AUDIOS DE LOS ESPECIALES DE RADIO CRISTIANDAD
CON EL P. JUAN CARLOS CERIANI
Grabado en vivo en los estudios de Radio Cristiandad entre el 19 y el 21 de marzo del año del Señor 2012
2º Continuación del APOCALIPSIS, 2º entrega.
Audios actualizados y completos:
1º Parte: 20 de marzo de 2012 – Para escuchar ahora:
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2º Parte: 20 de marzo de 2012 – Para escuchar ahora:
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3º Parte: 21 de marzo de 2012 – Para escuchar ahora:
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4º Parte: 21 de marzo de 2012 – Para escuchar ahora:
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TIATIRA (2:18-29)
Al Ángel de la Iglesia de Tiatira escríbele: Esto dice el Hijo de Dios, el que tiene ojos como llamas de fuego y cuyos pies son semejantes a bronce bruñido.
Conozco tus obras: tu caridad, tu fe, tu beneficencia, tu paciencia; y que tus obras postreras sobrepujan a las primeras.
Pero tengo contra ti que toleras a esa mujer Jezabel, que dice ser profetisa y que enseña a mis siervos y los seduce para que forniquen y coman carne inmolada a los ídolos.
Le he dado tiempo para que se arrepienta, pero no quiere arrepentirse de su fornicación.
Mira, a ella voy a arrojarla al lecho del dolor, y a los que adulteren con ella, a una gran tribulación, si no se arrepienten de las obras de ella.
Y a sus hijos, los voy a herir de muerte: así sabrán todas las Iglesias que yo soy el que sondea las entrañas y los corazones, y yo os daré a cada uno de vosotros según vuestras obras.
Pero a vosotros, a los demás que estáis en Tiatira, que no seguís esa doctrina, y que no habéis conocido “las profundidades de Satanás”, como ellos dicen, os digo: No os impongo ninguna otra carga; sólo guardad bien lo que tenéis, hasta que Yo venga.
Al vencedor, al que se mantenga fiel a mis obras hasta el fin, le daré poder sobre las naciones: las regirá con vara de hierro, y serán desmenuzados como se quebrantan las piezas de arcilla.
Yo también lo he recibido de mi Padre. Y le daré la Estrella matutina.
Quien tiene oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias.
Tiatira es la Iglesia del dominio, desde Carlomagno hasta el Emperador de la Contrarreforma, Carlos (V de Alemania y I de España).
Tiatira significa flaqueza vuelta fuerza.
Eyzaguirre da otras significaciones:
Filia: por la fe y la piedad que florecieron en Occidente.
Illuminata: por la excelencia de las leyes promulgadas por los Concilios y por los Reyes, así como por el ejemplo de las virtudes que, incluso, salieron de los tronos.
Aromata: por los monasterios y Órdenes religiosas, templos, hospitales, etc. que se esparcieron como suave aroma por todas partes.
Sacrificium laboris et contritionis: por los cismas, las invasiones y persecuciones de los mahometanos, y la rebelión protestante.
Esta Edad se divide en Baja y Alta Edad Media.
En la primera, la Iglesia padece lucha terrible (es el «siglo de hierro del Pontificado»).
En la segunda, la lucha y la paciencia producen un florecer cristiano de plenitud incomparable; desde Santa Juana de Arco y San Fernando, hasta Isabel la Católica y Santa Teresa.
El elogio divino a esta Iglesia es tal como en ninguna otra. La Iglesia Católica llega entonces a su apogeo: son los años de la Alta Edad Media, de las Cruzadas, de las Catedrales, de la Suma Teológica y la Divina Comedia, de la Reconquista de España, de los grandes descubrimientos y conquistas; pero también los años de la Inquisición, de la Muerte Negra, de la gran rebelión religiosa y las guerras religiosas y nacionales.
Realmente la Iglesia desde Carlomagno se engrandece y sus obras se magnifican. Los santos, doctores, misioneros, reyes cristianos y caballería fundan la Cristiandad Europea, detienen al Islam, crean las modernas naciones católicas, fijan la doctrina y el culto y al fin difunden la fe en el Nuevo Mundo y la hacen arribar a Asia y África. En este tiempo se escribe la Suma Teológica y la Divina Comedia, surgen las grandes universidades y Cristiandad se confunde con Civilización.
Las notas principales de esta Iglesia (fidelidad y caridad = Conozco tus obras: tu caridad, tu fe, tu beneficencia, tu paciencia; y que tus obras postreras sobrepujan a las primeras) son exactamente el reverso del reproche a la Iglesia de Éfeso.
Pero la Iglesia Medieval tiene su veneno; y él es principalmente el cesaropapismo de los reyes, que se hacían pontífices o profetas; y el poder feudal de los eclesiásticos, que originó muchas veces lascivias, mundanismo, prepotencias, perjurios y simonías.
Esa fue la llaga que realmente deshizo la Cristiandad, preparando primero y nutriendo luego la gran rebelión religiosa del protestantismo, precedida de muchas otras rebeliones parciales preparatorias, como la virulentísima de los albigenses.
«Esto dice…
‑ … el Hijo de Dios: Cristo es reconocido como Hijo de Dios en todo el mundo civilizado; esta es la Edad fiel, llena de buenas obras.
‑ … el que tiene ojos como llamas de fuego: para ver, con vigilancia y celo, la corrupción oculta que, a pesar de todo, recorre en el fondo a esta edad, como a todas las otras. Indica la represión de las herejías, hasta la creación de los tribunales de la Inquisición.
‑ … y cuyos pies son semejantes al bronce bruñido: para deshacer a esta Edad como a las otras, cuando la corrupción haya predominado. La severidad de las leyes promulgadas contra los vicios y errores; así como también el brazo secular puesto al servicio de la Iglesia, sea en las Cruzadas, sea en el castigo de los herejes.
San Juan repite siempre la misma fórmula para designar la Herejía; y esa fórmula es la prescripción única del Concilio de Jerusalén, que contiene los dos elementos permanentes de toda herejía: una relajación moral y una contaminación intelectual de paganismo.
Jezabel es el nombre de la hija del rey de Sidón y esposa de Acab, rey de Samaría, la cual hizo idolatrar al pueblo de Israel.
Aquí se da este nombre como símbolo, aplicándolo a una profetisa que, ocupando sin duda en esa iglesia una situación oficial, predica el error nicolaíta (cfr. Iglesia de Éfeso, vs. 6: Tienes en cambio a tu favor que detestas las obras de los Nicolaítas, que yo también detesto; e Iglesia de Pérgamo, vs. 14: Pero tengo contra ti algunas pocas cosas: mantienes ahí algunos que sostienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a dar escándalo a los hijos de Israel para que comieran carnes inmoladas a los ídolos y fornicaran. Así tú también mantienes algunos que sostienen la doctrina de los Nicolaítas).
Jezabel simboliza las herejías de la Edad Media, principalmente la intromisión del gobierno feudal en la Iglesia, y la intromisión de los hombres de Iglesia en la política: el cesaropapismo y el papocesarismo. Nada mejor como símbolo de la famosa Lucha de las Investiduras, que atruena con sus choques todo el Bajo Medioevo: la reina soberbia hizo asesinar a Naboth para alzarse con su viña, y pervirtió al rey Acab. Al fin fue arrojada por su balcón, pisoteada por sus caballos y devorada por los perros.
Jezabel es el tipo de la mujer proterva, cruel y lasciva en el Antiguo Testamento; y esa jurisprudencia de la Edad Media se le parece mucho, pues pervertía a los monarcas, justificándoles sus caprichos.
El siglo XIV sufrió una gran tribulación: guerras nacionales, cisma de Occidente, guerras feudales, conflictos eclesiásticos, corrupción del clero, divisiones en las familias, amenazas de los turcos, epidemias, hambres, sediciones… Así como fue grande la gracia otorgada a esta época, así fue grande el castigo que cayó sobre sus abusos.
«Le he dado tiempo…» El tiempo de esta Iglesia (10 siglos) es mayor que el de todas las pasadas.
«Fornicar con los reyes de la tierra» llama la Escritura a las debilidades y contubernios de la religión (Sinagoga e Iglesia) para con el poder civil.
«Adulteren…», en el sentido de idolatría y falsa doctrina. El instrumento del adulterio se convierte en instrumento de tortura; el lecho de los malos amores se vuelve lecho de enfermo. Esto representa las tremendas epidemias de la Edad Media, y su culminación en la Muerte Negra, tremenda pestilencia desconocida, que invadió casi toda Europa, diezmó su población en un tercio, sembró el terror y el desaliento, paralizó el progreso y prácticamente cerró el auge de la Edad Media.
«Los hijos» de Jezabel son los príncipes (pretendiendo usar de la religión), y son los prelados (pretendiendo el poder político). Son los herejes, los rebeldes a los dos poderes. Y los herejes son puestos a muerte en la Edad Media: nace la pena de muerte por herejía, las hogueras, la Inquisición.
No de cualquier muerte se habla aquí: la reduplicación griega morir de muerte significa la muerte violenta y atroz. Es un castigo de Dios; no solamente para los castigados, sino también para los castigadores = triste estado el de una sociedad que tiene que defenderse con este extremo (aunque, evidentemente, la sociedad tenga que defenderse).
Versículos 24 y 25: la admonición se dirige a los «que quedan», a las «reliquias», como llama siempre la Escritura a los que permanecen fieles en una corrupción general. Estos son los que no tendrán es este período la mala enseñanza, la doctrina pagana o racionalista de los «juristas» de uno y otro bando; los que no se corromperán con «los abismos de Satán»:
‑ Los gnósticos pretendían dar una ciencia de los secretos divinos (de ahí el nombre) y en realidad eran impostores, y sus llamados misterios y su ciencia secreta eran inventos de Satanás que llenaban a los adeptos de soberbia e impiedad.
‑ Cuando la Iglesia se debatía entre los paganos (iglesia anterior), Satán estaba como en un trono, manifiesto y patente en los cultos idolátricos. Ahora la idolatría se vuelve encubierta y profunda, trabaja por debajo. Ahora los pecados se hacen hondos, muchos de estos pecadores son tenidos por grandes prelados o reyes gloriosos. La avaricia y el concubinato sacrílego en el clero, la crueldad y el orgullo de los príncipes, vigen en medio del respeto del pueblo a las autoridades.
«Otra carga»: el mismo peso de la corrupción de la Iglesia Medieval la llevará a su ruina. Es decir, las naciones que no se reformen, se hundirán definitivamente con el mismo peso de la corrupción interior de sus iglesias. La amenaza divina contenida en este versículo significa que ese solo peso iba a hacer pedazos a la Iglesia de Tiatira, como de hecho ocurrió en la gran crisis del siglo XVI y después en la revolución protestante.
«Solamente, guardad bien lo que tenéis, hasta que Yo venga»
Ver también:
3:2: Ponte alerta y consolida lo restante que está a punto de morir.
3:3: Acuérdate, por tanto, tal como recibiste y oíste mi Palabra: guárdala y arrepiéntete.
