DOMINGO DE PASIÓN
En aquél tiempo dijo Jesús a los judíos: “¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado? Y entonces; si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; por eso no la escucháis vosotros, porque no sois de Dios. A lo cual los judíos respondieron diciéndole: “¿No tenemos razón, en decir que Tú eres un samaritano y un endemoniado?” Jesús repuso: “Yo no soy un endemoniado, sino que honro a mi Padre, y vosotros me estáis ultrajando. Mas Yo no busco mi gloria; hay quien la busca y juzgará. En verdad, en verdad, os digo, si alguno guardare mi palabra, no verá jamás la muerte.” Le respondieron los judíos: “Ahora sabemos que estás endemoniado. Abrahán murió, los profetas también; y tú dices: “Si alguno guardare mi palabra no gustará jamás la muerte.” ¿Eres tú, pues, más grande que nuestro padre Abrahán, el cual murió? Y los profetas también murieron; ¿quién te haces a Ti mismo?” Jesús respondió: “Si Yo me glorifico a Mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es quien me glorifica: Aquel de quien vosotros decís que es vuestro Dios; mas vosotros no lo conocéis. Yo sí que lo conozco, y si dijera que no lo conozco, sería mentiroso como vosotros, pero lo conozco y conservo su palabra. Abrahán, vuestro padre, exultó por ver mi día; y lo vio y se llenó de gozo.” Le dijeron, pues, los judíos: “No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?” Les dijo Jesús: “En verdad, en verdad os digo: Antes de que Abrahán existiera, Yo soy.” Entonces tomaron piedras para arrojarlas sobre Él. Pero Jesús se ocultó y salió del Templo.
El Evangelio de este Domingo de Pasión está tomado del majestuoso capítulo octavo de San Juan, a partir del versículo 46 hasta el final.
Pero hoy comento desde el versículo 12, después de la conversión de la mujer adúltera. Para seguir mejor la relación, conviene tener a mano el texto del Evangelio, que publicamos por separado.
Nuestro Señor comienza proclamándose la Luz del Mundo: Yo soy la luz del mundo. El que me siga, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.
Este discurso fue pronunciado en la Fiesta de los Tabernáculos, en clara alusión a la iluminación del Templo.
El mismo San Juan nos había presentado la altísima doctrina de cómo la luz, que es el Verbo, es para nosotros vida: En Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Lo mismo había hecho Jesús con ocasión del rito del agua en esta misma festividad: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba.
Al utilizar estas imágenes, Jesucristo declaró no sólo que Él es la luz en la que debían gozarse y vivir, sino también, y especialmente, que, siendo aquellas luminarias evocación de la columna de fuego y nube en la que Yahvé marchaba ante ellos, para conducirlos por el desierto, y siendo símbolo de la presencia de Yahvé, Él venía a identificar ahora la luz providente de Yahvé con la suya propia, manifestando así su divinidad.
La luz era símbolo de la salvación mesiánica; el Mesías sería llamado Luz de las naciones, como lo reconoció el anciano Simeón el día de la Presentación.
La vida que estaba en el Verbo, y que se hace luz para los hombres, les proporciona con ella la verdadera vida.
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Le dijeron, entonces, los fariseos: Tú te das testimonio a Ti mismo; tu testimonio no es verdadero.
Y Jesús les respondió y dijo: Aunque Yo doy testimonio de Mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde vengo y adónde voy; mas vosotros no sabéis de dónde vengo ni adónde voy. Vosotros juzgáis carnalmente. Yo no juzgo a nadie.
Y presentó el testimonio del Padre a favor suyo: y si Yo juzgo, mi juicio es verdadero, porque no soy Yo solo, sino Yo y el Padre que me envió.
Y ya que antes le habían objetado ateniéndose a la Ley para negarle valor a su testimonio, ahora alega a la misma Ley, que da validez al testimonio de dos. Al suyo propio añade también el que le da su Padre: Está escrito también en vuestra Ley que el testimonio de dos hombres es verdadero. Ahora bien, para dar testimonio de Mí, estoy Yo mismo y el Padre que me envió.
Los fariseos comprenden de sobra la línea directiva del discurso de Cristo, y por eso le enrostran que se hace a sí mismo Hijo de Dios, y le preguntan sarcásticamente: ¿Dónde está tu Padre?
Jesús, lejos de retractarse, les respondió: Vosotros no conocéis ni a Mí ni a mi Padre; si me conocieseis a Mí, conoceríais también a mi Padre.
La respuesta de Cristo es profunda y contundente. No conocen al Padre, precisamente porque, por su obstinación, no lo quieren reconocer a Él como el Enviado y el Hijo de Dios.
La síntesis del relato no dice todo lo que pasó; pero se adivina: habrán querido prenderle, como en otras ocasiones, por hacerse igual a Dios. Pero nadie puso en Él las manos, porque aún no había llegado su hora.
