PADRE ROGER-THOMAS CALMEL, O.P.:

La armadura de Dios

EL MISTERIO DEL PECADO ORIGINAL

Índice temático:

– 1. Fuentes bíblicas.

– 2. La generación transmite este pecado.

– 3. Analogía extraída de la relación entre los miembros y la voluntad en una misma persona.

– 4. Gravedad de la generación. La santidad de los padres.

– 5. El monogenismo.

– 6. Límites de la paleontología. Los dos modos de expresión a nuestra disposición para hablar del estado primario del hombre.

– 7. El comentario de Dom Calmet sobre el Génesis.

– 8. Bautismo y Limbo.

– 1. Fuentes bíblicas

La base escritural muy explícita de nuestra fe en el pecado original no es el libro de Génesis.

Los primeros capítulos de este primer libro de la Sagrada Escritura son particularmente ricos; nos enseñan muchas verdades que son fáciles de enumerar. Pero sólo encontramos allí de forma velada el dogma de fe definido en el Concilio de Trento: todo hombre viene al mundo en un estado de separación de Dios, marcado por un pecado que se transmite de generación en generación.

Este es el texto conciliar:

I. Si alguno no confiesa que Adán, el primer hombre, cuando quebrantó el precepto de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y justicia en que fue constituido, e incurrió por la culpa de su prevaricación en la ira e indignación de Dios, y consiguientemente en la muerte con que Dios le habla antes amenazado, y con la muerte en el cautiverio bajo el poder del mismo que después tuvo el imperio de la muerte, es a saber del demonio, y no confiesa que todo Adán pasó por el pecado de su prevaricación a peor estado en el cuerpo y en el alma; sea excomulgado.

II. Si alguno afirma que el pecado de Adán le dañó a él solo, y no a su descendencia; y que la santidad que recibió de Dios, y la justicia que perdió, la perdió para sí solo, y no también para nosotros; o que inficionado él mismo con la culpa de su inobediencia, solo transmitió la muerte y penas corporales a todo el género humano, pero no el pecado, que es la muerte del alma; sea excomulgado: pues contradice al Apóstol que afirma: “Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; y de este modo pasó la muerte a todos los hombres por aquel en quien todos pecaron” (Rom. V, 12).

III. Si alguno afirma que este pecado de Adán, que es uno en su origen, y transmitido a todos por la generación, no por imitación, se hace propio de cada uno, se puede quitar por las fuerzas de la naturaleza humana, o por otro remedio que no sea el mérito de Jesucristo, Señor nuestro, único mediador, que nos reconcilió con Dios por medio de su pasión, hecho para nosotros justicia, santificación y redención; o niega que el mismo mérito de Jesucristo se aplica así a los adultos, como a los párvulos por medio del sacramento del bautismo, exactamente conferido según la forma de la Iglesia; sea excomulgado: “porque no hay otro nombre dado a los hombres en la tierra, en que se pueda lograr la salvación”. De aquí es aquella voz: “Este es el cordero de Dios; este es el que quita los pecados del mundo”. Y también aquellas: “Todos los que fuisteis bautizados, os revestisteis de Jesucristo”.

Que todo hombre, por el mero hecho de nacer, hereda un castigo, esto se expresa con suficiente claridad en el Génesis; también lo es el anuncio de un Salvador que romperá las garras de Satanás.

Lo que permanece oscuro y envuelto es la idea muy precisa de un pecado que se transmite de generación en generación; porque es en un estado de pecado que cada hombre es engendrado de Adán, y no sólo en un estado de humillación y dolor.

Para que esta verdad sobrenatural saliera a la luz fue necesario esperar hasta el Nuevo Testamento, la enseñanza de San Pablo en el célebre texto del quinto capítulo de la Epístola a los Romanos: “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por aquel en quien todos pecaron” (Rom. V, 12).

¿Por qué se ha esperado tanto tiempo para semejante revelación? ¿Por qué retrasar hasta después de la venida de Jesucristo, hasta después de su muerte y resurrección, la proclamación explícita de una verdad tan trascendental?

Sin duda porque era inapropiado dejar que el hombre conociera el alcance último y la universalidad de su caída antes de traerle la liberación y la redención. El hombre habría estado expuesto a la desesperación, si hubiera sabido con total claridad que una falta estaba infectando su naturaleza, sin haber sabido que esta falta era verdaderamente feliz.

Felix culpa, sin embargo, considerándola en sí misma, y no como ocasión de una misericordia sobreabundante, esta falta es infinitamente triste; consiste de hecho en que la naturaleza humana, que se transmite a todos a través de la generación, se encuentra en todos desviada de Dios, privada de la gracia y de los dones preternaturales que debería tener, debilitada para el bien y atraída por el mal = Gratuitis spoliatus, vulneratus in naturalibus. – Natura in se curva est (Despojada de la gracia, herida en sus facultades naturales. La naturaleza está replegada sobre sí misma).

La naturaleza humana se transmitirá, hasta el último de los seres humanos que deba ser concebido, en un estado no de gracia, sino de pecado, de separación de Dios. Una sola excepción: la Santa Madre de Dios, María concebida sin pecado. Ella puesta aparte, todo hombre debe decir: Ecce enim in iniquitatibus conceptus sum. Y debe implorar la purificación de las manchas oscuras que aún subsisten, incluso cuando el pecado ha sido lavado: Ab occultis meis munda me.

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– 2. La generación transmite este pecado

San Pablo no usa la palabra generación cuando habla de la transmisión del pecado original. Pero de su texto inspirado se desprende que el pecado se transmite al mismo tiempo que se comunica la naturaleza. La culpa adviene a cada uno al mismo tiempo que la naturaleza, es decir, por la generación. Así lo ha entendido siempre la Iglesia (releer el canon II del Concilio de Trento, citado más arriba).

Pero, ¿cómo entender que la generación nos pone en estado de pecado?

Entendemos que la generación nos constituye en un estado de salud más o menos vigoroso, en relación a la salud y vitalidad de los padres; pero que la generación constituye en estado de pecado, ¿es posible?

En efecto, a diferencia de la salud y la enfermedad, que no conciernen directamente a nuestra alma, el pecado, en sí mismo y por definición, compromete nuestra propia alma, implica una cierta orientación del alma y de la libertad.

¿Cómo podría la generación tener poder sobre la orientación del alma? La respuesta es que la generación no tiene este poder directamente. Su propia virtud es transmitir la naturaleza. Pero sólo puede transmitir la naturaleza derivando del primer padre y volviendo a él.

Ahora bien, así como en la hipótesis de la fidelidad de Adán, las generaciones sucesivas habrían comunicado la gracia y la justicia original al mismo tiempo que la naturaleza, así, en la situación de hecho actual, la generación comunica el estado de pecado junto con la naturaleza, es decir, la separación de Dios y la inclinación al mal.

Especifiquemos al respecto que el pecado heredado y transmitido es el primer pecado de Adán, no los demás; y nuevamente, este pecado se transmite, no como un pecado personal de orgullo cometido por Adán, sino como la desviación de la voluntad y la separación de Dios que eran necesariamente uno con este pecado de orgullo.

Es imposible pensar que cada uno de los hijos de Adán hubiera cometido, incluso en virtud de alguna delegación o imputación, el pecado de orgullo que es personal de Adán; porque son en verdad Adán y Eva los responsables de haber querido convertirse en dioses y de haber comido del fruto prohibido; no somos nosotros.

