PARA DESINFORMADOS, DESMEMORIADOS,
DESINTERESADOS, DESPISTADOS
Y OTROS AFINES
Radio Cristiandad ha publicado recientemente tres artículos del Reverendo Padre Leonardo Castellani en relación al hereje Pierre Teilhar de Chardin:
El 6 de diciembre: Los elegidos y los réprobos Ver AQUÍ
El 29 de diciembre: Un libro de Gilson sobre Telar de Chardón Ver AQUÍ
El 3 de enero: Sobre Telar de Chardón por última vez Ver AQUÍ
Para un estudio más profundo de las herejías teilhardianas el lector puede consultar el libro del Reverendo Padre Julio Meinvielle “La cosmovisión de Teilhar de Chardin – Estudio crítico”.
Para medir la gravedad de lo que se leerá más abajo, es necesario tener presente el siguiente texto del paleontólogo. Pedimos disculpas al lector de vernos obligados a hacérselo leer. Donde ya no soporte, abandone…
La imposibilidad en que se encontró de celebrar la Misa en pleno desierto de Ordos, durante una expedición científica, Teilhar reflexionó sobre la irradiación de la Presencia eucarística en el Universo, y escribió La misa sobre el mundo:
La ofrenda
Ya que, una vez más, Señor, como en los bosques del Aisne, también en las estepas de Asia, no tengo ni pan, ni vino, ni altar, me elevaré por encima de los símbolos hasta la pura majestad de lo real, y te ofreceré, yo que soy tu sacerdote, sobre el altar de la tierra entera, el trabajo y la pena del mundo.
El sol acaba de iluminar, allá lejos, la franja extrema del Lejano Oriente. Una vez más la superficie viviente de la tierra se despierta, se estremece y vuelve a iniciar su tremenda labor bajo la capa móvil de sus fuegos.
Yo colocaré en mi patena, Dios mío, la esperada cosecha de este nuevo esfuerzo. Derramaré en mi cáliz la savia de todos los frutos que hoy serán molidos.
Señor, voy viendo y los voy amando, uno a uno, a aquellos que tú me has dado como sostén y como encanto natural de mi existencia. También uno a uno voy contando los miembros de esa otra tan querida familia que se han ido juntando poco a poco alrededor mío, a partir de los elementos más diversos, las afinidades del corazón, de la investigación científica y del pensamiento.
Mas confusamente, pero a todos sin excepción, evoco a aquellos cuya multitud anónima constituye la masa innumerable de los vivientes, a aquellos que me rodean y me sostienen sin que yo los conozca, a los que vienen y a los que van, a aquellos, sobre todo, que, en la verdad o través del error, en su oficina, en su laboratorio, o en su fábrica, creen en el progreso de las cosas y hoy van a seguir apasionadamente la luz.
Quiero que en este momento mi ser resuene acorde con el profundo murmullo de esa multitud agitada, confusa, o diferenciada, cuya intensidad nos sobrecoge; de ese océano humano cuyas lentas y monótonas oscilaciones introducen la turbación en los corazones más creyentes.
Todo lo que va a aumentar en el mundo, en el transcurso de este día, todo lo que va disminuir —todo lo que va a morir, también— he aquí, Señor, lo que trato de concentrar en mí para ofrecértelo; he aquí la materia de mi sacrificio, el único sacrificio que a ti te gusta.
Antiguamente se depositaban en tu templo las primicias de las cosechas y la flor de los rebaños. La ofrenda que realmente estás esperando, aquella de que tienes misteriosamente necesidad todos los días para saciar tu hambre, para calmar tu sed, es exactamente el acrecentamiento del mundo, arrastrado por el universal devenir.
Recibe, Señor, esta hostia total que la creación atraía por ti, te presenta en esta nueva aurora.
Sé perfectamente que este pan, nuestro esfuerzo en sí, no es más que una inmensa desagregación. Este vino nuestro, dolor, todavía, ¡ay! no es más que un brebaje disolvente.
Mas tú has puesto en el fondo de esta masa informe —estoy seguro de ello, porque lo siento— un irresistible y santificante deseo que nos hace gritar a todos, desde el impío hasta el fiel: «Señor, ¡has de nosotros una sola realidad!»
Porque a falta de celo espiritual y de la sublime pureza de tus santos, tú me has dado, Dios mío, una simpatía irresistible por todo lo que se mueve en la materia oscura (porque, irresistiblemente, reconozco en mí, mucho más que a un hijo del cielo, a un hijo de la tierra) subiré esta montaña con mi pensamiento, a los lugares altos, cargado con las esperanzas y las miserias de mi madre, y allí —fuerte con el sacerdocio que sólo tú has podido darme, estoy seguro de ello— invocaré al fuego, sobre todo lo que en la carne humana, está pronto para nacer o parecer bajo el sol saliente.