3:11: Vengo pronto; guarda con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate la corona.
La Parusía aparece en el horizonte: primera mención de ella en las cartas.
La Tradición, lo que tenéis, conservadlo, reforzadlo, hacedlo fuerte. El Concilio de Trento fija las instituciones de la Iglesia Medieval, y desde entonces no se deben hacer cambios, en el sentido de reformas, reestructuraciones, creaciones.
Esa frase, hasta que yo venga, significaría que la Parusía fue postergada, pero no por mucho tiempo; y que la consigna de la Iglesia desde aquel momento es conservar, no crear nada nuevo. Y de hecho la Iglesia desde entonces así procede: Instaurare omnia in Christo. Mira hacia atrás y aspira a una restauración, la restauración final en Cristo y por Cristo. No crea nada nuevo.
La Iglesia Antigua y la Iglesia Medieval conforman el culto, la liturgia, el derecho canónico, las costumbres cristianas, la monarquía católica: de todo eso, que parece definitivamente dado, vivimos nosotros.
Esta recomendación de aferrarse a lo tradicional se repite en forma más apremiante y dramática en las dos cartas siguientes.
«Poder sobre los Gentiles (las Naciones)». De hecho la Edad Media terminó con el paganismo, contrarrestó las irrupciones asiáticas, dominó las herejías sociales, y señoreó el gentilismo en todo el orbe con los grandes descubrimientos y conquistas, que la cierran como un broche de oro.
Así como se quiebran los vasos de arcilla con una vara de hierro, del mismo modo quebrará Cristo a este mundo blandengue y liberal cuando vuelva. La Edad Media, envestida por la fe, fue una imagen de la Reyecía de Cristo; y los reyes cristianos no fueron muy dulzones con los que estaban en el error, o con los que amenazaban el orden de la sociedad cristiana.
La Monarquía cristiana no alcanzó a instaurar de hecho la realeza de Cristo; y el espíritu pagano y herético que tiende a relegar la Religión al templo y absolutizar al Estado fuera del templo, resistió obcecadamente, progresó lentamente y al fin venció con Lutero y la Revolución Francesa.
Las Cuatro primeras iglesias representan la creciente histórica del Cristianismo, el apogeo de la Iglesia; y desde la Cuarta comienza la bajante, la decadencia externa, el decaimiento por lo menos en lo temporal.
Al terminar el cenit, el profeta indica la característica común: el crecimiento, el triunfo, el poder exterior; como la carrera de Cristo hasta el Domingo de Ramos.
Desde aquí comienza el tiempo en que las fuerzas adversas a Cristo recibirán paulatinamente el poder de hacer guerra a los Santos y vencerlos (13:7).
Viene la crisis del llamado Renacimiento con su infaustísima Reforma; y después las otras dos crisis aún más graves, de las cuales la tercera es la decisiva.
Todo esto concuerda con el contenido de los mensajes: se te tiene por viviente, pero estás muerto (Sardes); tu debilidad (Filadelfia); eres tibio y los cinco adjetivos urentes desdichado y miserable y mendigo y ciego y desnudo (Laodicea).
«La estrella matutina» es la promesa espiritual; representa la salida del Sol, es decir, Cristo en su segunda venida, anunciado por Nuestra Señora.
Desde ahora los fieles no deben poner sus ojos en triunfos temporales, que les serán negados; eso terminó. Sólo la Segunda Venida ha de ser su indefectible Lucero.
La advertencia, que en las tres primeras cartas iba antes de enunciar el premio, en las cuatro últimas va después: las promesas y profecías que seguirán son las más grandes y misteriosas.
¡Atención a los tres misterios que vienen!
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SARDES (3:1-6)
Al Ángel de la Iglesia de Sardes escríbele: Esto dice el que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas.
Conozco tus obras: se te tiene por viviente, pero estás muerto.
Ponte alerta y consolida lo restante que está a punto de morir. Pues no he encontrado tus obras cumplidas a los ojos de mi Dios.
Acuérdate, por tanto, tal como recibiste y oíste mi Palabra: guárdala y arrepiéntete. Porque, si no estás en vela, vendré como ladrón, y no sabrás a qué hora vendré sobre ti.
Tienes no obstante en Sardes unos pocos que no han manchado sus vestidos. Ellos andarán conmigo vestidos de blanco; porque son dignos.
El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que confesaré su nombre delante de mi Padre y de sus Ángeles.
Quien tiene oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias.
Sardes es la edad llamada del Renacimiento.
Según el Padre Castellani, desde Carlos V hasta la Revolución Francesa.
Según el beato Holzhauser, hasta el Emperador Santo y el Papa Angélico.
Sardes, capital del reino de Lydia, era proverbial en la antigüedad por sus riquezas, centro de la industria textil.
El beato Holzhauser dice que Sardes significa «estampa de hermosura», mote que le cuadra muy bien a la vistosa y en el fondo desastrosa edad que han bautizado Renacimiento.
«Conozco tus obras: se te tiene por viviente, pero estás muerto».
Sardes es el tiempo del Renacimiento, de la Reforma y de la disgregación de la Cristiandad; del estilo barroco y de la ciencia moderna; de la basílica de San Pedro, el Escorial y el Louvre; de Suárez y Descartes…
El llamado Renacimiento no fue un nuevo nacimiento de la civilización, como se ilusionó el mundo; ni una nueva creación, ni una resurrección de la cultura; todo eso es un engaño de los historiadores protestantes y liberales, que crearon esa burda ilusión de que el Renacimiento y la Reforma marcan el fin de la Época Oscura y el alba de los gloriosos y refulgentes tiempos en que vivimos.
Tampoco fue una caída vertical, un verdadero desastre, causa de todas las ruinas actuales.
Quien lo considere bien, verá que el llamado Renacimiento fue una especie de equilibrio inestable entre la gran crisis del siglo XIV y la otra gran crisis producida por el Protestantismo en el siglo XVII: una breve y alocada primavera después de un largo y duro pero muy saludable invierno; una especie de brillante fiesta, en la cual se consumieron las reservas vitales acumuladas durante la Edad Media, hasta que la crisis se renovó empeorada con el estallido de la Reforma.
Junto con el reencuentro del arte griego y las obras antiguas, la invención de la técnica moderna y la estructuración estatal de los grandes reinos europeos, el paganismo irrumpe a la superficie de la vida europea, al mismo tiempo que afluyen las riquezas de todo el orbe y estalla la gran revolución religiosa.
Obras grandiosas y pomposas, pero ya picadas: obras no llenas. Las mejores de ellas quedaron inconclusas.
Bien se aplica, pues, el versículo perentorio del Profeta: «tienes el nombre de viviente (re‑nacido) pero en realidad vas a la muerte».
El mundo moderno nació bajo un signo de enfermedad de muerte. El mundo creyó salir de una muerte y era una fiebre su fastuoso «renacimiento». Tenía una herida mortal.
Le fue dada la consigna de confirmar, robustecer las cosas que, de todas maneras, eran morideras: «Ponte alerta y consolida lo restante, que está a punto de morir».
Otra recomendación de la Tradición: desde ahora en más, la Iglesia lo que tiene que hacer es conservar lo que le queda, los restos, aun sabiendo que son cosas perecederas y que van a la muerte.
Todo aquello que entendemos bajo el nombre de Tradición Occidental, toda la herencia de Occidente que podríamos llamar Romanidad (el «Obstáculo» al Anticristo, II Tess. 2:6-7), a partir del Renacimiento comienza a ir a la muerte; y el esfuerzo de la Iglesia debe emplearse en fortalecerlo.
Se acabó la época de Sardes. La Contrarreforma terminó en la Revolución Francesa, que fue un acontecimiento capital, una Tuba que cambió la faz de la historia. Con la Revolución acabó formalmente en el mundo el Imperio Romano, que la tradición patrística pone como el misterioso Katejón de San Pablo.
La Contrarreforma, con su empeño en conservar, con su apego a la tradición europea (ya herida de corrupción por el Renacimiento pagano), fue realmente un esfuerzo por corroborar, un esfuerzo de restauración católica.
Sus adversarios tomaron el nombre de revolución (protesta), y sus partidarios, que defendían lo tradicional, el nombre de contrarreforma, o sea de defensiva: “Le daré poder sobre las naciones: las regirá con vara de hierro, y serán desmenuzados como se quebrantan las piezas de arcilla”.
Pero, se han invertido los papeles: el poder creador ya no es de la Iglesia sino del enemigo; mas las «creaciones» modernas se realizan bajo el signo de Satán; en el fondo son destrucciones y solamente creaciones en apariencia; son parasitaciones enormes e hipertróficas de antiguas creaciones: la «técnica» moderna es una degeneración y una desviación de la Ciencia, el capitalismo es una estructura enfermiza de la industria y el comercio, la cultura es degeneración hacia el ideal de los goces materiales del antiguo esfuerzo del intelecto por procurar al hombre un poco de felicidad (se le puede aplicar la vieja definición de Tácito: «llámese cultura al corromper y ser corrompido»).
Todas estas cosas son buenas en sí mismas, y sin embargo son o serán presa del Maligno, vaciadas por dentro y convertidas en engañosa cáscara. Este es el misterio de las «profundidades de Satán».
Por ejemplo, la Iglesia no se equivocó con Galileo: resistió al gran mecánico llevada de un instinto, oscuro pero certero, de que la ciencia se estaba saliendo de su lugar, hipertrofiándose.
«Porque ya no encuentro tus obras llenas…»
El proceso ha seguido ese camino: una hipertrofia de la cáscara, y un vaciamiento del fondo y la sustancia. Las grandes obras del Renacimiento ya no son llenas, tienen huecos y están picadas; no son plenamente católicas, sino misturadas de mundanismo y paganismo.
«Recuerda, pues, tal como recibiste y oíste; y guárdalo, y arrepiéntete».
Tercera exhortación a lo tradicional, a «lo que has escuchado». Pero eso hay que practicarlo. Hoy día las palabras de la religión resuenan por todas partes, pero muchas veces vacías por dentro, no practicadas, no vividas.
«Si no vigilas, vendré como ladrón….»
Por primera vez en estas cartas proféticas aparece la Parusía, y en forma de amenaza.
Esta fórmula la usa de continuo Jesucristo para aludir a la muerte. Las muertes de épocas que vienen después del Renacimiento (Revolución Francesa, Guerras Mundiales, Revolución Bolchevique) surgen en forma imprevista, en medio de una euforia.
«Con todo, tienes en Sardes algunos pocos hombres…»
Los hombres verdaderamente religiosos comienzan a ser una minoría en medio de multitudes ensuciadas. Hay una notable constelación o pléyade de Santos que comienza a fines del siglo XIV y termina en el siglo XVIII. Su predicación y penitencia impidieron que la Cristiandad fuese borrada ya del Libro de la Vida y que viniese ahora el Anticristo.
Sobre el Libro de la Vida véase 13:8; 17:8; 20:12 y 15; 21:27.
