CUARTO DOMINGO DESPUÉS DE LA EPIFANÍA
En aquel tiempo, subiendo Jesús a la barca, lo siguieron sus discípulos. Y he aquí que un gran movimiento se apoderó del mar; tanto, que la barquilla era cubierta por las olas. Él, sin embargo, dormía. Y se acercaron a Él sus discípulos, y lo despertaron, diciendo: Señor, sálvanos, que perecemos. Y les dijo Jesús: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Levantándose entonces, imperó a los vientos y al mar, y se hizo una gran tranquilidad. Y los hombres se admiraron, diciendo: ¿Quién es este, que hasta los vientos y el mar le obedecen?
El Evangelio de este Cuarto Domingo después de Epifanía nos revela un nuevo destello de la gloria del Hijo de Dios humanado. Esta vez, es en medio de la tempestad del mar.
Las olas juegan con la barca, como si a ésta le faltara el timonel. En torno de ella reina la noche con su siniestra tenebrosidad. Los discípulos, aunque están muy familiarizados con los vientos y las olas, hoy, sin embargo, se creen perdidos.
Sólo hay uno que todavía puede salvarlos: es el que está durmiendo tranquilamente en la extremidad de la barca, como si no advirtiera el riesgo inminente que corren todos.
Así permanece, hasta que se acercan a Él los discípulos y le despiertan a gritos: Señor: ¡sálvanos, que perecemos! Entonces, Él se levanta y demuestra su señorío, su absoluto dominio sobre los elementos alborotados. Sólo una insinuación de su voluntad, y al punto reina una calma absoluta.
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Como sabemos, los Padres de la Iglesia ven en la barca a la que subió Jesús, un símbolo de la Santa Iglesia.
Sin embargo, la Santa Liturgia, dice por medio del Gradual de la Misa: El Señor edificó a Sión, su reino, y allí se dejará ver en toda su majestad. Es decir, se dejará ver en la Santa Iglesia.
¡Otra nueva Epifanía, otra nueva manifestación de Cristo! ¡Cristo en la navecilla, en medio de su Iglesia! Vive en Ella, la conduce, la cuida, la protege y la gobierna a través de las tempestades y borrascas de esta vida, hasta introducirla en el puerto de la eternidad.
Los discípulos le siguieron, y ascendieron a la barca… Sí; nosotros, sus discípulos, subamos también con Él a la barca y sigámosle animosamente. Aventurémonos a cruzar audazmente el tormentoso y rugiente mar de este mundo.
El Señor es nuestro piloto. Él está con nosotros, en medio de nosotros, en su Doctrina, en sus Sacramentos, en el Santo Sacrificio de la Misa, en su misteriosa acción sobre nosotros.
No nos quepa duda: arribaremos felizmente al puerto.
Durante todo el día de hoy recordemos, confiados y agradecidos, que el Señor va a bordo, en la navecilla de Pedro, de la Iglesia, para imponer silencio a los elementos desatados, a todos sus enemigos, manifiestos o emboscados, los del exterior y los del interior, que también los hay, y son de los peores, como lo declaró San Pío X en su Encíclica Pascendi, contra el modernismo: Hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados; se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados.
Con mayor razón, subamos, pues, todos los días a la barca de la Santa Iglesia, impulsada y dirigida por el Señor. Fortalecidos con sus Sacramentos, hagamos frente, cada vez con más valor, a todos nuestros enemigos, a todas las tempestades, tribulaciones, dificultades, tentaciones y pasiones de la vida.
A nuestro lado está el Señor, y podemos volvernos hacia Él en todo instante, para suplicarle: Señor: ¡sálvanos, que perecemos» Y, si fuese conforme a la divina voluntad, Él se levantará, impondrá silencio a vientos y tempestades, y retornará la calma.
Reavivemos hoy nuestra fe en la Santa Iglesia… Fortalezcamos nuestra confianza en Cristo, en el Rey divino, que vive y obra en ella, que la conduce y protege…
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He aquí que un gran movimiento se apoderó del mar; tanto, que la barquilla era cubierta por las olas, a punto de naufragar.
Así debió ser, así ha sido siempre, desde el comienzo del mundo. Lo divino, el Reino de Dios, la verdadera Iglesia de Cristo será, aquí en la tierra, acometida constantemente de tempestades y tormentas.