Sin embargo, es necesario creer que el estado de separación de Dios que estaba involucrado en este pecado de orgullo afectó de una vez por todas a la naturaleza misma y debía transmitirse con la naturaleza y por el mismo medio: por la generación.

De este modo, el primer pecado de Adán se distingue de todos los pecados que él pudo haber cometido hasta su muerte, como se distingue de todos los pecados de todos los demás hombres; de hecho, es comunicable como el primer pecado del primer padre.

El pecado original es único en el hecho de que priva de la gracia a toda la especie humana en cada uno de sus miembros, lo hiere por las pasiones y lo somete al sufrimiento y la muerte. En este sentido, él es de hecho el gran mal del mundo, el más grande, como lo expone Santo Tomás (III, q. 1, art. 4).

Y este primer pecado presenta un doble aspecto:

– como pecado personal de soberbia, no afecta al género humano; es el acto personal de Adán, no es hereditario;

– pero como una separación de Dios, una privación de la gracia, alcanza a todo el linaje que emanó de él, es heredado por todos.

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– 3. Analogía extraída de la relación entre los miembros y la voluntad en una misma persona

La analogía propuesta por Santo Tomás (Ia-IIae, q. 81 y ss.) para introducir la comprensión de este misterio se toma de la persona individual y de la relación que existe entre la voluntad y los miembros.

Así como en el pecado actual de una persona singular, en un homicidio, por ejemplo, la mano se hace culpable, no en sí misma y considerada aisladamente, sino por la voluntad que la mueve, así mismo en el pecado que afecta a los descendientes del primer padre, cada uno de nosotros es culpable por nuestro vínculo de origen carnal con este primer padre, cuya mala voluntad separó la naturaleza humana de Dios.

Hijos de Adán, somos en cierto modo un solo cuerpo con él y participamos de su culpa, así como en una persona individual los miembros forman un solo cuerpo y participan del bien o del mal de la voluntad.

La diferencia es grande, sin embargo, porque en el cuerpo físico de la persona individual la mano del asesino está acusada de pecado no como un sujeto responsable sino como un simple instrumento, mientras que en el cuerpo misterioso formado por la multitud de los hijos de Adán, cada uno está cargado de pecado como sujeto, como persona singular; sólo que, si cada uno está cargado de pecado, no es en cuanto culpable de un acto de pecado, de un pecado actual, sino como heredero de un estado de pecado que deriva de la naturaleza que recibe.

La analogía no elimina el misterio. No había una necesidad absoluta de que el pecado de Adán tocara y estropeara la naturaleza humana en todos los que la recibirían por generación, separada de Dios la naturaleza humana en todos sus miembros; como tampoco había una necesidad absoluta de que la fidelidad de Adán, si hubiera perseverado en la amistad de Dios, se hubiera comunicado a todos como un don de nacimiento.

El misterio permanece, al menos parece que, si está por encima de la razón, no está en contra de ella.

En efecto, no es contra la razón que la dependencia en el orden del origen nos une tanto al primer padre que ella tiene un efecto pecaminoso en nuestra alma, así como analógicamente de la dependencia de los miembros del cuerpo por relación a la voluntad resultará un efecto pecaminoso en los miembros.

Sería contrario a la razón que el niño, aún inconsciente e irresponsable, fuese culpable de un pecado actual y fuese castigado en consecuencia, enviado al infierno del odio y los tormentos, debido a su conexión con el primer padre.

Pero no es descabellado que herede un estado de pecado al heredar por generación una naturaleza que fue corrompida, con el título de naturaleza, por el primer padre.

Si recordamos que nuestra solidaridad con Adán y su pecado, por razón de origen, fue permitida en vista de una solidaridad mucho más íntima con Jesucristo por razón de la Redención y la regeneración por gracia, entonces entendemos sobre todo que, si el misterio del pecado original va más allá de la razón, no la ofende.

La recapitulación en el pecador Adán se ilumina y se dulcifica si consideramos la recapitulación en Jesucristo justo y santo; santo con la santidad del Hijo de Dios hecho hombre.

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– 4. Gravedad de la generación. La santidad de los padres

Imposible meditar sobre el pecado original sin ser sacudido por la gravedad de la generación. Parece, en efecto, que la obra de la carne transmite la naturaleza humana en virtud de su destino supremo, es decir, en nuestro estado de cosas, en virtud del cual está apartada de Dios, privada de la gracia.

No puede ser de otra manera, ya que la generación se cumple en dependencia del primer padre que, por su infidelidad, puso nuestra naturaleza en un estado ofensivo para Dios.

¡Que el Bautismo llegue rápidamente para que por la regeneración en Cristo pueda ser restaurada esa vida sobrenatural de la que somos privados por generación desde el primer Adán!

Si tantos cristianos han perdido el sentido de lo sagrado en la generación, si hablan de ello con una desvergüenza terrible, es porque no creen en Adán, nuestro primer padre, como tampoco en Nuestro Jesucristo redentor. El pecado original se ha vuelto tan extraño para ellos como la salvación por la Cruz; al escucharlos, parece que un nuevo dogma, el de la planificación familiar, ha reemplazado a los dogmas revelados de la Caída y de la Redención.

Tal vez se me diga: si Adán se arrepintió, ya que engendró hijos e hijas, después de haber sido perdonado por Dios, ¿cómo es que, en estas condiciones, no transmitió ninguna gracia, que había recuperado, sino el pecado, el estado de pecado?

La misma pregunta surge, y aún más urgente, para los padres cristianos, regenerados por el Bautismo, santificados por una vida evangélica. Debemos responder que el pecado privó a Adán de la vida sobrenatural no sólo para él, sino a título en que ella formaba cuerpo con la naturaleza. El arrepentimiento restauró a Adán en la gracia de Dios para sí mismo y a título personal, pero no bajo el título donde ella era, si podemos decirlo, un bien de la naturaleza y para ser transmitido con ella.

Después de la falta de Adán lo que se transmitirá de generación en generación es la naturaleza en un estado de privación de la gracia y de desorden íntimo, la santidad personal de los padres no cambia nada…, aunque ella cambia mucho, si se trata de educación, e incluso de las disposiciones innatas a una vida según la gracia.

El pecado original afecta primero a la naturaleza y, por lo tanto, se extiende a toda persona de esa naturaleza; mientras que la Redención afecta primero a la persona.

Llegará el día en que la Redención tocará por completo la naturaleza, librándola no solo del pecado sino de toda pena. Sin embargo, este día se pospone. Debemos esperar hasta que toda generación carnal sea abolida, con la resurrección general, al fin del mundo.

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– 5. El monogenismo

Así el pecado entró en el mundo por un solo hombre … todos pecaron en él (Rom. V, 12). El Concilio de Trento explicita estas palabras de San Pablo cuando define «Es uno en su origen, y transmitido a todos por la generación, no por imitación, se hace propio de cada uno» (Canon 3).

Vemos inmediatamente que el monogenismo, aunque no sea (todavía no) un dogma definido, está necesariamente involucrado en el dogma del pecado original.

Si, de hecho, no todos tenemos el mismo origen, si no somos todos hijos de Adán y Eva, ¿cómo podría afectarnos el pecado original? ¿Cómo podemos seguir hablando de pecado original, si hay múltiples padres en el origen de la humanidad? ¿O diremos que estas múltiples parejas fueron elevadas a una vida sobrenatural, que todas pecaron y nos transmitieron su pecado?