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La obstinación judía en desconocer a Jesús como el Cristo, como el Mesías, le lleva a hacerles esta advertencia: Yo me voy y vosotros me buscaréis, mas moriréis en vuestro pecado. Adonde Yo voy, vosotros no podéis venir.
Es su ida al Padre por la muerte. Es el aspecto triunfal de su muerte en la Cruz.
Judíos en general, y fariseos en particular, no concebían que ellos no pudiesen dejar de estar en todo lo que fuese lo mejor. De ahí la malévola insidia que lanzan. ¿Acaso va a matarse, que dice: A donde Yo voy no podéis venir vosotros?
Era, a un tiempo, una injuria a Nuestro Señor y un modo de manifestar, farisaicamente, la seguridad de su santidad y salvación. ¡Sólo a la gehena era a donde ellos no podían ir!
Pero Jesús les muestra el abismo radical que había entre Él y ellos, y el lugar adonde Él iba: Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.
Es como la síntesis de todos los reproches de Jesús a los falsos servidores de Dios de todos los tiempos: la religión es cosa esencialmente sobrenatural, que requiere vivir con la mirada puesta en lo celestial, es decir, en el misterio, y los hombres se empeñan en hacer de ella una cosa humana convirtiendo, dice San Jerónimo, el Evangelio de Dios en evangelio del hombre.
Bajó del Cielo por la Encarnación, y ahora va al Padre, al que lo envió; a donde ellos no pueden ir sin creer en Él, porque Él es el camino para ir al Padre. Por eso morirán en su pecado.
Entonces le dijeron: Pues, ¿quién eres?
Les respondió: Eso mismo que os digo desde el principio. Tengo mucho que decir y juzgar de vosotros. Pues El que me envió es veraz, y lo que Yo oí a Él, esto es lo que enseño al mundo.
Pero ellos no comprendieron que les estaba hablando del Padre.
Por eso, esa actitud hostil e incrédula que tienen para con Él, sería un día vencida por la evidencia de la historia: Cuando eleven al Hijo del hombre, conocerán que soy yo, se sobreentiende el Cristo.
Esta proposición, tajante, Soy yo, expresa la divinidad de Cristo, no sólo porque los milagros confirmaron la doctrina de su filiación divina, sino también porque ella evoca el nombre inefable de Yahvé, Yo Soy el que Soy.
Al decir estas cosas muchos creyeron en Él
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Ahora bien, su fe en Él los venía a hacer sus discípulos. Pero, para serlo de verdad, debían permanecer en su palabra, que es su enseñanza: el Evangelio.
Jesús dijo entonces a los judíos que le habían creído: Si permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.
Es decir, el ser discípulos verdaderos de Cristo lleva consigo, entre otros privilegios, conocer la verdad, y la verdad libera…
¿De qué?
Esto es lo que da lugar a otro diálogo polémico: La Libertad y el verdadero Linaje de Abraham; y se produce la oposición de dos filiaciones:
Los judíos le replicaron: Nosotros somos la descendencia de Abrahán, y jamás hemos sido esclavos de nadie; ¿cómo, pues, dices Tú, “llegareis a ser libres”?
La falsedad de su afirmación es notoria, pues los judíos fueron esclavos en Egipto, en Babilonia, etc., y a la sazón dependían de Roma…
Pero el judío se creía en la auténtica y plena fe. ¿Cómo la verdad, la fe en Cristo y su mensaje, los podría liberar? ¿De qué los libraría?
La simple pertenencia material al linaje de Abraham los hacía tenerse por la raza superior, con sus consecuencias, especialmente que no han sido jamás siervos de nadie, en el sentido de que las opresiones y esclavitudes que experimentaron en su historia, no las habían soportado voluntariamente, sino con el ánimo rebelde a su imposición.
Pero Jesús les hace ver la más terrible servidumbre, en la que están y en la que pueden permanecer: el que comete pecado es esclavo.
El hombre liberado por la verdad de Cristo es espiritual y no peca. El carnal es esclavo, porque no es capaz de seguir su voluntad libre, sino que obra dominado por la pasión.
De este modo, el pensamiento de Cristo se orienta concretamente a una nueva perspectiva de su transgresión moral: su actitud hostil ante el Mesías; su obstinación en no reconocerle. Esto los hace reos de un pecado gravísimo; son, pues, esclavos. Necesitan creer en Él, para que esta verdad los haga libres de su error judaico.
Todo descendiente de Abraham era considerado como un hombre libre. Pero la simple pertenencia material racial no salva.
Nuestro Señor ilustra su pensamiento con una evocadora comparación, en la que se expresa también la necesidad de esta fe liberadora en Cristo: el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo queda para siempre. Si, pues, el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres.