El fuego encima del mundo
Estamos dominados por la tenaz ilusión de que el fuego, ese principio del ser, surge de las profundidades de la tierra, y que su llama se enciende progresivamente a lo largo de la brillante estela de la vida.
Me has concedido, Señor, la gracia de comprender que esta visión era falsa, y que, para poder llegar hasta ti, tendría que destruirla.
Al principio existía la potencia intelectual, amante y activa. Al principio existía el verbo soberanamente capaz de someter y elaborar toda la materia que pudiera nacer. Al principio no existían el frío y las tinieblas; existía el fuego. Esta es la verdad.
Así pues, lejos que de nuestra noche brote gradualmente la luz, es la luz preexistente la que, con paciencia e infaliblemente, elimina nuestras sombras. Nosotros, criaturas, somos por nosotros mismos la sombra y el vació. Tú eres, Dios mío, el fondo mismo y la estabilidad del medio eterno, sin duración y espacio, en el que gradualmente, emerge y se perfecciona nuestro universo, perdiendo los límites por los cuales nos parece tan grande.
Todo es ser, no hay más que ser por todas partes, fuera de la fragmentación de las criaturas y de la oposición de sus átomos. Espíritu abrasador, fuego fundamental y personal. Término real de una unión mil veces más hermosa y deseable que la fusión destructora imaginada por no importa qué panteísmo; dígnate una vez más, descender, para infundirle un alma sobre la débil película de materia nueva de la que se va a abrigar el mundo, hoy.
Lo sé. Nosotros no podríamos dictar, anticipar, el menor de tus gestos. Tuyas son todas las iniciativas, comenzando por la de mi oración. Verbo resplandeciente, potencia ardiente, tú que amasas lo múltiple para infundirle tu vida, tiende hacia nosotros, te lo ruego, tus manos poderosas, tus manos previsoras, tus manos omnipotentes, esas manos que no tocan ni aquí ni allí (como haría una mano humana) sino que mezcladas a la profundidad y a la universalidad presente y pasada de las cosas, nos alcanzan simultáneamente a través de todo lo que hay de más vasto y de más interior, en nosotros y alrededor nuestro.
Prepara con esas manos invencibles, mediante una adaptación suprema, para la gran obra que proyectas, el esfuerzo terrestre cuya totalidad te presento en este momento concentrada en mi corazón. Reestructura este esfuerzo, rectifícalo, derrítelo de nuevo hasta en sus orígenes. Tú que sabes por qué es imposible que la criatura nazca de otra forma que no sea sometida sobre el tallo de una interminable evolución.
Y ahora pronuncia, utilizando mi boca, la doble y eficaz palabra sin la cual todo se bambolea, todo queda al descubierto en nuestra sabiduría y en nuestra experiencia con la cual todo se conecta y todo se consolida indefinidamente en nuestras especulaciones y nuestra práctica del universo.
Repite sobre toda vida que va a germinar, a crecer, a florecer y a madurar en este día: «este es mi cuerpo». Y sobre toda muerte que se prepara a roer, a ajar, a cortar, ordena (¡Misterio de fe por excelencia!): «esta es mi sangre».
Es un hecho. El fuego ha penetrado una vez más la tierra. No ha caído ruidosamente sobra las cimas, como el rayo en su estallido. ¿El dueño fuerza las puertas para entrar en su casa? La llama lo ha iluminado todo sin sacudidas, sin trueno, desde dentro. Desde el corazón del más pequeño de los átomos, hasta la energía de las leyes más universales, ha invadido individualmente y en su conjunto con tanta naturalidad, cada uno de los elementos, cada uno de los resortes, cada una de las conexiones de nuestro cosmos, que este podría creerse inflamado espontáneamente.
En la nueva humanidad que se está engendrando hoy, el verbo ha prolongado el acto sin fin de su nacimiento, y en virtud de su inmersión en el seno del mundo, las grandes aguas de la materia, se han cargado de vida sin estremecimiento.
Nada se ha estremecido en apariencia en esta inefable formación y, sin embargo, al contacto de la palabra sustancial, el universo, inmensa hostia, se ha convertido misteriosa y realmente en carne.
Desde ahora toda la materia se ha encarnado, Dios mío en tu encarnación. Hace ya mucho tiempo que nuestros pensamientos y nuestras experiencias humanas habían reconocido las extrañas propiedades que hacen al universo tan semejante a una carne….
