Padre Juan del Corazón de Jesús Dehon: Coronas de amor al Sagrado Corazón
Extraídas del libro
“CORONAS DE AMOR AL SAGRADO CORAZÓN”
del Reverendo Padre Juan del Corazón de Jesús (León Gustavo Dehon),
Fundador de los Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús.
Día 2
PRIMER MISTERIO: VIDA DE AMOR DEL SAGRADO CORAZÓN EN LA EUCARISTÍA
SEGUNDA MEDITACIÓN: EL Sagrado Corazón en la Eucaristía obra una nueva extensión de la Encarnación
Primer carácter de la vida de amor: el amor que se da.
El primer prodigio que nos impresiona en el misterio de la Encarnación es la habitación de Dios con nosotros, como uno de nosotros: «Emmanuel: Deus nobiscum». – «Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis». Por su omnipresencia, Dios habita siempre con nosotros, pero el infinito lo separa de nuestra pobre humanidad. Él no tiene un corazón de hombre para sentir, por experiencia, lo que es la compasión. Y esto es lo que el Verbo realizó haciéndose hombre: se hizo nuestro amigo, nuestro compañero, nuestro hermano; es nuestro Padre y como nuestro Hijo. Tales son los secretos que nos revelaron Belén y Nazaret. Allá vimos el Dios omnipotente, la sabiduría eterna transformada en un encantador, pero frágil niño, humilde, sumiso, haciéndose el pequeño siervo de sus criaturas y, más tarde, continuando en su vida apostólica, por amor, este servicio de su Corazón para con los hombres. ¿No era Él nuestro servidor, Aquel cuya entera ocupación era curar las enfermedades de nuestra alma y de nuestro cuerpo? ¡Oh! ¡Cómo es verdadera esta palabra de nuestro dulce Salvador: El Hijo del Hombre vino para servir y no para ser servido! ¡Descendió del cielo y se hizo hombre!
¡Estos son los prodigios que este Corazón adorable realizó! No piensa más que en hacernos subir y no sueña sino en descender hasta nosotros.
Pero el misterio de la Ascensión parecía poner término a este estado de abajamiento amoroso del Hijo de Dios. Él se oculta, entonces, a nuestros ojos, se reviste para siempre de una gloria más resplandeciente que la del Tabor; se sienta a la derecha del Padre con el título de Rey, también temporal, y el poder de juez. ¿Cómo osaremos de ahora en adelante llamarlo nuestro hermano, incluso si Él gusta darnos este dulce nombre, también tras la Resurrección? Y si Él es nuestro hermano, ¿no es como José, cuyo poder y majestad hacían temblar a aquellos que lo habían traído, a aquellos que lo habían vendido? No, Él regresa a nosotros como amigo, como hermano afectuoso y dedicado en la Eucaristía.
I. La presencia eucarística de Nuestro Señor es una extensión de la Encarnación
No encontrándose más sobre esta tierra la humanidad santa, la fuente de la gracia parece agotada, o transferida a una inconmensurable distancia de nosotros. Porque, lo sabemos bien, toda la gracia es producto del Sagrado Corazón de Jesús, brota de Él como la sangre material; se identifica con su sangre y su amor. Pero, si este Corazón se apartaba de nosotros, igual que nos dejó los otros sacramentos, ¡qué soledad se haría para nosotros aquí abajo! ¡Qué aislamiento! ¡Qué vacío! ¡Nuestro tierno hermano, nuestro amigo ya no estaría ahí con nosotros! ¡Su Corazón de hombre ya no escucharía directamente nuestros suspiros y nuestras lágrimas! ¿En qué nos convertiríamos?
Pero su tierno Corazón supo arreglarlo todo para permanecer siempre con nosotros, inventó el sacramento del amor. No vemos a Jesús, pero Él está ahí; solo las pequeñas apariencias eucarísticas nos separan de Él, y tenemos la fe para penetrarlas, y tenemos un corazón que vuela al Corazón de Jesús, haciendo más compasivo que nunca el Corazón de nuestro hermano y de nuestro amigo. Así es como el Corazón de Jesús cumple su promesa: “No os dejaré huérfanos”. Así es como la Eucaristía continúa el misterio de la Encarnación y multiplica por todas partes Belén y Nazaret. La Eucaristía hace al mismo Señor más próximo a nosotros que el misterio de la Encarnación y, cuando reflexionamos bien en esto, vemos que Él no se apartó del hombre por la Ascensión sino para estar más cerca de él por la Eucaristía, porque las condiciones de la vida mortal no permitían al Salvador hacerse presente en todos los puntos del espacio, en todo el corazón que lo amase y que desease su visita, pero su vida gloriosa le permite la omnipresencia del amor; su Corazón está en todas partes, lo encontramos en todos los santuarios y, si nuestra ligereza y nuestra indiferencia no impidiesen las efusiones de este amor insaciable en el don de Sí mismo, se nos permitiría, como a los primeros creyentes, guardarlo en nuestras casas y llevarlo siempre en nuestro corazón. Tal había sido la condescendencia de este Corazón generoso, si la Iglesia no hubiese tomado, en cierto modo contra Él mismo, el cuidado del respeto que le es debido.
