogos y legisladores; y aun conductores, como Moisés.

La Escritura está llena de la amenaza divina de quitar por causa de los pecados a su pueblo la luz profética, y abandonarlo a las malas artes de los pseudoprofetas, los que prometen venturas temporales, consuelan, halagan y adulan, y en vez de exigir el arrepentimiento prometen a los pueblos viciosos el éxito, la riqueza, el triunfo y el Progreso Indefinido, y al mismo tiempo por otro lado acrecen la desesperación.

Esta amenaza divina culmina en la predicación de Jesús, Cristo dice: “Matareis al Profeta y surgirán bandadas de pseudoprofetas que llevarán a la Ciudad Santa a la última desolación”. Y así fue.

El asesinato del profeta es el signo fatal del hundimiento nacional.

Existe la profecía natural, la cual estudió con atención Santo Tomas; y parece ser la disposición psicológica preparatoria para recibir la gracia de la profecía sobrenatural.

De esta disposición natural se puede usar bien o usar mal; porque no es una gracia gratum faciem sino gratis data.

Psicológicamente parece consistir en una inmersión tan honda de la vida del profeta en lo presente que lo habilita a proyectar las líneas directrices actuales a lo futuro.

Improperio sobre Jerusalén. Este Improperio está entre los papeles íntimos de un “profeta asesinado”; papeles de los cuales disponemos y nos parece no indiscreto copiar aquí. Dice así:

«Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas...”

Un pueblo que mata a sus maestros naturales está perdido, y no hay más que llorar sobre él. Un pueblo que mata a sus maestros naturales se saca los ojos. No es necesario que los mate físicamente, basta que los mate como maestros. Basta que al escritor que sabe, por ejemplo, no le deje editar sus Libros; basta que al escritor que construye, no le deje difundir sus escritos; al escritor que tiene la palabra de la salud, le haga el vacío delante y entorno. Ese pueblo se vuelve voluntariamente ciego. Y entonces se hace guiar por otros ciegos, pues: no puede ver que son ciegos. Y se precipita al abismo.

6.- La libertad

De Mahieu sabe muy bien lo que es “Libertad’’; y repite la palabra de Hegel: “No puedo entender lo que significa «libertad», si libertad no significa «poder»”. Efectivamente, el único que tiene libertad de hacer una cosa es el que puede hacerla.

De donde se sigue directamente que, en el Estado Moderno, que es «totalitario” de más en más —llámese Unión de Repúblicas Soviéticas, nacionalsocialismo, fascismo, democracia—, la libertad del individuo disminuye paralelamente a la absorción del poder por parte del Estado.

Al Estado Moderno no le cuesta nada proclamar a bombo y platillos que otorga al pueblo la «Libertad» —y lo hace tanto más cuanto menos existe de hecho—; pero, libertad real no habrá si disminuye o es aniquilado el poder de las fuerzas cuyo haz constituye la sociedad (familias, gremios, empresas, instituciones naturales) y de las cuales el Estado legítimo no debería ser sino la estructuración política; tanto más perfecto cuanto más insumido y corporizado en ellas.

La antigua monarquía francesa estaba sustentada por las cuatro columnas de Iglesia, Universidad, Nobleza y Gremios —incluso aquí los Parlamentos— que tenían su vida propia y a las cuales no era cómodo ofender; de manera que Luis IX por ejemplo, teóricamente “rey absoluto», podía hacer muchísimo menos cosas —y prepotencias— que un presidente democrático-liberal de la República Argentina, sobre todo si es “Provisional”. De modo que había mucha más libertad real en el pueblo que en nuestros libertarios tiempos…

En todas las “luchas por la Libertad”, la libertad resulta disminuida, aunque venza, ¡qué será si pierde! Cuando la libertad crece es cuando no se “lucha por la Libertad”’, y aun no se acuerdan de ella.

Para mejor, al lado del poder totalitario del Estado democrático moderno —o detrás de él, mejor dicho— existe el poder totalitario del dinero, que es el que gobierna en realidad de verdad en las naciones sedicentes democráticas. De modo que entre estos dos poderes (el poder político débil e hipócrita, que da libertad al pueblo para votar y para corromperse, y el poder inflexible del capitalismo, que le da libertad para lo mismo y morirse de hambre encima), la libertad del pueblo está como un bife entre dos planchas.

Hoy día se ha creado un ídolo con la palabra Libertad —así con mayúscula—, que es propuesto a la adoración de las masas; primera vez en la historia ¡adorar un flatus vocis!, un soplido.

En su ensayo El Anticristo, en el año 1846, John Henry Newman, un cardenal que sabía teología, notó que unos 50 años antes se había intentado fundar el culto religioso a un dios nuevo, “enteramente desconocido de nuestros padres” (Daniel, XI, 38) en la figura de la Libertad y la Igualdad, representadas por una prostituta con el nombre de la “diosa Razón”.

Newman ve en eso la solución de una contradictoria que hay en las antiguas profecías, a saber: que el Anticristo, por un lado, será ateo y suprimirá a todos los dioses; y, por otro, adorará y hará adorar “a un dios violento; que va a rendir culto con oro, plata, gemas y diademas a un dios nuevo, que sus Padres no conocieron. Así hará él en todas las fortalezas [o puestos militares] con un dios singular, que él habrá elegido, y al cual rendirá gran honor” (Daniel, XI, 38).

El fenómeno levanta la contradicción entre ser ateo y a la vez adorar un ídolo. El Anticristo adorará y hará adorar a sí mismo; no de cualquier modo, sino con “oro, plata, gemas, y riquezas”. El capitalismo no le va a estorbar mucho al Gran Perverso.

¡Adoremos la Libertad! Adoremos la libertad de los hijos de Dios, la cual se basa en el amor a la Verdad, que no puede existir sin la práctica de la virtud.