Lo mismo que la carne nos atrae por el encanto que flota en el misterio de sus pliegues y la profundidad de sus ojos. Lo mismo que la carne, se descompone y se nos escurre tras los esfuerzos de nuestros análisis, de nuestros fracasos y de su propia duración, lo mismo que la carne, no se comprime realmente más que en el esfuerzo de nuestros análisis, de nuestros fracasos y de su propia duración. Lo mismo que la carne, no se comprime realmente más que en el esfuerzo sin fin para alcanzarle siempre más allá de lo que se nos concede, todos nosotros, Señor, al nacer advertimos esa mezcla turbadora de proximidad y de distancia.
Y no hay, en la herencia de dolor y de esperanza que se trasmiten las edades, no hay nostalgia más desolada que la que hace llorar al hombre de irritación y de deseo en el seno de la presencia que flota impalpable y anónima en todas las cosas, a su alrededor: «si forte attrectenteum».
Ahora, Señor, por medio de la consagración del mundo, el resplandor y el perfume que flotan en el universo, adquieren para mí, cuerpo y rostro en ti. Lo que entreveía mi pensamiento indeciso, lo que reclama mi corazón en aras de un deseo inverosímil, me los das tú magníficamente: que las criaturas sean no sólo de tal modo solidarias entre sí, que ninguna pueda existir sin todas las demás que deben rodearla, sino que estén de tal forma suspendidas en un mismo centro real, que una verdadera vida, sufrida en común, les proporcione, en definitiva, su consistencia y su unión.
¡Haz, Dios mío, que estalle, forzado por la audacia de tu revelación, la timidez de un pensamiento pueril que no tiene arrestos para concebir nada más vasto ni más vivo en el mundo que la miserable perfección de nuestro organismo peruano!
En el camino hacia una comprensión más atrevida del universo, los hijos del siglo superan todos los días a los maestros de Israel. Tú, Señor Jesús, en quien todas las cosas encuentran su subsistencia, revélate al fin a quienes te aman como el alma superior y el foco físico de la creación. Nos va en ello nuestra vida, ¿no lo ves tú así?
Si yo no pudiera creer que tu presencia real anima, templa, enardece la más insignificante de las energías que me penetran o me rozan ligeramente, ¿acaso, transido, hasta la médula de mi ser, no moriría de frío?
¡Gracias, Dios mío, por haber dirigido mi mirada de mil maneras hasta hacerla descubrir la inmensa sencillez de las cosas!
Poco a poco, en virtud del desarrollo irresistible de las aspiraciones que Tú has depositado en mí, cuando todavía era un niño, bajo la influencia de amigos excepcionales que se han cruzado en momentos determinados en mi camino, para ilustrar y fortificar mi espíritu con el despertar de iniciaciones terribles y dulces, cuyos círculos tú me has hecho franquear sucesivamente, he llegado a no poder ya ver nada ni respirar fuera del medio en el que todo no es más que uno.
En este momento en que tu vida acaba de pasar, con un aumento de fortaleza al sacramento del mundo, gustaré, con una conciencia acrecentada, la fuerte y tranquila embriaguez de una visión cuya coherencia y armonía no logró agotar.
Lo que yo experimento, delante y en el seno del mundo asimilado por tu carne, convertido en tu carne, Dios mío, no es ni la absorción del monista, ávido de fundirse en la unidad de las cosas, ni la emoción del pagano prosternado a los pies de una divinidad tangible, ni el abandono pasivo del quietista que se mueve a merced de las energías místicas. Aprovechando algo de la fuerza de éstas diversas corrientes, sin lanzarme contra ningún escollo, la actitud en la que me sitúa tu presencia universal, es una admirable síntesis en que se mezclan, corrigiéndose, tres de las más formidables pasiones que pueden jamás soplar sobre un corazón humano.
Lo mismo que el monista, me sumerjo en unidad total, más la unidad que me recibe tan perfecta, que sé encontrar en ella, perdiéndome, en el perfeccionamiento último de la individualidad. Lo mismo que el pagano, yo adoro a un Dios palpable. Llego incluso a tocar ese Dios en toda la superficie y profundidad del mundo de la materia en que me encuentro cogido. Más para asirlo como yo quisiera (para seguir sencillamente tocándolo), necesito ir cada vez más lejos, a través y más allá de toda limitación sin poder jamás descansar en nada, empujado en cada momento por las criaturas y superándolas en todo momento en un continuo acoger y un continuo desprendimiento.
