TERCER DOMINGO DESPUÉS DE LA EPIFANÍA
En aquel tiempo, habiendo bajado Jesús del monte, lo siguieron grandes multitudes; y he aquí que un leproso, acercándose, lo adoró, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Y Jesús, alargando su mano, lo tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante quedó curando de su lepra. Y Jesús le dijo: Mira que no lo digas a nadie; pero ve a presentarte al Sacerdote y ofrece el don que Moisés ordenó para que les sirva de testimonio. Y al entrar en Cafarnaum le salió al encuentro un centurión, y le rogaba diciendo: Señor, un criado mío está postrado en mi casa, paralítico, y padece muchísimo. Le dice Jesús: Yo iré, y le curaré. Y replicó el centurión: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y quedará curado mi criado. Pues aún yo, que no soy más que un hombre sujeto a otros, como tengo soldados a mi mando, digo al uno: marcha, y él marcha; y al otro: ven, y viene; y a mi criado: haz esto, y lo hace. Al oír esto Jesús, mostró gran admiración, y dijo a los que lo seguían: En verdad os digo, que ni aún en medio de Israel he hallado fe tan grande. Así yo os declaro que vendrán muchos del Oriente y del Occidente, y estarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mientras que los hijos del reino serán echados fuera a las tinieblas; allí será el llanto y el crujir de dientes. Y dijo al centurión: Vete, y te suceda conforme has creído. Y en aquella hora sanó el criado.
La Oración Colecta de este Tercer Domingo de Epifanía trae esta súplica: Extiende sobre nosotros la diestra de tu majestad, para protegernos.
Estas palabras las ilustra muy bien el Evangelio del día.
La diestra de Dios… El poder divino… El Señor se nos manifestó, y se nos manifiesta continuamente, para establecer en nosotros el reinado de su amor misericordioso y salvador. Acatémosle, tal como nos lo muestra el Evangelio del día.
Primero, con la confianza del leproso: Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.
Después, con la profunda y robusta fe del oficial romano: Señor, di sólo una palabra, y sanará mi siervo.
Señor, si tú quieres, puedes limpiarme, dice el leproso a Jesús. No duda de que pueda; pero no sabe si desea hacerlo… Y el Señor quiere. Es Señor de todas las enfermedades, del cuerpo y del alma. Quiere…; extiende su mano, lo toca, y el leproso queda curado, limpio.
El reinado de Cristo es un reinado de salud, de vida. Por eso acude a Él el centurión pagano y le pide la salud de su criado gravemente enfermo, casi a las puertas de la muerte. Y el Señor, desde lejos, sin ver ni tocar al paciente, le da nueva vida.
La Antífona del Ofertorio de hoy dice: Verdaderamente, la diestra del Señor manifestó su poder; ya no moriré, sino que viviré.
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En el leproso del Evangelio de hoy debemos reconocernos a nosotros mismos. Cuando recibimos el Santo Bautismo, Jesús extendió su mano con infinito amor sobre nosotros y nos tocó, diciendo: Quiero; sé limpio; y estableció así en nuestra alma un reinado de misericordia y de generoso amor; porque en Jesucristo se encarnó el amor de Dios y apareció entre nosotros, para ayudarnos, para curar nuestras enfermedades, para salvarnos.
Él espera de nosotros la fe del centurión, la ardiente y angustiosa súplica del leproso.
La diestra del Señor ejerció su poder, la diestra del Señor me ha levantado; ya no moriré, sino que viviré y contaré las maravillas del Señor, los prodigios de su poder y de su amor, los prodigios que realizó en el santo Bautismo, los que realiza continuamente en el Sacramento de la Penitencia, en la Santa Misa y en la Sagrada Comunión.
No moriré, sino que viviré… Viviré, gracias al amor y a la misericordia de Cristo, del divino Rey, que se han manifestado en la Iglesia, que viven y obran en Ella.
Creamos. Demos gracias a Dios. Admiremos su gracia y su inmerecido amor hacia nosotros. ¡Arrepintámonos de haber correspondido tan mal tanto a una como al otro!
La Oración Poscomunión de esta Misa nos hace rezar de este modo: Te suplicamos, Señor, que a los que nos haces participar de tan grandes Misterios, nos hagas también dignos de recibir sus frutos.
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Detengámonos un poco más en el episodio del leproso, que nos relata el Evangelio. Habiendo descendido Jesús de la montaña, le seguía una gran multitud de gente. Acercándose entonces a Él un leproso y arrojándose a sus pies, le dijo: Señor, si tú quieres, puedes limpiarme. Jesús extendió hacia él su mano y le tocó, diciendo: quiero; sé limpio.
He aquí una manifestación, una Epifanía de la bondad del Señor y de su imperio sobre las enfermedades.
Señor, si tú quieres, puedes limpiarme. La lepra mancha, desfigura.