La libertad de todos —y sobre todo del débil— se basa en la vigencia de un orden moral. Virtud es poder. Sin la vigencia del orden moral, un pueblo entra, como pueblo, en la decadencia.

Y nunca perece peor la libertad que cuando se halla en palabras y ficciones, y no en realidades.

7.- Ambigüedad de la “decadencia”

De Mahieu aplica las palabras decadencia y prosperidad en el sentido político estrictamente, conforme a su muy consciente presupuesto metódico; y así sus análisis son exactos, aunque limitados.

Es evidente que cuando una nación desaparece o es avasallada o devorada, políticamente está en decadencia —el último grado de ella—; y que cuando está tan fuerte que puede hacer de su voluntad ley para las otras, está próspera políticamente.

El proceso entre esos dos extremos es el estudiado por De Mahieu.

Pero, por ejemplo, Irlanda, oprimida por Inglaterra, o Polonia, dividida entre sus tres vecinos, ¿eran naciones menos felices que sus opresoras? Ya no es tan fácil de determinar. Si feliz significa noble, por ejemplo, no eran menos felices, sino más.

La palabra feliz tiene tres sentidos, según se pronuncie en el plano sentimental, en el plano ético o en el plano religioso.

Lo mismo se aplica a las naciones. Nada impide que una nación oprimida económicamente o políticamente tenga una verdadera grandeza moral o religiosa: el pueblo de Israel en gran parte de su historia es un ejemplo de esta última grandeza.

Hay dos clases de pobreza, dice Montesquieu: una la de los pueblos que, por sonsos, son despojados de sus riquezas naturales; otra, ‘‘cuando una nación desprecia el dinero porque tiene sus mientes puestas en empresas más grandes”.

Decimos pues que la palabra prosperidad o felicidad aplicada a una nación es análoga; y aun a veces equívoca. La felicidad para una nación ignorante o viciosa puede presentarse en forma de grandes calamidades colectivas, conforme a la ley formulada por Vico; como encontramos ejemplos en la Escritura, donde los profetas predican desastres políticos nacionales con la cláusula esperanzal de que «el residuo será salvo”: el residuo, es decir, la minoría sobreviviente vuelta pía, sobria y veraz por el sufrimiento, que representa la verdadera alma de Israel.

Todo el punto está en si dentro de esa nación hay alma todavía; porque la lucha, aun la más cruel de las luchas civiles, es superior a la paz en el desorden, la cual es mera podredumbre, y tanto más peligrosa cuanto podredumbre lenta.

La instancia moral es más alta que la instancia sentimental y a fortiori que la instancia logrera y usurera, la cual ni siquiera tenían en cuenta los antiguos filósofos políticos; y se ha hecho la única instancia en nuestra época. La instancia moral es más alta, y sus leyes son naturales e ineludibles.

Nación viciosa = nación que se acarrea la ruina. Y en lo más alto de la estructura de los vicios colectivos está el error, la necedad. Y el error más grave es el que se comete en materia religiosa. No se puede salir de ahí.

8.- La moral

De Mahieu enumera como causas eficientes de la decadencia los vicios colectivos, y nombra algunos de los más “eficientes” en ese sentido, como los vicios carnales, el alcoholismo, el robo y la mentira.

Es dignísimo de un gobernante querer moralizar a su país; pero que se equivoca si cree que su deber profesional es hacer una nación químicamente pura, poniendo a un lado todos los elegidos y al otro todos los réprobos; sobre todo si entre éstos hay muchos compañeros suyos que han hecho exactamente lo mismo que él.

La relación de la moral con los medios políticos es un delicado filosofema (razonamiento o silogismo demostrativo). Baste decir que con medios políticos se puede fomentar indudablemente la moral externa, que podríamos llamar la decencia pública; y eso sí es incurrencia directa del gobernante; pero no se puede crear “moral” tout court, porque ésa se crea solamente por medios morales.

Ningún gobernante puede suprimir con medios políticos todos los vicios; por lo cual el Príncipe debe “tolerar” —no fomentar ni explotar— algunos vicios, cuando de su prohibición legal surgieran daños mayores. Tolerar no es aprobar, sino que es no poder otra cosa. Un Príncipe que quisiera suprimir todos los males existentes, crearía males mayores.

Lo que concierne directamente al Príncipe son los pecados contra la patria, que los romanos llamaban perduellium, y tenían por los más graves de todos, después del sacrilegio.

La doctrina liberal tuvo como consecuencia suprimir de los códigos y aun de la conciencia pública el pecado de perduelio; pero díganme: si es punible que yo dañe a mi prójimo, ¿cómo no ha de serlo, y más, que yo dañe a toda la comunidad?

Un grado preeminente de decadencia reina en una nación cuando los gobernantes son inmorales, y se llenan la boca con palabrería moral y exigencias de moral… para los demás. Esta situación la anatematizo Cristo cuando dijo: “Los potentes de este mundo ahora explotan y oprimen al pueblo, y se hacen llamar «Irreprochables», «Incorruptibles» o «Benefactores». Eso está encerrado en el acerado versículo “Benefici vocantur...” (Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar Bienhechores).

En esos casos de gran decadencia no queda más remedio que la acción moral; la acción política no basta, estando ella misma inmoralizada.

Estos casos de descuajeringamiento hereditario piden acción moral heroica, en algún gradito al menos. Pero no hay heroísmo moral ni cívico ahora.

9.- Ejemplos

La razón de que en el Imperio Romano se oscilara tan fácil de tiranía a anarquía es que en el fondo dellas hay algo común, que es el desgobierno; el Tirano, aunque al parecer gobierna demasiado, en realidad no gobierna, porque no ordena (orden), mas solamente manda y atropella.

Ley significa un algo que esté por encima de la voluntad y aun de la cabeza de los hombres.