Esta Edad es, pues, la de las riquezas y el florecer falso: mientras los galeones españoles regresaban de América cargados de oro y plata, Europa se desgarraba en una confusa guerra de Treinta Años; mientras las Artes y las Ciencias se hinchaban en soberbia pompa, la lucha entre protestantes y papistas quedaba empatada por obra de Richelieu y Gustavo Adolfo; la Protesta ya establecida en el Norte, desbordaba sobre las naciones católicas en forma de filosofismo y liberalismo, los neonobles ingleses con los bienes arrebatados a monasterios y hospitales creaban el actual capitalismo; la Revolución por antonomasia aniquilaba en Francia la Monarquía Cristiana, ya herida de muerte en Inglaterra, para iniciar tumultuariamente nuestros tiempos.
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TIEMPO DE REFLORECIMIENTO
1º) El Padre Castellani
A) En Los Papeles de Benjamín Benavides
A lo largo y a lo ancho de su comentario novelado del Apocalipsis, Los Papeles de Benjamín Benavides, el Padre Castellani nos advertía sobre la ilusión de ese período de triunfo de la Iglesia.
Para conocer su pensamiento respecto a este supuesto restablecimiento de la Cristiandad hay que leer con detenimiento en Los Papeles de Benjamín Benavides las páginas 15, 29-30, 38-39, 135-136, 139-140, 159-161, 227-228, 287-288, 292-296, 307-312, 387-389, 393, 397-398, 415:
Habrá necesariamente una guerra de los continentes, después de la cual vendría el Anticristo, o bien inmediatamente, o bien después de un período de florecimiento pasmoso de la Cristiandad europea, el cual no duraría mucho tiempo. (15)
— «Oiréis guerra y rumores de guerra, pero no entonces enseguida será el fin».
— Pero aunque fuese ahora ese tiempo de guerras, según Nuestro Señor, «todavía no es el fin».
— Pero es «el principio del dolor», «de los dolores de parto», como dice el texto griego. Es el «primer dolor», como dicen las mujeres.
— Sin embargo, eso de que «todavía no es el fin», ¿no significa una interrupción de los dolores? ¿No habrá entre el Anticristo y la Guerra un período entero de gran paz y prosperidad de la Iglesia, como nunca se ha visto, en el cual se predicará el Evangelio en todo el mundo, y se convertirá el pueblo judío?
— ¡Ay!, ¡ojalá! El tiempo del Papa Angélico y del Gran Rey, de las visiones medievales. Infinidad de profecías privadas lo han anunciado… pero yo… ¡Ay!, temo que esa esperanza sea una especie de milenarismo temporal, una humana escapatoria al temeroso vaticinio: porque los dolores puerpéricos una vez que empiezan ya no se interrumpen por un tiempo largo de bienestar. No veo cómo encajar esas profecías privadas en el riguroso texto bíblico. (29-30)
— ¿De modo que según eso el fin del mundo está a las puertas?
— Puede que sí. Pero no necesariamente.
— Si estamos ya en el tiempo del Caballo Oscuro…
— Pero pudiera darse una restauración pasajera, de la durada de una generación, de la Monarquía Cristiana en Europa, que corresponda al tramo entre el finis y el initia dolorum de Nuestro Señor; es decir, lo que pudiéramos llamar el período Nondum Statim. A ello puede acogerse usted si le tiene demasiado miedo al fin del mundo. En las profecías privadas encontrará usted muchas que describen una especie de breve edad de oro de la Iglesia en medio de dos furiosas tempestades. Es una antigua tradición de profecías de triunfo, que se remonta a la Edad Media. Francamente no me acojo a ellas. Pero me alegraría equivocarme. (38-39)
— Pero entre nuestra época y la época del Anticristo, ¿no tiene que venir un largo período de triunfo, paz y felicidad de la Iglesia?
— Esa es mi gran duda. Eso opina Holzhauser. Pero ¿qué sabemos? ¿No parece muy improbable? ¿No habremos entrado ya, después de la guerra del 14, en la época pre-parusíaca, la Iglesia de Filadelfia? Y ese gran triunfo de la Iglesia tan esperado no aparece por ningún lado, ni siquiera como probable, por no decir posible…
— ¿Cómo pues lo predijo el venerable párroco Holzhauser? ¿En qué se basaba?
— Yo creo que se basó en dos cosas: en esa larga serie de profecías privadas, que se remontan a la Edad Media y quizá más allá, concernientes al Gran Rey y al Gran Papa (o sea el Pastor Angélico) por una parte; y por otra, que al Ángel de Filadelfia, después de haberse dicho al anterior de Sardes que «estaba muerto», se le promete algo excelso, una «puerta abierta que nadie puede trancar» y aparentemente también la conversión del pueblo judío, ese suceso que, según la profecía de San Pablo ad Romanos, será como una explosión de vida en la Iglesia.
— Y usted ¿en qué se basa para dudar? Esas profecías son muchísimas y muy autorizadas; hay santos entre sus autores, San Cesareo de Arlés, Santa Odila, don Bosco, el mismo Holzhauser. Y la conversión de los judíos es cosa de fe; y algún día tendrá que ser.
— ¿Algún día antes del Advenimiento; o bien el mismo día del Advenimiento?
— Pero usted rechaza la profecía del Gran Rey y el Excelso Papa, durante los cuales se acabará la predicación del Evangelio en el mundo; que sin embargo también debe verificarse, según Cristo, «y entonces vendrá el fin».
— Puede que ya se haya verificado. En fin, yo no la rechazo ni la acepto, yo no soy profeta y eso es un futuro. Sólo que todas esas profecías de triunfo, surgidas en épocas de tribulación, me son un poco sospechosas.
— ¿Y por qué le son sospechosas?
— No sé. No me convencen.
— Será a lo mejor que el fondo pesimista de su carácter y lo mucho que ha sufrido…
— Quizá. Pero no. A lo que yo tengo desconfianza es a todo lo que en el mundo de hoy fomenta la creencia vulgar, estúpida y herética de que el mundo durará todavía miles y miles de años, que todo esto de ahora se nos arreglará fácilmente, que nos espera una era de prosperidad maravillosa; y en suma, que estos dolores universales no pueden ser agonía, sino que deben ser necesariamente dolores de parto, el alumbramiento de un breve new world. Eso es lo que me escama, esa especie de mesianismo del Progreso o milenarismo de la Ciencia, sobre el cual Renán y otros tales anticristos o pseudoprofetas de hoy escriben páginas tan brillantes. Y muchos católicos lo creen y toman esas benditas profecías del Pastor Angélico para consolarse, como enfermos incapaces de encarar siquiera el pensamiento de la posible muerte. Es lo diametralmente opuesto al «haz penitencia porque vuelvo pronto» del Libro revelado. «¡Este mundo debe durar todavía miles y miles de años antes de enfriarse!», gritan jubilosos al ver que el mundo se va «calentando» cada vez más. Pero ésa es justamente la señal que da San Pedro de la Parusía: no se creerá ya más en ella.
— Pero, Holzhauser no predice eso. Predice un inmenso pero breve triunfo de la Iglesia, de la durada de una vida de hombre, en que las fuerzas de Satán serán comprimidas y reducidas pero no eliminadas, y en que la presión de los dos bandos será formidable. Un período tenso, palpitante, ruidoso, exasperado, del ritmo de la historia humana: un tregua y no una paz…
— Amén. ¡Y ojalá que no se equivoque! ¡Y que nosotros lo veamos! (135-140)
No habrá una nueva Edad Media, como espera Berdiaeff; no habrá una Nueva Cristiandad, como profetiza Maritain; no habrá una nueva estructuración de la Fe, como soñaba Tyrrel… acomodada a la nueva era, con nuevos ritos, cultos, ceremonias, cánones, costumbres y organización. Desde aquí adelante, la Iglesia se purifica… y se corrompe, pero no se rehace… La última lucha está planteada desde el Ángel del Evangelio Eterno; la cama del Anticristo está hecha. El mundo moderno nació bajo un signo de enfermedad de muerte. El mundo creyó salir de una muerte y era una fiebre su fastuoso «renacimiento». Tenía una herida mortal. Le fue dada la consigna de confirmar, robustecer las cosas que, de todas maneras, eran morideras. La Iglesia se centraliza fuertemente, como un ejército a la defensiva que se repliega sobre sí.
— Hasta que comience la ofensiva; hasta que venga el Gran Rey y el Papa Angélico…
— Así dicen en las reuniones de Acción Católica… La ofensiva… la conquista del mundo para Cristo por una juventud pura y ardiente.
— Entonces ¿usted no cree en la gran restauración católica? ¿Se acabó la época de Sardes, o estamos ahora en ella, esperando que venga con Filadelfia el triunfo de la Iglesia y la restauración de la Cristiandad?
— ¡Se acabó! La Contrarreforma terminó en la Revolución Francesa. La Revolución fue un acontecimiento capital, una tuba, que cambió la faz de la historia. Con la Revolución acabó formalmente en el mundo el Imperio Romano, que la tradición patrística pone como el misterioso Katéjon de San Pablo, el Obstáculo del Anticristo. (159-161)
El error fundamental de nuestra práctica actual —y aun de la teoría a veces— es que amalgamamos el Reino y el Mundo, lo cual es exactamente lo que la Biblia llama «prostitución». ¿No hay ahora sacerdotes políticos que quieren salvar a la Iglesia por medio de la Democracia o el Racismo o cualquier otro sistema político? ¿No hay actualmente aquí un predicador famosísimo que promete a las masas lisonjeadas una resurrección del mundo, una especie de reino milenario de felicidad temporal, por medio de la «hegemonía moral y religiosa» de Italia, entre las naciones, hegemonía prometida y querida —según él— por Dios mismo? (227)
Merejkowski en el fondo es milenarista. Pero de un milenarismo malo, que espera el Reino de Cristo en la tierra antes de la Venida de Cristo, y obtenido por medios temporales, y consistente en un esplendor de la Iglesia también temporal. Y no es el único; pues hay muchísimos hoy día que esperan igual, incluso católicos, sabiéndolo o sin saberlo. Es milenarismo malo. (287)
El mundo quiere unirse, y actualmente el mundo no se puede unir sino en una religión falsa. O bien las naciones se repliegan sobre sí mismas en nacionalismos hostiles (posición nacionalista que ha sido superada), o bien se reúnen nefastamente con la pega de una religión nueva, un cristianismo falsificado; el cual naturalmente odiará de muerte al auténtico. Sólo la religión puede crear vínculos supranacionales.
La presión enorme de las masas descreídas y de los gobiernos, o bien maquiavélicos o bien hostiles, pesará horriblemente sobre todo lo que aún se mantiene fiel; la Iglesia cederá en su armazón externo; y los fieles «tendrán que refugiarse» volando «en el desierto» de la Fe. Sólo algunos contados, «los que han comprado», con la renuncia a todo lo terreno, «colirio para los ojos y oro puro afinado», mantendrán inmaculada su Fe. Esos pocos «no podrán comprar ni vender», ni circular, ni dirigirse a las masas por medio de los grandes vehículos publicitarios, caídos en manos del poder político; y, después, del Anticristo: por eso serán pocos.