Sin la fe en Jesucristo, Israel está expuesto a ser echado fuera de la Casa, del Reino Mesiánico.
Pero, al mismo tiempo, les enseña que la verdadera liberación, que es la moral, no la da la Ley, sino que es obra del Hijo; el Cristo es el Redentor de todo pecado.
Además, para hacerles ver que no son verdaderos hijos de Abraham, en el sentido moral, es que no hacen las obras del padre de la fe; pues aquél creyó en el Mesías futuro, y éstos, en lugar de creer en Cristo, pretenden matarle.
Por eso no tenían la verdadera filiación del padre de los creyentes, y aun creyéndose libres, eran esclavos del gran pecado de no creer en Cristo, el liberador de la servidumbre.
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Pero Nuestro Señor va más lejos…, mucho más lejos…, al no hacer las obras de Abraham, los acusa de hacer las obras de su padre…, es decir, del diablo:
Bien sé que sois la posteridad de Abrahán, y, sin embargo, tratáis de matarme, porque mi palabra no halla cabida en vosotros. Yo digo lo que he visto junto a mi Padre; y vosotros hacéis lo que habéis aprendido de vuestro padre.
Ellos le replicaron diciendo: Nuestro padre es Abrahán.
Jesús les dijo: Si fuerais hijos de Abrahán, haríais las obras de Abrahán. Sin embargo, ahora tratáis de matarme a Mí, hombre que os he dicho la verdad que aprendí de Dios. ¡No hizo esto Abrahán! Vosotros hacéis las obras de vuestro padre.
El diálogo polémico continúa con la protesta que hacen los judíos: Nosotros no hemos nacido del adulterio (de la fornicación); no tenemos más que un padre: ¡Dios!
En el vocabulario bíblico, más concretamente profético, se expresa la idolatría, la infidelidad de Israel adorando a otros dioses con el término «prostitución» o «fornicación».
Pero, si tuviesen verdaderamente a Dios por padre, creerían en Jesucristo; pues de Él salió por la Encarnación. Él es el legado y el gran don de Dios; si ellos amaban a Dios, tenían que amar a su enviado. Por eso Jesús les respondió: Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais a Mí, porque Yo salí y vine de Dios. No vine por Mí mismo, sino que Él me envió. ¿Por qué, pues, no comprendéis mi lenguaje? Porque no podéis sufrir mi palabra. Vosotros sois hijos del diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay nada de verdad en él. Cuando profiere la mentira, habla de lo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira. Y a Mí porque os digo la verdad, no me creéis.
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Y, como garantía moral de su verdad, los reta a esto: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?
Aquí recién comienza el texto del Evangelio de este Domingo de Pasión.
La santidad moral de Jesús está asentada a toda prueba.
Los judíos le han acusado en diversas ocasiones de ser transgresor de la Ley de Dios, por no cumplir la «ley» que habían establecido los fariseos contra la misma Ley de Dios; pero nadie pudo convencerle objetivamente, o probarle pecado.
Pero, como acaba de señalárselos, la razón última de toda su conducta hostil ante Cristo es que tienen por «padre al diablo».
Frente a la verdad, que traía el Mesías, ellos se obstinaron en seguir la mentira… siguieron al diablo, que es mentiroso y padre de la mentira…, homicida desde el principio.
Este homicidio que el diablo cometió desde el principio se refiere a que, por su seducción, pecó Adán, y con él entró la muerte en el mundo, Caín asesinando a su hermano Abel.
Los judíos, que se creían los únicos verdaderos adoradores, se ven acusados de un odio que les proviene de no conocer verdaderamente a Dios y de estar inspirados por el diablo en su obra contra el Mesías: Y entonces; si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; por eso no la escucháis vosotros, porque no sois de Dios.
A esto responden con un insulto, diciéndole que es samaritano y está endemoniado.
Llamarlo samaritano era llamarlo impío, cismático; un hombre que no servía al verdadero Dios.
Endemoniado era un insulto que ya le habían hecho en otras ocasiones, significando estar loco o influido por Satanás.
Jesús no busca gloria humana, sino la de su Padre. Cuando un día pida su gloria, la pedirá para que en ella sea glorificado el Padre.
El Padre, por su parte, busca su gloria, por lo cual busca la gloria de su Hijo; y le glorifica con las obras que le da a hacer. Por eso Él juzgará y condenará esta actitud hostil del fariseísmo contra su Mesías.
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Y reiterando su enseñanza, el pensamiento de Nuestro Seño viene a entroncarse conceptualmente con la afirmación del principio: sólo a quien libere el Hijo, permanecerá para siempre en la casa, en el Reino: si alguno guardare mi palabra, no verá jamás la muerte.
Esta afirmación, de que es el dispensador de vida eterna, da lugar a una declaración trascendental de sí mismo.