En los dos extremos de la corrupción política predomina sobre la Ley la voluntad de los hombres: en la tiranía, la de uno; y en la anarquía, la de muchos.

Ley es la ordenación de la Ley Natural… o «las leyes naturales son las mismas inclinaciones de las cosas a sus fines propios”, y Ley Natural no es otra cosa al cabo sino “la luz del intelecto infundida en nosotros por los cielos, con la cual conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar», dice Tomas de Aquino.

La diferencia entre el concepto de Ley de la tradición y la nueva ley rusoica de la Revolución es capital: no es indiferente, antes es diversísimo, que la ley descienda del intelecto, como quería la filosofía antigua, o de la voluntad, como quieren las modernas filosofías, voluntaristas; o por mejor decir, la sofística contemporánea.

«Decir que de la Voluntad de Dios [Occam, Descartes] depende la ley moral —dijo Santo Tomas— es blasfemia “.

Baste decir ahora que cuando nuestros abuelos el siglo pasado hablaban de restaurar las leyes, querían decir volver a las leyes de antes, a las de siempre, a las eternas… a la idea antigua de Ley.

No pretendían muchas leyes ni leyes nuevas. Lo que querían era que la Ley se mirase de otra manera; querían en suma que fuese necesaria y obedecida, y eso por parte de todos, empezando por el mismo Mandatario, convertido así en promulgador y vocero de la Razón y puesto por debajo della, para lo cual era necesario que la Ley fuera justa, pareja y prudente; o sea, de acuerdo a las costumbres y “derivada de la razón en orden al bien común”, derivada de la Deidad en definitiva, como dice el de Aquino.

Mas para que la ley salga realmente Ley —lo cual no es soplar y hacer botellas—, ley propia pareja y prudente, comúnmente se requiere no salga del mate de uno solo, sino que se junten varios mates buenos… y si fuere posible, todos.

Y esto es democracia, según Santo Tomás, que era hijo de una condesa alemana.

No “democracia cristiana”, sino democracia a secas o república, porque “el gobierno es más suave y más feliz cuando todos tienen en él alguna parte en la medida de su capacidad…

Ojo con esta “en la medida”; ese inciso es capital para distinguir la vera democracia de las falsas, que hoy día viborean y campan.

La masa no tiene medida alguna de capacidad para el gobierno: no es nunca amasadora, aunque puede ser amansadora.

El eje permanente de la historia argentina es la pugna entre la tradición hispánica, ya no muy pura, y el liberalismo foráneo, bajo cuyo signo nacimos a la “vida libre”; y esa pugna continuará hasta el año 2.000, por lo menos, como está narrado en mi libro Su Majestad Dulcinea.

El pueblo argentino jamás asimiló el liberalismo inglés o francés o norteamericano: no se sabe por qué. Los liberales lo han tenido aquí todo para hacérselo asimilar: el progreso, la moda y la mentira, prensa grande, libros, universidades… y hasta sacerdotes, curas y obispos liberales o liberaloides; y el pueblo argentino no lo asimiló; mala suerte.

Pero lo que queremos decir es que hay que salir de una vez del movimiento pendular, si se puede.

Y que no se puede salir, si no se consolida la Ley … o se “restauran” las leyes, como quieran.

Y la Ley no se puede restaurar, si no es sobre la base de una restauración moral.

10.- Conclusión

Tres ejemplos o síntomas de la decadencia argentina:

a.- El caos político

— Las predicciones de Charles Maurras se han cumplido cruelmente en nosotros, más que en Francia. Estamos en plena politiquería, o sea democacaracia.

Estamos en incurable inestabilidad política, porque hace más de 100 años todos los gobiernos son ilegítimos; es decir, fraudulentos y usurpadores.

No es la mayoría la que unge, sino que confirma a los ya ungidos: o bien es formada por fraude sutil si se quiere. Hacer optar a la gente entre dos “candidatos”, uno vencido de antemano previstamente, es fraude.

La mayoría hace lo que la hacen hacer. El que se equivoca es el que se fía del politiquero, que es el que mangonea las mayorías.

El “sufragio universal” es una farsa porque desde su comienzo alimentó en su seno un sofisma: la “soberanía del pueblo”, que es hoy el gobierno de los marrulleros y los charlatanes.

O sea, la soberanía del Anonimato, la Irresponsabilidad, las Elecciones, el Dinero y… el Extranjero.

El resultado deste gran desorden del “sufragio universal” es toda clase de males políticos, de los cuales el mayor es la “centralización”.

b.- La centralización

Centralización significa la absorción por el Estado de toda la actividad de los cuerpos intermedios e incluso de los individuos. Esta absorción ha ido creciendo desde la famosa francesada de 1789 hasta hoy, de modo que puede decirse que hoy todos los Estados son tiranías. El mayor ladrón de cualquier Estado actual es el Gobierno.

La función natural de los poderes parciales y relativos (Familia, Municipio, Gremios, Dinero, Universidad, Ejército) es limitar el poder, de suyo devorante, del Poder Central.

Hoy día el Estado hace de todo, menos a veces lo que debería hacer. Desde zapatero hasta constructor de casas, el Estado se mete en todo; también en las empresas particulares, de las cuales se entromete socio. El Fisco sangra a toda actividad productiva y él monopoliza la mayor parte de las actividades productivas.

Pero donde más celoso y dañoso se muestra es en el Monopolio de la Enseñanza. El Estado es el maestro de part Dieu; ¿qué digo? es el Maestro de los Maestros, el Maestrísimo. Directa o indirectamente es el que imparte la —llamémosla— Educación, directamente en las escuelas “públicas», indirecta en las escuelas mal llamadas «privadas”.