Lo mismo que el quietista, me dejo mecer deliciosamente por la divina Fantasía. Más, al mismo tiempo, sé que la voluntad divina no me será revelada en cada momento, más que dentro de los límites de mi esfuerzo. No palparé a Dios en la materia, como Jacob, más que cuando haya sido vencido por él. Así, por habérseme aparecido el objeto definitivo, total, en el que se ha insertado mi naturaleza, las potencias de mi ser comienzan a vibrar espontáneamente con una nota única, increíblemente rica, en la que yo distingo, asociadas sin esfuerzo, las más opuestas tendencias: la exaltación de obrar y la alegría de padecer, la voluptuosidad de poseer y la fiebre de superar, el orgullo de crecer y la felicidad de desaparecer en alguien mayor que uno mismo.
Enriquecido con la savia del mundo, subo hasta el espíritu que me sonríe más allá de toda conquista, envuelto en el esplendor concreto del universo. Y no sabría decir, perdido en el misterio de la Carne Divina, cuál es la más radiante de estas dos beatitudes: haber encontrado al verbo para dominar la materia, o poseer la materia para llegar hasta la luz de Dios y experimentar sus efectos.
Haz Señor, que tu descenso bajo las especies universales, no sea para mí estimado y acariciado sólo como el fruto de una especulación filosófica, sino que se convierta verdaderamente en una Presencia real. Amén.
“Enséñale a mi corazón la verdadera pureza, esa pureza que no es una separación debilitante de las cosas, sino un impulso a través de todas las bellezas; descúbrele la verdadera caridad, esa caridad que no es el miedo estéril a obrar el mal, sino la voluntad enérgica de forzar todos juntos las puertas de la vida. Dale finalmente, sobre todo, mediante una visión cada vez mayor de tu omnipresencia, la bienaventurada pasión por descubrir, hacer y experimentar cada vez un poco más al mundo, con el fin de penetrar cada vez más en ti.»
Consagración eucarística
Con poder y derecho, lo queramos o no, estás encarnado en el mundo y nosotros vivimos pendiente de ti. Más, de hecho, es necesario (¡y hasta qué punto!) que en favor de todos nosotros, tú estés igualmente cerca.
Llevados todos juntos en el seno de un mismo Mundo, formamos sin embargo, cada uno nuestro pequeño universo. En él, la encarnación se ofrece de manera independiente con una intensidad y matices incomunicables.
Y he aquí, porqué en nuestra plegaria eucarística, pedimos que en nuestro favor se realice la consagración: «Ut Nobis Corpus et Sanguis fiat…»
Si creo firmemente que todo, alrededor mío, es el Cuerpo y la Sangre del verbo; entonces para mí (y en cierto sentido para mí sólo), se produce la maravillosa «Diafanía». Ella hace objetivamente transparecer, en la profundidad de todo hecho y de todo elemento, el calor luminoso de una misma vida
Si por desgracia, mi fe me abandona e inmediatamente la luz se apaga, todo se vuelve oscuro, todo se descompone.
Señor, acabas de entrar en el amanecer de este día, sin embargo, en los mismos acontecimientos que se avecinan y que todos experimentaremos ¡qué gran diversidad en la intensidad de tu presencia se notará! Exactamente en las mismas circunstancias que me van a implicar a mí y a mis hermanos, podrás estar ahí, un poco o mucho, cada vez más, o no estar en absoluto.
Para que ningún veneno me haga daño hoy y ninguna muerte me venga a matar, para que ningún vino me embriague hoy, y para que te pueda descubrir y sentir en toda criatura, ¡Haz, Señor, que yo crea!
Comunión
Si el fuego ha bajado al corazón del Mundo, es, en última instancia, para tomarme y absorberme. Desde ese momento ya no basta que lo contemplen y que mediante una fe sostenida intensifique continuamente su ardor alrededor mío. Hace falta que luego de haber cooperado con todas mis fuerzas a la Consagración que lo hace surgir, lo reciba por fin en la comunión; ella le dará, en mi persona, el alimento que a fin de cuentas vino a buscar.
Me prosterno, Dios mío, en tu presencia en el universo vuelto ardiente, y en los rasgos de todo lo que encuentre y todo lo que me suceda y de todo lo que realice en el día de hoy; te deseo y te espero.
Que cosa tan tremenda haber nacido, es decir, sentirse irrevocablemente llevado, sin haberlo deseado, en un torrente de energía formidable que parece querer destruir todo lo que lleva consigo.
Quiero, Dios mío que a contracorriente y por una fuerza de la que sólo tú puedes ser el autor, el espanto que me coge frente a las alteraciones sin nombre que se alistan para renovar mi ser, se torne gozoso y desbordante al ser transformado en ti.