Quizás no sea impensable, aunque es difícil ver cómo ninguno de estos primeros múltiples padres haya sido incapaz de perseverar. Sólo que, aunque sea pensable, no es lo que se afirma en la Revelación.

En teología no tenemos que pensar en cosas que, después de todo, podrían haber sucedido; sino sobre lo que se nos revela que indudablemente sucedió. La teología no es una ficción romántica. Ella sólo quiere profundizar y razonar en virtud de una sumisión previa a un determinado dato, atestiguado por Dios.

Ahora bien, está atestiguado que fue el pecado cometido por Adán lo que nos hirió a cada uno de nosotros, y no que muchos Adanes pecaron y nos transmitieron su pecado.

» Mas, cuando ya se trata de la otra hipótesis, es a saber, la del poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad, porque los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado en verdad cometido por un solo Adán individual y moralmente, y que, transmitido a todos los hombres por la generación, es inherente a cada uno de ellos como suyo propio (cf. Rom. V, 12, 19; Conc. Trid., ses. V, can. 1-4)». (Encíclica Humani Generis de Pío XII, en 1950).

Quizás ahora la objeción más extendida contra el monogenismo es completamente engañosa. Se afirma que mantiene intactas las definiciones tridentinas, pero se anulan con total inanidad en nombre de perspectivas científicas ignoradas en el siglo XVI.

Pretenden no suprimir la famosa definición «Este pecado es uno en su origen, y transmitido a todos por la generación, no por imitación, se hace propio de cada uno», pero interpretan los términos uno en su origen desde un punto de vista evolucionista desconocido por los Padres de Trento de modo tal que, se nos dice sin reír, uno en su origen significa, en realidad, múltiple por el origen.

Los Padres conciliares obviamente no sospecharon que fuera posible una interpretación tan extraña. Por tanto, no pensaban que los dogmas, con sus necesarias implicaciones, estuvieran sujetos a los cambios, fluctuaciones y variaciones de las ideas científicas a lo largo de los siglos.

Ahora bien, obviamente, son los Padres conciliares los que tenían razón. La regla de nuestra fe no es en absoluto el progreso de las ciencias, sino la Revelación divina como la guarda y traduce el Magisterio.

Quienes tengan la osadía de interpretar, en nombre de nuevas perspectivas científicas, uno en su origen en el sentido de múltiple por su origen, deben entender que no tienen la fe de la Iglesia; han caído en el modernismo.

Que se recuperen de ello. Que ellos también renuncien a su propósito de agradar al mismo tiempo tanto a Jesucristo como al mundo. Porque no hacen nada más cuando intentan encontrar una articulación entre proposiciones mutuamente excluyentes. En efecto, entre el dogma del pecado original, tal como se define, y la teoría poligenista no hay articulación.

Aceptamos uno y rechazamos el otro, pero no podemos admitirlos simultáneamente.

Igualmente, y a pesar de todas las sutilezas, habilidades y argucias, no se encontrará la conexión entre la fidelidad a la Iglesia y «la construcción del socialismo». Uno rechazará al otro, pero no irán juntos.

De la misma manera, no encontraremos la conexión entre los procedimientos anticonceptivos, aunque se basen en la progesterona, y la observancia de la ley divina sobre el matrimonio: habrá que estar de acuerdo en que se falta contra esta ley si no se renuncia a la anticoncepción, pero nunca podremos conciliar lo irreconciliable.

Todo esto es sencillo si admitimos, según la palabra del Señor, que nadie puede servir a dos amos: el espíritu del mundo con sus sofismas y el Espíritu Santo que nos habla por el magisterio de la Iglesia; si aceptamos que la misión del apóstol es dar testimonio de la verdad que se le ha confiado, aunque signifique ser rechazado o aceptado. La gracia del apostolado se da para hacernos capaces de esta fuerza y de esta sencillez.

El argumento utilizado para defender el poligenismo realmente es nulo. Se pretende que la ciencia iría en esta dirección. Sin embargo, esto no es del todo seguro; los científicos están muy divididos sobre esta cuestión; no formulan un argumento decisivo.

Y luego, incluso si la ciencia va en esa dirección, siempre será incapaz de decir si es necesario ramificar antes de llegar a su fin.

Suponiendo que el estudio de los fósiles apunte hacia el poligenismo, no es probable que este estudio nos presente algún día los veinte, treinta, cincuenta o quinientos primeros hombres que habrían surgido sobre la faz de la tierra como los antepasados de la humanidad actual. La ciencia nunca lo sabrá, porque los fósiles que ella encuentra no tienen placas de matriculación en sus muñecas, ninguna indicación cronológica asegurada capaz de establecer una certeza.

La única certeza nos la da la revelación de Aquel que fue el autor y el testigo, es decir, el Señor Dios mismo. Y su revelación nos habla de un padre y una madre al principio de toda la humanidad; Adam y Eva, y nadie más.

¿De dónde viene el entusiasmo de tantos clérigos por el poligenismo? No parece exagerado decir que, al menos en algunos casos, ante los hombres de ciencia (o los que pasan por tales) tienen miedo de ser los hombres de la Revelación; ante los hombres de conocimiento racional (y de un conocimiento racional que no es el más alto, siendo sólo «científico») se avergüenzan de ser los hombres del conocimiento divino. Uno se pregunta si tienen el coraje de su dignidad. Todavía nos preguntamos si su sentido de la adoración no se debilita lamentablemente y si no desconocen la soberanía de Dios, su trascendencia y su libertad. Estrictamente hablando, admiten que Dios interviene en el origen del hombre, pero entonces debe haber una intervención que no sea en modo alguno milagrosa, magnífica y mucho menos sobrenatural; una intervención que se va encerrando lentamente en el círculo cerrado de este famoso poligenismo, que han decidido que sea una ley de la aparición de las especies. Como si Dios no tuviera la libertad de hacer excepciones a las leyes de la naturaleza. Y, además, no se ha demostrado que el poligenismo sea una ley de la naturaleza, ni mucho menos.

Con la Santa Iglesia profesamos el monogenismo.

No ese falso y mezquino monogenismo que admite una sola pareja sólo con una condición escandalosa: Adán y Eva habrían sido idiotas según la naturaleza e inconscientes según la gracia.

Por el contrario, según el monogenismo católico, sostenemos que Adán y Eva fueron creados en un espléndido estado de justicia y santidad, un estado de privilegio; estaban llenos de gracia, adornados con dones preternaturales, muy hermosos en sus cuerpos, preservados de la muerte, libres de toda lujuria, protegidos de las inclemencias de la naturaleza y del sufrimiento personal.

En todos estos puntos la enseñanza del Génesis es muy clara. Incluso está confirmado y precisado por los Concilios.

El poligenismo se opone frontalmente, no sólo al dogma definido en Trento, sino también a la palabra formal del Señor sobre la monogamia primitiva. No se lo recalca a menudo, pero sigue siendo obvio. A los fariseos, que pretendían autorizar el divorcio, el Señor responde muy claramente afirmando la institución primordial del matrimonio monógamo: «El que creó al hombre, los creó desde el principio hombre y mujer, y dijo: por eso el hombre dejará a su padre ya su madre y se unirá a su esposa, y ambos serán una sola carne» (Mateo XIX, 4-6).

Estas palabras implican bien que había un solo hombre y una sola mujer al principio de nuestra especie.

¿Cómo se las arreglan los defensores del poligenismo para que su teología se ajuste al texto del Evangelio?

