Conservando los restos
LA SUPRESIÓN DEL SANTO SACRIFICIO
Texto del vídeo publicado Aquí
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ESCUCHAR ESPECIAL DE CRISTIANDAD
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Estamos a cincuenta años del Novus Ordo Missæ… Estamos a cincuenta años de la segunda reforma protestante… Con esa reforma no católica comienza la operación de supresión del santo sacrificio…
Luego de haber estudiado la historia de la Santa Misa desde San Pedro hasta San Pío V y de haber analizado las diversas partes de la Santa Misa de Rito Romano y sus correspondientes oraciones, hemos considerado los antecedentes remotos e inmediatos de la misa nueva.
A continuación, emprendimos el estudio general y particular de ésta. De este modo, consideramos los autores y los fines de la nueva misa, examinamos la explicación de la nueva misa dada por los innovadores modernistas, especialmente la Institutio Generalis.
Cuatro puntos esenciales de la primera versión de este documento llamaron nuestra atención y exigieron su estudio:
— a) La transubstanciación.
— b) El carácter propiciatorio del sacrificio.
— c) El carácter sacerdotal del ministro sagrado.
— d) La definición de la nueva misa.
Una vez acabado este análisis, comenzamos el estudio de los cambios producidos en el Ordo Missæ.
Ya sabemos que los autores de la nueva misa sometieron la Misa Católica a lo que, según el propio Bugnini, estamos obligados a llamar una revolución.
En efecto, el padre de la nueva misa, el sepulturero de la Misa Católica, Annibale Bugnini, en una conferencia de prensa del 4 de agosto de 1967, expresó:
No se trata sólo de retoques en una obra de arte de gran precio; a veces es necesario dar nuevas estructuras a ritos completos. Se trata de una restauración fundamental, diría casi de una refundación, y, en algunos aspectos, de una nueva creación.
El objetivo del Nuevo Ordo era, por lo tanto, hacer desaparecer al Antiguo. La reforma de Pablo VI se caracteriza por el deseo de arrasar el pasado. Mientras que San Pío V autorizó el mantenimiento de todos los ritos que tenían más de doscientos años de antigüedad, Pablo VI pretendió eliminarlo todo.
Los reformadores querían absolutamente la desaparición del Misal Romano, el aniquilamiento del Rito Romano.
Descubrimos en esa intención lo que Dom Guéranger denunciaba acerca de los jansenistas: «La primera característica de la herejía antilúrigica es el odio a la Tradición en las fórmulas del culto divino».
¿Por qué eliminar el rito antiguo? Los autores del nuevo ordo lo confiesan:
«El énfasis puesto por el canon romano sobre la noción de sacrificio es problemático desde un punto de vista ecuménico», declaró en 1968 Max Thurian.
Entrando ya en los detalles, un estudio somero y rápido de los ritos del novus ordo missæ revela tres características principales:
1ª) Un relajamiento general de la liturgia.
2ª) La desnaturalización del Ofertorio.
3ª) Los ataques contra el Canon Romano.
En los últimos Especiales hemos considerado el relajamiento general y la desnaturalización del Ofertorio.
Hoy trataremos la tercera característica: los ataques contra el Canon Romano, mediante la “Primera Plegaria Eucarística”, como lo llaman ahora, dejando para otro Especial el análisis de las otras tres “Plegarias Eucarísticas”.
ATAQUES CONTRA EL CANON ROMANO
Si la modificación del Ofertorio es grave, la llevada a cabo contra el Canon Romano es gravísima, tanto por su antigüedad como por el lugar esencial que ocupa en el Santo Sacrificio.
Como sabemos, el Concilio de Trento enseña sobre él:
Y siendo conveniente que las cosas santas se manejen santamente; constando ser este sacrificio el más santo de todos; estableció muchos siglos ha la Iglesia católica, para que se ofreciese, y recibiese digna y reverentemente, el sagrado Canon, tan limpio de todo error, que nada incluye que no dé a entender en sumo grado, cierta santidad y piedad, y levante a Dios los ánimos de los que sacrifican; porque el Canon consta de las mismas palabras del Señor, y de las tradiciones de los Apóstoles, así como también de los piadosos estatutos de los santos Pontífices.
El venerable Canon Romano es doblemente atacado por el nuevo ordo:
— En sí mismo, primero, por las modificaciones que se le hicieron.
— Y desde afuera, por la introducción de tres nuevas “plegarias eucarísticas” (como las denominan los modernistas), destinadas a reemplazarlo.
La intención inicial era suprimir concretamente el Canon Romano por completo, como lo demuestra la «misa normativa» presentada a los obispos el 24 de octubre de 1967.
Como algunos Obispos se inquietaron, finalmente se lo conservó; pero se lo modificó alevosamente.
EL CANON ROMANO
Como hemos hecho para el Ofertorio, repasaremos primero la estructura del Canon Romano, veremos luego lo que dicen los protestantes sobre él, para terminar analizando las reformas y cambios introducidos por el novus ordo.
El comentario de las oraciones del Canon se puede ver aquí: Decimosegunda Entrega
El Canon de la Misa comienza después del Benedictus del Sanctus con oraciones de intercesión, que continúan después de la Consagración; las cuales asocian, en virtud de la Comunión de los Santos, a todos los miembros de la Iglesia, militante, triunfante y purgante, a la oblación que sin cesar ofrece Jesucristo en los Cielos y en los altares de la tierra.
Te igitur — Memento — Communicantes
Toda la obra de la Redención se concentra en el sacrificio que realizó Jesucristo de modo cruento en el Calvario; el cual anticipó de un modo sacramental en el Cenáculo, y que renueva de la misma manera por los sacerdotes.
Como fruto del Sacrificio de la Cruz, la unión de Cristo y de la Iglesia se realiza, particularmente en el Altar, donde Jesucristo perpetúa la oblación del Calvario.
Dígnese Dios recibir favorablemente nuestro sacrificio, por la Iglesia militante en general:
Te igitur… Suplicámoste, pues, humildemente y te pedimos, oh Padre clementísimo, por Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, que aceptes y bendigas estos dones, estas ofrendas, estos santos sacrificios sin mancilla…
Recomendación a Dios de todos los que hacen celebrar la misa o que a ella asisten:
Memento… Acuérdate, Señor, de tus siervos y siervas N. y N. y de todos los que están aquí presente, cuya fe y devoción te son conocidas, por los cuales te ofrecemos, o ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza, por sí y por la esperanza de su salvación y conservación; y encomiendan sus deseos a ti, Dios eterno, vivo y verdadero.
Dígnese Dios recibir favorablemente nuestro sacrificio en virtud de los méritos y de las Oraciones de los Santos; porque, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, no pueden separarse de Él; y unen sus sufragios y sus méritos a los de su Señor.
Communicantes… Unidos en la misma comunión y venerando la memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor; y también la de tus bienaventurados Apóstoles y Mártires: Pedro y Pablo, Andrés, Santiago, Juan, Tomás, Santiago, Felipe, Bartolomé, Mateo, Simón y Tadeo, Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio (5 Papas mártires), Cipriano (Obispo mártir), Lorenzo (diácono mártir), Crisógono, Juan y Pablo, Cosme y Damián (5 laicos mártires) y de todos tus Santos, por sus merecimientos y ruegos, te suplicamos nos concedas que nos defienda en todas las cosas el auxilio de tu protección. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Hanc igitur — Quam Oblationem
La Iglesia se prepara para la Consagración por dos fórmulas de ofrenda: Hanc igitur y Quam oblationem.
Cuando el sacerdote dice el Hanc igitur, extiende las manos sobre las oblatas. Esta imposición fue introducida por San Pío V en el siglo XVI para afirmar el carácter sacrificatorio de la Consagración entonces negada por los herejes.
Leemos en el Levítico (VIII): “Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del carnero, lo degollaron y Moisés derramó la sangre y quemó el cuerpo sobre el altar. Fue un holocausto de olor suavísimo para el Señor».