La Iglesia creó la Cristiandad Europea, sobre la base del Orden Romano. La Fe irradió poco a poco en torno suyo y fue penetrando sus dentornos: la familia, las costumbres, las leyes, la política. Hoy día todo eso está cuarteado y contaminado, cuando no netamente apostático, como en Rusia; un día será «pisoteado por los gentiles» del nuevo paganismo. Ése es el atrio del Templo. Quedará el santuario, es decir, la Fe pura y oscura, dolorosa y oprimida; el recinto medido por el profeta con la «caña en forma de vara», que es la esperanza doliente en el Segundo Advenimiento, la caña que dieron al Ecce Homo y la vara de hierro que le dio su Padre para quebrantar a todas las gentes.
— Así, pues desaparecerá la Cristiandad…
— Así la Iglesia quedará intacta…
— No desaparecerá la Cristiandad: será profanada. Ni quedará intacta la Iglesia visible: dentro de ella habrá santuario y atrio; habrá fieles, clero, religiosos, doctores, profetas que serán pisoteados, que cederán a la presión, que tomarán la marca de la Bestia. La Cristiandad será aprovechada: los escombros del derecho público europeo, los materiales de la tradición cultural, los mecanismos e instrumentos políticos y jurídicos serán aprovechados en la continuación de la nueva Babel: la gran confederación mundial impía.
No habrá una «Nueva Cristiandad»: ni la de Solovieff y sus discípulos Berdiaeff y Rozanof, ni la de Maritain, ni la de Pemán. Esas son ilusiones vanas de un mundo que teme morir. El Imperio Romano es el último de los grandes imperios, después del cual seguirá el del Anticristo. No habrá un Imperio universal después del Romano, sino sólo imperialismos como el inglés. (292-296)
En ninguna parte está escrito que en medio de la gran apostasía vendrá un paréntesis de vivísima fe y caridad en el orbe, y después se reanudará la apostasía, lo cual es además históricamente inverosímil. (307)
Si la Europa se ha de convertir, si la Iglesia ha de reflorecer, cosa que no sabemos, no será sin que sea limpiada de fariseísmo, mundanismo y estolidez la parte de ella que está contaminada de los males del siglo en todo el mundo; sin un reflorecimiento previo del espíritu, la inteligencia y la disciplina en el clero y en los fieles. Y esa limpieza la puede hacer Dios, en sus inescrutables designios, por medio del triunfo de la idea socialista y la persecución que ella trae consigo. (309)
¡Dios mío! En suma: es la vulgar actitud conciliadora y contemporizadora del «evolucionismo teológico», la herejía más difundida y menos conocida de nuestros días; que tiene como raíz el no pensar en la Parusía, ni tenerla en cuenta, ni creerla quizá, sin negarla explícitamente; polarizando las esperanzas religiosas de la humanidad hacia el foco del «progresismo» mennesiano. Puede que Dios realmente sacara una nueva era del caos presente, pues nada es imposible para Dios; aunque no fuese con paz de don Struzzo, precisamente por agencia de la ONU ginebrina o washingtoniana; pero puede ser también que no la saque, ¿qué sabemos? Y el examen de las profecías esjatológicas de la Palabra parece indicar más bien que no la va a sacar. Un día este siglo (el ciclo adámico) tiene que agonizar —la tribulación mayor que hubo desde el diluvio acá— y morir. Y resucitar. Hay una especie de rehúse oculto del martirio en esta posición, que es también la de Maritain y —menos acusada— de Chirstopher Dawson; un buscar la Añadidura por medio del Reino, y una evacuación de la Cruz de Cristo. (312)
— Hoy día, muchísimos católicos, incluso escritores, incluso predicadores, incluso sabios como Berdaieff o Dawson, sueñan con una especie de gran triunfo temporal de la Iglesia vecino a nuestros tiempos y anterior a los parusíacos. En eso soñó León Bloy, y Veuillot y Hello y toda la escuela de apologistas románticos franceses, comenzando por Chateaubriand y Lammenais. En eso sueña Papini. ¿Y es eso otra cosa que un milenarismo anticipado?
Nuestra época está llena de profetismo, como todas las épocas de crisis; porque queremos saber adónde vamos, pues sin saber adónde va, nadie puede dar un paso. Y los profetas de hoy se dividen rigurosamente en dos: los que creen que los actuales son dolores de parto y los que creen que son dolores de agonía; los cuales remiten el parto de la Nueva Era para después de la Parusía. Los primeros preparan el Anticristo; los segundos creen en Cristo.
— ¿Y se equivocaron todos los que en profecías privadas predecían ya para el siglo pasado la resolución del conflicto entre la Revolución y la Iglesia, con el Gran Triunfo, el castigo fulminante del mal, el Gran Emperador y el Pontífice Angélico?
— En los castigos tremendos que anunciaron, no; más bien se quedaron cortos. Pero en el triunfo temporal, fulminante y espléndido, de la Iglesia, ciertamente no lo hemos visto ni se ve por ninguna parte.
Esos son locos: le hacen el juego al Anticristo, porque desacreditan las verdaderas profecías y preparan el encaje de esperanza temporal ilusoria, parecido al de los judíos del Anteadvenimiento, en que se acomodará el Anticristo. Basado en las profecías falsas, o profecías verdaderas deturpadas, el Anticristo engañará a muchísimos cristianos… a todos los cristianos que entonces «no estén en vela», como amonestó el Cristo. (387-389)
Haría un razonamiento verdadero, si yo dijera: «Ya que de alguna manera la grey cristiana ha de imaginarse el triunfo definitivo de Cristo, preferible es que lo imagine sobrenatural y después de la Parusía, que no este turbio milenarismo natural en boga hoy día, hijo del racionalismo, del miedo y de las rabiosas ganas de vivir de todo enfermo». (393)
La verdad es que muchos teólogos de nota, mi maestro Billot entre ellos, dan a esa Visión un sentido más concreto; creen —y yo lo he creído mucho tiempo— que esos mil años son literales, pero preparusíacos; que son el tiempo del gobierno social de la Iglesia, que comenzó con Carlomagno y terminó en 1789. Según ellos, el demonio estaría ahora desatado.
— Así lo creo yo, y lo tengo por más que probable.
— Puede creerlo, «con tal de no excluir otro sentido más arcano», como dijo Boussuet.
— Así quedamos siempre en las mismas. No sabemos si hay una o dos resurrecciones, no sabemos si hay un reinado de Cristo sobre la tierra después del Anticristo; o si la caída de la Bestia engulle al mundo en fuego y azufre y transforma de golpe la humanidad en el Paraíso superterreno de Dante, después de haberla calcinado.
— No quedamos en las mismas; porque quedamos en una u otra, condicionalmente; y excluimos ese gran triunfo temporal de la Iglesia antes de la Parusía, que me parece un peligroso ensueño contemporáneo.
— ¡Es un anzuelo del Anticristo! ¡Es él quien prometerá realizar ese ensueño, con las solas fuerzas del hombre ensoberbecido! ¡Él prometerá la paz, la prosperidad, el nuevo Edén!, y se pondrá a edificar sacrílegamente la nueva Babel. (397-398)
Como en los días de Noé, comerán, beberán, harán grandes negocios y espectaculares matrimonios, muy contentos con la continuidad indefinida del mundo. La apostasía de la Fe y las artes del Anticristo habrán persuadido a la mayoría de que el mundo no tendrá fin, y de que debe seguir siempre adelante en un continuo progreso hasta convertirse en el Paraíso de la Ciencia y de la Civilización, en el Edén del Hombre Emancipado; y entonces, como «los dolores de la preñada», de golpe sobrevendrá el fin. (415)
B) En El Apocalipsis de San Juan
Los judíos sabían mucho del Reino del Mesías, pero no sabían claramente de los dos reinos de Cristo, o sea de sus Dos Venidas. Cuando vino el Mesías, los judíos se equivocaron. Estaban bastante preparados a equivocarse desde tiempo hacía. Habían dejado caer de su vista los vaticinios del Mesías sufrido y manso, redentor de pecados, impartidor de conocimiento religioso, y jefe de un reino pacífico y paciente; y esperaban —exigían— el Rey triunfante de la Segunda Venida. En suma, quisieron la Segunda Venida sin la Primera. El orgullo nacionalista, la sed de desquite contra los romanos, la ambición y la codicia los ofuscaron.
Una vez que hubieron decidido que el Mesías tenía que ser así como ellos lo soñaban, inevitablemente los judíos tenían que matar al Mesías real.
Pues bien, los cristianos podemos caer en la misma ilusión de los judíos, y estamos quizá cayendo. Podemos hacernos una idea falsa de la Segunda Venida, y pasarla por alto. Y eso ha de ser uno de los elementos de la Gran Apostasía.
Vemos que hoy día muchos exégetas, incluso católicos, desvirtúan de todas maneras las profecías, usando como instrumento el alegorismo. Incluso unos de ellos (Teilhard de Chardin) sostiene que la Parusía no es sino el término de la evolución darwinística de la Humanidad que llegará a su perfección completa necesariamente en virtud de las leyes naturales; porque la Humanidad no es sino «el Cristo Colectivo». La doctrina enseña que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo; pero, si toda la Humanidad lo es, huelga el Juicio Final; el cual, en efecto, según el paleontólogo nombrado, no es sino «el final de la Evolución»; donde de necesidad algunos tienen que llegar cola; y eso es el Infierno, según él.
Doctores de la Fe se pretenden éstos; y son tenidos de muchos por tales; incluso publican libros con aprobaciones episcopales: en gran peligro de ser engañados andan hoy los fieles. Uno de ellos muy famoso del siglo XIX —y muchos dellos hoy día— enseñó que la Iglesia antes del Juicio Universal tiene que llegar a un triunfo y prosperidad completos, en que no quedará sobre el haz de la tierra un solo hombre por convertir («un solo rebaño y un solo Pastor») y sin más ni más se cumplirán todas las exuberantes profecías viejotestamentarias. De acuerdo a algunas profecías privadas, se imaginan al Papa (al Pastor Angelicus, que debería haber sido Pío XII) reinando sobre todo el mundo apoyado en un Monarca Católico vencedor, el cual sin embargo mandará menos que el Papa, pues el Papa mandará en todo el mundo; y así en Santas Pascuas y grandes fiestas ¡hasta la resurrección de la carne! y después a mayores fiestas.
Es el mismo sueño carnal de los judíos, que los hizo engañarse respecto a Cristo.
Estos son milenistas al revés. Niegan acérrimamente al Milenio metahistórico después de la Parusía, que está en la Escritura; y ponen un Milenio que no está en la Escritura, por obra de las solas fuerzas históricas, o sea una solución infrahistórica de la Historia; lo mismo que los impíos progresistas, como Condorcet, Augusto Comte y Kant; lo cual equivale a negar la intervención sobrenatural de Dios en la Historia.
El Apocalipsis es el único antídoto actual contra esos pseudoprofetas. No se puede dejar el Apocalipsis. El que «deja allí» el Apocalipsis canónico, cae en los Apocalipsis falsos.