Esta aberración de que el “Político» se meta a regir o a hacer lo que no le toca, y a lo que no es apto, es el dogma más acariciado del futuro Estado socialista y es el credo del Anticristo.

Los padres tienen el deber y el derecho de educar sus hijos, la Iglesia tiene la misión de ensenar la religión.

El Estado es político y no educador, anoser para, subyugar la educación a la política; y, en este caso, a la infidelidad.

Está pasando aquí lo que paso en Francia, a saber: el Estado Anticlerical fundó la Escuela Normal Superior, que debía dar todos los maestros superiores, y se reservó la potestad de habilitar los maestros comunes. Quería hacer de los enseñantes los “genízaros de la República”, como se expresó Jules Ferry; o sea los que imbuyeran a los indefensos niños el laicismo y el anticlericalismo.

Pero surgió como resultado lógico que los maestros se hicieron comunistas, y comenzaron a dar dolores de cabeza a la «República laica, una e indivisible”, con huelga tras huelga, comenzando por pedir «aumentos de salario”.

Cuando el daño o el escándalo se hace intolerable, el Gobierno cede y aumenta los salarios y los trabajadores de la Educación se reintegran al trabajo de educar, después de haber dado el mal ejemplo de deseducar. “¡Los genízaros de la República!”.

Aquí, en este país, el monopolio de la educación es responsable de la decadencia de la educación; y la decadencia de la educación es responsable en gran parte de la decadencia de la República. Poco ve el que no distinga el vínculo diamantino que existe entre la democacaracia y la centralización o “estatismo”.

c.- La indisciplina de las costumbres

Esta expresión, atenuada y exacta, de André Benoist es lo que llamamos brutamente la corrupción o la podredumbre. En lo moral, en lo intelectual, en lo físico mismo, la indisciplina reina por todo.

Más grave que la lujuria, grande arruinadora de naciones, es quizá la cretinidad de las masas. A ella contribuye todo, desde la educación intelectual nula hasta los llamados “medios de comunicación”.

Basta mencionar estas dos cosas, la lujuria y la memez, que son muy emparentadas, para comprender «la indisciplina de las costumbres” signo fatal de decadencia. Entre otras muchas otras cosas, innumerables, cuya noticia nos trae muy templada la “prensa” cada día. Y no hablamos de la prensa amarilla sino de la “blanca”.

En fin, nuestro grande y hermoso país está en decadencia política, educacional y moral en forma que no vemos el remedio.

Es un proceso que viene de muy atrás; y seguirá adelante, si Dios no lo remedia; pues solo Él puede remediarlo, quién sabe cómo.

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MEDIOLETRADOS

Aquí

(Cabildo, Buenos Aires, N° 293, 21 de julio de 1943)

Ese consejo repetido y categórico que da a sus monjas Santa Teresa en uno de sus libros (Camino de perfección) de tener “confesores letrados” y desconfiarle muchos a los “medioletrados, los cuales me han engañado hartas veces» —dice ella—, es un consejo que siempre nos ha llamado la atención: luego era posible en tiempos de la Santa, incluso a monjas sencillas, distinguir los letrados de los semiletrados.

Pues bien, he aquí la diferencia capital de aquel tiempo con el nuestro. En nuestro tiempo ya no es posible. ¿Quién puede hoy distinguir un gran médico de un matasanos facundo? No por cierto la gente sencilla. Y de esto nacen muchos males.

En aquel tiempo, los letrados eran raros; y ser letrado, o sea doctor, era una cosa seria: doctor era el capaz de enseñar una ciencia; o bien todas las ciencias armadas en sabiduría.

El capaz de enseñar es el que sabe (sabor), el que posee una disciplina en habitus vital, el que la abarca entera y perfecta dentro de sí, o mejor dicho ambula él adentro de su orbe.

Son gente rara. Ven todo el mundo a través de su ciencia, la hallan en todas partes, se hallan con ella, y están haciendo allí continuos descubrimientos, en luna de miel o noviazgo perpetuo.

Esta gente es muy rara (en el sentido de escasa y de preciosa); no sirve para otra cosa, y tienden a juntarse entre ellos para poder pelearse mejor, por lo cual la cordura antigua los reunió a vivir juntos en un claustro, y lo que resultó de ahí llamóse Universidad o Estudios Generales.

Vestían especiales togas, llevaban un anillo al dedo desposados de la Sophía, casi todos eran solteros; si eran curas, el Emperador o el Papa fácilmente los hacían obispos, y los Reyes los codiciaban para sus Reales Juntas, en tanto que ellos nada codiciaban más que su celda, sus discípulos y sus pergaminos, y no obstante les sobraba plata para hacer limosna.

Los llamaban doctores, que significa enseñadores. Tenían bajo sí a los repetidores.

Los repetidores eran los medioletrados. Son tipos con fluencia de parola, capaces de agarrar rápido las ideas, explanarlas, exponerlas, hacerlas interesantes, vulgarizarlas. Son los que tienen, como dice el hispánico, facilidad.

Las doctrinas difíciles de los maestros en sus bocas devienen fáciles; las oscuras se vuelven claras; las técnicas y duras se hacen amenas; las diversas se homologan y contactan.

Los discípulos aman a este hombre brillante, claro y seguro —sobre todo los discípulos más discipulares—, mucho más que al doctor pesado, que lucha y forcejea; que sabe solamente las cosas como son, y no sabe el modo de decirlas lindo; que se repite, que no “construye”, que no tiene “forma”.

El Repetidor es necesario. Pero antaño dependía del Maestro, del hombre enamorado de la verdad, absorto con ella, distraído, desatento y desdeñoso.

¿Qué ha pasado en nuestro tiempo? El Repetidor tomó los comandos. Dicen que es parte de un fenómeno general llamado rebelión de las masas.

El Repetidor corre hoy el mundo bautizado “Conferencista”; y los Doctores dependen de él y deben estudiar para suministrarle “ideas”.