La verdadera Iglesia de Cristo será, debe ser, el blanco de todas las maquinaciones, de todas las calumnias, de todos los odios y de todas las persecuciones del mundo.
Los poderes de la tierra, las ciencias naturales, la historia de la humanidad, la historia de las religiones, la prensa, el arte y la literatura incrédulas se colocarán, deben colocarse por fuerza, frente a la verdadera Iglesia, frente a Cristo, en definitiva.
Una Iglesia que no sea azotada por tempestades y huracanes, que no sea odiada, calumniada, oprimida y perseguida, no podrá ser la verdadera Iglesia de Cristo, del gran Odiado, del Crucificado.
Me han perseguido a mí, y también os perseguirán a vosotros…
Jesús duerme hoy como en aquella ocasión. Las olas cubren la barca. Muchos la dan por perdida. Entre los mismos pasajeros se encuentra quienes dicen: “¡Naufragamos!”
Si Jesús despertara, les diría: Hombres de poca fe, ¿por qué teméis? Y luego se levantaría, imperaría a los vientos y a las aguas, y se haría una gran bonanza.
Y la calma duraría el tiempo que sólo Dios conoce; y una nueva tempestad llegaría… y así desde hace más de veinte siglos… Hasta que llegue una última borrasca, sin precedentes y sin que otra alguna la suceda…
Entonces, Jesús se despertará de su último sueño para no dormir ya más; se levantará, vendrá por segunda y definitiva vez, dirá una palabra y se hará una gran calma; que será la paz de la eternidad…
Mientras esperamos esta hora bienaventurada, velemos y oremos: ¡Oh Dios!, que sabes que, a causa de la flaqueza humana, no podemos subsistir entre tantos peligros como nos rodean; danos la salud del alma y del cuerpo, para que con tu ayuda venzamos lo que padecemos por nuestros pecados.
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Según los Santos y los maestros espirituales, Jesucristo vive también en la navecilla de nuestra alma.
Él anima y vivifica nuestro espíritu, nuestra voluntad y todo nuestro ser.
Está cerca de nosotros, está en lo más íntimo de nuestro ser. Vive en nosotros, sus miembros, inundándonos constantemente de su luz y de su fuerza, saturándonos de su propia vida, como dice el Concilio de Trento.
Está en nosotros con sus intereses divinos, con su amor sin límites, con su inagotable misericordia.
No estamos solos, no estamos desamparados. Siempre está Él a nuestro lado, haciéndonos compañía. En la navecilla de nuestra alma hay siempre un experimentado piloto, tan inteligente como compasivo, tan poderoso como bien dispuesto a prestarnos su ayuda.
Está realizando constantemente en ella la obra de nuestra purificación y de nuestra santificación, está impregnándonos siempre de su divino amor.
Trabaja sin dar golpes, silenciosa, pacíficamente, sin prisas ni agitación. Aparentemente, se diría que está dormido, que no se preocupa de nosotros. Sin embargo, esto no pasa de ser una mera apariencia. En realidad, está siempre allí y conduce constantemente nuestra barquilla.
Nos da fuerza para resistir valerosamente la tempestad de nuestras pasiones, de nuestras tentaciones, de nuestras dificultades, de nuestras dudas, de nuestros apuros, de nuestros dolores.
Creamos en esta acción suya en nosotros. Dirijamos hacia Él nuestras miradas. Vayamos a Él con todo lo que nos aflija y angustie, y pronto experimentaremos que la diestra del Señor, que obra en nosotros, ejercerá su poder.
Cuanto más nos abandonemos y nos entreguemos a Él, cuanto más confiemos en Él, desechando todo temor y toda inquietud inútil, más nos tomará Él en sus manos y nos conducirá con mayor celeridad.
El Señor reina glorioso en la navecilla de nuestra alma. ¡Pero hay tempestad!
Perdemos nuestra calma; nos ponemos nerviosos; nos llenamos de pánico…
¿Acaso no está Él aquí? Cierto; pero… ¡está durmiendo! El rugido de la tempestad y el furor de las olas no le inquietan ni le asustan…
¡Es tan distinto de nosotros! Este es su secreto…
En la tempestad, como en todo, Él sólo ve una cosa: ve al que sostiene, con tres dedos de su mano, como si realizara un sencillo juego, los millares y millones de mundos que pueblan el universo.
No caerá ni un solo cabello de vuestra cabeza sin que lo permita vuestro Padre celestial…
¿Por qué os asustáis, hombres de poca fe?