Sin titubeos, primero extenderé la mano hacia el pan abrazador que tú me presentas, pan en el cual has encerrado el germen de todo desarrollo; en él reconozco el principio y secreto del porvenir que tú me reservas.
Tomarlo, lo sé, es entregarme a los poderes que me arrancarán dolorosamente a mí mismo para empujarme hacia el peligro, el trabajo, la continua renovación de las ideas, el desprendimiento austero de los afectos.
Comerlo significa adquirir, respeto de lo que está absolutamente por encima de todo, un gusto y una afinidad que en adelante harán imposibles para mí las alegrías que daban color a mi vida.
Señor Jesús, acepto ser poseído por ti y llevado por el indefinible poder de tu Cuerpo al que estaré ligado, hacia soledades y a donde yo solo, nunca me hubiera atrevido a trepar.
Siguiendo mi instinto, como cualquier hombre, me gustaría levantar aquí abajo mi carpa, en una cumbre escogida. Tengo miedo, al igual que todos mis hermanos, del futuro, demasiado misterioso hacia el cual me empuja el tiempo.
Además me pregunto, lleno de ansia como ellos, por dónde va la vida. Ojalá esta comunión del pan con Cristo revestido de los poderes que ensanchan el Mundo, me libere de mi timidez y de mi negligencia.
Me arrojo, Dios mío, fiado en tu palabra, en el torbellino de luchas y energías; allí crecerá mi poder de captar y experimentar su Santa Presencia.
A quien ame apasionadamente a Jesús oculto en las fuerzas que hacen crecer a la Tierra, la Tierra maternalmente lo tomará en sus brazos de gigante y le hará contemplar el rostro de Dios.
Si tu reino, Dios mío, fuese de este Mundo, bastaría para tenerte, confiarme a los poderes que nos hacen sufrir y morir engrandeciéndonos palpablemente, a nosotros o a aquello que nos es más querido que nosotros mismos. Más, como el término hacia el que se mueva la Tierra está más allá, no sólo de cada cosa individual sino también del conjunto de las cosas —porque el trabajo del Mundo consiste, no en engendrar en sí mismo alguna realidad suprema, sino en consumarse uniéndose a un ser preexistente— resulta que para llegar al centro resplandeciente del universo, no le basta al hombre vivir, cada vez más para sí, ni tampoco dedicar su vida a una causa terrena por muy grande que sea.
El Mundo no logra alcanzarte, Señor, más que por una especie de inversión, de media vuelta, de excentración, en donde quede oculto por un tiempo no sólo el éxito de los individuos, sino incluso la apariencia misma de todo logro humano.
Para que mi ser quede decididamente incorporado al tuyo, es preciso que se muera en mí, no sólo la mónada, sino también el Mundo, que yo pase por esta fase desgarradora de una disminución que ninguna cosa logrará compensar.
Por eso mismo, al recoger en el cáliz la amargura de todas las separaciones, de todas las limitaciones, de todas las decadencias estériles, me lo brindas: «Bebed todos de él».
¿Cómo rechazar este cáliz, Señor, ahora que con el pan que me has hecho probar, se ha deslizado hasta en la medula de mi ser, la inextinguible pasión de alcanzarte más allá de la vida cruzando la muerte?
La Consagración del Mundo hubiera quedado inacabada, si no hubieras alentado con predilección, a favor de quienes iban a creer, las fuerzas que matan y después las que vivifican. Mi Comunión ahora quedaría incompleta (y sencillamente no sería cristiana) si con los crecimientos que me trae este nuevo día, no recibiera a nombre mío y a nombre del Mundo y como la participación más directa a tu vida, el trabajo oculto o manifiesto, de debilitamiento, envejecimiento y muerte que corroen continuamente el universo para su salvación o su condenación.
Me abandono irremisiblemente, oh Dios mío, a la tremenda empresa de desilusión que sustituirá hoy, así quiero creerlo ciegamente, mi estrecha personalidad a tu Divina Presencia.
A quien haya amado apasionadamente a Jesús, oculto en las fuerzas que hacen morir a la tierra, la tierra desfalleciendo lo apretará en sus brazos gigantes y con ella se despertará en el seno de Dios.
Oración
Y ahora, Jesús mío, que oculto tras las potencias del Mundo, llegaste a ser verdadera y físicamente todo para mí, todo alrededor mío, todo en mí; aunaré en una misma aspiración la embriaguez de lo que tengo y la sed de lo que me falta, y en las que se reconocerás de manera siempre más acertada, estoy ciertamente convencido de ello, al cristianismo de mañana: «Señor, introdúceme en lo más profundo de las entrañas de tu corazón. Y una vez ahí, abrázame, purifícame, inflámame, sublímame hasta la más completa satisfacción de tus gustos y hasta la más completa aniquilación de mí mismo».
