La armadura de Dios
EL MISTERIO DEL PECADO ORIGINAL
El día 17 de marzo del año pasado hemos publicado un largo ensayo del Padre Calmel sobre el Pecado Original.
Hoy publicamos nuevamente el punto número ocho, que trata sobre el Limbo.
BAUTISMO Y LIMBO
El rasgo más sobresaliente del misterio del pecado original es el de la continuidad con nuestro primer padre o de nuestra recapitulación en Adán por el pecado y la condenación.
Queda que, en la fe cristiana, este formidable misterio es absolutamente inseparable de un misterio de misericordia que lo ilumina y apacigua: el misterio redentor de otra recapitulación y otra continuidad.
De hecho, la Redención por medio de Cristo nos establece en continuidad con el Hijo de Dios Encarnado, hasta el punto de formar su Cuerpo Místico.
Sin embargo, la saludable continuidad con Cristo, el nuevo Adán, no tiene la misma forma que la continuidad con el primer Adán. Si bien basta con ser engendrado, ser hijo del género humano, derivado de Adán, para participar en el estado de pecado, sin ninguna iniciativa personal; sin embargo, para recibir la gracia divina de Jesús, para ser purificado del pecado original y de todo pecado actual, una iniciativa personal es esencial; es necesario creer y presentarse al Bautismo.
Por el hecho de la venida de Cristo, la transmisión del pecado por generación no cambia; sería difícil entender por qué sería así; no vemos cómo la Redención habría inventado un medio de transmisión de nuestra naturaleza distinto de la generación; y esto nos pone en continuidad con Adán y su pecado.
Pero todo lo que pudo hacer la venida de Cristo, su muerte y su resurrección, ella lo hizo; todo lo que podía cambiarse, ha cambiado: dado que nuestra naturaleza se realiza en personas capaces de actos libres y voluntarios, Cristo hizo posible que, con una gestión libre y voluntaria, pudiéramos recibir la gracia, ser regenerados y recapitulados en Él.
Tengamos en cuenta que esta gestión libre y personal es el acto de fe y la aceptación del Bautismo. Y, si el acto de fe es imposible por falta del uso de la libertad, es necesario que otras personas nos presenten para el Bautismo sacramental, en la fe de la Iglesia.
Sobre la absoluta necesidad del Bautismo, los textos son demasiado claros. “Nadie, a menos que nazca del agua y del Espíritu, puede entrar en el Reino de Dios” (Jo. III, 5; ver también Mat. XXVIII, 19 y Marc. XVI, 16).
Sobre la necesidad de tener fe al acercarse al Bautismo, de tener, al menos, la fe de la Iglesia si uno es incapaz de un acto consciente, también es muy clara la doctrina establecida: «Cuando decimos que los niños pequeños se bautizan en la fe de sus padres, el significado no es que serían … fieles por la fe de los demás … Ningún católico ha enseñado jamás que los niños pequeños viven por la fe de los demás; viven de su propia fe, que es habitual en ellos. El significado tampoco es … que la fe que los justifica provenga de la fe y de las oraciones de la Iglesia y de quienes los llevan al bautismo, porque la fe que los justifica está infundida en ellos por el sacramento mismo, ex opere operato sacramenti (por la acción del sacramento en sí mismo), no la tienen de la devoción del ministro o de la Iglesia. El significado es que el acto de fe (el paso personal de fe) requerido antes del sacramento, es el acto propio, no de los niños, sino de los demás. Porque si los padres, o los que tienen cargo de los niños no creyesen, no los presentarían para el Bautismo» (San Roberto Belarmino, Las Controversias sobre el bautismo, libro 1, cap. 2. Ver también Concilio de Trento, canon 18 sobre el Bautismo, y canon 4 sobre el Pecado Original).
Queremos mostrar aquí que la regeneración bautismal en Cristo repara sobreabundantemente la primera falta, ilumina los sufrimientos que causó y nos pone en una condición mucho más elevada que la felicidad edénica, ya que de ahora en adelante es con el mismo Hijo de Dios, hecho hombre para nosotros, que formamos un solo cuerpo por la gracia de la cruz. ¡Oh, feliz falta!