Dirán, por ejemplo: incluso tomando al hombre y a la mujer en un sentido colectivo y plural, podemos salvaguardar la monogamia primitiva; es lícito suponer, de hecho, que se trata de un número rigurosamente igual de niños y niñas engendrados por bestias hominianas; una vez alcanzada la edad para contraer matrimonio, estos primeros hombres y mujeres fueron unidos por Dios, sin dificultad, en matrimonios estrictamente monógamos.

Esta hipótesis no carece de picante especioso; es pasablemente extraña. Pero, sobre todo, está cargada con un vicio radical para los poligenistas, porque recurre a un milagroísmo desesperado.

Habrían sido necesarios muchos milagros para obtener, del florecimiento poligenético de los humanos, una monogamia original absoluta.

Sin embargo, los poligenistas no quieren saber nada con el milagro. Pretenden encerrar la obra divina en lo que suponen es la ley inflexible de la aparición de los vivos: la poligenesia. Pero, como perseveran en rechazar el milagro simple y armonioso de la creación del hombre y la mujer, como lo relata la Biblia, aquí se ven obligados a imaginar una serie de milagros despeinados, para reconciliar la monogamia original, que están tratando de sostener, y el poligenismo, que no quieren abandonar.

Sólo queremos que se fijen en su propia contradicción, es decir, este recurso obligatorio a milagros extraños cuando quieren descartar el milagro.

Y todo ello por haber soñado con reconciliar lo irreconciliable: la fábula poligenista y la doctrina de la Iglesia sobre la monogamia original.

También deseamos un poco de modestia a los poligenistas. Su presunción es inconmensurable. Pretenden ser los primeros, desde los Apóstoles, en saber leer la Escritura, los Padres y los Concilios. Durante casi dos milenios, la Iglesia ha explicado en un sentido monogenista el origen del hombre. Durante casi dos mil años, los comentaristas católicos y las liturgias unánimes han hablado de Adán y Eva como una pareja única cuya naturaleza y culpa hemos heredado. Y ahora bastaría con que aparecieran los postulantes del poligenismo para que esto se cambiara de arriba abajo, y nos veríamos obligados a leer pluralidad de origen donde siempre habíamos leído durante veinte siglos, unidad, singularidad.

Realmente estos señores no dudan de nada.

Sin mencionar que su teoría conduce directamente al racismo. Si tenemos varios primeros padres, si no todos somos del mismo linaje, siendo uno en Adán (en quien todos hemos pecado), entonces será muy difícil escapar a la idea racista de algún linaje privilegiado, destinado por su origen especial para aplastar a los desafortunados descendientes de otra línea.

Los poligenistas harían bien en pensar en estas aterradoras consecuencias.

– 6. Límites de la paleontología. Los dos modos de expresión a nuestra disposición para hablar del estado primario del hombre

Si la revelación del pecado original, como pecado, tiene como base escrituraria principal el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, por otro lado, cuando se trata de la justicia original perdida por el pecado, la base escrituraria principal se encuentra en los capítulos dos y tres del libro del Génesis. Lo veremos aún mejor leyendo los comentarios de Dom Calmet, ese exégeta entrañable y erudito que vivió a principios del siglo XVIII.

Mientras estaba en la biblioteca sumergido con entusiasmo en los textos de Dom Calmet, mientras admiraba este pensamiento tan honesto y tan cristiano, esta expresión límpida, generosa, relajada, he aquí que un «especialista» en Sagrada Escritura se cruzó y tranquilamente me declaró, como si fuera lo más obvio del mundo: «Está bien superado. Este no es nuestra problemática”.

Esto es indudablemente cierto, si se trata de la ubicación del paraíso terrenal o de cuestiones similares. Los exégetas contemporáneos han entendido mejor cómo el autor sagrado no pretendía proporcionar información geográfica sobre el Edén.

Pero cuando se trata del estado de justicia original, la tentación y la caída, y ante todo la creación de Adán y Eva, la problemática de Dom Calmet es tan correcta en nuestro tiempo como lo fue hace dos siglos.

Dom Calmet entendió muy bien que Moisés nos enseña un conjunto de hechos reales, históricamente sucedidos, aunque en una forma literaria que no es la de historia en el sentido corriente de la palabra.

Dom Calmet ve esto como los modernos y sabe decirlo en un lenguaje honesto y relajante, que los especialistas contemporáneos no han encontrado.

Leeremos más abajo parte de su comentario.

Observemos antes que, para conocer los hechos de nuestros orígenes tal como la fe nos los garantiza, tenemos la opción sólo entre dos formas de presentación:

– o una presentación mediante enunciados abstractos: la que se deduce de los infalibles textos de los Concilios;

– o bien una puesta en escena concreta, la del Génesis, que relata lo que ha sucedido históricamente, pero sin el rigor científico de la historia en el sentido moderno.

La tercera presentación, tan deseada por algunos, una presentación rigurosamente científica que estaría de acuerdo con la fe, nunca se hizo y, en nuestra opinión, nunca se podrá hacer.

Recordemos, mejor, las declaraciones abstractas que contienen nuestra fe y, como ejercicio, tratemos de excogitar una transcripción rigurosamente científica.

¿Cómo se llega allí? ¿Cuál podría ser la traducción en términos de ciencia de las siguientes afirmaciones: Dios creó a un hombre en estado de inocencia, felicidad y santidad; le hizo una ayuda semejante a él; los unió en un matrimonio indisoluble; sometió a una prueba su amor y su obediencia?

En la puesta en escena bíblica de estos hechos, absolutamente ciertos, algunos se traducen de manera a la vez concreta y fiel.

¿Es posible esta traducción en el lenguaje de la ciencia?

¿Diremos, por ejemplo, que Dios usó una bestia preexistente, ya adulta, para formar el cuerpo del primer hombre? Nadie puede probarlo.

¿Diremos, por otra parte, que el cuerpo del primer hombre «resulta de la infusión de un alma humana en una célula (animal germinal) pre-ordenada» a eso? ¿Cómo probarlo?

Y, de todos modos, sólo estamos haciendo retroceder el problema. Porque, suponiendo, lo cual repugna, que un animal dé a luz a un pequeño hombre, ¿cómo representamos la conservación y la educación de este primer bebé de nuestra especie? Si se alega una Providencia atenta que prodiga maravillas para defenderla y salvarla, sólo se está multiplicando las intervenciones milagrosas, cuando en realidad se busca una visión científica que, precisamente, evite los milagros en la medida de lo posible.

Lo mismo ocurre con el origen de la mujer, si se la saca, en nombre de la ciencia, de la célula germinal de alguna bestia pre-ordenada a esta promoción.

Y eso no es todo. Si se quiere explicar científicamente cómo el primer hombre y la primera mujer, traídos al mundo por alguna bestia, crecieron entre animales salvajes, desde su más tierna infancia, sin ser devorados, entonces, cuando llegaron a la edad de casarse, ¿cómo terminaron reuniéndose en el vasto planeta?

En resumen, si se pretende expresar en términos científicos las declaraciones de fe sobre nuestros orígenes, se embarca en una serie de invenciones extrañas y fantásticas, todas tejidas de milagros que, al final, no se basan en ningún argumento científico sólido.

Coincidámonos de una vez en esto: si bien las ciencias prehistóricas y paleontológicas han avanzado mucho desde Boucher de Perthes, hay un hecho que queda fuera de su alcance: la aparición en el globo, con sus circunstancias reales según la naturaleza y según la gracia, del primer hombre y la primera mujer.