Asistimos a la Santa Misa y nos preparamos para recibir la Sagrada Comunión. Ahora bien, la primera, la esencial condición, para poder acercarse a la Sagrada Eucaristía, consiste en estar en estado de gracia, completamente limpios…, con corazón puro. El fruto que el Santo Sacrificio de la Misa y la Sagrada Comunión producirán en nuestra alma, dependerá del mayor o menor grado de pureza con que nos acerquemos al altar.
Aunque a nosotros nos parezca lo contrario, nunca estaremos bastante limpios para realizar estas dos funciones. Siempre habrá en nosotros alguna falta, algún mal hábito, alguna inclinación desordenada. Siempre encontraremos vivaz nuestro amor propio, este gran enemigo del amor puro a Dios y del amor al prójimo. Siempre habrá en nosotros pensamientos puramente humanos, naturales, terrenos, carnales. Siempre estará pronto a levantar la cabeza de nuestro yo, para constituirse en único móvil de nuestros deseos y de nuestros actos.
Aunque no vivamos habitualmente en pecados veniales deliberados, sin embargo permitimos que nuestra alma permanezca casi continuamente envuelta, por decirlo así, en una atmósfera de desorden, de imperfección, de suciedad espiritual.
¿Qué tiene, pues, de extraño que la Santa Misa y la Sagrada Comunión no produzcan en nosotros todos sus efectos? Pidámosle, pues, al Señor, cuando se haga presente sobre el Altar, en el Santo Sacrificio, que nos conceda la gracia de una perfecta pureza: Señor, si tú quieres, puedes limpiarme… Yo solo, no puedo. Extiende sobre mí la diestra de tu majestad y tócame, como al leproso del Evangelio de hoy, y pronuncia también sobre mí tu omnipotente palabra: Quiero; sé limpio.
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Volvamos también nuestra vista, llenos de admiración, hacia el centurión romano. Se acerca al Salvador y le expone la angustiosa situación de su criado enfermo. El Señor le dice: Iré y le curaré. Pero el centurión se cree indigno de tanta honra: Señor, yo no soy digno de que tú entres en mi morada. Di tan sólo una palabra, y mi sirviente quedará curado.
La Liturgia ha escogido estas humildes palabras para el momento de la Sagrada Comunión: Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum; sed tantum dic verbo, et sanabitur anima mea.
Cuando el Señor quiere habitar en un alma, primero la purifica de todo pecado. De hecho, sin embargo, ¡qué lejos estamos de la pureza y de la santidad! ¡Cuántos motivos tenemos para reconocer y confesar con el centurión romano: Señor, yo no soy digno de que entres en mi pobre morada!
¡Cuánta impureza existe todavía en nuestros pensamientos, en nuestros deseos, en nuestros sentimientos! ¡Cuánta infidelidad a la gracia! ¡Cuántos impulsos, cuántos pensamientos impuros pululan todavía en nuestro interior! ¡Cuánta indignidad, frente a la pureza y a la santidad sumas del Señor que quiere hospedarse en nuestra alma!
Reflexionemos seriamente sobre todo esto.
Al contemplar nuestra profunda miseria e indignidad, levantemos la vista al Señor. Creamos en su amor. Confiemos en su bondad y en su infinito poder… Tengamos en Él la misma confianza que el centurión del Evangelio.
El Señor recompensó enseguida esta admirable fe, esta confianza sin límites; y le dijo: Vete, hágase conforme has creído.
Señor, yo no soy digno… Es muy conveniente y hasta necesario que nos humillemos de nuestra indignidad, cuando nos disponemos a recibir la Sagrada Comunión.
Este sincero sentimiento de nuestra indignidad debiera desalentarnos, si no estuviéramos convencidos, al mismo tiempo, de que Jesucristo tiene su complacencia en todas las almas que le buscan con corazón contrito y amante.
La mejor preparación próxima para la sagrada Comunión consiste en poseer una fe y una confianza parecidas a las del centurión del Evangelio de hoy.
Consiste en poseer una fe sencilla y candorosa, que nos haga ver en el Sacramento de la Sagrada Eucaristía la verdadera fuente de toda gracia, la plenitud de toda salud y de toda fuerza sobrenaturales.
En la Santa Eucaristía está presente el Señor, para darse a nosotros con todos cuantos bienes Él posee. Por la Sagrada Comunión penetra Él mismo dentro de nuestra alma, para obrar en ella los inefables prodigios de su amor.
Pensemos, pues, al acercarnos a comulgar, no tanto en nuestra propia miseria e indignidad, cuanto en el poder y en el desinteresado amor del divino Huésped que quiere aposentarse en nuestra alma… Abrámosle las puertas de nuestro corazón con una fe ciega y absoluta en su bondad, en su amor, en su inagotable generosidad.
Este sencillo acto de fe será la mejor preparación para su venida a nuestra alma.
Y como última disposición para la llegada del divino Huésped, reconozcamos, humildes y arrepentidos, nuestros pecados y digamos, una vez más, con el Confiteor: “… por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”.
Volvámonos después a María, a la celestial Madre, a los Príncipes de los Apóstoles —San Pedro y San Pablo— y a toda la triunfante Iglesia del Cielo, para que Ellos nos socorran y nos alcancen de Dios el perdón.