«Señor». ¡Sí!, por fin he encontrado a alguien a quien pueda dar este nombre de todo corazón en virtud del doble misterio de la Consagración y de la Comunión universales. Mientras no he sabido, o no me he atrevido a ver en ti, Jesús, más que al hombre de hace dos mil años, al moralista sublime, al amigo, al hermano, mi amor ha permanecido tímido y reprimido.
Amigos, hermanos, sabios, ¿es que no los tenemos a nuestros alrededor muy grandes, muy exquisitos, más cercanos? Y, además, ¿puede el hombre entregarse plenamente a una naturaleza solamente humana?
Desde siempre, el Mundo por encima de todo elemento del mundo, se había apoderado de mi corazón y jamás me hubiera doblegado sinceramente ante nadie más. Por eso, durante mucho tiempo, aun creyendo, he amado errante, sin saber lo que amaba.
Pero hoy, y merced a la manifestación de poderes suprahumanos que te ha conferido la resurrección, transpareces para mí, Señor, a través de todas las potencias de la tierra: Ahora te reconozco como mi soberano y me entrego suavemente a ti.
Extrañas actividades de tu Espíritu, ¡Dios mío!, hace dos siglos atrás cuando comenzó a dejarse sentir en tu iglesia la atracción precisa de tu corazón, pudo parecer que lo que seducía a las almas, era descubrir en ti un elemento más determinado, más circunscrito que tu misma humanidad.
Más, he aquí que ahora se da un cambio repentino, resulta evidente que mediante la revelación de tu corazón has querido, Jesús, proporcionar a nuestro amor el medio de sustraerte a lo que había de excesivamente estrecho, preciso y limitado en la imagen que nos habríamos formado de ti. En el centro de tu pecho ya no descubro más que un horno, y cuanto más contemplo este foco ardiente, más me parece que los contornos de tu cuerpo se funden y se van agrandando, más allá de toda medida, hasta el extremo que sólo distingo en tus rasgos la figura de un Mundo inflamado.
Cristo glorioso, influencia secretamente difundida en el seno de la Materia y Centro deslumbrador en el que se encuentran las innumerables fibras de lo Múltiple, potencia implacable como el Mundo y cálida como la vida, tú, en quien la frente es de nieve, los ojos de fuego, y los pies son más centelleantes que el oro en fusión; tú, cuyas manos aprisionan las estrellas, tú, que eres el primero y el último, el vivo, y el muerto y el resucitado; tú, que concentras en tu unidad exuberante todos los encantos , todos los gustos, todas las fuerzas, todos los estados; a ti era a quien llamaba mi ser con un ansia tan amplia como el Universo: ¡Tú eres realmente mi Señor y mi Dios!
«Escóndeme en ti, Señor» ¡Ah!, creo (y lo creo hasta el punto de que esta fe se ha convertido en uno de los sostenes de mi vida íntima) que las tinieblas completamente exteriores a ti, serían la pura nada. Nada puede subsistir fuera de tu carne, Jesús, hasta el punto de que incluso aquellos que se encuentran rechazados fuera de tu amor, se benefician todavía para su desgracia, del apoyo de tu presencia.
¡Todos nosotros nos encontramos irremediablemente en ti, centro universal de consistencia y de vida!
Pero, precisamente porque no somos algo completamente terminado que pueda ser concebido indiferentemente como cercano o lejano de ti; precisamente porque en nosotros el sujeto de la unión, crece con la unión misma que nos entrega progresivamente a ti; en nombre de lo que hay de más esencial en mi ser, Señor, escucha el deseo de lo que me atrevo a llamar mi alma (aun cuando cada día me doy más cuenta de que es mayor que yo) y para apagar mi sed de existir, a través de las zonas sucesivas de tu subsistencia profunda, ¡empújame hacia los pliegues más íntimos del Centro de tu Corazón!
Cuanto más profundo se te encuentra, Señor, más universal aparece tu influencia. A este respecto podré apreciar, en cada momento, cuánto me he introducido en ti.
Cuando, mientras todas las cosas conserven en torno a mí su sabor y sus contornos, las vea, sin embargo, difundidas, por un alma secreta, en un elemento único, infinitamente cercano e infinitamente alejado; cuando, aprisionado en la intimidad celosa de un santuario divino; me siento, sin embargo, errando libremente a través del cielo de todas las criaturas, entonces sabré que me acerco al lugar central hacia el cual converge el corazón del Mundo en la irradiación descendente del corazón de Dios.