Las ciencias prehistóricas y paleontológicas son capaces de precisar, en cierta medida, lo que sucedió con los descendientes del primer hombre y la primera mujer; existen evidencias de su condición mortal, de su sentido religioso, de su intuición artística; los fósiles en gran número nos traen sus indiscutibles testimonios.

Pero, para los dos primeros de nuestra especie, ningún fósil existe del que podamos afirmar: aquí está el cuerpo de los primeros padres. Y aunque así pudiésemos afirmarlo, el lenguaje de la paleontología, que es la ciencia de los fósiles, no lograría expresar lo que sucedió a los hombres que, precisamente, estaban exentos de la necesidad de convertirse en fósiles.

El lenguaje de la ciencia paleontológica se construye a partir de documentos que revelan, no cualquier estado del hombre, sino un estado muy específico: aquel en el que se ha vuelto mortal y fosilizable.

Pero lo que nos preocupa es, por definición, un estado del hombre completamente diferente: la condición privilegiada de la justicia original.

Los documentos fósiles no nos permiten comentar sobre esto. Quedan, o los enunciados de los textos conciliares que utilizan un lenguaje que no es «científico», sino ontológico, o la puesta en escena poética y concreta, pero también ontológica, del comienzo del Génesis.

Me parece que rara vez se señalan los límites infranqueables de la expresión humana cuando se emplea el lenguaje científico, ya sea biológico o paleontológico. Sin embargo, está bastante claro. La biología, por ejemplo, no puede expresar lo que pertenece a la espiritualidad como tal; y, de manera similar, la paleontología no puede describir lo que pertenece a un estado en el que sus hallazgos fósiles no tienen lugar.

Si hablo de biología es porque estoy pensando en el estado de los cuerpos después de la resurrección general. Es cierto que su condición será muy diferente a la de la vida actual: ni comida, ni sueño, ni generación (I Cor. XV) Por tanto, la biología no puede darnos aquí ninguna información válida, ya que estudia la vida sólo en la condición presente.

Solo tenemos dos fuentes de información:

– primero las declaraciones del Magisterio de la Iglesia sobre esta cuestión,

– luego las animadas evocaciones de los Evangelios sinópticos y de San Juan sobre las apariciones de Jesús Resucitado.

Pero, en ninguno de los dos casos, tampoco tiene lugar allí el lenguaje de la ciencia.

Por lo tanto, hay dos estados del hombre que no soportan ser expresados en un lenguaje científico, por la razón de que siempre faltarán los documentos de la ciencia:

– el estado de justicia original antes de la caída;

– el estado de gloria (o condenación) después de la resurrección del cuerpo.

Pero tenemos una manera de expresar con verdad, tanto uno como el otro, en el lenguaje del sentido común; porque, a diferencia del vocabulario especializado de las ciencias naturales y de la vida, el lenguaje del sentido común es fundamentalmente ontológico.

En las cuestiones que aquí nos conciernen él se expresa de dos formas:

– ya sean las propuestas del Magisterio Eclesiástico,

– o las evocaciones de la Sagrada Escritura, tan vivas, tan radiantes de poesía.

***

– 7. El comentario de Dom Calmet sobre el Génesis

Ahora leeremos algunos extractos del comentario de Dom Calmet.

Y mandó Yahvé Dios al hombre, diciendo: “De cualquier árbol del jardín podéis comer, mas del árbol del conocimiento del bien y del mal, no comeréis; porque el día en que comieres de él, moriréis sin remedio” (II, 16-17).

“Las Escrituras siempre nos representan … la acción de la voluntad de Adán como una acción que influyó en toda la naturaleza humana … Es comparado con el Salvador, en que perdió su posteridad por su desobediencia, como Jesucristo la redimió por su obediencia … Es indiscutible que Adán incurrió en la muerte del alma por su pecado, pero parece que Moisés aquí expresa directamente sólo el efecto sensible del pecado, que es la muerte del cuerpo”.

Entonces dijo Yahvé Dios: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda semejante a él” (II, 18).

“Una persona que le ayude, que le convenga, que sea de la misma condición, de la misma naturaleza, de la misma calidad que él; que tenga los mismos intereses y las mismas inclinaciones que él”.

Formados, pues, de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo, los hizo Yahvé Dios desfilar ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que el nombre de todos los seres vivientes fuese aquel que les pusiera el hombre (II, 18).

«La idea que las Escrituras dan del estado de Adán durante su inocencia nos hace concebirlo como el señor de los animales; ahora bien, no podría haber ejercido su imperio sobre ellos, si Dios no les hubiera dado una sumisión natural a la voz y a los signos que el hombre podría usar para mandarlos… El imperio de Adán sobre las bestias no era un imperio violento, difícil, penoso, tal como es este remanente de dominio que Dios nos ha conservado sobre ellos”.

Así, pues, el hombre puso nombres a todos los animales domésticos, y a las aves del cielo, y a todas las bestias del campo (II, 20).

«Es una marca de autoridad nombrar a alguien y es una prueba de profunda sabiduría en saber nombrar todo por su nombre. Ha sido necesario que el primer hombre fuese colmado de un conocimiento perfecto de la naturaleza de las cosas para poder darles nombres de acuerdo con sus propiedades. Los antiguos Filósofos admiraban con razón la invención del lenguaje y la penetración de aquél que lo formó y que nombró por primera vez a las criaturas».

De la costilla que Yahvé Dios había tomado del hombre, formó una mujer y la condujo ante el hombre. Y dijo el hombre: “Esta vez sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne; esta será llamada varona, porque del varón ha sido tomada” (II, 23).

«Adán, que hasta ahora no había encontrado a nadie que se le pareciera, que fuera de la misma naturaleza que él, se reconoce a sí mismo en Eva. Ve su sangre, su carne, sus huesos…”

Averiguar si Adán tenía una costilla menos que nosotros… son preguntas infantiles adecuadas para divertir a las personas que abusan de su tiempo libre.

Estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, mas no se avergonzaban (II, 25).

“Moisés señala aquí que nuestros primeros padres no se avergonzaban de su desnudez, pero no da la razón. Luego señala que comenzaron a ver su desnudez inmediatamente después de su pecado, y que buscaron cubrirla. Por lo que insinúa que el pecado y la concupiscencia, que es consecuencia de él, son la única causa del desorden y de la rebelión de la carne contra el espíritu y, en consecuencia, de la vergüenza que la acompaña … Hay una cierta vana e irrazonable vergüenza que se basa únicamente en la opinión, la vanidad y la mala costumbre; pero hay otra que se basa en la naturaleza y en la oposición que una cosa tiene con el buen orden, el pudor, la modestia y la razón; y esta última vergüenza siempre ha sido común a todos los pueblos razonables y civilizados”.

La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahvé Dios había hecho (III, 1).

“La forma en que Moisés cuenta esta historia de la caída de nuestros primeros padres es bastante peculiar. Utiliza expresiones figurativas y enigmáticas y esconde bajo una especie de parábola el relato de algo muy real y la historia más seria e importante que jamás haya existido. Nos representa una serpiente, el más astuto de todos los animales, que habla, que razona con Eva, que la seduce y que atrae las maldiciones de Dios. Parece que el historiador sagrado se ha olvidado del demonio, que fue la primera causa del mal y que todo el dolor que merecía la serpiente invisible recayó sobre un animal, que era solo el instrumento que había usado el demonio. Moisés en todo esto esgrime tan bien sus expresiones que es fácil ver que quiere marcar una serpiente distinta a la que le habla a Eva; y entre las maldiciones con las que Dios golpea a la serpiente hay algunas que sólo pueden caer sobre el demonio, por ejemplo, lo que dice sobre la enemistad que pondrá entre la mujer y la serpiente …”

Respondió la mujer a la serpiente: “Podemos comer del fruto de los árboles del jardín; mas del fruto del árbol que está en el medio del jardín, ha dicho Dios: “No comáis de él, ni lo toquéis, no sea que muráis” (III, 2-4).