La imposición de las manos sobre las víctimas destinadas a la inmolación, como homenaje de adoración o de acción de gracias, significaba en el holocausto y en el sacrificio de expiación por los pecados, la donación de sí mismo a Dios, porque indica una identificación moral, una transmisión de responsabilidades, una oblación por sustitución.
Hanc igitur… Rogámoste, pues, Señor, recibas propicio esta ofrenda de nuestra servidumbre, que lo es también de toda tu familia. Hacia el año 600, San Gregorio añadió, como sabemos: Y nos hagas pasar en tu paz los días de nuestra vida, y mandes que seamos preservados de la eterna condenación y contados en la grey de tus escogidos. Por Cristo, Señor nuestro. Amén.
La oración añadida por San Gregorio resume los beneficios que esperamos del sacrificio sobre los cuales insiste la Iglesia en la oración de intercesión.
Cuando dice el Quam oblationem el Sacerdote hace tres veces la Señal de la Cruz sobre las ofrendas, y luego una sobre el pan, diciendo: corpus, y otra sobre el vino, diciendo: sanguis, para significar el acto próximo de la transubstanciación respectiva en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.
Quam Oblationem… La cual oblación te suplicamos, oh Dios, te dignes hacerla en todo ben+dita, apro+bada, confir+mada, razonable y agradable, a fin de que se convierta para nosotros en el cuer+po y la san+gre de tu amadísimo Hijo, Señor nuestro, Jesucristo.
La Iglesia expresa en esta fórmula su voluntad formal de consagrar el pan en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre; de manera que el relato de la Cena que sigue no es una simple lectura histórica, como la de los Evangelios de la Pasión durante la Semana Santa.
Esta oblación, por la cual será transubstanciada en el mismo Jesucristo, será verdaderamente bendita (benedictam) e irrevocablemente (ratam) aceptada (adscriptam, acceptabilem). De modo que, unidos con Cristo, que va a entregarse a nosotros (fiat nobis), podremos «ofrecernos como una hostia viva, santa, agradable a Dios, en un culto espiritual o racional, rationabilem». (Rom. XII, 1).
Qui pridie: transubstanciación del pan en el Cuerpo de Jesús
Durante todo el curso de su vida se ofreció Jesucristo interiormente a su Padre; mas esta Oblación no fue un verdadero sacrificio sino cuando se expresó por un acto sacrificatorio externo; este acto sacrificial, sublime entre todos, Jesús lo realizó en dos ocasiones durante su vida terrestre: en la Última Cena y en el Calvario.
En la Última Cena, Pontífice por excelencia según el orden de Melquisedec, tomó pan del cual cambió la substancia en la substancia de su Cuerpo. Después al fin de la cena, tomó vino y también cambió su substancia, pero esta vez en la substancia de su Sangre, indicando por este rito sacrificial, esencialmente sacramental (signo eficaz) de su muerte en la Cruz, que ofrecía a Dios su vida por salvar a los hombres.
En el Calvario, Sumo Sacerdote, cuyo sacrificio fue figurado por los sacrificios cruentos del Sacerdocio de Aarón, derramó efectivamente toda su Sangre. Y su sacrificio fue voluntario, aceptó libremente la muerte en la Cruz. Dice Santo Tomás: “Cristo se ofreció voluntariamente a la pasión y por esta razón es Hostia”. (III, q. 22, a. 2).
El sacrificio del Cenáculo y el del Calvario son esencialmente un solo y único sacrificio, ya que, en presencia de sus Apóstoles, fue la oblación que de sí mismo iba a efectuar en la Cruz la que ofreció Cristo con anticipación a su Padre, realizándola de un modo sacramental.
Efectivamente, la Eucaristía es ante todo un sacrificio ofrecido a Dios, y como tal es el Sacramento o el signo eficaz de la Pasión. Porque, efectuando las dos consagraciones, cuyos efectos directos son diferentes, el divino Salvador hizo sacramentalmente (ya que el Sacramento es un signo eficaz) la separación de su Sangre de su Cuerpo, que realmente se realizaría el día siguiente.
El del Cenáculo fue, pues, un verdadero sacrificio en el cual Cristo hizo en realidad la oblación total de su Persona por el rito de la doble Consagración sacramental; rito que consistía en ofrecer con anticipación la inmolación sangrienta del Calvario, realizándola de un modo sacramental e incruento.
La Misa difiere del Sacrificio del Cenáculo sólo porque Jesucristo realiza esta doble transubstanciación por el ministerio de su Iglesia, y porque los sacerdotes, que obran como instrumentos del Sumo Sacerdote, ofrecen sacramentalmente a Dios, no ya la Víctima que va a inmolarse en la Cruz, sino la misma Víctima que otrora se inmolara.
Al instituir la Sagrada Eucaristía, Jesucristo dejó, pues, a su Iglesia un sacrificio visible, instrumento del Pontífice de la Ley Nueva, por el cual Ella ofrece por su orden y con una actualidad siempre nueva, el mismo y único sacrificio redentor.
En el Cenáculo, en el Calvario, en nuestras iglesias, es el mismo Sacerdote que inmola la misma Víctima por la separación, ya física (Calvario), ya sacramental (Cenáculo, Misa) del mismo Cuerpo y de la misma Sangre. De modo que, en el momento de la Consagración, Jesucristo ejerce esencialmente el mismo acto sacerdotal y sacrificial que en el Gólgota.
Continúa la misma oblación de sí mismo, «solamente difiere en la manera de ofrecerla» (Concilio Tridentino). Por eso el sacerdote realiza en el momento de la Consagración los mismos movimientos y las mismas palabras de Jesús cuando consagró el pan y el vino en el Cenáculo.
Las dos fórmulas de consagración del misal romano se componen de elementos suministrados por San Pablo (I Cor. XI), por los Evangelistas y por la Tradición:
Qui pridie… El cual, la víspera de su pasión (el sacerdote purifica los dedos en el corporal), tomó el pan en sus santas y venerables manos (toma la hostia), y, levantados sus ojos al cielo, a Ti, Dios Padre suyo todopoderoso (levanta los ojos al cielo), dándote gracias (inclina la cabeza), lo bendijo (hace la señal de la cruz sobre la Hostia), lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: tomad y comed todos de él.
Teniendo la Hostia con ambas manos con el pulgar y el índice, profiere las palabras de la consagración secreta, distinta y atentamente sobre la Hostia.
El sacerdote hace la genuflexión, adorando el Cuerpo de Nuestro Señor, presente verdadera, real y substancialmente bajo las apariencias del pan, juntamente con su Sangre, Alma y Divinidad.
Luego eleva la Sagrada Hostia.
La elevación de las Sagradas Especies después de la Consagración es una profesión de fe contra los herejes que niegan la presencia real.
San Pío X concedió una indulgencia de siete años y siete cuarentenas a los que mirando la Hostia y el Cáliz dijeren como Santo Tomás: Dominus meus et Deus meus (Señor mío y Dios mío).
El sacerdote deposita la Sagrada Hostia sobre el corporal y nuevamente se arrodilla.
Simili modo: transubstanciación del vino en la Sangre de Jesús
Después el sacerdote consagra el Cáliz, que contiene el vino, porque para renovar el rito de la Última Cena, tal como lo instituyó Jesucristo, es necesario que la Eucaristía sea a la vez el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
En efecto, aunque por concomitancia Jesucristo está presente todo entero bajo las especies del pan después de la primera consagración, sin embargo, la Hostia es, en virtud de las palabras de la consagración, el Cuerpo de Cristo.
Es necesaria una segunda transubstanciación, la del vino, para que también se dé la presencia de la Sangre de Cristo.
Es lo que hizo Jesús. Merced a estos dos modos de un mismo y único Sacramento, la Sagrada Eucaristía, la muerte del Salvador está muy expresivamente significada y ofrecida sacramentalmente en el altar.
Dice Santo Tomás: “La representación de la Pasión se efectúa en la Consagración misma del Sacramento, en la cual no se debe consagrar el cuerpo sin consagrar la sangre» (III, q. 80, a. 12, ad 3).