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Como a menudo hemos enfatizado estas verdades, no volveremos a ellas ahora. Más bien, consideramos un misterio relacionado: el destino de los niños pequeños que mueren con el pecado original porque no han sido bautizados.
¿Cuál será su destino eterno?
La Iglesia responde: el Limbo.
No la felicidad sobrenatural imborrable del Paraíso de Dios, en la visión beatífica de las Tres Personas, en compañía del Verbo Encarnado, de María Madre de Dios, de los Ángeles y de los Santos. (Esta felicidad les es inaccesible porque no han sido purificados del pecado y no han recibido la gracia de Cristo).
No el Infierno de la rebelión, del odio y de las llamas inextinguibles, ya que nunca han ofendido a Dios personalmente; y ni siquiera tuvieron la idea de ofenderlo. Sería impensable que las almas de estos pequeños, que siempre estuvieron dormidos en esta tierra, despertaran repentinamente en la eternidad para odiar y maldecir.
Así que, ni el Cielo ni el Infierno, sino el Limbo; un conocimiento de Dios simplemente proporcionado a las fuerzas naturales, y nada más; un amor de Dios simplemente natural; nada comparable a la caridad con que los Santos arden aquí abajo y que brilla eternamente en la Jerusalén celestial; una cierta pero única felicidad natural, nada del orden de la felicidad sobrenatural de los elegidos que son introducidos en la intimidad de las Tres Personas divinas.
La condición de estos niños es sin duda lamentable, ella está infinitamente por debajo de aquello a lo cual estamos llamados. Solamente que estos pequeños no saben nada al respecto y nunca tendrán la menor idea; no fueron iluminados por las luces de la fe.
Partiendo de la idea muy acertada de que los infantes que mueren sin el Bautismo no están en un estado de integridad, sino de pecado, algunos han imaginado al Limbo como un compartimiento del Infierno de los condenados; un lugar horrible de tormento y odio.
Esto se debió a no ver que el pecado original, por muy pecado que sea, no procede de una responsabilidad personal; es un estado de pecado heredado sin culpa personal, un pecado de la naturaleza.
Ahora bien, el Infierno, con el odio que es su parte constitutiva y el fuego misterioso que le es inseparable, es el castigo de los pecados personales; presupone la responsabilidad del condenado, su deliberado endurecimiento en el pecado mientras aún era libre.
El niño que murió sin Bautismo antes del uso de la razón nunca pudo hacer un acto libre. Si hubiera despertado en esta tierra a la vida moral, debería haber estado en relación con el orden de la gracia, el único para el que estamos hechos; debería haber aceptado o rehusado la gracia, practicado o ignorado la ley, vencido la tentación o sucumbiendo.
Pero de este universo de gracia y pecado fue excluido, encontrándose incapaz de realizar ningún acto libre. Murió privado de la gracia, pero nunca negó la gracia, nunca tuvo la más mínima noción de un orden de gracia.
Muere sin haber realizado nunca un acto de concupiscencia y está para siempre inmune a tales actos, porque la concupiscencia no puede ejercerse en el universo de la otra vida. Ya no hay, en ese universo inimaginable, el matrimonio que buscar, la carrera que perseguir, la humillación que vengar o la ambición a hacer prevalecer.
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El Bautismo es absolutamente indispensable (el Bautismo y la Fe) para ser regenerado en Cristo y purificado del pecado original. Y si el Bautismo de agua, el Bautismo Sacramental, el Bautismo como signo sensible determinado, conferido en esta sociedad visible y jerárquica que es la Santa Iglesia, si tal Bautismo puede ser suplido por el Bautismo de deseo, es porque ese deseo, que obtiene la regeneración en Cristo, implica absolutamente (aunque más no sea implícitamente) el Sacramento del Bautismo.
Las palabras de la Escritura son formales y la doctrina de la Iglesia no podría ser más clara sobre esta cuestión fundamental: “Si alguno niega que los niños recién nacidos se hayan de bautizar, aunque sean hijos de padres bautizados; o dice que se bautizan para que se les perdonen los pecados, pero que nada participan del pecado original de Adán, de que necesiten purificarse con el baño de la regeneración para conseguir la vida eterna; de donde es consiguiente que la forma del bautismo se entienda respecto de ellos no verdadera, sino falsa en orden a la remisión de los pecados; sea excomulgado” (Concilio de Trento, canon 4 sobre el Pecado Original).
