P. CERIANI: SERMÓN PARA LA FIESTA DE SAN FELIPE Y SANTIAGO

FIESTA DE LOS SANTOS APÓSTOLES FELIPE Y SANTIAGO

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No se turbe vuestro corazón: creed en Dios, creed también en Mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; y si no, os lo habría dicho, puesto que voy a preparar un lugar para vosotros. Y cuando me haya ido y os haya preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré junto a Mí, a fin de que donde Yo estoy, estéis vosotros también. Y del lugar adonde Yo voy, vosotros sabéis el camino.” Le dijo Tomas: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo, pues, sabremos el camino?” Jesús le replicó: “Soy Yo el camino, y la verdad, y la vida; nadie va al Padre, sino por Mí. Si vosotros me conocéis, conoceréis también a mi Padre. Más aun, desde ahora lo conocéis y lo habéis visto”. Felipe le dijo: “Señor, muéstranos al Padre, y esto nos basta”. Le respondió Jesús: “Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y tú no me has conocido? Felipe, el que me ha visto, ha visto a mi Padre. ¿Cómo puedes decir: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que Yo soy en el Padre, y el Padre en Mí? Las palabras que Yo os digo, no las digo de Mí mismo; sino que el Padre, que mora en Mí, hace Él mismo sus obras. Creedme: Yo soy en el Padre, y el Padre en Mí; al menos, creed a causa de las obras mismas. En verdad, en verdad os digo, quien cree en Mí, hará él también las obras que Yo hago, y aun mayores, porque Yo voy al Padre, y haré todo lo que pidiereis en mi nombre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.

Celebramos hoy la Fiesta de los Santos Apóstoles San Felipe y Santiago el Menor, y conmemoramos el Segundo Domingo de Pascua, llamado del Buen Pastor, cuyo Evangelio leeremos al final de la Misa.

San Felipe, natural de Betsaida, fue uno de los doce Apóstoles que fueron llamados en primer lugar por Jesucristo; él notificó a Natanael la venida del Mesías prometido y le condujo al Señor.

Los hechos muestran claramente con qué familiaridad Cristo acogía a San Felipe. Los gentiles que querían ver al Señor, acudían al Apóstol, y el mismo Jesús, cuando quiso alimentar en el desierto a la multitud que le seguía, se dirigió a él con estas palabras: “¿En dónde compraremos panes para que coman estas gentes?”

Después de recibir el Espíritu Santo, habiéndole tocado la misión de predicar el Evangelio en la Escitia, convirtió casi toda aquella región a la fe cristiana. Finalmente, llegado a Hierápolis, en Frigia, fue crucificado y apedreado por el nombre de Cristo, el día primero de mayo.

Su cuerpo, sepultado en aquel mismo lugar por los cristianos, fue después trasladado a Roma, a la Basílica de los Doce Apóstoles, y colocado allí juntamente con el cuerpo del Apóstol Santiago.

En cuanto a las virtudes de San Felipe, desde luego, se ve en este Apóstol:

1) Prontitud en obedecer a la gracia. Aún no había conocido del todo a Jesucristo, cuando abandonó totalmente lo que podía atarle a este mundo y se dio sin reserva al divino Maestro para seguirle.

2) Celo en hacer conocer a Jesucristo. Lo predica a todos; gana, entre otros, a Natanael, preciosa conquista, que el Salvador estima digna de su divino elogio.

3) Intimidad con Jesucristo. A él se dirigen los gentiles para ser presentados al Salvador, y también a él consulta Nuestro Señor sobre los medios de alimentar a aquella gran multitud que le había seguido al desierto.

4) Gran amor, que hace salir de su corazón estas bellas palabras: Muéstranos al Padre, y esto nos basta.

¡Cuán pocos hay, aun entre los cristianos que, como San Felipe, deseen únicamente a Dios y puedan decir como él con toda verdad: ¡No quiero sino a Dios, para amarle en esta vida y verle en la otra; esto me basta y quedo contento!

5) Generosidad en la caridad, que acepta con gusto la parte que le toca después de la resurrección, a saber: ir a predicar el Evangelio bajo el helado cielo de la Escitia. Parte sin temor y evangeliza aquellas comarcas con un celo que le valió la gloria del martirio.

Comparemos nuestra conducta y nuestros sentimientos con los del santo Apóstol para con el celestial Maestro. ¡Qué contraste y qué motivos para tomar generosas resoluciones!

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Santiago, llamado el Justo, desde su primera edad no bebió vino ni sidra, se abstuvo de la carne, y jamás se cortó el cabello ni usó perfumes ni baños; llevaba vestidos de lino.