La Sangre consagrada separadamente del Cuerpo representa de un modo expreso la Pasión de Cristo porque la separación de la Sangre del Cuerpo se efectuó por la Pasión. Dice Santo Tomás: “Puesto que la sangre consagrada por separado representa claramente la pasión de Cristo, el efecto de la pasión debía ser mencionado mejor en la consagración de la sangre que en la consagración del cuerpo, que es el que padeció”. (III. q. 78, a. 3, ad 2).
La doble Consagración es, pues, el centro mismo del Santo Sacrificio del Altar.
Por la efusión de su Sangre nos redimió Jesucristo; la actualización sacramental de esta efusión en los altares debe ser, pues, el objeto principal de nuestra preocupación en la Misa.
La segunda fórmula de consagración, más detallada que la primera, nos invita a ello particularmente:
Simili modo… De un modo semejante, acabada la cena (el sacerdote toma el cáliz), tomando este excelente cáliz en sus Santas y venerables manos; (inclina la cabeza) dándote igualmente gracias, lo bendijo (hace la señal de la cruz sobre el cáliz) y dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y bebed todos de él.
Profiere las palabras de la consagración sobre el cáliz atenta, continuada y secretamente, teniéndolo un poco elevado.
Pronunciadas estas palabras, depone el Cáliz sobre el corporal, y dice en secreto:
Cuantas veces hiciereis estas cosas, las haréis en memoria de mí.
El sacerdote hace la genuflexión, adorando la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor, presente verdadera, real y substancialmente bajo las apariencias del vino, juntamente con su Cuerpo, Alma y Divinidad.
Luego eleva el Cáliz.
El sacerdote deposita el Cáliz sobre el corporal y nuevamente se arrodilla.
Mediador de la Nueva y Eterna alianza que Dios establece con los cristianos, Jesucristo ofreció en sus manos el Cáliz que contiene su propia Sangre, la misma que derramará en el Calvario, la misma que estará en todos los Cálices de todas las Misas válidamente celebradas.
Es por consiguiente de suma importancia que, en el momento en que Jesucristo se inmola sacramentalmente en nuestros altares, nos inmolemos también juntos con Él y no pongamos obstáculos a nuestra incorporación a Jesús.
Unde et memores: oblación de la Víctima sacrificada sacramentalmente
Por orden de Jesucristo la Iglesia renueva el Sacrificio de Nuestro Señor y evoca en él los misterios por los cuales el Salvador efectuó nuestra redención.
El sacerdote sigue: Por tanto, Señor,… en memoria… ofrecemos… Son éstos los dos motivos de la oración de la Iglesia en este instante:
Unde et memores… Por tanto, Señor, nosotros siervos tuyos, y también tu pueblo santo, en memoria de la bienaventurada pasión del mismo Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro, como de su resurrección de entre los muertos, y también de su gloriosa ascensión a los cielos: ofrecemos a tu excelsa Majestad, de tus mismos dones y dádivas esta Hostia + pura, Hostia + santa, Hostia + inmaculada; el Pan + santo de la vida eterna y el Cáliz + de perpetua Salvación.
Después de haber inmolado sacramentalmente la Víctima en el Altar, la Iglesia la ofrece a Dios. Es el fin esencial de la oración Unde et memores y de las dos siguientes Supra quæ, y Supplices, que constituyen un todo único, según lo indican textos antiguos y por su conclusión única: Per Christum Dominum nostrum.
El Unde et memores es también el comentario y la ejecución de la orden de Jesucristo a sus Apóstoles: “Cuantas veces hiciereis estas cosas, las haréis en memoria de mí”, prescripción dada por Jesús en el momento en que iba a morir y volver a su Padre y que repite la Iglesia inmediatamente después de la segunda fórmula consagratoria, la del vino.
Puede interpretarse así: Instituyo este Sacrificio y Sacramento Eucarístico y os constituyo los ministros del mismo, a fin de que pueda continuar, por medio de vosotros, que os habéis entregado a mi servicio como sacerdotes (nos servi tui), la obra de la redención del género humano; porque es para que devuelva a mi Padre a todos sus hijos pródigos, incorporándolos a mi Cuerpo Místico (sed plebs tua sancta) para lo que el Padre me ha enviado. Esta obra de salvación y de santificación va a ser realizada por mí como Cabeza de toda la humanidad, ya que por mi muerte en la Cruz voy a expiar por todos los pecados de todos los hombres, y por mi resurrección y mi ascensión voy a introduciros de derecho en el reino de mi Padre. Renovad, pues, lo que acabo de hacer: es decir, ofrecedme al Padre consagrando el pan y el vino; incorporad luego las almas, el pueblo santo, a esta oblación, dándoles este Pan sagrado como comida espiritual y haciéndoles beber el Cáliz de la eterna salvación.
El Sacrificador, dice San Pablo, es por excelencia “un Pontífice Santo, inocente, inmaculado” (Heb. VII, 26), y su ofrenda, añade la Iglesia, es por excelencia “una hostia pura, santa, inmaculada”. Dios aceptará, pues, este sacrificio como agradable.
Supra quæ… — Supplices…: aceptación de la Víctima por Dios
Existe sólo un Sacerdocio y un Sacrificio en la religión católica; y, del mismo modo que en el Cenáculo y en el Calvario, en el Altar Jesucristo es el Sumo Sacerdote y la Víctima.
Y puesto que Dios pone todas sus complacencias en su Hijo, la Santa Misa le es infinitamente agradable. Así se explica por qué la Iglesia juzga necesario pedirle con insistencia en el Supra quæ y en el Supplices que sea aceptada favorablemente la oblación.
Y la Iglesia muestra su ardiente deseo nombrando a los tres grandes Sacrificadores:
Supra quæ… Hacia los cuales dígnate, Señor, mirar con rostro propicio y sereno, y aceptarlos, así como te dignaste aceptar los dones de tu siervo el inocente Abel, y el sacrificio de nuestro patriarca Abraham y el que te ofreció tu sumo sacerdote Melquisedec: sacrificio santo, hostia inmaculada.
La ofrenda que Jesucristo hace de sí mismo en el altar por sus sacerdotes se identifica con la que el mismo Cordero “como inmolado» (Apoc. V. 6) hace, en unión con todos los Santos en el altar Celestial ante el trono de la Majestad divina. Pero será agradable a Dios la oblación, si nosotros mismos nos ofrecemos verdaderamente en unión con Cristo como lo hacen todos los miembros de su Cuerpo Místico, los Ángeles y los Santos en la Jerusalén celestial.
Por eso, evocando la visión del Ángel, que ofrece a Dios a la derecha del altar de oro la oración de los Santos como un incienso de suavísimo olor (Apoc. VIII, 34) el celebrante, profundamente inclinado, pide que nuestra ofrenda, apoyada en los méritos de Cristo, presente a la vez en los dos altares, obtenga las más abundantes gracias a aquellos que participarán por la Comunión de la tierra en el sacrificio aceptado por Dios en los Cielos (el sacerdote besa el altar de la tierra, símbolo del altar del Cielo).
Supplices… Te rogamos con todo rendimiento, omnipotente Dios, mandes sean llevados estos dones por las manos de tu Santo Ángel a tu sublime Altar, ante la presencia de tu divina Majestad; para que todos los que participando de este Altar, recibiéremos el sacrosanto Cuer+po y San+gre de tu Hijo, seamos llenos de toda bendición celestial y gracia. Por el mismo Cristo, Señor nuestro. Amén.
Memento de los difuntos: aplicación del sacrificio a la Iglesia Purgante
Antes de la Consagración, la Iglesia interrumpió la oración de acción de gracias (Prefacio, Sanctus, Benedictus) con una oración de intercesión (Te igitur, 1er. Memento, Communicantes), que es otra manera de proclamar los beneficios de la Redención.
Después de la Consagración, se interrumpe igualmente la Acción sacrificial (Qui pridie, Simili modo, Unde et memores, Supra quæ, Supplices) con dos plegarias: 2° Memento, Nobis quoque peccatoribus, que exaltan también la bondad de Aquél que nos llama a la bienaventuranza eterna.