Una participación en la salvación en Cristo sólo por la actitud interior, sólo por la fe, independiente de cualquier signo visible y de cualquier incorporación a la Iglesia, tal vez no sea impensable. Ciertamente es mucho menos adecuada para seres que no son espíritus puros, que dependen terriblemente, especialmente desde la primera falta, del universo sensible y de la vida en sociedad.
En cualquier caso, la enseñanza revelada es lo que hay de más explícito sobre la necesidad del Bautismo en Cristo para obtener la salvación.
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El niño pequeño no bautizado que muere antes del uso de la razón, despertará a la vida consciente sólo en el otro mundo, en un mundo donde, por definición, no hay elección. Aunque privado de la gracia, que debiera tener, y además sin saber que está privado de ella, no puede estar en desacuerdo con Dios, al que hubiera querido personalmente, no habiendo hecho nunca, durante su vida inconsciente y efímera, el menor movimiento contra Dios.
Despertará a la vida consciente en el otro mundo, sólo con ese conocimiento natural de Dios que es propio del alma separada; el amor natural de Dios florece como resultado de este conocimiento, y, con el amor natural de Dios, la felicidad natural.
Agreguemos que, durante la resurrección general, cuando toda la naturaleza humana, en cada uno de los individuos, buenos y malos, sea completamente restaurada en Cristo por la victoria sobre la muerte, también resucitarán los pequeños del Limbo; resucitarán, no para ser castigados en su cuerpo, sino para asociar su cuerpo, que no ha servido al pecado, a la felicidad natural de su alma.
No escaparán al poder que pertenece a Jesucristo para revivir toda carne; pero no serán admitidos a la gloria de los bienaventurados en la compañía de Cristo, porque no han hecho nada por ello; nunca tuvieron los medios para realizar un acto libre y, por lo tanto, un acto de fe; y, además, no fueron llevados al Bautismo en la fe de la Iglesia.
Resucitados, serán felices incluso en su cuerpo, pero no con la felicidad del Cielo. El abismo permanecerá intransitable entre la felicidad natural del Limbo y la bienaventuranza celestial, que es la entrada inefable a la alegría reservada a Dios (Mt. XXV, 23).
Aquellos que, por una bondad mal comprendida, quisieran dar participación de la gloria eterna a estos niños no culpables de falta personal, pero, sin embargo, no bautizados, deben darse cuenta que abolen la absoluta necesidad del Bautismo.
Pero, si el Bautismo sacramental no es absolutamente necesario para la vida eterna, entonces es la necesidad de la Iglesia la que queda abolida. Una religión definida y visible ya no es esencial. Estamos cayendo en la arbitrariedad y el caos.
Este es el resultado lógico de un movimiento de bondad que pretende salvar a los hombres de una manera diferente a la establecida por Dios.
El pecado original, con la privación de la gracia y con las concupiscencias, no puede tener el mismo significado eterno para quien, aún no purificado de este pecado, se compromete personalmente por un acto libre y, por tanto, pone en cuestión el Cielo o el infierno, que para quien, tampoco purificado, nunca habrá tenido la posibilidad de un compromiso libre.
A pesar del idéntico estado de pecado heredado, privación de la gracia más la concupiscencia, el destino eterno es necesariamente diferente, dependiendo de si el estado de pecado se manifestó por una elección personal, o no se manifestó por falta del despertar de la razón.
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Hay un conjunto de verdades que la meditación sobre el pecado original nos hace sentir su peso y nos muestra la importancia capital.
Nosotros aceptamos la religión cristiana tal como es, así como la verdad cuyo cuidado y depósito tiene la Iglesia de Cristo, estando absolutamente seguros de que seremos salvos sólo por la profesión de la fe teologal y por la caridad fundada en esta fe.
Asimismo, el mundo sólo puede salvarse proclamando la fe verdadera. Darle otra cosa, aunque fueran novelas teológicas ingeniosamente elaboradas, y que le gustan durante una temporada, es apartarlo de la salvación, no es tener piedad de él, a pesar de las apariencias.
La primera misericordia que se debe mostrar al mundo es transmitirle, en su integridad y su trascendencia, la fe católica.
Père Roger-Thomas Calmel, O.P.