En este punto de incendio universal que actúa sobre mí, Señor, con el fuego concentrado de todas las acciones interiores y exteriores, que experimentadas menos cerca de ti, serían neutras, equívocas u hostiles; pero que, animadas por una energía «quae possit sibi omnia subjicere», se convierten, en las profundidades físicas de tu corazón, en los ángeles de tu victoriosa operación.
Con tu atractivo, por una combinación maravillosa del encanto de las criaturas y de su insuficiencia, de su dulzura y de su maldad, de su debilidad decepcionante y de su formidable potencia, exalta gradualmente y hastía mi corazón.
Enséñale la verdadera pureza, esa pureza que no es una separación debilitante de las cosas, sino un impulso a través de todas las bellezas; descúbrele la verdadera caridad, esa caridad que no es el miedo estéril a obrar el mal, sino la voluntad enérgica de forzar todos juntos las puertas de la vida. Dale, finalmente, dale, sobre todo, mediante una visión cada vez mayor de tu omnipresencia, la bienaventurada pasión por descubrir, de hacer y de experimentar cada vez un poco más al Mundo, con el fin de penetrar cada vez más en Ti.
Toda mi alegría y mis éxitos, toda mi razón de ser y mi gusto por la vida, Dios mío, penden de esa visión fundamental de tu conjunción con el Universo. ¡Que otros anuncien, conforme a su función más elevada, los esplenderos de tu puro Espíritu! Para mí, dominado por una vocación anclada en las últimas fibras de mi naturaleza, no quiero ni puedo decir otra cosa que las innumerables prolongaciones de tu Ser, encarnado a través de la materia: ¡nunca sabría predicar más que el Misterio de tu Carne, oh, alma que transparece en todo lo que nos rodea! A tu Cuerpo, con todo lo que comprende, es decir al mundo transformado, por tu poder y por mi fe, en el crisol magnífico y vivo en el que todo desaparece para renacer —por todos los recursos que han hecho surgir en mí tu atracción creadora, por mi excesivamente limitada ciencia, por mis vinculaciones religiosas, por mi sacerdocio y (lo que para mí tiene más importancia) por el fondo de mi convicción humana— me entrego para vivir y para morir en tu servicio, Jesús.
Quien haya reflexionado sobre estos textos, los del hereje francés, los del filósofo Gilson, los del Padre Castellani y los del Padre Meinvielle, no podrá alegar ignorancia sobre la gravedad de la cuestión.
Consideremos ahora algunas citas de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI.
La primera está tomada de su libro Luz del mundo, página 79:
17. Jesucristo regresa
[Pregunta] Al filósofo Robert Spaemtmn le preguntaron en una ocasión si él, un científico de renombre internacional, creía realmente que Jesús nació de una virgen y obró milagros, que resucitó de la muerte y que, con Él, se recibe vida eterna. Puesto que una fe así, le decían, es típicamente infantil. El filósofo, de 83 años, respondió: «Pues, si usted quiere, así es, por cierto. Creo más o menos lo mismo que creía cuando era niño, sólo que, entretanto, he reflexionado más sobre ello. Al final, la reflexión me ha confirmado siempre en la fe».
¿Cree también el papa todavía lo que creía como niño?
[Respuesta] “Yo lo diría de manera semejante. Diría: lo más sencillo es lo verdadero, y lo verdadero es sencillo. Nuestra problemática consiste en que, de tantos árboles, no vemos más el bosque, que, de tanto saber, no encontramos más la sabiduría, En ese sentido ironizó también Saint-Exupéry en El Principito sobre la erudición de nuestro tiempo y mostró cómo con ella se pierde de vista lo esencial, y cómo El Principito, que no entiende nada de todas las cosas eruditas, ve, en última instancia, más y mejor.
¿Qué es lo que importa? ¿Qué es lo auténtico, lo que sustenta? Ver lo sencillo, eso es lo que importa, ¿Por qué Dios no habría de ser capaz de regalar un alumbramiento también a una virgen? ¿Por qué no podría resucitar Cristo? Por supuesto, si yo mismo establezco lo que tiene permitido ser y lo que no, si yo y nadie más que yo determino los límites de lo posible, entonces tales fenómenos deben excluirse. Es una arrogancia del intelecto que digamos: esto contiene en sí algo contradictorio, sin sentido, y ya sólo por eso no es posible en absoluto. No es asunto nuestro decidir cuantas posibilidades abriga en sí el cosmos, cuántas se esconden en él y por encima de él. A través del mensaje de Cristo y de la Iglesia el saber sobre Dios se nos acerca de forma creíble. Dios quiso entrar en este mundo. Dios quiso que no quedáramos limitados a presentirlo sólo desde lejos a través de la física y de la matemática. Él quiso mostrársenos. Y así pudo hacer también lo que se narra en los evangelios. Pudo así crear también en la resurrección una nueva dimensión de la existencia, pudo colocar, como dice Teilhard de Chardin, más allá de la biosfera y de la noosfera, una esfera nueva en la que el hombre y el mundo llegan a la unidad con Dios”.