La Iglesia militante, purgante y triunfante, siendo la Esposa y el Cuerpo Místico de Cristo, todos sus miembros, unidos espiritualmente a su Cabeza, pueden beneficiarse del Sacrificio que Jesucristo ofrece sin cesar en el altar por el ministerio de sus sacerdotes.
Por eso, desde su origen, todas las liturgias han hecho mención en la misma, no sólo de los vivos y de los Santos, sino también de los Difuntos. La razón que de ello da San Agustín (a fines del siglo IV) es precisamente “Porque a las almas de los fieles difuntos no las apartan ni separan de la Iglesia, la cual igualmente ahora es reino de Cristo. Porque de otra manera no se hiciera memoria de ellos en el altar de Dios, en la comunión del Cuerpo de Cristo … ¿Y por qué se hacen estas cosas, sino porque también los fieles difuntos son miembros suyos? (De Civ. Dei L. XX. C. 9).
Memento etiam… Acuérdate también (el Memento de los Difuntos se enlaza íntimamente con el de los Vivos), Señor, de tus siervos y siervas N. y N., que nos precedieron con la señal de la fe y duermen ya el sueño de la paz. Te pedimos, Señor, que a éstos y a todos los que descansan en Cristo les concedas el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz. Por el mismo Cristo, Señor nuestro. Amén.
En el Ofertorio la Iglesia ofrece “la Hostia inmaculada por todos los cristianos vivos y difuntos y que sea provechosa para su salvación y para la vida eterna”.
Egresados de este mundo sin antes haber satisfecho plenamente por las penas temporales merecidas por sus pecados, deben estas almas purificarse expiando hasta que sea plenamente satisfecha la justicia de Dios, porque nada que sea manchado puede entrar en el Cielo.
La Iglesia puede abreviar el tiempo de su purificación. Lo puede, dice el concilio de Trento, “sobre todo por medio del precioso sacrificio del altar”. Nada hay, en efecto, más eficaz para obtener el favor de Dios, alcanzar misericordia para la remisión de sus penas (ut indulgeas deprecamur), que dirigirle nuestras plegarias ofreciéndole el Sacrificio de la Sangre de Jesucristo para saldar sus deudas. “Las penas de los difuntos por cuya intención se ofrece la Misa o que el sacerdote recomienda de un modo especial, dice San Gregorio, están suspendidas o disminuidas durante este mismo tiempo” (Dial. VI, 56).
¡Cuántas Almas del Purgatorio reciben así consuelo o son introducidas por los Ángeles en el Cielo! La Santa Misa es el medio más eficaz para que se realice en favor de las Almas benditas el texto de San Pablo: “Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla purificándola en el bautismo de agua con la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer delante de Él llena de gloria, sin mácula, ni arruga, ni cosa semejante sino siendo santa e inmaculada”. (Eph. V, 2527).
Nobis quoque peccatoribus: aplicación del sacrificio a la Iglesia Militante
Después de ofrecer la Sangre de Cristo por los Difuntos, el sacerdote, hiriéndose el pecho en señal de contrición, la ofrece también por nosotros, pobres pecadores.
La Iglesia militante, en efecto, y la Iglesia purgante deben reunirse un día con la Iglesia triunfante en el Reino de Jesucristo y de su Padre.
Pedir a Dios infinitamente misericordioso y liberal (de multitudine miserationum tuarum; sed veniæ largitor), se digne admitirnos a nosotros pecadores (nobis peccatoribus), que no lo merecemos, (non estimator meriti) en la sociedad de los elegidos, (intra quorun consortium) gracias a los méritos de la Sangre de Cristo (per Christum Dominum nostrum), es el fin del Nobis quoque peccatoribus, cuya lista de los Santos invocados hace continuación a la del Communicantes.
Nobis quoque peccatoribus: también a nosotros pecadores, siervos tuyos que esperamos en la abundancia de tus misericordias, dígnate darnos siquiera alguna partecita y vivir en compañía de tus santos Apóstoles y Mártires: Juan (el Precursor, nombrado el primero como la Virgen en la otra lista), Esteban (diácono), Matías (apóstol), Bernabé (discípulo), Ignacio (Obispo mártir), Alejandro (Papa), Marcelino (presbítero), Pedro (exorcista), (es decir, 7 mártires). Felicitas y Perpetua (madres cristianas), Águeda (de Catania), Lucía (de Siracusa), Inés, Cecilia, Anastasia (vírgenes) (es decir, 7 mártires); y de todos tus Santos, en cuya compañía te pedimos nos recibas, no como apreciados de méritos sino como perdonador que eres de nuestras culpas. Por Cristo, Señor nuestro.
La Misa, siendo un Sacrificio por el cual Jesucristo ofrece nuevamente por el ministerio de sus sacerdotes y de un modo incruento el Sacrificio cruento de la Cruz, esta oblación sacramental tiene toda la virtud propiciatoria del Calvario.
Por eso declara el Concilio de Trento: “Si alguien dijere que el sacrificio de la Misa no es un sacrificio de propiciación, sea anatema”.
Y el Catecismo Romano añade: “El Sacrificio de la Misa es un verdadero sacrificio de propiciación que aplaca a Dios y nos atrae sus favores. Si pues inmolamos y ofrecemos esta Victima Santísima con un corazón puro, con fe viva y dolor sincero de nuestros pecados, obtendremos infaliblemente la misericordia del Señor y el auxilio de su gracia en nuestras necesidades. El olor suavísimo que se exhala de este sacrificio es tan agradable a su Divina Majestad que nos concede los dones de la gracia y del arrepentimiento y nos perdona nuestros pecados” (C. 20).
La oblación de la Sangre de Cristo en el altar es el mejor medio para alcanzar gracias de conversión para los pecadores aun los más empedernidos. «Aplacado por la ofrenda de este sacrificio, sigue el Concilio de Trento, el Señor otorga la gracia y el don de la penitencia y perdona los pecados y los crímenes, aun los más horribles» (SS. XXII, C. 1).
En cuanto a las penas debidas por nuestros pecados, proporcionalmente a nuestras disposiciones actuales, son satisfechas ante la justicia de Dios por la ofrenda de las expiaciones de Jesucristo a las que se añaden las de los Santos, particularmente de los mencionados más arriba y que son por lo tanto también glorificados porque contribuyen a nuestra Salvación. “Nuestro Señor Jesucristo, dice el Catecismo Romano, instituyó la Eucaristía a fin de que la Iglesia posea un sacrificio perpetuo capaz de expiar nuestros pecados y por el cual nuestro Padre celestial tan gravemente ofendido por nuestras iniquidades, trueque su justa cólera en misericordia y los justos rigores del castigo en clemencia” (C. 20).
Per quem… — Per ipsum…: conclusión del Canon
La gran oración de acción de gracias empezada en el Prefacio se termina por una fórmula de glorificación o doxología. La Iglesia, después de haber dirigido a Dios sus acciones de gracias por la obra de la Redención (Prefacio), y haberle ofrecido por el sacrificio eucarístico la misma gloria que Cristo le ofreciera en el Calvario (Consagración), y que continúa ofreciendo en el Cielo (Supplices), termina el Canon diciendo:
Per quem… Por el cual creas siempre, Señor, todos estos bienes, los santificas, los vivificas, los ben+dices y nos los repartes.
En el momento en que termina la oración del Canon, la Santa Iglesia proclama que, por Nuestro Señor Jesucristo, Dios nos concede todas las gracias y recibe toda gloria.
Per ipsum… Por Él + mismo, y con Él + mismo, y en Él + mismo, a ti, Dios Padre + todopoderoso, en unidad del Espíritu + Santo (te sea dada) toda honra y gloria, por todos los siglos de los siglos. Amén.
Esta doxología es el coronamiento del Sacrificio.
Luego de trazar cinco signos de Cruz sobre el Cáliz con la Hostia Santa, el sacerdote ofrece de nuevo a nuestras adoraciones la Sagrada Víctima, durante la Elevación menor.