Pero si este privilegio no se nos concede, podemos, sin gran fatiga y cuando quisiésemos, a toda hora del día y de la noche, aproximarnos al Corazón eucarístico, hablarle, abrirle todo el corazón, atraerlo a nosotros y hacer de Él todo lo que quisiésemos. Porque, en la santa Eucaristía, su Corazón se hizo dependiente de nosotros, pero más aún de lo que era en Belén y en Nazaret. Es, ciertamente, fácil tomar a un niño, abrazarlo y acariciarlo, pero es aún más fácil tomar un pequeño pedazo de pan, colocarlo donde se quiera. Y, cuando se piensa que, bajo esta débil apariencia, justamente el Corazón de Jesús está ahí, cuando se piensa en este amor que quiso hacerse dependiente de nosotros hasta este punto, ¡cómo no llorar, como hacía el santo Cura de Ars, exclamando: “Hago de Él lo que quiero, lo coloco donde quiero!” Porque el privilegio de disponer de la humanidad santa se hizo uno de los más preciosos privilegios que pueden tener las manos sacerdotales. Pero es meditando en la vida eucarística escondida como nos será permitido profundizar este prodigio de amor. Para hoy, nos basta verificar este primer punto.
Por la santa Eucaristía, la Encarnación se multiplica en todos los puntos habitables de la tierra; en toda parte donde nos es dado dirigir nuestros pasos, encontramos el Corazón de nuestro hermano y de nuestro amigo, siempre preparado para recibirnos, siempre preparado para consolarnos, siempre dispuesto a colmarnos de gracias, a iluminarnos, a levantarnos y a perdonarnos. Así, en esta nueva Encarnación, es sobre todo el Corazón de Jesús el que está presente; Él esconde todo el resto, su divinidad, su humanidad, para dejar ver mejor su Corazón; y, si los ojos del cuerpo no pueden ver, como lo ven los ojos del corazón y ¡cómo saben penetrar los velos que lo envuelven! ¡Ah! ¡Por qué no nos es concedido multiplicar también nuestro corazón para dar a este Corazón que se multiplica por nosotros! Por lo menos, arranquemos nuestros pensamientos, nuestros afectos al mundo, a nosotros mismos, para darlos todos al único Corazón que nos ama; y, si no podemos superarlo, ni siquiera igualarlo en amor, al menos que todo nuestro amor le pertenezca, todo, absolutamente todo; y aún, tras esto, digamos que no somos sino siervos inútiles.
II. La comunión es también una extensión de la Encarnación
Pero, ¿no es a esto a lo que se limita la extensión de la Encarnación? ¿En qué consiste propiamente este misterio inefable? Es que el hombre se vuelve Dios por la unión hipostática de la naturaleza divina a la naturaleza humana. Ahora, no convenía que el Verbo se encarnase en cada uno de nosotros. Y, todavía, el Corazón de Jesús, tan ávido de darse, decía para Sí mismo: “Entre todos mis tesoros, hay uno, el más precioso de todos, mi divinidad, que se vuelve inaccesible a mis hermanos y a mis amigos; no gozan como Yo de la unión hipostática. ¡Ahora bien! Mirad lo que haré; darles mi carne que es la vida del mundo, embriagarlos con mi sangre, colocaré su corazón en mi Corazón y, entonces, mi divinidad se unirá a ustedes de un modo muy especial, aún no hipostático, que no lo es por naturaleza” Es así que la divina Eucaristía, por medio de la Santa Comunión, nos hace entrar en el propio misterio de la Encarnación, y lo extiende a todos los hijos de Adán que quieran ponerse en estado de aprovechar de Él. ¿Qué hay de mayor? ¿Qué hay de más bello? ¿Qué hay de más tierno y de más generoso?