Le increparon si acaso Él se creía superior a Abraham y los Profetas, que anunciaban una nueva vida, pero no la dispensaban, y por eso murieron:
Ahora sabemos que estás endemoniado. Abrahán murió, los profetas también; y tú dices: “Si alguno guardare mi palabra no gustará jamás la muerte.” ¿Eres tú, pues, más grande que nuestro padre Abrahán, el cual murió? Y los profetas también murieron; ¿quién te haces a ti mismo?
Jesús prepara primero la solemne afirmación que va a hacer, y les dice:
Si Yo me glorifico a Mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es quien me glorifica: Aquel de quien vosotros decís que es vuestro Dios; mas vosotros no lo conocéis. Yo sí que lo conozco, y si dijera que no lo conozco, sería mentiroso como vosotros, pero lo conozco y conservo su palabra.
Y ahora, con toda solemnidad, afirma:
Abrahán, vuestro padre, exultó por ver mi día; y lo vio y se llenó de gozo.
En las promesas que Dios le dio, presintió Abrahán el día del Mesías. Como dice San Pablo, escribiendo a los Hebreos:
“En la fe murieron todos éstos sin recibir las cosas prometidas, pero las vieron y las saludaron de lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra”.
Este «día» que deseó ver Abraham sería, según los Santos Padre, sea el día de la Encarnación, sea el día de la Pasión, sea el de la Encarnación y de la Pasión conjuntamente.
En concreto, se trata de los días del Mesías, que era el ansia de todo israelita. Y ellos, que lo tienen presente, no lo quieren ver…
También los creyentes nos llenaremos un día de ese gozo…
Jesucristo se apropia aquí la expresión reservada a Dios en el Antiguo testamento: «el día de Yahvé…, y con ello se vincula e identifica con la divinidad.
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Como la alusión hecha por Nuestro Señor a Abraham está en la hipótesis de que éste vio al Mesías, cosa que los judíos rechazan, no les quedaba otro remedio que plantear la cuestión en un terreno absurdo: que Cristo no pudo ver a Abraham por causa de edad. A esta enseñanza de Cristo responden, pues, sarcásticamente:
“No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?”
Esta objeción irónica, da lugar a la gran afirmación de Jesucristo, quien les respondió:
En verdad, en verdad os digo: Antes de que Abrahán existiera, Yo soy.
Antes de que Abraham existiese, Cristo ya existía. Pero no utiliza el mismo verbo para indicar que Él ya existía, sino que, deliberadamente, evoca el Nombre de Dios, y es también la forma con que en el Antiguo Testamento se habla de la eternidad de Dios: Yo soy…
Yo soy…, presente maravilloso y sobrehumano, que expresa una existencia eterna, fuera del tiempo.
Tan clara fue la alusión, que los judíos tomaron piedras para tirárselas. La lapidación era la pena legislada contra los blasfemos.
San Gregorio dice: “Como las imaginaciones de los infieles no podían comprender estas palabras de eternidad, se propusieron abrumar a Aquél a quien no podían entender. Por esto tomaron piedras para tirárselas”.
San Agustín agrega: “¿A dónde iba a recurrir la dureza de ellos, sino a sus semejantes, esto es, a las piedras?”
Pero no pudieron apedrear a Cristo, pues éste se ocultó y salió del Templo, pues no era la hora fijada por Dios.
Y después que el Señor había concluido de enseñarles todo lo que afectaba a su persona, los judíos quieren arrojarle piedras; pero los abandona como a aquéllos que no admiten corrección.
No se escondió en un ángulo del templo como temiendo, ni huyendo se entró en alguna choza, ni se ocultó detrás del muro, o a la sombra de alguna columna, sino que en virtud de su gran poder se hizo invisible para los que le tendían asechanzas, y salió por en medio de ellos.
San Gregorio enseña: “Si hubiera querido ejercer el poder de su divinidad, los hubiese envuelto en sus propios golpes con el mandato tácito de su voluntad, o los hubiese sujetado a las penas de una muerte repentina; mas el que había venido a sufrir no quería juzgar”.
San Agustín añade: “Debía más bien enseñar la paciencia que ejercitar el poder”.
Y por esto huyó, porque aún no había llegado la hora de su pasión, y porque Él no había elegido esta clase de muerte.
Meditemos con profundidad toda esta magnífica doctrina de Nuestro Señor, y, como enseñanza práctica para este Tiempo de Pasión, temamos, ya que, como enseña San Agustín: “Luego, como hombre huyó de las piedras, pero ¡ay de aquéllos, de cuyos corazones de piedra huye el Señor!”
Y San Gregorio concluye categóricamente: “¿Y qué dio a entender el Señor escondiéndose, sino que su misma verdad se esconde de aquellos que desprecian sus preceptos? Y la verdad huye de aquella alma a quien no encuentra humilde”.