EL CANON LUTERANO
Para los pastores protestantes las oraciones del canon romano con sus ceremonias son, como ellos dicen, “exposiciones bien reales de la doctrina corrupta de la Edad Media”.
Llevados por estas ideas, todos los reformadores las denunciaron e hicieron varios intentos de refundirlas en un sentido evangélico, que respondiese, según ellos, al Evangelio.
De este modo, Zwinglio reemplazó el canon por cuatro oraciones que condujeron a las verba, como llaman los protestantes a las fórmulas de la consagración («palabras»).
En Ginebra, Calvino desarrolló un prefacio “elaborado y didáctico”, que contenía prácticamente todo el antiguo canon.
Cranmer, en el Libro de oración común (1549), introdujo una oración de consagración que renueva una gran parte del canon de una manera evangélica y combina ciertos pasajes de las diferentes liturgias del este y del oeste.
Lutero fue el más vehemente de todos los reformadores en la denuncia del Canon. Lo llamó un «canon estropeado y abominable, confluencia de todas las fuentes de inmundicia y corrupción»; y declaró que “distorsiona el sacramento en sí mismo al hacerlo idolatría y sacrilegio malditos».
Agregó que, “por la repetición silenciosa de las verba, el diablo nos ha robado magistralmente lo esencial de la Misa y lo ha silenciado».
Aprovechando que el Canon se rezaba en secreto, excogitó que todo aquello que hiciera referencia al sacrificio podía omitirse sin que el pueblo lo encontrara extraño, ya que la gente no lo escuchaba.
En su Fórmula missæ [texto de la misa en latín] eliminó todo el Canon, excepto las verba, que el ministro estaba obligado a cantar en voz alta. La Oración del Señor y la Paz seguían de inmediato.
En su misa en alemán, primero colocó una paráfrasis de la Oración del Señor, seguida de las verba.
La del Canon fue la reforma litúrgica más radical de Lutero. De un solo golpe, lleno de audacia diabólica, cambió por completo el carácter de la liturgia en este punto. La Cena se convirtió en un don de Dios, y ya no es un sacrificio ofrecido a Dios.
Los pastores luteranos denominan al canon «Plegaria eucarística”, oración de acción de gracias. Retengamos esta expresión…
Sabemos que los protestantes, al negar la transubstanciación, no tienen absolutamente ninguna razón para admitir que Nuestro Señor se hace presente en el mismo momento en que se pronuncian las palabras de la Consagración.
Para ellos, la presencia verdadera y real de Cristo con el pan y con el vino de la eucaristía no presenta dificultades para la fe; al contrario, ella es uno de los «signos que fortalecen y aumentan nuestra fe”.
Como vemos, en esta concepción no hay lugar para la transubstanciación.
A continuación veremos que los herejes modernistas han confeccionado un novus ordo aceptable por los protestantes, arrojando un velo de dudas sobre el dogma de la transubstanciación.
En su misa en latín, al igual que la escrita en alemán, el hereje Lutero decidió que las palabras de la consagración se pronunciaran en voz alta. Esta práctica común entre los protestantes aún se conserva en las actuales liturgias luteranas.
CAMBIOS INTRODUCIDOS EN 1969
LA PRIMERA PLEGARIA EUCARÍSTICA
Cuanto más antigua y venerable sea una costumbre, tanto más apropiado es respetarla.
Todo cambio comporta en sí mismo ciertos riesgos, enseña Santo Tomás de Aquino; y para justificarlo debe traer, evidentemente, mayores ventajas que los inconvenientes relacionados con el simple hecho del cambio.
Leamos lo que dice el Santo Doctor, en la Suma Teológica, Ia-IIæ, cuestión 97, artículo 2:
En tanto es legítimo cambiar una ley en cuanto con su cambio se contribuye al bien común.
Ahora bien, por sí mismo, el cambio de las leyes comporta ciertos riesgos para el bien común. Porque la costumbre ayuda mucho a la observancia de la ley, tanto que lo que se hace en contra de la costumbre ordinaria, aunque sea más llevadero, parece más pesado.
Por eso, cuando se cambia una ley se merma su poder de coacción al quitarle el soporte de la costumbre.
De aquí que la ley humana no debe cambiarse nunca a no ser que, por otro lado, se le devuelva al bien común lo que se le sustrae por éste.
Lo cual puede suceder, ya porque del nuevo estatuto deriva una grande y manifiesta utilidad, ya porque el cambio se hace sumamente necesario debido a que la ley vigente entraña una clara iniquidad o su observancia resulta muy perjudicial.
Por eso dice el Jurisconsulto que la institución de nuevas leyes debe reportar una evidente utilidad que justifique el abandono de aquellas otras que durante mucho tiempo fueron consideradas equitativas.
Las leyes reciben su mayor fuerza de la costumbre, según dice Aristóteles, y por eso no deben cambiarse fácilmente.
En lugar del único Canon Romano, en el novus ordo hay cuatro “Plegarias eucarísticas”, a elección del sacerdote, según las reglas establecidas en la Institutio, artículo 322:
La elección entre las Plegarias Eucarísticas, que se encuentran en el Ordinario de la Misa, se rige oportunamente por estas normas.
a) La Plegaria Eucarística primera o Canon Romano, que puede emplearse siempre, se dirá más oportunamente en los días que tienen el Reunidos en comunión propio, o en las Misas que se enriquecen con el Acepta, Señor, en tu bondad propio, también en las celebraciones de los Apóstoles y de los Santos de los que se hace mención en esta misma plegaria; igualmente en los días domingo, a no ser que por motivos pastorales se prefiera otra Plegaria Eucarística.
b) La Plegaria Eucarística segunda, por sus características peculiares, se emplea más oportunamente en los días entre semana, o en circunstancias particulares. Aunque tiene prefacio propio, puede usarse también con otros prefacios, especialmente con aquellos que presentan en forma compendiosa el misterio de la salvación; por ejemplo, con los prefacios comunes. Cuando la Misa se celebra por algún difunto, puede emplearse la fórmula especial, colocada en su lugar, antes de Acuérdate también de nuestros hermanos.
c) La Plegaria Eucarística tercera puede decirse con cualquier prefacio. Prefiérase su uso los domingos y en las fiestas. Y si esta Plegaria se emplea en las Misas de difuntos, puede emplearse la fórmula especial colocada en su lugar, a saber, después de las palabras Reúne en torno a Ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo.
d) La Plegaria Eucarística cuarta tiene un prefacio inconmutable y presenta un sumario más completo de la historia de la salvación. Puede emplearse cuando la Misa carece de prefacio propio y en los domingos del Tiempo Ordinario. En esta Plegaria, por razón de su propia estructura, no puede introducirse una fórmula especial por un difunto.
Considerado superficialmente, este llamado canon romano parece haber sufrido sólo modificaciones insignificantes.
Sin embargo, un análisis más detallado revela que los cambios introducidos tienden en general, a veces de manera sutil, a acomodar en el texto la concepción de la Eucaristía como simples ágapes realizados por la comunidad, bajo la presidencia del celebrante, en conmemoración de la Pasión y Resurrección de Nuestro Señor.
Como veremos, es difícil seguir denominando Canon Romano a esta “Plegaria Eucarística”.
Sin cambios desde San Gregorio Magno, el Canon Romano parecía inmutable. Sin embargo, con el novus ordo ha sufrido cinco modificaciones esenciales:
— a) Una desacralización general (por la recitación en voz alta y otros cambios);
— b) La modificación de la fórmula de la Consagración;
— c) El cambio de la intención significativa de las palabras de la Consagración (por la supresión del tono intimativo o imperativo, y la introducción del tono narrativo);
— d) La supresión de genuflexiones después de la Consagración;
— e) El agregando de una aclamación ambigua después de la Consagración.
Estos cinco puntos combinados contribuyen aún más a debilitar el Canon que, como ya hemos visto en el Especial anterior, ha sido privado de la pre-significación que le proporciona el Ofertorio tradicional.
a) Una desacralización general
(por la recitación en voz alta y otros cambios)
Las Rúbricas Generales del Misal Romano dicen: Post Præfationem incipitur Canon Missæ secreto.