Las ideas del Conferencista divierten a la gente; y la gente paga a quien la divierte, no paga a quien la educa o la salva. Generosamente el Conferencista le da limosna al Doctor.

Esto pasa en todo el mundo, lo cual para muchos no deja de ser un consuelo. Lo especial de nuestro país es que la enseñanza argentina se ha especializado en la producción de medioletrados, y eso en tal cantidad que ya no es posible distinguir entre ellos al Letrado.

La mistificación constituye una de las más agudas epidemias nacionales; y eso pasa indefectiblemente cuando en el dominio de las letras mandan los medioletrados. La mistificación es una de las clases de mentiras más peligrosas, peor que la moneda falsa.

De modo que las monjitas de Santa Teresa, si llegaban a vivir en estos tiempos y en estas tierras, estaban listas con los medioletrados.

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LA RAZA INFERIOR

Aquí

(El Ruiseñor Fusilado, 14)

El drama del Padre Jacinto Verdaguer conmovió tan profundo a España porque el telón de fondo estaba iluminado por varios problemas generales, candentes en nuestro tiempo: el problema del fariseísmo, el problema del conflicto entre la moral abierta y la moral cerrada, el problema de la inteligencia y la sociedad, o la «sociología del saber» y, finalmente, el problema de la «raza inferior».

Dejemos a los filósofos la discusión de estos problemas, y armémonos de paciencia, porque no tienen solución mientras dure el triunfo de la raza inferior, la rebelión de las masas, la demagogia, la decadencia de Occidente, el tiempo del hombre prometeico, o como quieran llamarlo.

«¡Estamos en el tiempo del triunfo de los mediocres!» —dicen. Se podría añadir: «y de los tunantes».

El mediocre cuando está en su lugar no hace daño alguno; al contrario, es el tejido general de la sociedad, el tejido leñoso sin el cual no hay fruto ni flor: son los «asimiladores» y «ejecutores» —que dice De Mahieu.

Es el mediocre engreído el que es temible. Y todo mediocre con mando es casi necesariamente engreído; es decir, necio.

Lo malo del mundo de hoy es que está lleno de sotas a caballo: sotas de oro, sotas de basto, sotas de copa y sotas de espada. Quién sabe por qué razón nuestro tiempo está plagado de petisos montados en tremendos frisones, que lo pisotean y lo atropellan todo, porque siendo miopes, ni siquiera ven lo que tienen ante las patas.

No respetan cercos, se meten en todas partes, matan ovejas, arruinan sementeras, espantan los pájaros, trotan donde hay música y a veces atropellan un niño, una mujer o un obrero absorto en su trabajo.

El aparato de selección humana, el «movimiento que pone a los hombres en su lugar», nunca ha funcionado en el mundo sin deficiencias; pero ahora parece no funcionar o funcionar al revés. Esto lo dicen todos. Dijo el hijo de Martin Fierro:

Aunque piensen que exagero,

Mi padre me abona en esto,

Lo que tiene al mundo infesto

Y envuelto en mortal trabajo,

Es que está arriba el que es bajo

Y todo fuera de puesto…

¿Cuál será la causa de este gran desbarajuste?

Esto que pasamos y vemos no es necesariamente (ni puede ser) una cosa substancial sino accidental, histórica, no esencial: una crisis.

Aristóteles conoció al hombre superior, que él llama «magnánimo»; y las cosas que dice de la crisis de su tiempo y los remedios que propone tienen analogía por lo desmesurado, con lo que se dice en nuestro tiempo.

También Aristóteles repuso su esperanza en un superhombre reinante, en Alejandro; y cuando el macedonio fracasó, casi se suicida el filósofo.

No sabemos si hemos llegado ya a la «parusía»: nunca lo sabremos de cierto; y si por caso hemos llegado (puesto que alguna vez ha de ser), la resolución del drama de la historia no será el que Nietzsche piensa, en su pesadilla atea y desmesurada.

El Superhombre ya ha venido, es Cristo; y si solamente por el Superhombre puede resolverse la crisis de nuestra civilización, eso significa la segunda Venida de Cristo; precedida, eso sí, del hórrido desencadenamiento del falso-Superhombre: de que Nietzsche fue poderoso profeta.

«Estamos en una crisis tal, que parecería nada se puede arreglar, si no se arregla todo…» (J. Maritain: La question juive).

De donde sigue que las otras explicaciones y soluciones diametrales a la nietzscheana, ¡la euforia del Progreso Indefinido e Inevitable!, son peores que ésta, por ser soluciones de avestruz. Es meter la cabeza en un agujero y decir: ¡Bah!, ¡todo se arreglará, como se ha arreglado otras veces!

En cuanto a las soluciones semicatastróficas, semieufóricas, de un Spengler, Toynbee, Carr… etc., dependen de Nietzsche en definitiva, son compromisos entre las dos explicaciones extremas y participan del error de ambas. Que se acaba nuestra civilización con su cristianismo y surge otra civilización mejor con otra religión perfeccionada, en virtud de una ley histórica ineluctable y cómoda…

¡Portentoso sueño! No hay otra civilización más que la nuestra, que está ahora asediada y en guerra.

No hay otra posición posible para el occidental, que la aguerrida y heroica: salvarla o morir con ella…

Por donde se ve que el módico drama de curas de un presbítero poeta de Cataluña tiene su intríngulis; y no deja de tener atinencia no oculta, sino clara y directa, con el drama de la época y del mundo.

¿Y cómo podría ser de otro modo? No hace Dios esos hombres de balde.

La inteligencia es una fuerza cósmica; y el paso del genio por el universo, nunca es en vano, cualquiera que sea su destino, su actitud personal y el uso bueno o malo que haga de sus facultades.