Es fácil estar tranquilos y conservar la igualdad de ánimo cuando nuestra vida se desliza normal y ordenadamente, cuando todo nos sale a la medida de nuestros deseos.
Pero, ¿sucede lo mismo cuando aparece la tempestad? ¿Sucede lo mismo cuando nos encontramos con algo que contradice nuestros deseos?
¡Qué pronto desaparece entonces nuestra calma! ¡Qué pronto se amortigua y hasta desaparece también nuestro amor! Decididamente, las raíces de nuestra paz son poco profundas. No calan más allá de las cosas terrenas. No poseen otro jugo que el aprecio, el agrado o la adulación de los hombres, la satisfacción de nuestros gustos y de nuestro amor propio. No penetran hasta lo más hondo de nuestra alma, hasta allí precisamente donde duerme el que siempre vigila, donde no soplan los vientos tempestuosos de la tierra.
La tempestad destruye todo lo que hay de pequeño y de mezquino en nuestra naturaleza, en nuestra piedad. Es un gran beneficio el que ella nos hace. La tempestad puede, y debe hacernos grandes, debe hacernos crecer en el Grande, en el Señor, que habita y obra en nuestra alma. La tempestad debe robustecer y acrecentar nuestra fe y nuestra confianza en el Señor. Debe obligarnos a acudir a Él con más frecuencia, por medio de la oración.
¿No queremos crecer espiritualmente? ¿Por qué tememos, pues, las tempestades?
He aquí la victoria que vence al mundo: nuestra fe… Esta es nuestra luz, ésta es nuestra estrella.
Todos nosotros somos la barquichuela, juguete de los vientos y de las olas, pronta a zozobrar, si el Señor no extiende su mano y nos salva.
Nosotros solos no podemos salvarnos del alborotado mar de esta vida. No podemos arribar al puerto de la eternidad, si el Señor no sube también a nuestra navecilla.
Levantándose entonces, imperó a los vientos y al mar, y se siguió al punto una gran calma.
Cristo, el Señor, tiene en su mano todas las cosas. Los vientos y las olas le obedecen también.
Recordemos con gratitud, las inefables y repetidas ocasiones en que, subido Él a la barquichuela de nuestra alma, impuso silencio a nuestras tormentas interiores, siguiéndose al punto una gran tranquilidad. Entonces experimentamos en nosotros mismos el señorío de Cristo.
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El Señor está en la barca. Todo está en su mano: éste es nuestro consuelo. No existe el acaso.
La vida natural y la sobrenatural, la vida de la Iglesia, lo mismo que la de cada una de las almas, están enteramente reguladas por el Señor. Todo lo que sucede durante el día está premeditado, previsto, examinado y ponderado por la divina sabiduría hasta en sus más mínimos detalles. Todo está ordenado de modo que pueda contribuir y servir a nuestra perfección espiritual, al desarrollo de la vida sobrenatural de nuestra alma.
Jesús es el Señor de todos los seres y de todos los acontecimientos que se realizan en la naturaleza y en la historia de la humanidad. Es también el Señor de los insignificantes episodios que ocurren en nuestra vida personal y ordinaria.
Aunque la inteligencia y los ojos humanos no lo vean, Él está siempre presente en todos los fenómenos y en todos los aparentes acasos de la vida en general y de nuestra vida en particular.
A veces parece dormido, impotente, inactivo. Permite muchos hechos que, mirados con nuestra vista miope, nos parecen absurdos, ininteligibles, capaces de turbarnos e incluso de hacernos dudar de la Providencia, de la Sabiduría y de la Justicia divinas.
Nosotros quisiéramos que Él se levantara fulminante, que pronunciara constantemente su omnipotente palabra y que aniquilara radicalmente el mal y a los malos…
Creamos en Él…
Está ahí, en la barquilla de todos y de cada uno de los hombres. ¡De todos cuida, a todos los guía Él! Hombres de poca fe, ¿por qué teméis?
Nada contrista tanto al alma de Jesús como la incredulidad y la desconfianza de los suyos.
Detrás de las cosas y de los acontecimientos no hay sólo una muerta mecánica, un ciego y fatal destino. La naturaleza no es una colección de leyes fundadas únicamente en una necesidad inexorable y absoluta. El universo es algo más que una serie de astros sin alma. Por encima de todo están la vida y el espíritu. Está, sobre todo, la libre voluntad del Padre, de nuestro Dios y Salvador.