“La primera mujer ya había dejado que algunas nubes entraran en su espíritu y alguna frialdad en su corazón, antes de que la serpiente se acercara para tentarla. El demonio notó en ella disposiciones y aberturas para llevarla a la desobediencia a su Creador. Ella no cayó repentinamente en el crimen, perdió su inocencia por grados. Comenzó con una mirada demasiada delicada y complaciente para ella misma; tuvo una curiosidad que producía disipación en su mente; amó su propia excelencia y su corazón se sintió enfriar respecto de su Dios, a quien debía todo su amor: se compartía, se amaba demasiado, e insensiblemente sentía pena por verse obligada a obedecer a Dios. Surgió el demonio, la tomó por su debilidad, aduló su inclinación por la independencia, aumentó su desconfianza en Dios, le prometió ciencia…; completamente llena de estas promesas, olvidó su deber, amó su error, comió el fruto y no tuvo dificultad en convencer a Adán, que podría estar en disposiciones similares, de comer algo como ella … Eva imperceptiblemente le dio al diablo un atisbo de que dudaba que la amenaza de Dios fuera absoluta”.

Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comida y una delicia para los ojos, y que el árbol era apetecible para alcanzar sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido que estaba con ella, y él comió también. Efectivamente se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; por lo cual cosieron hojas de higuera y se hicieron delantales (III, 6-7.)

«Adán no sucumbió a la tentación de la serpiente, pero no tuvo la fuerza para resistir a las palabras de su esposa. Y si el hombre está por encima de la mujer por la fuerza de su espíritu y por la extensión de su conocimiento, su caída es más profunda, su orgullo más insolente y su desobediencia más punible … El orgullo es la fuente de todos estos crímenes; produce ceguera de la mente, hinchazón del corazón, curiosidad, glotonería, desobediencia, a lo que San Pablo atribuye todo mal (Rom. V, 19): muchos se han hecho pecadores por la desobediencia de uno…. La perturbación de sus pasiones y la rebelión de su carne contra su espíritu, los confundió. Reconocieron su desnudez. No lo habían notado antes porque ella no tenía nada de qué avergonzarse”.

Yahvé Dios llamó a Adán (III, 8).

“Dios busca a Adán como si no supiera dónde está. Quiere darle la oportunidad de admitir su falta … San Bernardo (lib. De prœcepto et dispensat. c. 11) creía que lo que hizo que la falta de Adán fuera tan digna de la ira de Dios fue principalmente esta mala excusa que buscó acusando a su esposa, en lugar de admitir humildemente su culpa».

Entonces dijo Yahvé Dios a la serpiente: “Por haber hecho esto, serás maldita como ninguna otra bestia doméstica o salvaje. Sobre tu vientre caminarás, y polvo comerás todos los días de tu vida” (III, 14).

“Moisés, bajo la idea de la serpiente, insinuó a los israelitas el castigo del diablo. Esto no debe tomarse literalmente … sólo marca que siempre arrastrándose por la tierra la serpiente come sólo comida que está sucia y estropeada con polvo … el diablo se come la tierra en la rabia y desesperación donde está; y se alimenta de la basura y de los crímenes que cometen los hombres carnales y terrenales…; el demonio considera a todos los hombres como sus enemigos y es considerado un adversario irreconciliable. Aunque el demonio en el inflexible estado de malicia en el que se encontraba cuando tentó a Eva ya no podía merecer más castigo, es cierto que sintió un aumento de rabia y desesperación cuando vio que Dios castigaba su malicia al no permitir que la caída de nuestros primeros padres quedara sin recursos, y prometiese la victoria contra él a la mujer y al que iba a nacer de ella».

Hasta que vuelvas a la tierra; pues de ella fuiste tomado. Polvo eres y al polvo volverás (III, 19).

«Dios no podía decir al hombre nada más claro para hacerle sentir mejor su pecado y la pérdida que acababa de sufrir. De terrenal, podría, permaneciendo fiel, volverse inmortal y eternamente feliz; y por su pecado queda sujeto a la muerte y a mil incomodidades”.

Adán puso a su mujer el nombre de Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes (III, 20).

“Primero le dio a su esposa el nombre Ischah (es decir, un ser semejante a él; un ser diferente, pero en el que se reconocía a sí mismo), que es adecuado para todas las mujeres. Después de su pecado, la nombró Hievah, con un nombre que marca su gratitud por que Dios les había preservado la vida después de su pecado, y la esperanza que tenía de perpetuar con ella su especie y transmitir la vida a su posteridad. La versión de los Setenta traduce Hevah por Zoe, que en griego significa vida, como Hevah lo significa en hebreo. Zoe en griego es un nombre femenino. Pero Hevah significa algo más: marca a aquella que da la vida”.

Después Yahvé Dios expulsó a Adán del jardín del Edén, para que labrase la tierra de donde había sido tomado (III, 22).

“Se puede juzgar su pesar, lágrimas y confusión cuando llegó a contemplar, a sangre fría, la horrible pérdida que había sufrido y el abismo de males al que se había precipitado con todos sus descendientes. Sin duda, hizo falta una fe muy fuerte y la ayuda todopoderosa de la gracia para evitar que recayera en la desesperación al ver una desgracia tan extraña.

Lo que Dios quiso enseñarnos a través de Moisés sobre la creación del mundo y la caída del hombre.

En este relato encontramos la solución de esa multitud de dificultades que habían ocupado durante tantos siglos a los más grandes genios y que las habían compartido de tantas maneras en la moral y en las ciencias naturales.

Conocemos exactamente al autor y origen del universo, la causa de este prodigioso desborde de males, crímenes y corrupción que hemos visto reinar en todos los tiempos, y que incluso ha dado lugar a algunos dudar de la Providencia sobre las cosas de aquí abajo, ya que, según ellos, parecen andar desordenadamente, por lo que parecería que no estaríamos haciendo suficiente honor a Dios para creer que se va mezclado en ellas… Después del desenlace del pecado original ya no debemos asombrarnos por esta contradicción tan extraña en el mismo hombre … Pero en medio de nuestra desgracia, lo feliz y consolador es que leemos aquí la promesa de nuestra reconciliación y nuestra salvación; allí encontramos al prometido Jesucristo, victorioso sobre la muerte y el diablo, y esta es la solución a todas las dificultades de nuestra santa religión.

Cuando uno reconoce al viejo Adán prevaricador y al nuevo Adán liberador, todas estas contradicciones se desvanecen y todas las dudas se disipan …

El Espíritu divino que gobernó la mano de Moisés impartió sus verdades de tal manera que arrojó tanta luz como fue necesaria para convencer a las mentes bien hechas y a las almas bien dispuestas; y que queda suficiente oscuridad allí para cegar las mentes rebeldes y los corazones enemigos de la luz”.

***

– 8. Bautismo y Limbo

El rasgo más sobresaliente del misterio del pecado original es el de la continuidad con nuestro primer padre o de nuestra recapitulación en Adán por el pecado y la condenación.