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CARACTOLOGÍA DEL GENIO

Aquí

(El Ruiseñor Fusilado, 4)

El genio es el hombre que, según la modesta definición de Santo Tomás, intellectu excedit.

En la Edad Media se profesaba que esos hombres eran los que debían gobernar; o, por lo menos, pertenecer a lo que llaman hoy «clase dirigente».

Hoy día se los tiene por inútiles o locos; y mucho disimulo y habilidad tienen que tener para quedarse solamente con el atributo de «raros». Para librarse de las peores catástrofes tienen que ser “rinocerontes”, o por lo menos beneficiar de una singular providencia.

Sin embargo, el “exceso intelectual” es en ellos su naturaleza misma: no pueden abdicar de él. ¿Cómo lo harían? Ni deben, ¡excelente negocio!

El exceso de intelecto (o atracción a la contemplación) se manifiesta en tres cualidades, que son hoy día formidables defectos y aun crímenes:

– 1°) No son prácticos.

No es que no tengan intelecto práctico (que es uno entitativamente con el especulativo), sino que no puede aplicarse a la practicidad, sobre todo rastrera y minuciosa, por la potente atracción hacia arriba: “las alas demasiado largas les estorban para caminar”, según la acuñada fórmula de Baudelaire.

No sirven para los negocios. Incriminación que, no se sabe por qué, los exaspera (¿porque es falsa?). Pero servir para los negocios hoy día no es una señal particularmente segura de excelencia humana o predestinación divina; aunque no negaremos que es cómoda, ¡vive Cristo!

– 2°) Tienen demasiada sensibilidad.

No precisamente para Dios, que se las ha dado, ni para la obra que tienen que hacer; sino para los entes vulgares que los rodean, a los cuales aparecen como «monstruosamente hipersensibles».

La imaginación y la sensibilidad son los dones del poeta; y cuanto mayores son, en igualdad de otras circunstancias, más grande es el poeta, naturalmente.

– 3°) No pueden tener amigos.

Nada priva tanto de la amistad verdadera, como una cualidad sobresaliente; y lo que es grave, “creen tenerlos”, tienen una confianza infinita en el hombre y se dejan capturar por todas las manifestaciones de afecto.

Si una extraordinaria providencia no les regala gratis un verdadero amigo, su sino fatal es la soledad espantosa o la confusión espantosa, llevados al retortero por la influencia incoherente y contradictoria de toda clase de «semiamigos» vulgares, aunque bien intencionados… a veces.

Las dos situaciones son inhumanas: ningún enemigo nos puede hacer tanto daño como un amigo tonto; y vivir sin amigos es imposible.

Jacinto Verdaguer era un genio intelectual en el ambiente antiintelectual y antipoético de la época y la región; a las presas con el poder de la «raza inferior», del plebeyismo, del mediocre engreído y con poder; enfrente del monstruo del fariseísmo; sin un amigo que lo entendiera del todo.

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LA CENSURA

Aquí

(El Ruiseñor Fusilado, 10)

El otro crimen grande de Verdaguer es haber faltado a la ley eclesiástica de «la censura».

La «censura» es una función eclesiástica; ahora bien, cuando no hay convivencia cristiana, no puede haber función eclesiástica; lo cual es decir que cuando no hay «ecclesia», no hay eclesiástico.

Las actuales funciones eclesiásticas y diversos códigos y reglamentos son creaciones de hombres; buenas o malas, por lo general buenas; por lo menos si funcionan dentro de un ágape o reunión de caridad, o asociación unida por sinceros lazos fraternos, que es la creación de Cristo; a la cual Él denominó «comunidad» o «ecclesia», o como si dijéramos «amistosia».

Claro está que en ella deben surgir autoridades, por la fuerza de las cosas, que tomarán diversas, formas al correr de los tiempos y según los ambientes, desde la paterna hasta la totalitaria; y esas autoridades tendrán sus funciones.

Así, pues, la censura es una función eclesiástica creada en tiempo de la revolución luterana para defensa de la fe, por la cual se invitó y más tarde se obligó a los sacerdotes escritores o doctores a hacer ver sus libros por un teólogo oficial, a fin de prevenirse contra posibles errores en el dogma.

Este es un control que no se puede discutir; y pertenece a la ordinaria potestad de la Iglesia para salvaguardar el depósito de la fe, del cual Ella es Soberano Custodio.

Pero en el siglo XVI esto se hacía por medio de teólogos letrados, gente superior, que firmaban sus dictámenes en caso negativo, y admitían discusión y explicaciones, como es justo que sea entre hombres de bien.

Las cosas pasaban entre hombres realmente de la capa superior, entre «hijosdalgo», no entre tamásicos.

Limitada a su función de pescar errores contra la fe y la moral, esta censura eclesiástica no puede causar desazón a ningún autor católico; al contrario, debe ser bienvenida como ayuda y aun como beneficio.

Pero, por desgracia, actualmente no se limita a eso, de acuerdo con la ley de que el que manda, de suyo siempre procura mandar más —al menos si pertenece a la «raza inferior», hoy entronizada. En suma, la corruptela de la ley es posible y hoy existe.

El «censor eclesiástico», anónimo en muchos casos, que si es un teólogo no lo sabemos, y de hecho no suele serlo, se arroga jurisdicción sobre el estilo, la composición, la invención, la escuela literaria, la técnica, el tema, el género, la «prudencia», la «oportunidad» y hasta los posibles efectos futuros de la obra. En suma, se apodera de la obra.

Llevada a ese extremo, la censura ya es más que un abuso, es una pura y simple enormidad, una cosa contra natura. Cuando el censor o «experto» se identifica con la «Autoridad», como ocurre, la monstruosidad crece todavía.

Hombres que no saben escribir, exigen que los que saben escribir escriban como ellos escribirían… si supieran.