Sólo a él estaba permitido entrar en el Santo de los Santos; su asiduidad en la oración era tanta, que se le endurecieron las rodillas como si fuesen de piel de camello. Era tan grande la santidad de Santiago, que a porfía los hombres se disputaban poder tocar la orla de su vestido.

Después de la Ascensión del Señor, los Apóstoles le crearon obispo de Jerusalén. Sabemos que el Príncipe de los Apóstoles le envió un mensajero para anunciarle su liberación de la cárcel por el Ángel.

Habiéndose suscitado en el Concilio de Jerusalén una controversia acerca de la ley y la circuncisión, Santiago fue del parecer de San Pedro, y dirigió la palabra a los hermanos, probándoles la vocación de los gentiles, y diciéndoles que era necesario escribir a los hermanos ausentes, a fin de que no impusieran a los gentiles el yugo de la ley de Moisés.

Escribió una carta que forma parte de las siete Epístolas católicas.

A los noventa y seis años de edad, después de haber gobernado muy santamente aquella Iglesia por espacio de treinta años, y de haber predicado constantemente que Cristo es el Hijo de Dios, le apedrearon, le condujeron luego a lo más alto del templo, y desde aquel lugar le despeñaron.

El Santo, teniendo quebradas las piernas, y ya moribundo, levantaba las manos al Cielo, y rogaba a Dios por sus enemigos con estas palabras: “Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen”.

Mientras hacía esta oración, fue herido gravemente con un palo de batanero, y de esta suerte entregó su alma al Creador, en el año séptimo de Nerón, siendo sepultado junto al Templo en el mismo lugar en donde fue precipitado. Posteriormente su cuerpo fue trasladado a Roma.

Si consideramos las virtudes de Santiago, vemos que tenía la particularidad de parecerse mucho al Hijo de Dios, el parecido de la santidad y de la inocencia.

Guardó toda su vida la flor de la virginidad. Era tan mortificado, que no comió jamás carne, vivió de legumbres y no bebió alcohol.

Poseía el espíritu de oración en tan alto grado que casi siempre estaba en el templo, teniendo él solo el derecho de entrar en el santuario, en donde oraba constantemente, con la frente pegada al suelo.

Así, el pueblo le tenía en tal veneración que corría tras él para tocar la orla de sus vestidos, y le había dado el nombre de “el justo”, en consideración al ardiente celo por la salvación de las almas, revelado por él en la predicación del Evangelio y en su caridad para con los pobres.

¡Cuán lejos estamos de la santidad de este Apóstol! ¿Dónde está esa inocencia de vida, esa mortificación perfecta, ese espíritu de oración, ese celo por la salvación de las almas, esa caridad que todo lo perdona, que vuelve bien por mal, que ruega por sus enemigos; ese amor perfecto, que acepta con gusto el martirio y hace a Dios el sacrificio de su vida?

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Con ocasión de la Fiesta de estos dos Apóstoles y del Domingo del Buen Pastor, meditemos sobre la Predicación del Evangelio.

Id por el mundo entero, predicad el Evangelio a toda criatura… Estas son palabras todopoderosas y divinas, que hicieron de los Apóstoles los vencedores del mundo…

Nuestro Señor, con su muerte, venció al demonio y recibió en herencia la humanidad entera; y antes de ascender a los Cielos, ordenó a sus Apóstoles que tomasen posesión de su dominio en sus diversas partes y que su autoridad fuese reconocida por cada uno de sus súbditos… Para esto les mandó instruir y bautizar a todos los hombres.

Este asombroso mandamiento es perfectamente legítimo, es formal, es universal.

Es legítimo, porque Nuestro Señor es el soberano Señor de todas las cosas, el Rey del Cielo y de la tierra; el mundo y todas las criaturas le pertenecen. Es el Buen Pastor…

Satanás había logrado conducir al género humano al mal y someterlo a su tiranía; pero ¿podría esta monstruosa usurpación destruir el derecho de Dios?

Jesucristo, por su muerte, derrotó al tirano y volvió, bajo un doble título, a la posesión de su herencia. Por tanto, está absolutamente en su derecho de enviar a sus Apóstoles a tomar posesión de su Reino en su nombre y poner a todas las criaturas bajo su autoridad.

Además, este mandato es formal; no es un simple consejo, es una orden. Como Rey todopoderoso, manda a sus siervos.