La función «profecía» —profecía en sentido lato, los hombres capaces de especular sobre el futuro— es necesaria a una nación, tanto o más que la función Sacerdote y la función Monarca. Si se arroja por la borda la profecía, se cae necesariamente en la pseudoprofecía.
Hay hoy día una abundante y muy en boga literatura apocalíptica falsa; que dicen algunos críticos «es la literatura de la Nueva Era». No quiero extenderme acerca deste nuevo género de visiones que conducen al lector al terror o al desaliento; o bien —y son las menos— a ilusiones eufóricas acerca del futuro. La mayoría son disparatadas, y no es el menor mal influjo que irradian, el despatarro del sentido común; pues algunas son dementes caso. Ponen como base un absurdo.
***
2º) El Padre Meinvielle
A) En el Libro:
EL JUDÍO EN EL MISTERIO DE LA HISTORIA
Capítulo IV: LOS JUDÍOS Y EL MISTERIO DE LA HISTORIA Y LA ESCATOLOGÍA
LOS JUDÍOS EN EL MISTERIO DE LA ESCATOLOGÍA
Para tener una idea cabal del pueblo judío y de su enorme significación en el plan de redención y santificación del mundo, hay que tener presente también su papel en la metahistoria o escatología, es decir, en aquellos acontecimientos postreros que, ya fuera de la historia, están como gravitando sobre toda ella y atrayéndola hacia sí. Estos acontecimientos comienzan:
- a) Con la plenitud de las naciones que han de ser evangelizadas aun como naciones en sus estructuras culturales que les hacen tales naciones determinadas. Proceso que se ha de ir verificando a través de toda la historia, en gran parte, y como efecto principal de la dialéctica entre judíos y gentiles, entre Sinagoga e Iglesia. El momento preciso de la historia que vivimos está caracterizado por la culminación de la lucha de la Sinagoga contra la Iglesia para impedir que el Mensaje cristiano llegue a la plenitud de los pueblos. La Iglesia está a punto de hacer penetrar este Mensaje en los pueblos. Pero la Sinagoga, con el liberalismo y el comunismo, rechaza fuertemente este Mensaje. Sin embargo, la Iglesia, sobre todo en su foco fontal, la Cátedra romana, se está revistiendo de una vitalidad excepcional que, bajo la fortaleza del Espíritu Santo, la hace capaz de deshacer el cúmulo de errores que en los últimos cuatro siglos ha acumulado la Sinagoga en el mundo. Este parece ser el significado de los mensajes marianos al mundo actual anunciando la paz, bajo la cual estaría significada la plenitud de los pueblos en el seno de la Iglesia.
B) En el Libro:
LOS TRES PUEBLOS BÍBLICOS EN SU LUCHA POR LA DOMINACIÓN DEL MUNDO (Páginas 290-307):
Santo Tomás, comentando este pasaje (in Rom, XI, 25) dice: «Hasta que entre en la fe la plenitud de las naciones, esto es, no sólo algunos particularmente de los pueblos gentiles, como entonces se convertían, sino cuando en su totalidad o en su mayor parte fuese fundada la Iglesia entre todos los pueblos gentiles, del Señor es la tierra y cuanto ella contiene«.
Como es fácil verificar no estamos todavía en esta plenitud de las naciones.
Pero si esta lucha actual de los pueblos bíblicos, no puede ser la final, tampoco puede andar muy lejos de la final. El pueblo bíblico del Anticristo ya se ha instalado en el mundo, como demostré anteriormente por el paralelismo entre el diablo, el Anticristo, los judíos y el comunismo, éste no puede ser sino el pueblo del Anticristo.
El Anticristo ya ha comenzado a formarse su pueblo con la estructura definitiva que ha de tener en la lucha final. Ya hay sobre la tierra un pueblo satánico que reniega de Dios porque es Dios y que adora el mal porque es el mal. Ya está entonces el pueblo del Anticristo, que podrá sin duda ser vencido en una primera batalla pero que surgirá luego más poderoso para la tremenda batalla final, en la que Cristo, y sólo Cristo le deshará con el soplo de su boca.
Las palabras del Pontífice Pío X, en la encíclica E supremi, vendrían a confirmar esta opinión de que el Anticristo no está lejos: «Quien considera estas cosas —dice— debe sentir temor de que esta perversidad de las almas no sea el comienzo de los males que han de acontecer en los últimos tiempos; y que el hijo de la perdición, de que habla el Apóstol, no esté ya sobre la tierra. Con tan grande audacia, con tanto furor, se combate por todas partes a la religión y se impugnan los documentos de la Revelación y se intenta destruir y borrar los lazos que unen al hombre con su Creador. Por otra parte la nota que es característica del Anticristo, según el mismo Apóstol, es, a saber, de que el hombre, con gran temeridad, ocupe el lugar de Dios, levantándose por encima de todo lo que se dice Dios, de tal suerte la realiza que, aún cuando no pueda destruir completamente en sí el conocimiento de Dios, con todo, rechazando su divina majestad, se ha constituido en objeto de adoración en este mundo visible, del que ha hecho como su templo: Está sentado en el templo de Dios, exhibiéndose como Dios.”
Y en la encíclica Miserentissimus Redemptor (8.5.28) dice aún más claramente Pío XI, después de describir los estragos comunistas. «Espectáculo de tal suerte desconsolador, que se podría ver en él la aurora de los comienzos de dolores» (initia dolorum) que debe traer «el hombre del pecado levantándose contra todo lo que es llamado Dios u honrado con un culto».
No se puede verdaderamente impedir el pensamiento de que parecen muy próximos los tiempos predichos por Nuestro Señor: «Y como aumentará la iniquidad, se enfriará la caridad de muchos».
LA-SINARQUÍA – EL GOBIERNO MUNDIAL – LOS JUDÍOS (capítulo escrito en 1973)
Hacia alrededor del año treinta, la configuración del mundo con respecto a estos tres pueblos fundamentales, era la siguiente: los pueblos paganos se habían concentrado en torno de la Alemania de Hitler; el pueblo judío, que dominaba el área civilizada de la tierra, se había concentrado en los Estados Unidos; y los pueblos cristianos habían desaparecido como poder político de la escena mundial.
La guerra europea del 14-18, al derrotar a la Alemania del Kaiser, había radiado también del mapa de Europa a los Ausburgos, últimos restos del Imperio romano-germánico. El Austria de Dolfuss y el Portugal de Oliveira Salazar apenas pueden considerarse un intento de embrión de un nuevo Estado cristiano.
Mejores esperanzas prometía la Cruzada anticomunista de la España del 36, donde requetés y falangistas, oponiéndose con la bravura de leones al avance judeocomunista, detuvieron por entonces este peligro en la Europa occidental.
Pero allí, el pueblo judío aprendió tan sólo una lección: la raza hispánica es imbatible de frente, pero sólo de frente. Puede ser traicionada, si se acierta en proporcionarle un tratamiento debidamente dosificado de «cristianismo y mundo moderno», con el que, bajo la apariencia de apostolado, se le inoculen los virus de la anti-religión y de la anti-patria.
Tal iba a ser la misión del «Opus Dei” en la España franquista.
La heroica España del 36 ha sido totalmente emputecida y envilecida y, hoy en la década del 70, ha quedado totalmente ganada para el mundo judío. Al menos por ahora y, al parecer, en cierto modo de manera definitiva, los pueblos cristianos, como poder de fuerza política, han sido erradicados de la tierra.
Todo ello coincide con el eclipse de la Cristiandad.
Decía antes, al hablar del Anticristo, que la manifestación de este personaje misterioso está detenida mientras haya en la tierra un poder que se le oponga; y que este poder es el Imperio Romano, que de temporal se había trocado en espiritual.
Ahora bien, si la Cristiandad ha desaparecido de la tierra, y todo parece así indicarlo, quiere ello decir que entramos en el reinado del Anticristo y en su preparación próxima, en la cual no tendrán actuación relevante sino los pueblos paganos y el pueblo judío.
Tal la significación del momento histórico de la década del 30 y del 40 del presente siglo.
En estas dos décadas, se cumplen hechos de significación universal. El cristianismo queda eliminado como poder político. Y se cumple la gran batalla entre las potencias paganas y el pueblo judío.
Como resultado de la misma las potencias paganas son completamente derrotadas y el triunfo judío se establece victorioso sobre el haz de la tierra. Los judíos aprovechan este triunfo para instalarse en Tierra Santa, de la que habían sido desalojados por los ejércitos romanos de Tito y Vespasiano, en el año 70 de nuestra era, y allí forjan el «Estado Judío», de acuerdo a lo proyectado por Teodoro Herzl en el Congreso de Basilea y en consonancia con viejos sueños milenarios.
El Sionismo o el Estado judío debe ser vinculado con Los Protocolos de los Sabios de Sión, en que los judíos, en el mismo Congreso de Basilea, elaboran los programas de dominación mundial, que ha de coincidir con el reinado del Anticristo.
Mientras los judíos levantan el Estado Judío de Israel con Jerusalén como ciudad madre, no descuidan los programas de la diáspora y, tan no los descuidan, que les prestan especial atención. Es muy posible, y casi seguro, que por encima del Sionismo que se concentra en Israel, y de la diáspora, cuyo centro lo mismo puede ser Nueva York que Londres ó Basilea, se halle un poder más alto, que dirija las maniobras encontradas de una y otra fuerza judía.
Porque también es cierto, que entre los intereses del Sionismo y los de la diáspora existe una tensión o rivalidad, que los lleva a enfrentamientos relativos. Relativos digo, porque si por encima de cada uno de ellos hay un poder judío más alto que dirige y complementa la acción de cada bando, es posible dirigir todas las acciones de cada una de las fracciones hacía una armonía que asegure en definitiva la dominación judía sobre todos los pueblos, teniendo a la Tierra Santa como capital del Universo.
Es decir, que se obtenga una conjugación de las aspiraciones del Sionismo con las de los judíos de la diáspora.
Los judíos infiltrados en todos los pueblos y dueños de la cultura, de la economía y de la política de todas las naciones han de trabajar en hacer más férrea su dominación por una parte y, por otra, en aprovecharse de las riquezas que estos pueblos producen, para el acrecentamiento del Estado de Israel. Por ello, los judíos, al entregar su esfuerzo al Estado de Israel, no han abandonado sus lazos e intereses con los pueblos de la diáspora, sino que los han acrecentado.
Esto nos lleva a decir una palabra sobre la «Sinarquía», que es el movimiento de proyección universal, manejado por los judíos, que ejerce una especie de liderazgo sobre los negocios económicos y políticos de los pueblos.
Sinarquía de la palabra griega sym, con, y, arqué, principio, iniciación, significa cogobierno o gobierno equilibrado porque en él se realiza un cierto equilibrio de los poderes y tendencias del mundo.
Es el programa para el gobierno mundial ideado por el famoso ocultista Saint Ives d’Alveydre a fin del siglo pasado, y descubierto por la policía francesa en los archivos de las altas logias en casa de renombrados masones como, por ejemplo, de Gastón Martin, autor de una Histoire de la Franc-Maçonnerie Française.
