Conservando los restos
A los fieles de los países del Plata,
previniéndolos de la próxima gran tribulación,
desde mi destierro, ignominia y noche oscura.
Leonardo Castellani, Captivus Christi, 1946-1951
SECCIÓN PRIMERA
LA PARUSÍA
3.- MIS PALABRAS NO PASARÁN
El mundo actual está ansioso de profecía.
Ante los desastres y las amenazas de esta época catastrófica, es natural que todos queramos saber lo porvenir. El que no sabe adónde se dirige, no puede dar un paso. ¿Adónde va el mundo?, claman todos.
A esta hambre actual de profecía se le propinan profecías falsas. Es menester dar la buena profecía, que para eso la tenemos.
Los protestantes sirven por Radio Excelsior La Voz de la Profecía a toda Sudamérica. Las revistas argentinas Maribel, Mundo Argentino, El Hogar, ofrecen con asiduidad las profecías de Nostradamus, de la Gran Pirámide, de Madame Thébes, del abad Malaquías… Algunos católicos sin mucha teología se dedican temerarios a espigar profecías privadas en el campo peligroso de los libros devotos.
Hay que dar, pues, la gran profecía primordial, la profecía esjatológica de Jesucristo, de San Pablo, del Apokalypsis de San Juan.
Este mundo terminará. Su término será precedido de una gran apostasía y una gran tribulación. A ellas sucederá el advenimiento de Cristo, y de su Reino, el cual no ha de tener fin.
Estas profecías están contenidas primeramente en el llamado sermón esjatológico de Nuestro Señor, que está en los tres Sinópticos: San Lucas XVII, 20; San Mateo XXIV, 23; y San Marcos XIII, 21.
De este sermón de Cristo, cuyo eco son los pasajes esjatológicos de Pablo y Pedro, y la gran revelación de Juan, hace la impiedad contemporánea su argumento principal contra la Divinidad de Cristo.
Pretenden, en efecto, que Cristo se equivocó y engaño a sus Apóstoles creyendo que el mundo se acababa entones mismo, cuando Él predicaba, o muy poco después. Esgrimen exactamente la frase que en labios de ellos pone San Pedro: “Falló la promesa relativa a la Segunda Venida”. Luego —dicen—, Cristo no es lo que Él dijo.
La palabra en que se apoyan principalmente es la siguiente:
“En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todas estas cosas sean hechas. El cielo y la tierra pasarán, mi palabra no pasará” (San Marcos XIII, 30). Es un solemne juramento de Jesucristo que parecería fallido. Se equivocó Cristo, entonces.
Pero esta precisión misteriosa del tiempo contiene precisamente la clave de la interpretación profética.
Toda profecía se desenvuelve en dos planos y se refiere a la vez a dos sucesos: uno próximo, llamado typo, y otro remoto, llamado antitypo. ¿Cómo podría un profeta describir sucesos lejanísimos, para los cuales hasta las palabras faltan, a no ser proyectándolos analógicamente desde sucesos cercanos?
El profeta se interna en la eternidad desde la puerta del tiempo, y lee por trasparencia trascendente un suceso mayor indescriptible en un suceso menor próximo; en el modo que existe también analógicamente en los grandes poetas.
De la manera que Isaías describe la redención de la humanidad en la liberación del cautiverio babilónico, y San Juan la Segunda Venida en la destrucción de la Roma étnica, así Cristo el fin del mundo en la caída de Jerusalén y en la dispersión milenaria del pueblo judío.
Eso justamente le preguntaron los Apóstoles, creídos que las dos cosas habían de ser simultaneas. Al decirles, saliendo del Templo, que de él no quedaría piedra sobre piedra, pensaron en el fin del siglo, y le interrogaron: “¿Cuándo será esto y que señal habrá de tu triunfo y de la conclusión del siglo?”.
Cristo, sin desengañarlos de su error, entonces inevitable, respondió a la vez a las dos preguntas y describió en un mismo cuadro pantografiado la ruina de la Sinagoga, que era el final de una edad, y el final de todas las edades, o, como ellos decían, “la consumación del evo”.
“Esta generacion” significa, pues, a la vez los Apóstoles allí presentes con referencia al typo, que es el fin de Jerusalén; y también la descendencia apostólica y su generación espiritual con referencia al antitypo, el Fin del Mundo. Los Apóstoles vieron el fin de Jerusalén, la Iglesia verá el fin de Roma.
De esta manera la objeción racionalista ha servido de ocasión para estimular y para iluminar la interpretación católica, ahora en posesión de la llave de la exégesis. Y el encarnizado trabajo de Heitmüller y Renán para aplicar cada versículo del Apokalypsis a los sucesos colindantes al reino de Nerón —año 64— se vuelve útil al creyente: iluminando el typo para comprender mejor el antitypo.