Cuando los príncipes de la tierra, olvidadizos o ignorantes de Quien tienen su poder y sus derechos, es decir de Dios, quieran oponerse a esta saludable y divina misión, se les responderá con firmeza: Es necesario obedecer antes a Dios que a los hombres… Si es necesario, nos expondremos voluntaria y gozosamente a los golpes y a la muerte, para obedecer el mandato divino…

Finalmente, ese mandato es universal, tanto en cuanto al tiempo, es decir por todos los siglos hasta el fin del mundo; como para los lugares, es decir hasta los confines de la tierra; ningún país, por bárbaro, salvaje o remoto que sea, está exceptuado; como así también para las personas, los individuos, las familias, las naciones…, sin distinción alguna, sin excepción tampoco, porque Dios quiere la salvación de todos los hombres, y Jesús murió por todos ellos.

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Ahora bien, ¿cómo se llevó a cabo este mandato?

Los Apóstoles realmente tomaron literalmente el mandato del Salvador…

A pesar de ser hombres sin crédito, sin prestigio, desprovistos de cualquier medio humano, predican una doctrina y una moral, sublimes en verdad, pero que imponen misterios para creer y que exigen la lucha contra las pasiones.

¡Poco importa! A pesar de tantas desventajas externas, todos estos pescadores de hombres, parten confiados, sostenidos por las promesas divinas de que les acompañaría todos los días.

Inmediatamente después de Pentecostés, se repartieron el mundo y empezaron a hacer oír la Buena Nueva del Evangelio por todas partes.

La Santa Iglesia, por su parte, en todos los tiempos, nunca ha cesado de proseguir la obra de los Apóstoles y de enviar heraldos del Evangelio a todos los pueblos de la tierra.

Contemplemos los millares de misioneros evangelizando Europa, Asia, África, América y Oceanía.

La predicación del Evangelio siempre ha tropezado, es verdad, con mil obstáculos, tanto por la malicia del demonio como por la maldad y las pasiones de los hombres. Ha habido, en todos los siglos, y siempre habrá, persecuciones y mártires… El Maestro lo había predicho muchas veces a sus discípulos…

Pero la Palabra de Dios, el Evangelio, no está encadenado… Como enseña San León Magno: «La persecución, lejos de mermar a la Iglesia, sólo la propaga; el campo del Señor se adorna con una mies tanto más rica cuanto que a la caída de cada grano del precioso trigo sigue el nacimiento de toda una espiga».

Y Dios Todopoderoso ha confirmado, en todos los tiempos, la predicación de los hombres apostólicos por medio de milagros, cada vez que en ellos estaba envuelta su gloria y de ellos dependía la salvación de las almas.

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Para terminar, unas palabras sobre el Evangelio de la Fiesta de hoy, que se desarrolla totalmente dentro del espíritu del tiempo pascual. No es todavía el caso este año, pero, de ordinario, la Iglesia nos está preparando durante estos días para la fecha, memorable de la Ascensión; Jesús se está despidiendo de nosotros. En ese ambiente nos coloca el Evangelio de hoy.

Los discursos del Cenáculo constituyen la cumbre del Evangelio de San Juan y sin duda de toda la divina Revelación hecha a los doce Apóstoles.

No se turbe vuestro corazón. Estamos junto a Jesús, el Buen Pastor, quien, con ternísimas palabras, trata de consolarnos. Tal vez ninguna de las frases del discurso de despedida del Señor posea un tinte melancólico más marcado que la presente… Pero no es menor el consuelo que transmite.

No se turbe vuestro corazón —nos dice Jesús—, voy a prepararos un lugar en la Casa de mi Padre. Y cuando me haya ido y os haya preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré junto a Mí, a fin de que, donde Yo estoy, estéis vosotros también…

No se turbe vuestro corazón… Confianza… Creed en Dios y creed en Mí…

¿Podrían inventarse expresiones más tiernas, dulces y consoladoras? Mientras peregrinamos por este mundo, valle de lágrimas, nuestro Señor nos está construyendo una mansión en los Cielos.

Y ¿sabemos con qué materiales? Con los que nosotros le aportamos…: nuestras oraciones, nuestras virtudes y nuestros sacrificios…

Pasemos, pues, por este mundo con la vista fija en los Cielos, donde está nuestro Señor; y con la única preocupación de procurarle materiales aptos para la morada que nos ha de servir de descanso por toda la eternidad.

Es muy de notar la clara distinción de Personas que enseña aquí Jesús, entre Él y su Padre. No son ambos una sola Persona a la cual haya que dirigirse vagamente, bajo un nombre genérico, sino dos Personas distintas, con cada una de las cuales tenemos una relación propia de fe y de caridad, la cual ha de expresarse también en la oración.

Tened confianza en Dios que, como Padre vuestro, tiene reservadas las moradas del Cielo para todos los que aprovechan la Redención de Cristo. Jesús hace aquí esa estupenda revelación de que no quiere guardarse para Él solo la casa de su Padre. Y no sólo nos hace saber que hay allí muchas moradas, o sea un lugar también para nosotros, sino que añade que Él mismo nos lo va a preparar, porque tiene gusto en que nuestro destino de redimidos sea el mismo que el suyo de Redentor.