El universo está subordinado a una suprema voluntad, que lo rige todo con santo amor, y ante la cual no significan nada todas las demás voluntades y poderes, incluyendo entre éstos a las pretendidas inexorables e intangibles leyes de la naturaleza.
Hombres de poca fe, ¿por qué teméis? Es verdad; ¿por qué nos amilanamos, sabiendo que el Señor de todo está con nosotros en la barca? Sólo necesitamos tener fe en Él. Sólo necesitamos ponernos ciegamente en sus manos. Dejémosle a Él que haga con nosotros lo que mejor le plazca. Todo lo que Él haga estará bien hecho, pues nos ama infinitamente.
Guiémonos en nuestros actos por lo que nos dicten la razón y la fe; pero, ante todo y sobre todo, confiemos plena, ciegamente en Él, acudamos a Él en todas nuestras dificultades y angustias, en nuestras tribulaciones y fatigas, en nuestras alegrías y en nuestros desalientos, en nuestros dolores, en nuestras enfermedades y en todos nuestros apuros.
Tengamos una fe ciega en el que está con nosotros en la barca, pues Él la conduce con su certero y robusto brazo. Tengamos en Él una confianza ilimitada, sin curiosidades ni inquietudes de ningún género.
¿A qué tantas reflexiones? ¿A qué tanta preocupación humana? ¿A qué tanto sobresalto, tan incesante y angustiosa inquietud por las cosas de nuestra vida interior y exterior? Nosotros queremos alcanzar la perfección y la santidad con nuestras obras, con nuestra industria, con nuestro propio esfuerzo.
Dios, en cambio, quiere hacernos santos y perfectos por otro camino muy distinto: por el camino de una ciega confianza en Él… He aquí la ley fundamental de la vida interior… Tal es el secreto de la vida cristiana… ¡Confianza ciega en Dios y en la obra que Él realiza en nosotros y por nosotros!
Está con nosotros en nuestra barquilla. Él mismo es quien se cuida de ella y quien la conduce, con mano experta, a través de las furiosas olas.
No caminemos con nuestro pasito corto: dejémonos conducir por Dios. De este modo correremos velozmente por la vida sobrenatural. Para ello no tenemos que hacer más que una cosa: ponernos ciegamente en sus manos.
Este es el camino más seguro y más rápido para la santidad.
Nuestra fuerza radica en la confianza que nos inspiran la misericordia, el amor, la presencia, la providencia, la infinita sabiduría y el omnipotente poder del Señor.
Él, para quien no hay nada imposible; Él, cuya bondad para con nosotros no tiene límites, está siempre dispuesto a concedernos en seguida todo lo que le pidamos y necesitemos para nuestra santificación y para nuestra salvación.
Lo que ha comenzado a realizar en nosotros, mediante la comunicación de la gracia santificante, lo llevará a feliz término.
Aunque hayamos pecado, debemos confiar en Dios. El poder de su amor y de su gracia es infinito.
Dios, el Señor, está en la navecilla de nuestra vida, está dentro del santuario de nuestra alma. Entreguémosle con absoluta confianza el mando de la navecilla.
Los enemigos de nuestra confianza en Dios son: el orgullo, la ilusión de que con solas nuestras fuerzas podemos ejecutar algún bien, y la falsa confianza en nosotros mismos. Todo ello es fruto del orgullo y de que nos apoyamos solamente en nuestras propias luces, en nuestra fuerza, en nuestra virtud.
Para poder entregarnos en manos de Dios confiadamente, sin reservas, sin curiosidad y sin vacilación alguna, tenemos que comenzar por desconfiar de nosotros mismos, tenemos que vivir plenamente convencidos de que, con solas nuestras fuerzas, no podemos hacer absolutamente nada de provechoso para nuestra salvación eterna.
La confianza en nosotros mismos aumenta nuestra debilidad natural; la ciega confianza en la gracia y en el auxilio divino robustecen nuestra fuerza espiritual.
Oración Colecta: ¡Oh Dios! Tú bien sabes que, por la fragilidad de nuestra naturaleza humana, no podemos subsistir en medio de tantos peligros como nos asedian: concédenos, pues, la salud del alma y del cuerpo; para que, con tu auxilio, venzamos todos los males que padecemos por causa de nuestros pecados.