Una esfera nueva en la que el hombre y el mundo llegan a la unidad con Dios…
La segunda cita está tomada de su homilía en la catedral de Aosta, del 7 de julio de 2009, en la cual Ratzinger, hablando de la Eucaristía, cita explícitamente el impío artículo de Teilhard, haciéndose eco de su pensamiento herético, naturalista y panteísta (Ver AQUÍ):
“Dios perdona transformando el mundo y entrando en nuestro mundo a fin de que haya realmente una fuerza, un río de bien más grande que todo el mal que pueda existir.
Así, nuestra súplica a Dios se convierte en un mensaje para nosotros; o sea, este Dios nos invita a ponernos de su parte, a salir del océano del mal, del odio, de la violencia, del egoísmo, y a identificarnos, a entrar en el río de su amor.
Precisamente este es el contenido de la primera parte de la plegaria que sigue: «Haz que tu Iglesia se ofrezca a ti como sacrificio vivo y santo». Esta súplica, dirigida a Dios, también se dirige a nosotros mismos. Es una alusión a dos textos de la carta a los Romanos. Nosotros mismos, con todo nuestro ser, debemos ser adoración, sacrificio, restituir nuestro mundo a Dios y transformar así el mundo.
La función del sacerdocio es consagrar el mundo para que se transforme en hostia viva, para que el mundo se convierta en liturgia: que la liturgia no sea algo paralelo a la realidad del mundo, sino que el mundo mismo se transforme en hostia viva, que se convierta en liturgia. Es la gran visión que después tuvo también Teilhard de Chardin: al final tendremos una auténtica liturgia cósmica, en la que el cosmos se convierta en hostia viva. Roguemos al Señor que nos ayude a ser sacerdotes en este sentido, para contribuir a la transformación del mundo, a la adoración de Dios, empezando por nosotros mismos. Que nuestra vida hable de Dios; que nuestra vida sea realmente liturgia, anuncio de Dios, puerta por la que el Dios lejano se convierta en Dios cercano, y realmente don de nosotros mismos a Dios”.
Liturgia cósmica… es una esfera nueva…
Finalmente, una cita de la homilía de la Solemnidad del Corpus Domini, del jueves 15 de junio de 2006 (Ver AQUÍ):
“En un momento en que se habla de desertificación y en que se escuchan cada vez más advertencias sobre el peligro de que personas y animales mueran de sed en regiones desprovistas de agua —en este tiempo nos damos cuenta también de la grandeza del don del agua, y de cómo somos incapaces de obtenerlo solos.
Entonces, mirándolo más de cerca, este pedacito de Hostia blanca, este pan para los pobres, se nos aparece como una síntesis de la creación. El cielo y la tierra, pero también la actividad humana y el espíritu cooperan. La sinergia de fuerzas que hace posible, en nuestro pobre planeta, el misterio de la vida y la existencia del hombre, se nos presenta en toda su maravillosa grandeza. Así comenzamos a comprender por qué el Señor elige este trozo de pan como su signo. La creación, con todos sus dones, aspira más allá de sí misma a algo aún mayor. Más allá de la síntesis de sus propias fuerzas, más allá de la síntesis de naturaleza y espíritu que sentimos también en cierto modo en el trozo de pan, la creación se esfuerza hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el mismo Creador”.
Sofía comulgando en la mano, más allá de la biosfera y de la noosfera
Para desinformados, desmemoriados, desinteresados, despistados y otros afines, recordemos lo expresado por el artículo 1° del impío Motu Proprio Summorum pontificum:
El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la «Lex orandi» de la Iglesia católica de rito latino.
El Misal Romano promulgado por San Pío V y reeditado por el bienaventurado Juan XXIII debe considerarse como la expresión extraordinaria de la misma «Lex orandi» y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo.
Estas dos expresiones de la «lex orandi» de la Iglesia no inducen ninguna división de la «lex credendi» de la Iglesia; son, de hecho, dos usos del único rito romano.
Por eso es lícito celebrar el Sacrificio de la Misa según la edición típica del Misal Romano promulgada por el bienaventurado Juan XXIII en 1962, y nunca abrogada, como forma extraordinaria de la Liturgia de la Iglesia.