Interpongamos también en favor nuestro al Sacerdote, al representante de Dios aquí en la tierra.
Después de todo esto, la Iglesia nos ofrecerá la seguridad de que nuestros pecados veniales han sido perdonados. Ante los insistentes y apremiantes ruegos de la Iglesia del Cielo y de la tierra, el Señor pronunciará complacido su salvadora palabra, y nuestra alma quedará curada.
Ahora ya podrá abrir jubilosamente sus puertas, para que penetre por ellas el Señor de la gloria: Corpus Domini nostri Jesu Christi custodiat animam tuam in vitam æternam. Amen… El Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna. Amén.
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Una última reflexión de suma importancia… Cuando Jesús oyó las palabras del centurión, volviéndose hacia la multitud, exclamó: Verdaderamente, jamás he encontrado en todo Israel una fe parecida.
El pueblo escogido poseía la Revelación, los Patriarcas, la Ley de Moisés, los Profetas, las Santas Escrituras, el Templo, los Sacrificios, el Culto… Y, a pesar de todo eso, no creyó en Jesús…
A su lado apareció el gentil, el centurión romano, lleno de una viva fe en Jesús… No necesitas llegarte hasta mi casa, dice, para ver a mi siervo enfermo y curarle: te basta una sola palabra, dicha desde lejos, y quedará al punto curado… Señor, di tan sólo una palabra.
Verdaderamente, no he hallado en todo Israel una fe parecida.
Jesús quiere fe…, exige fe…
Esconde su majestad divina debajo del velo de la débil naturaleza humana, bajo su sumisión a una Madre humana, a la naturaleza, a todas las exigencias y necesidades de la vida. La oculta debajo del velo de su pobreza y de sus dolores.
Sólo la fe es capaz de sorprender, debajo de esta envoltura externa, la verdadera grandeza de Dios.
Y Jesús pide fe, fe ciega, absoluta, y por eso dijo a Santo Tomás: Dichosos los que han creído sin haber visto…
¡Bienaventurados los que no ven, y sin embargo creen!…
No es ésta la fe que encontró en su pueblo escogido… No es ésta la fe que esperaba y deseaba encontrar, con todo derecho, en su pueblo escogido…
Israel esperaba un Mesías que le librase de la pesada dominación de Roma, un Mesías que le engrandeciese política y socialmente, que le procurase bienes terrenos y una prosperidad material.
Absorto por completo en lo presente, en lo temporal, Israel apartó sus sentidos y su vista de lo único que tiene verdadero valor para un hombre y para un pueblo: lo eterno, lo divino.
Y esto, a pesar de los Profetas y de las Sagradas Escrituras…
Por eso ocurrió que Israel no creyó en su Mesías… Más aún, llegó a pedir a Pilato, un pagano, que le quitase la vida…
Y el pueblo escogido ha sido arrojado fuera. Los gentiles entraron, pasaron a ocupar el lugar vacío.
El oficial romano, gentil, es un representante del mundo pagano, como lo fueron, el día de la Epifanía, los tres Reyes Magos del Oriente.
Unidos a él, acerquémonos también nosotros a Jesús, con profunda y alegre fe, y confese-mos: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo…
Digamos sí a Jesús, a su Persona divina, a todas sus palabras, a su Iglesia, a la doctrina por Ella enseñada, a sus Mandamientos y a sus Sacramentos.
Admiremos la fe del centurión romano. No conoce las Sagradas Escrituras ni los Profetas; ignora los grandes prodigios realizados por Dios con su pueblo escogido. Y, con todo eso, cree en Jesús. Cree que puede sanar, aun desde lejos, a su siervo enfermo.
Y, ¡con qué respeto se acerca al Señor! ¡Ni siquiera se considera digno de que Jesús vaya a su casa!
Todo lo contrario de los judíos… Éstos cierran sus ojos a los milagros del Salvador. Obran como si ignoraran por completo las profecías del Antiguo Testamento.
¡Misterios de la gracia! Y ¡misterio de iniquidad!
Entonces…, ¡atención!
Si nosotros hemos sido llamados al Reino de Cristo, si creemos en el Señor, no es porque nosotros lo hayamos merecido: es por pura gracia y misericordia de Dios.
Israel abusó de la gracia; ¿no puede ocurrimos lo mismo a nosotros? Desgraciadamente, así sucede con harta frecuencia.
¡Qué poco fieles somos a la gracia y a sus inspiraciones! ¡Qué poco nos esforzamos por evitar los pecados veniales, todas nuestras infidelidades! Nos ocupamos muy poco de Dios. Preferimos nuestra voluntad y nuestros gustos a los suyos.
¡Atención! Porque, si Dios no perdonó a las ramas naturales, quizá tampoco perdone a las del acebuche injertadas…
Omnipotente y sempiterno Dios, mira propicio nuestra flaqueza, y extiende, para protegernos, la diestra de tu Majestad…