Este programa consta de 13 proposiciones y 598 artículos y ha sido publicado por Léctures Françaises en un número especial de febrero de 1962 con el título, Les Téchnocrates et la Synarchie.
El gobierno inaugurado por el General De Gaulle se ha ajustado a dicho programa, que, por otra parte, es el mismo que el de la Banca Rothschild. La conducción del programa sinárquico es llevado a efectos por los «Bilderbergers», llamados así por una reunión secreta realizada en esa ciudad de Holanda en 1954 y presidida por su Alteza, el príncipe Bernardo de Holanda.
Entre los Bilderbergers figuran personajes de representatividad mundial de la talla de Henry Kissinger, el asesor de Nixon para la política exterior. Y como él, otros cien personajes de la más alta influencia.
El programa de la Sinarquía envuelve todos los problemas de la humanidad, tanto del plano biológico como económico, político, cultural y religioso. En una de las últimas reuniones que tuvo lugar en Woodstock, Vermont, E.E.U.U., los días 22 al 25 de abril de 1971, estuvieron presente, entre otros, representantes de loa gobiernos de Holanda, Canadá, Alemania Federal y Suecia; personajes influyentes de los gobiernos de Bélgica, Noruega, Suiza, Inglaterra y Estados Unidos; hombres de prensa y radio de Dinamarca, Francia e Italia; y finalmente, el Sionismo, la alta banca y la industria internacional acudieron en verdadero pleno y como un solo hombre.
El Cruzado Español de Barcelona fue la única publicación que dio cuenta de la reunión en sus números 356-9 y 369-1. En el número 356-9, en el que el Cruzado Español daba cuenta de la reunión, dice que ha tomado la noticia del Newsletter Washington Observer, y que «el informante del W.O. declara que todos los invitados —incluyendo particularmente a Kissinger y a Trudeau— mostraron una gran deferencia hacia dos judíos que asistieron anónimamente.
Los nombres de estos dos judíos no se hallan incluidos en la lista secreta de invitados que acabamos de dar, y W.O. no conoce su identidad.
Y el mismo número del Cruzado Español añade la siguiente observación: «Se estima que el grupo Bilderberger está situado sólo a dos estadios de distancia de la cima del Gobierno secreto que rige el mundo. Por encima de los Bilderbergers hay sólo dos niveles de la Internacional Sionista.»
Nos hemos detenido en este asunto de los Bilderbergers porque ello no hace sino confirmar las tesis de Pierre Virion sobre La Sinarquía – El Gobierno Mundial – Los Judíos, que expone en su libro, El Gobierno Mundial y la Contra-iglesia.
(…)
RESTAURACIÓN DE LA CRISTIANDAD
Aunque los judíos han alcanzado un alto grado en la dominación mundial, sin embargo, en la etapa histórica que se aproxima, van a ser sometidos por el predominio pagano.
Los pueblos cristianos van a experimentar una etapa de purificación. De qué índole sea ésta y cómo haya de verificarse, es imposible barruntarlo.
Lo que se puede prever, fundados en la analogía del proceso histórico, es que la alternativa que juega en la historia cristiana, va a continuar jugando en los días que se aproximan. Esta alternativa está bien asentada en la Revelación. O Sinagoga o Iglesia. No hay conciliación entre uno y otro término hasta que los judíos se conviertan.
Sólo en Cristo no hay judíos y paganos, como dice el Apóstol. En Cristo «no hay distinción entre judío y gentil» (Rom., 10, 12).
Pero fuera de Cristo, sí hay distinción. Y una distinción radical, impuesta por los mismos judíos.
En efecto, cuando el caso del ciego de nacimiento (San Juan, 9, 1-41) sus padres no se atrevían a atribuir el milagro de la curación a Cristo, porque como dice el Evangelio «temían a los judíos pues ya estos habían convenido en que, sí alguno le confesaba Mesías, fuese expulsado de la Sinagoga» (Vers. 22). De tal suerte se había cerrado a Cristo la Sinagoga que el Apóstol Juan la llama «Sinagoga de Satanás” (Apoc., 2, 9).
Ahora bien, en los primeros siglos cristianos, coincide la ascensión de la Iglesia con el descenso de los judíos. En los tres primeros siglos los judíos tienen éxito ante los romanos y logran convencerlos de la peligrosidad de los cristianos para los legítimos intereses del Imperio y así desatan las diez persecuciones de Roma contra la Iglesia naciente.
Pero con Constantino, el poder judío declina y, en cambio, se fortifica la Iglesia. Y todo el período de ascensión en la consciencia de los pueblos de Europa, que va conquistando la Iglesia con los grandes Padres y Doctores y luego con los Reyes, marcha paralelo con el declinar de la judería que se ve obligada a. refugiarse en los ghettos.
En el Renacimiento comienza un proceso de signo contrario. Se inicia el declinar de la Iglesia, que en cuatro o cinco siglos conoce un descender progresivo, hasta llegar a la auto demolición actual; y, por el contrario, un remontar de los judíos, que con la introducción de la Cábala allá en el Renacimiento, penetran primero privadamente en la Sociedad cristiana, y luego aun oficialmente con la Revolución francesa hasta lograr el actual dominio, que casi alcanza el grado de lo, absoluto.
Por esto, la ascensión del paganismo en la vida de los pueblos, que va a poner coto a la soberbia judía, va a ayudar a la Iglesia. La Iglesia va a experimentar de otra manera y en ritmo más rápido la experiencia que conoció en el mundo romano en los primeros siglos de su historia y va a ser purificada; y luego poco a poco pero eficazmente convertirá a estos nuevos bárbaros y los incorporará al nuevo esplendor cristiano que se prepara.
No es fácil presagiar cuál podrá ser el camino que seguirán los pueblos apóstatas de Europa para retornar al seno de la Iglesia. Si el poderío germánico, que sufrirá un delirio de necia exaltación, será simplemente subsumido en la cristiandad por las fuerzas católicas de su propio seno, o si un príncipe cristiano libertador, de Francia, de España o de Italia, que Dios puede suscitar cuando le plazca, doblará la cerviz del temible y frágil coloso.
Quizás las naciones vayan retornando a la Iglesia en orden inverso al de su apostasía… O sea que la primera que se apartó sea la última en retornar y la última sea la primera. En este orden España sería la primera en retornar; luego Francia, Inglaterra, Alemania y por fin Rusia…
No hay duda que en esa hora a España y a Francia le ha de caber una misión excepcional. A España la que está realizando ahora: ser el inconmovible baluarte contra el comunismo y contra el paganismo así como otrora lo fue contra la arrogancia de la media luna. Y a Francia, purificada de sus grandes delitos, llevar el estandarte del orden cristiano al oriente y al occidente.
Quizás entonces pueda cumplirse lo que el Venerable Bartolomé Holzhauser escribió en el siglo XVII y que se conserva impreso en su vida latina, en 1734, de la que existe un ejemplar en la biblioteca de la Minerva, en Roma. (Ver Voces Proféticas de J. M. Curicque, 1875)…
… «En medio de esto, la paz no se habrá aún restablecido definitivamente, pues de todos lados conspirarán los pueblos en favor de la república, y así se verán todavía terribles calamidades por todas partes: la Iglesia y sus ministros serán hechos tributarios, los príncipes serán derribados, los monarcas condenados a muerte y sus vasallos entregados a la anarquía. El Omnipotente entonces intervendrá con un golpe admirable que nadie en el mundo pudiera imaginarse. Y aquel poderoso monarca que debe venir de la parte de Dios, reducirá a la nada la república, subyugará a todos sus enemigos y reinará de Oriente a Occidente. Lleno de celo por la verdadera Iglesia de Cristo unirá sus esfuerzos a los del futuro Pontífice por la conversión de los infieles y herejes. Bajo semejante Pontífice que Dios predestina al mundo, será menester que el reino de Francia y las otras monarquías se pongan por fin de acuerdo, después de las sangrientas guerras que las habrán desolado, y que bajo la dirección de aquel gran Papa se presten a la conversión de los infieles y así todas las naciones vendrán a adorar al Señor su Dios. Al tiempo de este triunfo de la fe católica y ortodoxa florecerán gran número de santos y de doctores; los pueblos amarán la justicia y la equidad, y la paz reinará en la tierra por espacio de largos años, hasta la venida del hijo de perdición…» «En aquel tiempo todos los pueblos y todas las naciones afluirán a un aprisco y entrarán en él por sólo la puerta de la fe. Así se cumplirá la profecía: Y será hecho un solo aprisco y un solo pastor (S. Juan X, 16) y esta otra también: Y será predicado este Evangelio del reino por todo el mundo, en testimonio a todas las gentes; y entonces vendrá el fin (Mt. XX, 14)».
Quizá no sea tan peregrino lo que escribe un monje del siglo X, recogiendo tradiciones comunes de la época (Adsonis abbatis monasterii Dervensis, Liber de Antechristi, Patrol. Latina CI, pág. 1925: «Dice después el Apóstol que el Anticristo no ha de venir al mundo, si no viniere primero la apostasía, la discessio, esto es si todos los reinos del mundo no se apartaren del Imperio Romano, al cual estaban sometidos. Este tiempo todavía no llegó porque aunque veamos el reino de los romanos destruido en su mayor parte, con todo mientras duren los reyes de los Francos, que deben tener el Imperio Romano, la dignidad del Imperio Romano no habrá perecido completamente, porque se mantendrá en sus reyes. Enseñan en efecto nuestros doctores que uno de los reyes de los Francos tendrá bajo su poder integramente el Imperio Romano, que existirá en los últimos tiempos; y será el mayor de todos los reyes y el último, el cual después de haber gobernado finalmente su reino, vendrá por último a Jerusalén y depondrá en el monte de los Olivos su cetro y corona. Este será el fin y consumación del imperio de los romanos y de los cristianos y entonces se revelará el hombre de pecado. Este rey devastará grandes islas y ciudades, destruirá todos los templos de los ídolos, convocará a todos los paganos al bautismo y en todos los templos erigirá la cruz de Cristo. Y entonces los judíos se convertirán al Señor. En aquellos días se salvará Judá, e Israel habitará confiadamente, (Jer, XXXIII, 16).»
En esta hipótesis, la monarquía de los Franceses, la legítima de los Capetos, no estaría sino interrumpida, y volvería a la historia a renovar las grandezas de fe y equidad de los tiempos de San Luis.
RESPUESTA A DOS POSIBLES OBJECIONES CONTRA ESTA HIPÓTESIS
Dos objeciones grandes se pueden formular contra esta hipótesis.
He aquí la primera: si esto fuere así la próxima restauración no sería sino una vuelta a lo pasado, lo cual además de contrariar el principio de la irreversibilidad de la historia, no explicaría la razón de ser de cuatro siglos de vida moderna.