Y en Ritus servandus in celebratione Missæ repite: … profunde inclinatus incipit Canonem, secreto dicens: Te igitur, etc. ut in Ordine Missæ.
El Concilio de Trento ordena que el sacerdote recite el Canon en voz baja. Esta rúbrica destaca el carácter sagrado del mismo.
Siendo tal la naturaleza de los hombres, que no se pueda elevar fácilmente a la meditación de las cosas divinas sin auxilios, o medios extrínsecos; nuestra piadosa madre la Iglesia estableció por esta causa ciertos ritos, es a saber, que algunas cosas de la Misa se pronuncien en voz baja, y otras con voz más elevada.
Canon IX. Si alguno dijere, que se debe condenar el rito de la Iglesia Romana, según el que se profieren en voz baja una parte del Canon, y las palabras de la consagración (…) sea excomulgado.
La Iglesia fue tan respetuosa con esta oración que, durante un cierto tiempo, pidió abstenerse de traducirla a las lenguas vernáculas.
Dom Guéranger nos enseña que los misales para los fieles y los libros piadosos del siglo XVII, por ejemplo, no contenían la traducción del Canon, sino otras oraciones, expresando las mismas ideas bajo otra forma.
Se trataba de demostrar de manera concreta que el Canon es una fórmula sagrada, que contiene una acción misteriosa; que el sacerdote se aísla para rezar con el mayor recogimiento, dignidad y solemnidad el acto más grande del mundo.
Para los fieles, el silencio permite mayor recogimiento que la atención que exige una oración recitada en voz alta, donde la preocupación por la puesta en escena termina enmascarando lo esencial.
Sobre todo, el silencio da una sensación de misterio: uno es consciente de asistir a una Acción Sagrada que, a pesar de todos nuestros esfuerzos por abordarla, siempre será trascendente.
Por el contrario, la recitación del Canon en voz alta (y en la mayoría de las casos desde hace cincuenta años en lengua vernácula) rompe esta perspectiva, pues reduce el misterio a nuestras dimensiones; y lejos de ayudar a penetrarlo, en realidad lo enmascara, porque se piensa que se entiende todo, y ni siquiera se es consciente de que hay un misterio.
Antes, no se entendía lo que se decía, pero se sabía lo que pasaba; ahora se entiende lo que se dice, pero no se sabe lo que pasa…
Al igual que con los protestantes, el énfasis está puesto en la realidad humana, en el sacerdote como presidente de una asamblea, y no en la realidad divina, que debe realizarse misteriosamente.
Al presentar la historia del Cena, el nuevo ordo ofrece este título: «En las fórmulas que siguen, las palabras del Señor han de pronunciarse claramente y audible, como lo exige la naturaleza de las mismas palabras» (In formulis quæ sequuntur, verba Domini proferantur distincte y aperte, prouti natura eorundem verborum requirit).
Esta prescripción, que también es válida para las palabras de la Consagración propiamente dicha, es extremadamente grave:
1º) Por un lado, porque asemeja la Misa católica a la cena de Zwinglio, Lutero, etc., cuyas innovaciones hemos considerado más arriba.
2º) Por otra parte, la rúbrica en cuestión no sólo determina que esta parte de la Misa sea dicha en voz alta, sino que agrega que la naturaleza misma de las palabras así lo requiere y exige.
Por lo tanto, si se intimase a rezarla en voz baja, sería un error…
Ahora bien, esta afirmación ha sido condenada por la Iglesia en el Concilio de Trento…
En la rúbrica en cuestión, no se puede decir que la conjunción prouti (como) se usa en un sentido meramente proporcional, es decir, indicando únicamente que las palabras que siguen deben pronunciarse en voz alta «en la medida que” la naturaleza de cada una de ellas lo exige.
Tal interpretación, además del hecho de que violaría el contexto y eliminaría toda la razón de ser de la rúbrica en sí, es formalmente desmentida por el mismo artículo 12 de la Institutio.
En efecto, como ya hemos visto en el Especial sobre el rebajamiento del carácter sacerdotal del ministro, la Institutio Generalis indica al sacerdote el modo cómo debe pronunciar estas palabra y por qué.
Según el artículo 10, la “Plegaria Eucarística” es una oración presidencial.
El artículo 12 dice que la naturaleza de las partes “presidenciales” exige que sean pronunciadas en voz alta y clara.
Por lo tanto, como la plegaria eucarística ha sido mencionada entre las oraciones «presidenciales»…, es lógico que ella deba ser pronunciada en voz alta y clara…
Esto no es una recomendación práctica, sino un principio universal, que depende de la esencia de esta oración.
Además de la negación práctica del carácter propio del sacerdote (considerado sólo como «presidente de una asamblea», delegado del pueblo…, un sindicalista…), observemos que estos artículos contradicen netamente al Concilio de Trento y las rúbricas del Misal Romano, según las cuales el Canon no se pronuncia en voz alta…
Pero hay más…
El artículo 55 de la Institutio explica las diversas partes de la llamada Plegaria Eucarística, que tiene de Canon lo mismo que Arrio, Nestorio y Lutero tenían de católicos…
Respecto de la supuesta consagración (parágrafo “d”) leemos lo siguiente:
Los principales elementos de que consta la Plegaria Eucarística pueden distinguirse de esta manera:
d) Narración de la institución: por las palabras y por las acciones de Cristo repræsentatur aquella última cena, en la que el mismo Cristo instituyó el sacramento de su Pasión y Resurrección, cuando dio a los Apóstoles su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y vino para que comieran y bebieran, dejándoles el mandato de perpetuar el mismo misterio.
La palabra latina repræsentatur, que hemos resaltado sin traducir, puede transcribirse como “se hace presente de nuevo” o como “es representada”, versión que da al texto un fuerte sentido protestante.
La Santa Misa no es una simple representación, sino la verdadera reiteración del Sacrificio de Nuestro Señor.
Pero, lo que es más grave, la Institutio no dice que “se hace presente de nuevo” o “es representado” el Sacrificio de Nuestro Señor… Ella dice que, en esta parte de la misa (en la Plegaria Eucarística) repræsentatur aquella última cena…, la cual es narrada como un cuento…
Este artículo 55 trata, pues, de la Consagración como una «narración de la institución», sin precisar que no se trata sólo de una historia; por lo tanto, entra en el mismo significado, haciendo pasar la Consagración como una simple narración.
Sobre esta cuestión del tono narrativo, dada su importancia, volveremos en un Especial por separado.
Otros cambios y eliminaciones son significativos y manifiestan esta desacralización general:
— La supresión de veinticuatro signos de la cruz, sobre de veintiséis, va en esta misma dirección. Es decir, de los veintiséis signos de cruces prescritos en el Canon Romano católico, solo quedaron dos en el bastardo: en las oraciones Te igitur y Supplices.
— Las inclinaciones de reverencia fueron reducidas de cinco a tres.
— Las genuflexiones, de seis a dos.
— Los dos besos al altar, eliminados.
— La invocación de la mayoría de los Apóstoles y Mártires, cuyos nombres aparecen en la Misa tradicional (en las oraciones Communicantes y Nobis quoque peccatoribus del Ordo Romano), se ha convertido en opcional.
— La referencia a la mediación de Jesucristo entre nosotros y Dios Padre en la misma Misa también ha dejado de ser obligatoria en muchas oraciones (las invocaciones Por Cristo, Nuestro Señor. Amén o Por el mismo Cristo Nuestro Señor. Amén, ahora son facultativas al final de las oraciones Communicantes, Hanc igitur y Supplices Te rogamus, y en el Memento de los difuntos.
Estas modificaciones ayudan a acercar la Misa a la liturgia protestante. De hecho, según ésta, la Misa no es un verdadero sacrificio propiciatorio, no es una renovación genuina de la inmolación de Nuestro Señor en la Cruz, sino un simple ágape conmemorativo de la última Cena.
En esta concepción herética, solicitar la aprobación de Dios el Padre para cada Misa ya no sería necesario.