Queda que, en la fe cristiana, este formidable misterio es absolutamente inseparable de un misterio de misericordia que lo ilumina y apacigua: el misterio redentor de otra recapitulación y otra continuidad.

De hecho, la Redención por medio de Cristo nos establece en continuidad con el Hijo de Dios Encarnado, hasta el punto de formar su Cuerpo Místico.

Sin embargo, la saludable continuidad con Cristo, el nuevo Adán, no tiene la misma forma que la continuidad con el primer Adán. Si bien basta con ser engendrado, ser hijo del género humano, derivado de Adán, para participar en el estado de pecado, sin ninguna iniciativa personal; sin embargo, para recibir la gracia divina de Jesús, para ser purificado del pecado original y de todo pecado actual, una iniciativa personal es esencial; es necesario creer y presentarse al Bautismo.

Por el hecho de la venida de Cristo, la transmisión del pecado por generación no cambia; sería difícil entender por qué sería así; no vemos cómo la Redención habría inventado un medio de transmisión de nuestra naturaleza distinto de la generación; y esto nos pone en continuidad con Adán y su pecado.

Pero todo lo que pudo hacer la venida de Cristo, su muerte y su resurrección, ella lo hizo; todo lo que podía cambiarse, ha cambiado: dado que nuestra naturaleza se realiza en personas capaces de actos libres y voluntarios, Cristo hizo posible que, con una gestión libre y voluntaria, pudiéramos recibir la gracia, ser regenerados y recapitulados en Él.

Tengamos en cuenta que esta gestión libre y personal es el acto de fe y la aceptación del Bautismo. Y, si el acto de fe es imposible por falta del uso de la libertad, es necesario que otras personas nos presenten para el Bautismo sacramental, en la fe de la Iglesia.

Sobre la absoluta necesidad del Bautismo, los textos son demasiado claros. “Nadie, a menos que nazca del agua y del Espíritu, puede entrar en el Reino de Dios” (Jo. III, 5; ver también Mat. XXVIII, 19 y Marc. XVI, 16).

Sobre la necesidad de tener fe al acercarse al Bautismo, de tener, al menos, la fe de la Iglesia si uno es incapaz de un acto consciente, también es muy clara la doctrina establecida: «Cuando decimos que los niños pequeños se bautizan en la fe de sus padres, el significado no es que serían … fieles por la fe de los demás … Ningún católico ha enseñado jamás que los niños pequeños viven por la fe de los demás; viven de su propia fe, que es habitual en ellos. El significado tampoco es … que la fe que los justifica provenga de la fe y de las oraciones de la Iglesia y de quienes los llevan al bautismo, porque la fe que los justifica está infundida en ellos por el sacramento mismo, ex opere operato sacramenti (por la acción del sacramento en sí mismo), no la tienen de la devoción del ministro o de la Iglesia. El significado es que el acto de fe (el paso personal de fe) requerido antes del sacramento, es el acto propio, no de los niños, sino de los demás. Porque si los padres, o los que tienen cargo de los niños no creyesen, no los presentarían para el Bautismo» (San Roberto Belarmino, Las Controversias sobre el bautismo, libro 1, cap. 2. Ver también Concilio de Trento, canon 18 sobre el Bautismo, y canon 4 sobre el Pecado Original).

Queremos mostrar aquí que la regeneración bautismal en Cristo repara sobreabundantemente la primera falta, ilumina los sufrimientos que causó y nos pone en una condición mucho más elevada que la felicidad edénica, ya que de ahora en adelante es con el mismo Hijo de Dios, hecho hombre para nosotros, que formamos un solo cuerpo por la gracia de la cruz. ¡Oh, feliz falta!

***

Como a menudo hemos enfatizado estas verdades, no volveremos a ellas ahora. Más bien, consideramos un misterio relacionado: el destino de los niños pequeños que mueren con el pecado original porque no han sido bautizados.

¿Cuál será su destino eterno?

La Iglesia responde: el Limbo.

No la felicidad sobrenatural imborrable del Paraíso de Dios, en la visión beatífica de las Tres Personas, en compañía del Verbo Encarnado, de María Madre de Dios, de los Ángeles y de los Santos. (Esta felicidad les es inaccesible porque no han sido purificados del pecado y no han recibido la gracia de Cristo).

No el Infierno de la rebelión, del odio y de las llamas inextinguibles, ya que nunca han ofendido a Dios personalmente; y ni siquiera tuvieron la idea de ofenderlo. Sería impensable que las almas de estos pequeños, que siempre estuvieron dormidos en esta tierra, despertaran repentinamente en la eternidad para odiar y maldecir.

Así que, ni el Cielo ni el Infierno, sino el Limbo; un conocimiento de Dios simplemente proporcionado a las fuerzas naturales, y nada más; un amor de Dios simplemente natural; nada comparable a la caridad con que los Santos arden aquí abajo y que brilla eternamente en la Jerusalén celestial; una cierta pero única felicidad natural, nada del orden de la felicidad sobrenatural de los elegidos que son introducidos en la intimidad de las Tres Personas divinas.

La condición de estos niños es sin duda lamentable, ella está infinitamente por debajo de aquello a lo cual estamos llamados. Solamente que estos pequeños no saben nada al respecto y nunca tendrán la menor idea; no fueron iluminados por las luces de la fe.

Partiendo de la idea muy acertada de que los infantes que mueren sin el Bautismo no están en un estado de integridad, sino de pecado, algunos han imaginado al Limbo como un compartimiento del Infierno de los condenados; un lugar horrible de tormento y odio.

Esto se debió a no ver que el pecado original, por muy pecado que sea, no procede de una responsabilidad personal; es un estado de pecado heredado sin culpa personal, un pecado de la naturaleza.

Ahora bien, el Infierno, con el odio que es su parte constitutiva y el fuego misterioso que le es inseparable, es el castigo de los pecados personales; presupone la responsabilidad del condenado, su deliberado endurecimiento en el pecado mientras aún era libre.

El niño que murió sin Bautismo antes del uso de la razón nunca pudo hacer un acto libre. Si hubiera despertado en esta tierra a la vida moral, debería haber estado en relación con el orden de la gracia, el único para el que estamos hechos; debería haber aceptado o rehusado la gracia, practicado o ignorado la ley, vencido la tentación o sucumbiendo.

Pero de este universo de gracia y pecado fue excluido, encontrándose incapaz de realizar ningún acto libre. Murió privado de la gracia, pero nunca negó la gracia, nunca tuvo la más mínima noción de un orden de gracia.

Muere sin haber realizado nunca un acto de concupiscencia y está para siempre inmune a tales actos, porque la concupiscencia no puede ejercerse en el universo de la otra vida. Ya no hay, en ese universo inimaginable, el matrimonio que buscar, la carrera que perseguir, la humillación que vengar o la ambición a hacer prevalecer.

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El Bautismo es absolutamente indispensable (el Bautismo y la Fe) para ser regenerado en Cristo y purificado del pecado original. Y si el Bautismo de agua, el Bautismo Sacramental, el Bautismo como signo sensible determinado, conferido en esta sociedad visible y jerárquica que es la Santa Iglesia, si tal Bautismo puede ser suplido por el Bautismo de deseo, es porque ese deseo, que obtiene la regeneración en Cristo, implica absolutamente (aunque más no sea implícitamente) el Sacramento del Bautismo.