Os tomaré junto a Mí… Más que tomarnos consigo, nos tomará a Él, porque entonces se realizará el sumo prodigio que San Pablo llama misterio oculto desde todos los siglos: el prodigio por el cual nosotros, verdaderos miembros de Cristo, seremos asumidos por Él, que es la Cabeza, para formar el Cuerpo de Cristo total. Mas que tomarnos junto a Él, será exactamente incorporarnos a Él mismo, o sea el cumplimiento visible y definitivo de esa divinización nuestra como verdaderos hijos de Dios en Cristo.

Mientras el Divino Maestro hablaba con sencillez admirable de cosas tan elevadas, los discípulos fruncían el ceño; pero no se atrevían a interrumpirle; el momento era de demasiada gravedad. Mas, al decirles Jesús: Ya sabéis a dónde voy, y sabéis asimismo el camino, Tomás, con su natural impetuosidad, rompió el silencio de los doce y le replicó: Señor, si no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber él camino?

Y Jesús respondió con la trascendental expresión: Yo soy el camino, y la verdad y la vida.

Jesús es el Camino único para ir al Padre… Nadie va al Padre sino por Mí.

Jesús es el único Mediador entre el Padre y la humanidad pecadora. Por Él tenemos acceso al Todopoderoso.

El Padre es la meta. Jesús es el camino de verdad y de vida para llegar hasta Él.

Jesús es la Verdad que ilumina las almas y las adiestra en el camino de la vida espiritual. No sólo enseña la verdad, sino que Él mismo es la Verdad consubstancial, el Verbo del Padre.

Jesús es la Vida. No hay vida sobrenatural sin Jesús. Él es quien vivifica con su espíritu nuestras almas. Vivimos de su vida…, de su plenitud participamos…

El Señor acaba de decir a Santo Tomás que Él es el camino, y que la meta de dicho camino es el Padre. Con la intervención del Dídimo, cobra ánimos San Felipe, y le interpela a su vez: Señor, muéstranos al Padre, y esto nos basta.

La respuesta del Maestro es una frase de dolor: Tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y aún no me habéis conocido? Felipe, quien me ve, ve también al Padre.

El Señor proclama, aquí su divinidad y su unidad consubstancial con el Padre Eterno; y se queja dulcemente de que sus discípulos anden tan a ciegas acerca de un punto tan importante en el Reino de Dios.

Si vosotros me conocéis, conoceréis también a mi Padre…, en esta frase no hay un reproche, sino una dulce queja y un delicado consuelo: si me conocéis llegaréis también al Padre indefectiblemente.

Vemos así que la devoción ha de ser al Padre por medio de Jesús, es decir, contemplando a ambos como Personas claramente caracterizadas y distintas.

Incomprensible es, a la verdad, la ceguera de los Apóstoles… Y…, sin embargo…, ¿no merecemos nosotros, en muchísimas ocasiones, igual reprensión que la que el Señor dirigió a San Felipe?

Tanto tiempo que estás conmigo —podría decirnos Jesús—, y ¡cuán poco entiendes el Reino de Dios!

En estas palabras, reconozcamos las quejas que Jesús nos dirige:

Tantas veces que he descendido a morar en ti, ¿y aún no me conoces?

¿Aún no conoces los secretos de mi gobierno en las almas?

¿Aún no has logrado desaparecer tú, para que viva Yo en t¡?

Quien me ve a Mí, ve a mi Padre… Tienes en tu corazón el camino que conduce al Padre; y ¿cómo andas aún envuelto en tinieblas?

Soy la vida, y, no obstante, tu vida se mueve tan mísera y tan lánguida…

Escuchemos tan justas quejas, y procuremos consolar al Corazón dolorido que las pronuncia…

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Habiendo San Felipe y Santiago peleado por el Señor el mismo combate, Jesucristo les condescendió reunirlos en el mismo triunfo, y darles la palma del martirio.

Honremos hoy, en unión con la Santa Iglesia, a estos dos Apóstoles, y rindámosles todos nuestros humildes deberes, como se merecen.

Invoquémoslos, oremos para que nos protejan y nos ayuden a llevar una vida santa y conservar y propagar la verdadera Fe Apostólica.

Para eso, sólo habría que escucharlos dócilmente, porque son nuestros Doctores y nuestros Maestros en la Fe.

Sigamos sus consejos e imitemos sus virtudes, porque son nuestros guías más seguros y nuestros modelos perfectos.