Admitiendo el principio de la irreversibilidad de la historia hay que contestar que no sería ésta una restauración de todo lo pasado sino del espíritu eterno, que fue respetado en los siglos grandes de la Edad Media; y de instituciones humanas, como la monarquía, que aunque podrían ser efímeras conservan en la economía presente del hombre muchos y primeros valores espirituales de civilización como concretados en ella. No se restaurarían entonces este espíritu y estas instituciones como cosas arcaicas sino en virtud de aquellos principios eternos que no son del pasado ni del presente sino que valen para todos los tiempos.
Cada pueblo es un pueblo en el tiempo y en el espacio. Quebrar en él una sucesión dinástica, aunque en abstracto pueda parecer indiferente, es como quebrar algo de su vida.
No es necesario advertir que lo antiguo, que sería restaurado no por lo que tiene de antiguo sino de eterno, esto es valedero para todo tiempo, alcanzaría su existencia en condiciones nuevas de vida, de acuerdo a todos los progresos legítimos alcanzados con el trabajo de las generaciones. Que toda adquisición positiva, operada en los tiempos del retroceso moderno alcanzará mayor esplendor cuando se le integre en los principios saludables del orden humano.
¿Cuál sería la razón de ser de cuatro siglos de vida moderna? Muy sencillo. ¿Cuál debió ser la tarea de los pueblos europeos que recibieron los beneficios de la fe? ¿Por qué en los designios inescrutables de Dios, fueron estos pueblos favorecidos primero con la fe cristiana? Sin duda para que fuesen los portadores de esta palabra por toda la tierra. Europa debía dar al mundo gratuitamente lo que recibió gratuitamente. ¿Qué hizo en cambio? Se desvió de los caminos del Señor y se entregó en cuerpo y alma a descubrir las fuerzas que escondió el Señor en lo profundo de la tierra. Y sea cualquiera la especie de relación que pueda existir entre ambas series de fenómenos el hecho es que, a medida que se fue apartando de la fe, fue progresando en el descubrimiento y en la utilización de los inmensos secretos que encerró el Señor en lo recóndito de los seres.
Ahora bien; todo esto lo ordenó providencialmente Dios. Porque lo que los pueblos cristianos de Europa no han cumplido a las buenas meritoriamente, habrán de cumplirlo de otra manera y sin mérito; pero habrán de cumplirlo. Y así los pueblos al impulsar el progreso técnico y llevarlo por toda la tierra acortando las distancias no han hecho sino preparar los instrumentos para que en un día próximo, cuando el Señor así lo ordene, purificados los pueblos por saludables castigos, amansados y dóciles para escuchar la voz del Señor, pueda ésta dejarse oír, en un instante por todos los ámbitos del globo. Los terribles instrumentos mortíferos que ellos mismos en su orgullo insensato han inventado servirán para purificarlos y llamarlos a la contrición del corazón que no han querido lograr de otra manera y los otros poderosos inventos que han cambiado las condiciones de todos los elementos, sea el aire, el fuego, la tierra o el agua servirán para evangelizar los pueblos en pocos años. Lo que de otra suerte se habría logrado en siglos hoy se podrá lograr en contados años. Y así todas las cosas —el cielo y la tierra— han de cantar la grandeza de Dios, que sabe valerse de todos los caminos de los hombres para edificar su camino. ¿Quién podrá imaginar lo que puede ser, en un mañana próximo, la prodigiosa maquinaria de la técnica moderna en manos de príncipes cristianos que no tengan otra preocupación que la difusión del Evangelio?
La segunda objeción que se puede formular contra esta hipótesis, hela aquí: Vemos hoy una lamentable apostasía de las masas. Los pobres, los humildes que son la porción predilecta del Salvador vanse apartando progresivamente de la fe y vanse sumando a las filas marxistas de los sin Dios.
¿Cómo se solucionará este gran escándalo, denunciado por Pío XI, y recordado aun en la Divini Redemptoris? Todo cuanto se haga en este sentido, como todo lo que se viene haciendo desde Ketteler, aunque no produzca frutos visibles de una estructura económica cristiana, no es trabajo perdido. Esta semilla que se siembra dará fruto, y abundante, a su hora. Pero quizás sea otro el camino concreto, por el cual Dios ha de llevar a los obreros lamentablemente proletarizados de vuelta al aprisco que han abandonado. Una triple y casi simultánea acción ha de realizar esta tarea, la misma que ha de recristianizar a los demás hombres de cualquier condición social porque todos están igualmente descristianizados. El fuego purificador de castigos tremendos que se harán sentir en todas partes, como los que ahora se ciernen sobre España. Desgraciadamente el hombre está tan apartado de Dios, se ha hecho tan insensible a su voz, que sólo a sacudones puede ser despertado del letargo en que se halla sumido. No se diga que estos prenuncios terroríficos pueden ser excitaciones calenturientas del cerebro. No se olvide que en su Caritati Christi de 1932 el Santo Padre conjuraba al mundo a entregarse a la oración y a la penitencia si no quería verse sumido en una catástrofe de terror y anarquía. Y como el mundo no escuchó la voz augusta del Vicario de Cristo, estos castigos han comenzado ya, y en qué forma tremenda y espantosa, en la noche negra de la España roja. Cuando los hombres hayan sido así preparados, podrá ser útilmente aprovechada la efusión del amor de Dios, que infundirá en los corazones de los hombres, de toda condición social, la palabra encendida de sacerdotes y de laicos santos, que el Señor suscitará en la tierra; varones de una santidad extraordinaria como no se ye hace siglos en la Iglesia, según, lo ha anunciado el beato Grignon de Monfort, en su admirable Tratado de la verdadera devoción a la Virgen. Esta santidad de los sacerdotes y de los laicos colaboradores de la Jerarquía, santificará las almas y las instituciones y nos dará la nueva cristiandad. Y en qué abundancia no habrá de darlos el suelo de naciones que, como España, han sido regadas con la sangre de mártires y de héroes. Ellos forjarán la España nueva que emulará la epopeya cristiana de los tiempos idos, así como ahora ha emulado las más grandes gestas de los siglos legendarios. Esto es lo que no deben olvidar aquellos que creen que un Estado cristiano pueda surgir por la imposición tiránica de un príncipe poderoso. No puede dar la espada, lo que sólo es efecto de la gracia de Dios. Pero también será necesaria la espada del príncipe cristiano que reprima la perversidad de los impíos, que no sólo no quieren convertirse a su Dios, sino que buscan por medio de toda clase, de seducciones y engaños pervertir a los pueblos. El liberalismo corruptor será totalmente excluido de los pueblos y éstos habrán de someter su vida pública a las santas leyes de Jesucristo y de su Iglesia.
El fuego purificador preparará entonces los caminos del Señor; el apostolado de santidad evangelizará profundamente los corazones; y la espada de los príncipes cristianos mantendrá la integridad del ambiente público cristiano. Y los hombres de cualquier condición y los pueblos de toda raza y nación conocerán al Señor, su Salvador.
Y así la nueva cristiandad no será del todo nueva, como han querido fingir los filósofos, sino que será la antigua renovada, restaurada. El sacerdocio y el poder de los príncipes trabajarán juntos en esta Restauración de los derechos de Dios y de los pueblos. Los hombres, cualquiera sea la condición que les toque en la escala social, habrán aprendido a apreciar sobre todas las contingencias de lo humano la dignidad altísima de la persona humana, que no en vano ha sido rescatada misericordiosamente por la sangre de Cristo para que por ella y en Él sepan todos amarse como hermanos.
La Carta del Santo Padre, dirigida al episcopado mejicano, el 28 de marzo de 1937 pareciera estar escrita con la dulce confianza de la pronta vuelta a esta prosperidad de la Iglesia en el mundo. Apenas se queja en ella el Romano Pontífice de la tiránica restricción a que se ve forzada la acción de la Iglesia en ese gran país; sino que ella se desenvuelve indicando las normas de apostolado de los sacerdotes y de la Acción Católica para renovarles a todos los hijos mejicanos la exhortación a la unidad, a la caridad, a la paz, en el trabajo apostólico de la Acción Católica, llamado a devolver Cristo a Méjico y a restituirles la paz y aún la prosperidad temporal.
LOS PUEBLOS MUSULMANES EN LA IGLESIA
Los musulmanes también entrarán en la Iglesia. Un poderoso movimiento agita hoy al mundo musulmán…
Este pueblo intermedio entre judíos y paganos ha tenido como misión histórica ser el vehículo de comunicación entre Oriente y Occidente, entre el paganismo y el cristianismo. Pueblo belicoso, no salemos qué suerte providencial puede caberle en estas luchas decisivas que se entablan entre los pueblos bíblicos. Pero es curioso advertir que mientras le agita por dentro un poderoso impulso de resurgimiento se le ve acercarse a Potencias cristianas como España. Quién sabe si no es éste el camino para introducirle definitivamente en el seno de la Iglesia.
EL TRIUNFO COMUNISTA Y EL TRIUNFO FINAL DE CRISTO
Después de esta feliz restauración cristiana de las naciones, que será la plenitud de pueblos, de que habla el Apóstol (Rom. XI, 25) y que será coronada con lo que el mismo Apóstol llama plenitud de Israel, los pueblos se irán apartando de Cristo y el comunismo volverá a mostrar terriblemente su cabeza. Los judíos, que se habrán ido convirtiendo en gran número, en muchas regiones de la tierra, por donde se hallarán diseminados, también se irán haciendo más satánicos en el núcleo judaico central que se irá estrechando. Y así los últimos residuos de Israel dominarán fuertemente a los pueblos y prepararán la entronización a su Mesías, que será entronizado probablemente en Jerusalén.
Y entonces se dejará ver aquel perverso, a quien el Señor Jesús matará con el soplo de su boca y destruirá con el esplendor de su presencia: A aquel inicuo que vendrá con el poder de satanás, con toda suerte de milagros, de señales y de prodigios falsos, y con todas las ilusiones que pueden conducir a la iniquidad… (II, Tes. II, 8-11).
Lo que venga entonces y después, sólo Dios lo sabe, como asimismo solo Él sabe cuándo.
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3º) El Padre Sánchez Abelenda
Reflexiones sobre el Vº Centenario del Descubrimiento de América
Cristiandad e Hispanidad
Las fechas del comienzo y desarrollo [de la Cristiandad] no son matemáticas, pero sin olvidar el bautismo de Clodoveo y la conversión de Recaredo de la herejía arriana, que le había inoculado el ejemplo de su padre Leovigildo, es indudable que la coronación de Carlomagno —en la Navidad del año 800, por el Papa León III— como emperador de Occidente, casi cinco centurias después de la extinción occidental del Imperio de Roma, señala un mojón singularísimo en la historia de la Cristiandad, que tuvo en números redondos casi un milenio de existencia, si es que la prolongamos hasta la caída y extinción del Imperio Austrohúngaro, una de las consecuencias de la guerra de 1914-1918.