Piden un imposible. El pensar es un acto inmanente y personal; y su expresión, lo mismo. El arte es patrimonio de pocos: de los por Dios dotados y por su estudio y trabajo peritos.

Agréguese a esto que, en la general chabacanería contemporánea, existen fanáticos con la convicción de que la literatura y el arte han sido hechos por Dios para la propaganda de la Iglesia… es decir, de ellos; que se hallan en tremenda y urgente necesidad de propaganda personal, siendo individuos mal dotados en puestos que les quedan anchos.

De allí que, a un buen escritor, a un pensador original, a un artista nato, puede planteársele, si es católico, el siguiente dilema: o bien dejar de escribir; o bien prescindir de la censura, convertida ilegalmente en tortura. Mas esto ya ni siquiera es ley. Es abuso de tiranucos. No está obligado en conciencia; al contrario.

Dejar de escribir, no es justo. Sería una enorme injusticia consigo mismo por amor al tiranuco, una desobediencia al mandato evangélico de no enterrar el talento; incluso, una verdadera imposibilidad si es escritor de raza: su imaginación y su afectividad se vuelven hacia adentro en forma de neurosis; y si de aldehala, tiene que ganarse el puchero con eso, no teniendo otros bienes o medios de vida…

Si prescinde de la censura, tiene sobre sí la ira del tiranuco y sus sanciones, las cuales debe acatar por amor a la disciplina; la cual, el hombre superior respeta más todavía que el hombre inferior, que abusa de ella.

El hombre inferior no tiene el sentimiento de la disciplina, por lo mismo tiene un placer exagerado en disciplinar a los otros; y si esos otros le son superiores en dones, es un deleite dionisíaco…

Menospreciar, pues, la corruptela y exponerse a las sanciones, defendiéndose de ellas por todos los medios lícitos posibles, es lo que hay que hacer (es duro) y lo que han hecho todos los grandes escritores que tenían carácter, puestos en el caso.

Es lo que hizo Verdaguer; hizo bien, hizo lo que debía, hizo una obra de coraje, procedió como varón religioso.

¿Adónde vamos a parar, que se pueda achacar a Jesucristo una cosa contra natura: que el que no sabe pretenda gobernar al que sabe, justamente en aquello que sabe?

Justo lo contrario, dijo expresamente Jesucristo: «Si un ciego guía a otro ciego, los dos se van al hoyo.»

Con estas corruptelas en lo religioso, se hace dudar o blasfemar de Jesucristo.

El saber, la inteligencia, el conocimiento son de Dios, son de la Verdad, y no son de la propaganda, de la «combinación», del pastelito, de la politiquita, de la mangoneadita, del funcionarito ni del engreidito; esté donde esté… Si está fuera de su lugar, que se vaya.

Hay, que resistir a este abuso insano con todas las fuerzas. ¿Adónde iría la literatura y el arte católico si esto cunde? Y aun quizá por eso (en parte), están ellos como están.

La mano del fariseísmo aparece también aquí en sus efectos destructores y mortíferos.

La censura en sí misma es una cosa deseable y aun preciosa, teóricamente.

Para el posible error, un amigo inteligente y competente, discreto y sincero, que se tome el trabajo de leernos en borrador es el único remedio; éste es el censor: es decir, el ideal del censor, el censor teórico.

Pero pretender que tú otorgues el derecho de suprimir de cuajo tu trabajo (con el que quizá te ganas la vida) a un desconocido irresponsable, que puede ser (y de hecho hoy es) un incompetente, si no un resentido, envidioso o perverso; y suprimírtelo de una manera anónima, absoluta y aun agraviante y ofensiva posiblemente, eso cualquiera ve que es más que un abuso, un absurdo, una aberración y hasta un pecado.

Pretender eso en nombre de la religión, es un grueso agravio a Dios. Por el decoro del nombre de Dios, cuando eso sucede no una o dos veces por faliblez humana, sino habitualmente durante años, hay que resistir. Y si se ama a Dios, se resiste aun a grave costa propia.

Eso es martirio, oculto y sordo, todo lo que se quiera, pero es martirio. Y es dignidad, decoro, decencia y nobleza antes que todo. Es religión auténtica.

Cuando se trata de un talento único y genial, el albur de que esto suceda es mucho mayor y casi fatal. El genio pisa senderos nuevos; y los hombres comunes son los hombres de normas generales y caminos trillados. Sólo la eminencia comprende a la eminencia.

Claro que, si el censor fuese humilde, y se ciñese a su labor de salvaguardar la fe y la moral solamente, nada podría ocurrir, genio o no genio. Pero, como dijimos ya, ése no es el caso hoy día.

Con razón, pues, decía el hijo mayor de Martín Fierro:

Que me censure el que sabio

Sabe igual o más que yo,

Eso siempre se acetó

Y mucho lo he deseao.

Que un sonso escupa mi asao

Y me insulte… —dije— ¡no!

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EL ESTADO SERVIL

Aquí

(Decíamos ayer, El Vigía, 30 de mayo de 1945)

El problema político y social más importante de nuestros tiempos es la existencia de un proletariado.

Proletario, es el hombre que depende para vivir de un salario apretado, el cual además le puede faltar en cualquier momento.

Este estado de millones de hombres depende de una situación de la economía que fomenta el amontone de los medios de producción en pocas manos, lo cual se llama capitalismo.

Si será importante ese problema que la guerra más grande que han visto los siglos ha girado en torno de él — y seguirá girando—.

Las naciones que ostensiblemente provocaron la guerra, alegaron para ello el ser proletarias, es decir, estar en el concierto internacional en un estado análogo al del obrero de hoy día en el concierto (o desconcierto) social; pretendieron, pues, que la guerra no era más que una Huelga revolucionaria.