Asociarnos a la Divinidad, uniéndonos a la Humanidad santa de Jesús, a su Corazón Divino: tal es, entonces, el fin de la santa Comunión de modo que este Corazón amante no se contenta con la calidad de hermano, de amigo, o de padre, sino que se hace el esposo de nuestras almas y de nuestro propio corazón. “Mi carne, dice, es verdaderamente una comida, y mi sangre verdaderamente bebida”. Comer a Dios, matar la sed de Dios, incorporarse a Jesucristo, no ser sino una sola cosa con Él. ¡Oh! ¡Qué glorioso privilegio! Y ¡cuánto la encarnación eucarística es un complemento maravilloso de la primera Encarnación!
Todos los autores místicos describen muy largamente los efectos maravillosos de la santa Comunión. Nos faltaría el tiempo para analizarlos, pero encontramos todo y mucho más en esta magnífica síntesis: la divina Eucaristía no es otra cosa que la Encarnación aplicada a cada uno de nosotros.
III. Que es necesario ir a la santa Comunión con confianza
Añadimos solo dos observaciones como corolarios:
1º. La Santa Eucaristía es el pan de la vida, el pan dado por la salvación del mundo; y la vida es el propio Dios; pero este pan maravilloso tiene todos los gustos y todas las delicias, como el maná; sabe adaptarse a todas las necesidades de nuestra alma y nos transforma en Él en vez de ser transformado en nosotros; se adapta a todas nuestras inclinaciones, tiene la dulzura de la leche y la fuerza del pan; en una palabra, el Sagrado Corazón de Jesús es, absolutamente, al mismo tiempo para nosotros, un alimento que nos hace crecer y una bebida generosa que nos llene de alegría.
2º. La santísima Comunión es aún la obra por excelencia del alma cristiana, que nada, absolutamente nada, podría sustituir, porque solo ella nos puede dar la vida completa, esto es, deificarnos tanto cuanto nosotros lo podemos ser. Los otros sacramentos preparan esta deificación y la contiene en germen. Tal es la obra que el bautismo realiza en nosotros haciéndonos templo del Espíritu Santo; pero, por la Eucaristía, este templo vivo se asemeja a Cristo y hace de nuestro corazón su propio corazón; haciéndonos así como el Hijo amado en el cual Dios colocó todas sus complacencias. Se comprende, por tanto, que el demonio hace todo lo que puede para alejar a los fieles de la santa Mesa, porque quiere hacer de nosotros los hijos del infierno y no los hijos de Dios; del mismo modo, todas las herejías modernas, también las que procuran simular el catolicismo, pueden reconocerse en este carácter: el alejamiento de la santa Comunión so pretexto de respeto. ¡Infelices! No ven que la humildad más perfecta consiste en no despreciar el don que nos hace la misericordia del Sagrado Corazón de Jesús. Uno de los principales efectos de la devoción al Sagrado Corazón será también renovar la práctica de la comunión frecuente, también la cotidiana.
¡Ah! Sacerdotes del Salvador, admiremos nuestro privilegio. Este Divino Corazón depende de nosotros por la institución eucarística; quiere que nosotros lo demos. No le causemos el dolor de no darnos.
Sin embargo, no nos contentemos sea para nosotros mismos, sea para los fieles, con la disposición estrictamente suficiente para la comunión, esto es, la ausencia del pecado mortal; porque, entonces, la comunión impide, sin duda, morir, pero no trae todos sus frutos de deificación. Nuestro corazón debe estar con el Sagrado Corazón de Jesús en las disposiciones:
1° de ardiente deseo, como lo expresaba la esposa del Cantar: “¡Ah! Que mi amado me dé, en fin, el beso de su boca y de su corazón, que me una a él, que me arrebate junto a sí”;
2° de donación total de nosotros mismos a aquel que se da todo a nosotros: “Yo soy para mi amado y él es para mí”. Oh amado mío, ¿qué quieres tomar?
Aquí está, en primer lugar, mi corazón, es para Tí; pero, cuando él te pertenezca, hazle querer todo lo que Tú apruebes. Él estará siempre alegre, siempre contento, porque será Tú mismo.
Resolución.- Tengo Belén y Nazaret a mi alcance por la Eucaristía. Quiero servirme de ello largamente por la visita de Jesús y por su recepción. Como José y María, puedo tener a Jesús, conversar con él y recibirlo en mí mismo y como que fue mi corazón. ¡Oh Jesús, qué amable eres!