Las palabras de la Escritura son formales y la doctrina de la Iglesia no podría ser más clara sobre esta cuestión fundamental: “Si alguno niega que los niños recién nacidos se hayan de bautizar, aunque sean hijos de padres bautizados; o dice que se bautizan para que se les perdonen los pecados, pero que nada participan del pecado original de Adán, de que necesiten purificarse con el baño de la regeneración para conseguir la vida eterna; de donde es consiguiente que la forma del bautismo se entienda respecto de ellos no verdadera, sino falsa en orden a la remisión de los pecados; sea excomulgado” (Concilio de Trento, canon 4 sobre el Pecado Original).

Una participación en la salvación en Cristo sólo por la actitud interior, sólo por la fe, independiente de cualquier signo visible y de cualquier incorporación a la Iglesia, tal vez no sea impensable. Ciertamente es mucho menos adecuada para seres que no son espíritus puros, que dependen terriblemente, especialmente desde la primera falta, del universo sensible y de la vida en sociedad.

En cualquier caso, la enseñanza revelada es lo que hay de más explícito sobre la necesidad del Bautismo en Cristo para obtener la salvación.

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El niño pequeño no bautizado que muere antes del uso de la razón, despertará a la vida consciente sólo en el otro mundo, en un mundo donde, por definición, no hay elección. Aunque privado de la gracia, que debiera tener, y además sin saber que está privado de ella, no puede estar en desacuerdo con Dios, al que hubiera querido personalmente, no habiendo hecho nunca, durante su vida inconsciente y efímera, el menor movimiento contra Dios.

Despertará a la vida consciente en el otro mundo, sólo con ese conocimiento natural de Dios que es propio del alma separada; el amor natural de Dios florece como resultado de este conocimiento, y, con el amor natural de Dios, la felicidad natural.

Agreguemos que, durante la resurrección general, cuando toda la naturaleza humana, en cada uno de los individuos, buenos y malos, sea completamente restaurada en Cristo por la victoria sobre la muerte, también resucitarán los pequeños del Limbo; resucitarán, no para ser castigados en su cuerpo, sino para asociar su cuerpo, que no ha servido al pecado, a la felicidad natural de su alma.

No escaparán al poder que pertenece a Jesucristo para revivir toda carne; pero no serán admitidos a la gloria de los bienaventurados en la compañía de Cristo, porque no han hecho nada por ello; nunca tuvieron los medios para realizar un acto libre y, por lo tanto, un acto de fe; y, además, no fueron llevados al Bautismo en la fe de la Iglesia.

Resucitados, serán felices incluso en su cuerpo, pero no con la felicidad del Cielo. El abismo permanecerá intransitable entre la felicidad natural del Limbo y la bienaventuranza celestial, que es la entrada inefable a la alegría reservada a Dios (Mt. XXV, 23).

Aquellos que, por una bondad mal comprendida, quisieran dar participación de la gloria eterna a estos niños no culpables de falta personal, pero, sin embargo, no bautizados, deben darse cuenta que abolen la absoluta necesidad del Bautismo.

Pero, si el Bautismo sacramental no es absolutamente necesario para la vida eterna, entonces es la necesidad de la Iglesia la que queda abolida. Una religión definida y visible ya no es esencial. Estamos cayendo en la arbitrariedad y el caos.

Este es el resultado lógico de un movimiento de bondad que pretende salvar a los hombres de una manera diferente a la establecida por Dios.

El pecado original, con la privación de la gracia y con las concupiscencias, no puede tener el mismo significado eterno para quien, aún no purificado de este pecado, se compromete personalmente por un acto libre y, por tanto, pone en cuestión el Cielo o el infierno, que para quien, tampoco purificado, nunca habrá tenido la posibilidad de un compromiso libre.

A pesar del idéntico estado de pecado heredado, privación de la gracia más la concupiscencia, el destino eterno es necesariamente diferente, dependiendo de si el estado de pecado se manifestó por una elección personal, o no se manifestó por falta del despertar de la razón.

***

Hay un conjunto de verdades que la meditación sobre el pecado original nos hace sentir su peso y nos muestra la importancia capital; aquí hay una lista incompleta de ellas:

– unidad de la especie humana en Adán y Eva;

– continuidad inevitable con nuestros primeros padres en el orden de la falta, mientras que esta continuidad se tenía que lograr en el orden de la gracia;

– continuidad con Jesucristo para la salvación sobrenatural, pero muy diferente de la continuidad con Adán: ya no por generación y según naturaleza, sino por el acto personal de fe y el Sacramento del Bautismo (Canon 13 del Concilio de Trento sobre el Bautismo = “Si alguno dijere, que los párvulos después de recibido el Bautismo, no se deben contar entre los fieles, por cuanto no hacen acto de fe, y que por esta causa se deben rebautizar cuando lleguen a la edad y uso de la razón; o que es más conveniente dejar de bautizarlos, que el conferirles el Bautismo en sola la fe de la Iglesia, sin que ellos crean con acto suyo propio; sea excomulgado”);

– gravedad de la generación carnal;

– necesidad de Bautismo en agua;

– desgracia de morir sin bautizar, incluso si en virtud del sueño de la conciencia uno es inocente de cualquier acto malo;

– consecuencias eternas e irrevocables de la vida en este mundo, incluso para quienes no han realizado ninguna acción libre: el papel decisivo de la familia no sólo para dar a los niños una educación honesta, sino ante todo para su salvación eterna;

– privilegio inaudito de una hija de Adán y Eva, la Santísima Virgen María, quien, engendrada de Adán y Eva como todos nosotros, fue preservada del pecado original y llena de gracia.

Sin duda, las cosas podrían haber sido diferentes, sin ser necesariamente absurdas. Podrían haber pasado de otra manera, sin ser ininteligibles.

Y muchos teólogos, haciéndose culpables, enseñan que las cosas sucedieron de otra manera.

Según ellos, el pecado original se fusionaría con la flaqueza de nuestra naturaleza, y estaría lejos de ser un pecado real, es decir, la muerte del alma, por culpa de Adán, aunque diferente del pecado personal.

La unidad de la pareja original ya no sería admisible, porque presupone una perspectiva inmovilista muy anticuada; por el contrario, se habría producido una proliferación de primeros hombres.

No sería primero para borrar el pecado de Adán, comunicado a todos nosotros, que el Hijo de Dios habría nacido de la Virgen y muerto en la cruz, ya que no hay un primer Adán único, ni un verdadero pecado transmitido a sus descendientes.

El Bautismo sería un rito opcional para la salvación eterna y el Limbo un mito complicado.

Esta doctrina, cada vez más susurrada o proclamada abiertamente, ya no tiene nada que ver con la fe cristiana ni con la sana teología.

Estas son fábulas, es novedoso, esta es una nueva religión.

Nosotros aceptamos la religión cristiana tal como es, así como la verdad cuyo cuidado y depósito tiene la Iglesia de Cristo, estando absolutamente seguros de que seremos salvos sólo por la profesión de la fe teologal y por la caridad fundada en esta fe.

Asimismo, el mundo sólo puede salvarse proclamando la fe verdadera. Darle otra cosa, aunque fueran novelas teológicas ingeniosamente elaboradas, y que le gustan durante una temporada, es apartarlo de la salvación, no es tener piedad de él, a pesar de las apariencias.

La primera misericordia que se debe mostrar al mundo es transmitirle, en su integridad y su trascendencia, la fe católica.

Père Roger-Thomas Calmel, O.P.