El capitalismo es un orden inestable que va a desaparecer necesariamente, porque es imposible que el hombre viva en las terribles condiciones actuales, entre guerras mundiales, guerras civiles, luchas de clases y ensayos de solución tan bravos como el fascismo y el comunismo.

Hay solamente tres soluciones posibles del capitalismo, y se puede probar con todo rigor que no puede haber más que esas tres, que son: la socialista, la tradicional y la estatista.

— La revolución socialista considera la propiedad privada un mal en sí misma y propone convertirla toda o casi toda en “Propiedad Pública”, es decir, poner los medios de producción (tierra y capital) en manos de políticos que los administren en bien de todos.

— La solución tradicional considera un bien la Propiedad Privada, y un mal su desmenuzamiento infinitesimal (minifundio, ahorro postal) y su amontone en manos de una minoría de millonarios y una minoría de monopolios irresponsables y antisociales.

Esta solución propende a romper la rueda infernal de la proletización por el surgimiento de una nación de propietarios. Hubo un largo tiempo en que eso existió y el mundo nunca fue más feliz. De ese tiempo desciende toda nuestra civilización.

— Existe una tercera solución informulada e invisible, que sin embargo está en curso de actuarse por sí sola o por la fuerza de las cosas, y que consiste en ir proporcionando al proletario su seguridad a costa de su libertad, sin tocar la propiedad privada latifundaria; o sea, en ir aproximándose en forma latente al estado servil o esclavista en que estuvo el mundo durante miles de años antes del advenimiento del Cristianismo y bastante años después de advenido.

En suma, supuesto que el actual Capitalismo será liquidado, cosa de que nadie puede dudar, el resultado será necesariamente una de estas tres cosas: el Comunismo, la Propiedad o la Esclavitud.

Quiere decir, en términos históricos, que el mundo no tiene más caminos que volver al paganismo, volver al cristianismo o caer en una sociedad nueva, actualmente en ensayo, basada sobre la abolición de la propiedad privada, que para un creyente no puede ser otra que la Sociedad del Anticristo.

El estado legal de esclavitud ha comenzado ya en el mundo sin ser advertido, a no ser por las mentes más penetrantes; claro está que no con el nombre de esclavitud, que repugnaría a nuestros atavismos cristianos, pero sí con los nombres simpáticos de Reformas Sociales o Leyes Obreras.

El esclavo antiguo trabajaba toda la vida en provecho de otro a cambio de la seguridad de la subsistencia y la posibilidad de la manumisión.

El obrero moderno carece de hecho de estas dos últimas ventajas. La libertad política que se pretende haberle dado modernamente es enteramente ilusoria: no hay verdadera libertad política, ni tampoco dignidad humana sin alguna manera de propiedad.

Estos principios permiten juzgar con seguridad las reformas sociales sacadas a luz como grandes novedades por los hombres prácticos especializados en previsión social.

No es muy difícil: si encaminan hacia la redistribución de la propiedad y la multiplicación de los propietarios, son buenas; si no encaminan a eso, no lo son.

Aumentos de salarios, seguros sociales, cajas de jubilaciones, arbitraje obligatorio, salario mínimo, sanatorios obligatorios, dentistas gratis, bolsas de trabajo, etc., de suyo ni siquiera tocan el problema del proletario; y si lo tocan a expensas de su libertad, entonces son dañinas y no benéficas, pues lo enderezan a la peor solución de todas, que es el restablecimiento legal y larvado de la antigua esclavitud.

Hay que decir, pues, a los obreros lo que ellos ya sienten instintivamente, a saber: la jubilación es una estafa, los seguros sociales son una patraña, los aumentos de salarios son una paparrucha.

Los verdaderos progresos sociales se verifican en la línea de la libertad de contrato, derecho de huelga y libertad de asociación gremial, junto con una educación moral que capacite a las masas a gozar de la libertad sin abusar de ella.

La solución tradicional es dificilísima de actuar en el mundo moderno descarriado, por la sencilla razón de que las otras dos están en la línea de menor resistencia y son más fáciles, por lo mismo que son falsas: para enderezar a uno que está en la cuneta, hay que cinchar; para hundirlo del todo, basta empujar un poco.

Probablemente tal solución es imposible sin un previo o simultáneo resucitamiento de la Fe, entendiendo por Fe no otra cosa sino la Iglesia; dado que la pérdida de la Fe ha sido lo que posibilitó en Europa el advenimiento del Capitalismo y después su enderecera al inminente Estado Servil.

Para el teólogo todas estas cuestiones sociológicas tan complicadas son muy sencillas, él las arregla con un texto: “Nadie puede servir a dos señores. Así pues, no podéis servir a Dios y a las Riquezas.”

La alternativa que puso Cristo al servicio de Dios fue la esclavitud a las Riquezas.

Mediten un poco en eso: no dijo la lujuria, la ambición, la pereza; es Plutón el otro Amo, fatal y necesario.

Así, pues, la Cristiandad dejó de servir a Dios y cayó bajo el yugo de la avaricia, de la usura, del dividendo, del Mal Rico del Evangelio.

Algunas naciones hoy día han liquidado simplemente a Dios y han aceptado tranquilamente como amo al Dinero, es decir, la sangre del pobre, la sangre del Pobre de los Pobres, vendida por 30 siclos de plata; y lo terrible es que hasta ahora les ha ido muy bien el negocio…

Otras naciones en cambio, como nuestra desdichada patria, están todavía fluctuantes entre los dos señores, lo cual no vayan a creer que es mucho mejor que lo otro. Porque tenía razón en cierto modo Monseñor Claudio, cuando repetía antes de morir, hablando de los católicos liberales: “El que le enciende una vela al diablo, le enciende una vela al diablo; pero el que le enciende una vela a Dios y otra al diablo, le enciende tres velas al diablo.”