Se puede pedirle a Dios que acepte este banquete conmemorativo, pero tal aceptación no requeriría la mediación sacrificial de Nuestro Señor. De modo que no habría razón para mantener la insistencia particular con la que el Misal Romano afirma que las oraciones del sacerdote ascienden al Padre eterno «por Jesucristo, Nuestro Señor».
Todas estas modificaciones tienden en sí mismas a debilitar la naturaleza sagrada de la Santa Misa, con las consecuentes repercusiones en la fe en la presencia real, en el carácter de sacrificio de la Misa, en la trascendencia de Dios, etc.
b) La modificación de la fórmula de la Consagración
Tres graves modificaciones se produjeron en la fórmula de la Consagración:
— 1ª) Después del Hoc est enim Corpus meum, las nuevas “Plegarias Eucarísticas” agregan Quod pro vobis tradetur.
Como sabemos, el hereje Martín Lutero había hecho exactamente la misma adición, con la intención de acercarse al texto de las Sagradas Escrituras.
Esto se llama, como es conocido, biblismo…
Y recordamos la segunda herejía antilitúrgica denunciada por Dom Guéranger: reemplazar las fórmulas del estilo eclesiástico por lecturas de la Sagrada Escritura.
Además, esto refuerza el aspecto de narración de estas palabras, de relatar una historia, lo cual exige el tono recitativo correspondiente, como veremos en el siguiente punto.
El Canon Romano, siempre preciso, omitió esta oración por una razón muy simple: si bien la transubstanciación del pan en el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo se realiza por las palabras de la Consagración, el sacrificio exige para realizarse la segunda Consagración, la del vino.
Es normal, pues, que la fórmula de Consagración del vino mencione este sacrificio por las palabras Qui pro vobis et pro multis effundetur. La fórmula de la Consagración del pan no exige el agregado, pues todavía no se realiza el sacrificio.
Santo Tomás trata expresamente esta cuestión en la Suma Teológica, refutando por anticipado a Lutero, a los modernistas…, y a los neo-protestas-modernistas conciliares:
Cristo está por entero bajo cada una de las especies, y no sin razón. Porque esto sirve para representar la pasión de Cristo, en la que la sangre fue separada de su cuerpo, por lo que en la forma de la consagración de la sangre se menciona su derramamiento. (IIIª, q. 76, art. 2, ad 1).
Puesto que, como se ha dicho ya (q.76 a.2 ad 1), la sangre consagrada por separado representa claramente la pasión de Cristo, el efecto de la pasión debía ser mencionado mejor en la consagración de la sangre que en la consagración del cuerpo, que es el que padeció. Lo cual también se indica cuando el Señor dice: que será entregado por vosotros, como queriendo decir: que por vosotros será sometido a la pasión.
Ya hemos dicho (ad 2) que la sangre consagrada separadamente del cuerpo representa más claramente la pasión de Cristo. Y, por eso, se hace mención de la pasión de Cristo y de su fruto en la consagración de la sangre, y no en la consagración del cuerpo. (IIIª, q. 78, art. 3, ad 2 y ad 7).
— 2ª) El inciso Mysterium fidei, que, en medio de la fórmula consagratoria, necesariamente recuerda el Sacrificio de Cristo que se opera misteriosamente por la Consagración separada del pan y del vino, ha sido desplazado y se lo dice después de la elevación del cáliz.
Su traslación le da un significado protestante: un misterio de la fe de los fieles que hace que Jesucristo esté presente de cierta manera, sólo espiritualmente, en medio de ellos.
También Lutero había extraído estas palabras de la fórmula consagratoria.
En el quinto punto veremos que a esto se suma el agregando de una aclamación ambigua.
Mientras tanto, recordemos que Santo Tomás enseña (Suma Teológica, III, q. 78, a. 3, ad 9):
Los Evangelistas no intentaban transmitirnos las formas de los sacramentos, unas formas que convenía mantener ocultas en la primitiva Iglesia, sino que intentaron tejer la historia de Cristo. Y, sin embargo, casi todas estas palabras pueden encontrarse en los diversos lugares de la Escritura. Porque la locución éste es el cáliz se encuentra en Lc., 22, 20 y en I Cor., 11, 25. En Mt., 26, 28 se dice: Esta es mi sangre del nuevo testamento que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados. Las adiciones de eterno y misterio de fe se derivan de la tradición del Señor, llegada a la Iglesia a través de los Apóstoles, de acuerdo con lo que se dice en I Cor., 11, 23: Yo recibí del Señor lo que os he transmitido.
Agrandando la imagen, ver lo señalado en recuadros
— 3ª) La fórmula post-consagratoria Cuantas veces hiciereis estas cosas, las haréis en memoria de mí fue reemplazada por Haced esto en conmemoración mía, que sigue inmediatamente, lo que contribuye a atenuar la idea de una acción sacramental forzando sobre la de conmemoración; lo cual el texto tradicional no lo permite.
Todas estas alteraciones responden al nuevo concepto de la Misa tal como está expresado en la Institutio.
Los nuevos textos del mal llamado “canon romano” lo aproximan, como comprobamos, al protestantismo, creando confusiones inaceptables y extremadamente dañinas para la fe.
No tiene sentido argumentar, como hacen los mediocres…, que estos son puntos de detalle y que no tienen mayor importancia, porque no se puede evitar el dilema:
— si estos puntos son realmente poco importantes, es una gran impiedad modificarlos, metiendo la sacrílega mano para tocar la antigua y venerable Regla, el sagrado Canon, tan limpio de todo error, que nada incluye que no dé a entender en sumo grado, cierta santidad y piedad, y levante a Dios los ánimos de los que sacrifican, como dice el Concilio de Trento.
— y si, por el contrario, son importantes y tienen un significado, entonces su supresión o modificación no pueden tener otra justificación y aplicación que la ecuménica, que va en la dirección de una relativización de la doctrina católica; lo cual es inaceptable, porque, además de sacrílego, es heterodoxo.
Sobre estos importantes cambios volveremos en un Especial consagrado a ellos en particular.
c) El cambio de la intención significativa de las palabras de la Consagración (por la supresión del tono intimativo o imperativo, y la introducción del tono narrativo)
Como hemos advertido más arriba, se trata de la continuación lógica, pero aún más grave, de la recitación en voz alta: las palabras de la Consagración se toman en adelante como una simple narración de la Última Cena, en lugar de un Acto Sagrado, realizado por el sacerdote a través de palabras rituales.
Por lo tanto, se dicen en tercera persona y ya no en primera.
En el Canon tradicional, esta interpretación protestante se ve impedida por dos barreras:
— 1ª) la recitación del Canon en voz baja.
— 2ª) pero también por un cambio de tono en el momento de la Consagración.
En efecto, el sacerdote abandona el tono narrativo (el tono del que narra, del que cuenta una historia, en tercera persona) para adoptar el tono intimativo o imperativo (el tono del que intima una orden, en primera persona).
Este cambio de tono está indicado inequívocamente en el Misal Romano:
— por las rúbricas.
— por la puntuación (las palabras de la fórmula de la Consagración están precedidas por un punto, que separa claramente esta oración del texto anterior).
— y por el tipo y formato de las letras (la fórmula consagratoria está impresa específicamente en letras grandes).
Agrandando la imagen, ver lo señalado en círculos
Repetimos:
En la Misa codificada por San Pío V hay una clara separación tipográfica entre la parte narrativa de la Consagración y las palabras que realizan la transubstanciación.
Para indicar de manera inequívoca, que estas últimas se dicen imperativamente, en primera persona, in persona Christi, y no simplemente narrativamente, en tercera persona, la primera parte del texto termina con un punto. Por lo tanto, queda claro que en este momento el sacerdote comienza a hablar en nombre de Nuestro Señor.
Además, las expresiones que contienen las palabras de la Consagración están impresas en caracteres grandes.
En el nuevo desorden, la Plegaria Eucarística I saltó la primera barrera, ya que impone la recitación en voz alta.
También elimina la segunda barrera, puesto que en adelante nada impide que las palabras de la Consagración se reciten en el tono narrativo, como lo que las precede y las sigue. Es más, todo lo contario, impone que se reciten en tercera persona.
En efecto:
— el texto que precede a las palabras de la Consagración termina con dos puntos; lo cual indica que estamos en la lógica de un recitado o narración que continúa.
— si bien ciertas palabras se imprimen en caracteres diferentes, uno nota que las palabras que se enfatizan de este modo ya no son solamente las de la Consagración, sino todas las palabras de Jesucristo, sin distinción alguna.
Agrandando la imagen su puede apreciar lo afirmado, que va destacado
Repetimos:
En el nuevo ordo, el texto que precede a las palabras de la Consagración termina con dos puntos.
Y, aunque los caracteres grandes se conservan en la Consagración, se han agregado nuevas frases, de modo que aparecen en caracteres grandes más palabras no esenciales a la transubstanciación.
Evidentemente, es un paso más que lleva fácilmente a la idea de que la Consagración es una narración histórica de la institución de la Eucaristía.
Todo esto favorece el punto de vista protestante, según el cual:
— estas palabras ciertamente deben ser puestas en relieve porque, además de la narración de una historia, hay allí una especie de representación teatral esencial para la ceremonia, y que el sacerdote representa a Cristo.
— pero, sin embargo, las palabras de la Consagración no deben pronunciarse de manera imperativa o intimativa.
En otro Especial hemos visto, y hoy también insistiremos, que el artículo 55 de la Institutio trata de la Consagración como una «narración de la institución», sin precisar que no se trata de una historia, y hace pasar la Consagración como una simple narración.
Aquí también es obvia la influencia protestante. La teología que subyace en la nueva misa no es católica. Si bien no niega explícitamente ninguna verdad de fe, dice otra cosa en su lugar. Dicha teología viene de la herejía y conduce a la herejía…
d) La supresión de genuflexiones después de la Consagración
Se han suprimido las dos primeras genuflexiones que siguen inmediatamente a la Consagración, tanto del pan como del vino.
En la Misa católica de Rito Romano, inmediatamente después de las palabras de la Consagración, el sacerdote realiza una primera genuflexión, lo que significa –sin ningún posible equívoco– que Nuestro Señor Jesucristo está realmente presente sobre el altar, y esto debido a las palabras de la Consagración pronunciadas por el sacerdote.
Después de la elevación, el sacerdote hace una segunda genuflexión, la cual tiene el mismo significado de adoración que la primera y le agrega la insistencia y el énfasis.
En la nueva misa bastarda, se suprimió la primera genuflexión; pero se conservó la segunda.
Y esto constituye una trampa para los desprevenidos o poco habituados a los engaños del modernismo, así como un justificativo para los que no tienen carácter…
En efecto, esta segunda genuflexión, de hecho la única en el ordo bastardo, aislada de la primera, puede recibir una interpretación protestante.
Si bien la creencia protestante no acepta la presencia física, verdadera, real y substancial de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, reconoce, sin embargo, una cierta presencia espiritual del Señor, y ella debido a la fe de los creyentes.
Por lo tanto, en la nueva misa montini-bugniniana, dado que el celebrante no adora primero la Sagrada Hostia que acaba de consagrar, sino que la eleva y la presenta a la asamblea de los fieles, es ésta la que respalda con su fe la presencia de Cristo; esta fe de la asamblea hace presente a Cristo espiritualmente en el pan, que ahora tiene otro significado (se trata de la empanación, transignificación y transfinalización); y, entonces, el sacerdote puede ahora arrodillarse y adorar, pero sólo en el sentido meramente protestante de una presencia puramente espiritual.
El rito externo puede así acomodarse a una fe exclusivamente subjetiva, e incluso a la negación del dogma católico de la Presencia verdadera, real y substancial.
La genuflexión mantenida para después de la elevación de la Hostia y del Cáliz ahora es susceptible de una interpretación protestante. Ella ha tomado un sentido adaptable a la fe de cada uno y, por lo mimo, con un significado equívoco.
Tal rito ya no es la expresión clara de la fe católica.
e) El agregando de una aclamación ambigua después de la Consagración
En el Canon del Rito Romano tradicional, tan pronto como termina la doble Consagración, el sacerdote expresa la ofrenda del Sacrificio que acaba de realizarse y la vincula explícitamente con la Pasión de Cristo; es la oración Unde et Memores.
Esta oración se remonta a la más alta antigüedad. San Justino, alrededor del año 150, ya informa sobre esas largas oraciones sacerdotales que siguen inmediatamente a la Consagración, y que los fieles ratifican sólo más tarde, con el solemne «Amén», que concluye el Canon.
En el nuevo desorden nos encontramos con una novedosa intervención de los fieles en el medio del Canon, que constituye en sí misma una innovación revolucionaria.
Esta inserción, justo después de la Consagración, precisamente cuando no hay nada más urgente que el sacerdote ofrezca el sacrificio en nombre de toda la Iglesia, refuerza la gravedad de esta intrusión.
Pero lo peor es ciertamente esa exclamación popular:
El sacerdote vocifera:
Este es el Sacramento de nuestra fe
O bien
Este es el Misterio de la fe
Y la turbamulta responde:
Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!
O bien:
Aclamad el Misterio de la redención
Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas.
O bien:
Este es el Misterio de la fe, Cristo se entregó por nosotros
Salvador del mundo, sálvanos, que nos has liberado por tu cruz y resurrección.
Esta exclamación, emplazada justo después de lo que debería ser el descenso del Salvador sobre el altar debajo de las especies del pan y del vino, puede interpretarse fácilmente como una negación de la transubstanciación.
Esta traslación y su adición impiden ver un misterio de fe en la Consagración, en el sacrificio sacramentalmente ofrecido en ese preciso momento.
Además, al introducir los tres diálogos ad libitum, se le pide al sacerdote que entre en comunicación con la asamblea, inmediatamente después de la Consagración.
Es una forma más de nivelar el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los simples bautizados.
Para los innovadores es muy importante que estas aclamaciones no subrayen que la Consagración en sí misma es un misterio de fe. Los diálogos hacen ve que el mysterium fidei sólo se refiere a la Pasión y a la Resurrección, o al banquete eucarístico.
No hay referencia a la Consagración, a su efecto de presencia sustancial y de sacrificio objetivo.
Resumiendo, según el nuevo ordo, inmediatamente después de la consagración, la asamblea debe hacer una aclamación, para lo cual se proponen tres textos.
El primero de ellos termina con la frase ¡Ven, Señor Jesús!, y el segundo con Hasta que vengas.
Indudablemente, la expresión donec venias es de San Pablo (I Corintios XI, 26) y, por lo tanto, no puede ser censurada en sí misma.
Pero, en la primera Epístola a los Corintios, indica la expectativa de la segunda venida de Jesucristo, la Parusía.
Ahora bien, colocada inmediatamente después de la Consagración, mientras que Nuestro Señor debería haber venido sustancialmente sobre el altar, ella puede dar a entender que Él no está presente, que no vino personalmente bajo las especies eucarísticas.
En momentos en que en los círculos católicos existía una sorprendente tendencia a negar la presencia verdadera, real y substancial de Nuestro Señor en la Eucaristía, cuando era más necesario reafirmar la fe, dicha innovación tuvo y tiene la consecuencia inevitable de favorecer la disminución de la fe en la transubstanciación, cuando no negarla…
Todas estas modificaciones, yendo todas en la misma dirección y respondiendo a las creencias luterana, calvinista, anglicana y evangélica, produjeron una desnaturalización obvia del Canon Romano, de modo que, de ser completamente católico, se volvió susceptible de una interpretación ecuménica, particularmente protestante.
Habiendo cambiado su naturaleza, ya no es, como en el pasado, la regla absoluta y segura de la fe católica del Santo Sacrificio del Altar.
Por lo tanto, ya no merece el nombre de «canon romano», pues no es más que una de las cuatro Plegarias Eucarísticas de la misa bastarda.
Nos quedan por analizar las otras tres. Dios mediante, lo haremos en el próximo Especial.