Claro está que corrió mucho agua bajo los puentes de tantos años, y no todo fue coherente, sólido, irreprensible y rutilante en lo que hace a la vigencia sincera y pareja de los valores cristianos, o de los mismos valores estructurales, armónicos, justos y jerarquizantes de esos mismos pueblos en su relación con las exigencias de los mandatos del Evangelio a los que se sentían obligados so pena de no ser cristianos. No es el momento aquí de registrarlos ni de computar su cumplimiento, pero sí podemos decir que hasta antes de la Revolución Francesa los pueblos europeos, por pecadores que fuesen —los católicos al menos, luego de la fractura luterana y sus semejantes—, reconocían los inviolables derechos de la Iglesia. Y no sólo en estos mencionados últimamente, sino también en los cristianos no católicos, si se pecaba —de lo que no cabe ninguna duda-—, no se pecaba de impiedad.
Hablamos de los pueblos —reinos y naciones— no meramente de sus miembros individualmente considerados. Este pecado de impiedad tuvo pública carta de ciudadanía a partir de la Revolución Francesa. Pero no nos interesa aquí y ahora este tipo de crónicas, ni tampoco el análisis prolijo de los valores humanos evangelizados como tejido intrínseco de la Cristiandad; tabla de valores, desde la cima hasta la base, conculcados y negados hasta pulverizar a la Cristiandad y a sus miembros, sus pueblos integrantes, con deterioro casi letal de sus individuos.
Desde entonces la Cristiandad ha desaparecido. Por eso nos atrevemos a decir que las dos últimas proezas de Cristiandad uti talis han sido el descubrimiento de América —por la ulterior evangelización inmediata que conllevó, motivo expreso de Isabel de Castilla y la Corona española— y la batalla de Lepanto en 1571, bajo Felipe II; empresas ambas de la Cristiandad pero con indiscutible principalía hispana. Podría añadirse la guerra de Carlos VI de Habsburgo contra los turcos —como en Lepanto— durante los años 1736-1740, que terminó en forma desafortunada. ¿Y la guerra de La Vendée durante el terror robespierreano? Probablemente. Asimismo la guerra de los cristeros mexicanos y, de un modo resaltado, la Cruzada de la guerra civil española de nuestros años treinta. No obstante, se destacan ingentes y con éxito asaz perdurable las proezas americana y lepantina. Recordamos aquí que ahora ni siquiera tiene vigencia el Pacto de Letrán, firmado el 6 de febrero de 1929 entre Pío XI y Benito Mussolini.
Sí: hoy ha desaparecido la Cristiandad.
Pero antes de indicar siquiera sus causas profundas y el modo que nos queda de avivar sus rescoldos —obligación imperiosa— recordemos este a guisa de su retrato que nos brinda la inolvidable encíclica de León XIII «Immortale Dei», del 1° de noviembre de 1884. Dice el Romano Pontífice: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces, aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud, había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad, la religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde; florecía en todas partes secundada por el agrado y adhesión de los príncipes, y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados; y el sacerdocio y el imperio concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes muy superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de ellos, y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni oscurecer».
¡Qué contraste este testimonio de la historia, aducido por el Romano Pontífice, comparado con la civilización yerma y antievangélica en la que estamos sumergidos!
Hoy algunos hablan de la Cristiandad como algo que se les ha regalado y que es imperdible; por eso no la valorizan, engañados por una posesión fantasma.
Otros la consideran un bien mostrenco: está ahí, como un punto de referencia en el horizonte de sus retóricas utópicas; se la añora, tal vez se la desea, inclusive gastan con sinceridad sus esfuerzos en su favor. Otros por cierto la niegan, la escarnecen o la burlan, la asesinan o la amordazan con el silencio más sarcástico.
Recordemos la euforia de algunos Padres Conciliares cuando celebraron «la Revolución de 1789 en la Iglesia Católica», en ocasión del Concilio Vaticano II.
Nosotros pretendemos ser sinceros, con el humilde celo por el honor de la Realeza Social de Jesucristo que nos conceda Dios: hoy la Cristiandad ha desaparecido.
Quedan, por cierto, no sólo sus huellas patentes sino también sus rescoldos, que hay que avivar para que alumbren sus brasas purificadoras y vivificantes.
No podemos, además, condicionar la sabiduría y la omnipotencia misericordiosa de la Providencia a cierta dosis de pesimismo —no desánimo— ciertamente no infundado. La profecía de Ezequiel está en las manos de Dios: «A quatuor ventis veni, spiritus, et insuffla super interfectos istos, et reviviscant» (Desde los cuatro vientos ven, espíritu, e insufla sobre [estos huesos] muertos para que revivifiquen) Ezequiel, 37.
Decía San Agustín en su Epístola a Macedonio (3): «No es feliz la ciudad por otra razón distinta de aquella por la cual es feliz el hombre porque la ciudad no es otra, cosa que una multitud concorde de hombres»‘. Esta ciudad agustiniana —que no es sinónimo estricto de la Civitas Dei— es la Ciudad Católica de San Pío X que «no está por inventarse ni la ciudad nueva por construirse en las nubes. Ha existido y existe (San Pío X hablaba en los umbrales de la Primera Guerra Mundial): es la civilización cristiana —sinónimo de Cristiandad— que hay que instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus naturales y divinos fundamentos, contra los ataques siempre renovados de la utopía nociva, de la rebeldía y de la impiedad». Pero si la sal pierde su salinidad, ¿qué o quién la salará? De nada vale en adelante y debe ser esparcida fuera y pisoteada por los hombres (San Mateo, V). He aquí nuestra actual encrucijada.
Se habla de secularización, pero que no se desgaste esta palabra como un paraguas de nuestra somnolencia, agujereado mientras el diluvio huracanado arrecia.
Los mejor intencionados pueden tener el fin de las vírgenes necias (San Mateo, XXV): que el Señor los desconozca.
Si, por cierto, secularización, y secularización inmanentista, intramundana, lastrada —como dijimos— de pelagianismo y gnosticismo y, en sus anfractuosidades más recónditas, la sierpe siempre vigilante del arrianismo.
Las nuevas cristiandades —y por eso afirmamos que la cristiandad no es análoga sino unívoca; sus variantes no son sino accidentales vicisitudes de la historia— que se caracterizan por la exclusión de la Iglesia de la vida social humana, han concluido o inexorablemente concluyen en la carnalización de lo sobrenatural, donde no es convidado de piedra el liberalismo católico: casi diríamos el anfitrión. Esto —en lo que no podemos detenernos— lo ha expuesto magistral y prolijamente el Padre Julio Meinvielle en diversas obras y oportunidades: basta recordar la conclusión de su «De Lamennais a Maritain», Ahí añade: «La carnalización de lo sobrenatural constituye el anticristianismo». He aquí el punctum dolens.
Lo dejo casi como una aporía: Y no por ignorancia. Sólo quiero recordar un texto de Santo Tomás («De Veritate», XIV, 2): «En aquellos todos que tienen sus partes ordenadas, la primera parte en la que está la incoación del todo, se dice que está la sustancia del todo, como el cimiento de la casa o la quilla de la nave. Por eso dice el Filósofo (II Metaphys.) que si el ente fuese un todo, su primera parte sería la sustancia».
No creo oportuno hacer la exégesis prolija de este texto, que puede dar lugar a casuísticas engorrosas y hasta absurdas—y ex absurdo sequitur quodlibet— pero hemos aludido a la salinidad evangélica, elemento sine qua non para el «instaurare omnia in Christo» de San Pío X.
La Cristiandad es un todo de orden, estructurado jerárquicamente, con cuerpo, arma y espíritu, y su núcleo y principio vital es el Evangelio, cuya predicación y defensa corresponde a la Esposa de Cristo.
No es una mera civilización con barnices cristianos, que solamente puede complacer al mundo.
Aunque no haya sido conmemorado —como era justo— el Syllabus de Pío IX, del 8 de diciembre de 1864, sigue vigente y cuya proposición 80ª (D. 1780) resume todo lo que aquí tratamos.
De ahí la referencia de San Agustín y en relación a la parte que incoa el todo de Santo Tomás: lo que hace feliz al hombre, lo que lo salva, es lo que hace feliz a ese todo de orden social que es la Cristiandad y que la salva, y éste no es sino Dios. ¿Y Dios a quién encomendó esta tarea? A los hombres enfermos —débiles— por el pecado original y las sociedades que integran, por cierto que no. Salvo que establezcamos la nueva religión pelagiana, gnóstica y arriana.
Hemos hablado del anticristianismo. Ocurre que la Cristiandad no se identifica con el cristianismo; éste es más amplio y se concentra todo en Cristo Salvador: su doctrina, su moral, su culto. Puede estar vacante la Cristiandad, puede ser descuajada de raíz y para siempre, pero no el cristianismo cuya cima es la Parusía, inicio sin fin de la Civitas Dei agustiniana, primum analogatum —digo analogatum— de la Cristiandad.
Y aquí juega su papel ineludible y necesario la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo, que tampoco puede desaparecer aunque palidezca exteriormente y que está en función sembradora y vehicular —por eso fuera de ella no hay sino extravíos— de la Patria, de la Civitas Dei, cuya «Pax cælestis civitatis (est) ordinatissima atque concordissima societas fruendi Deo et invicem in Deo» («De Civitate Dei», XIX, 13,1).
Cuando se conoce la enfermedad en forma exacta se la puede curar. Recordemos a Juan Donoso Cortés: «Los tiempos inciertos son los más seguros, pues nos aleccionan a qué atenernos frente al mundo» (citado por Joseph Pieper: «Sobre el fin de los tiempos», Epílogo, Rialp, Madrid, 1955). Y el gran extremeño nos ha brindado el remedio con su famosa Ley del Termómetro: «No hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Son de tal naturaleza que, cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo. Esta, es una ley de la humanidad, una ley de la historia» (Discurso sobre la dictadura, 4 de enero de 1849). Y su relación con lo que dice en su Carta a los directores de «El País» y «El Heraldo» (16 de julio de 1849): «El mal triunfa naturalmente del bien, y el bien triunfa sobrenaturalmente sobre el mal, con una intervención personal de Dios, como el milagro sobre las leyes físicas».
He aquí el remedio, el consuelo que da fortaleza, la esperanza anclada en Dios y no el vaivén del péndulo.
***
4º) Hilaire Belloc
A) LA CRISIS DE NUESTRA CIVILIZACIÓN
V LA RESTAURACIÓN
Hemos visto cómo la Cristiandad (si es que así puede llamarse), siguiendo el largo encadenamiento de causa a efecto, ha llegado a una crisis en la cual puede sucumbir: esto es, que la civilización que asociamos a todo nuestro pasado y gracias a la cual vivimos puede desmoronarse bajo la acción del falso remedio del Comunismo.
Este falso remedio, por el momento, es el más evidente; es el remedio que seduce de inmediato, no sólo a aquellos que sufren las injusticias y la presión intolerable del Capitalismo, sino también a los espíritus generosos en los cuales la injusticia infligida a otros es un motivo suficiente para llevarlos a la acción.
Evidentemente el Comunismo seduce también, como remedio, al revolucionario internacional que primero lo concibió y que ahora lo dirige.
Esas tres fuerzas combinadas constituyen un poder formidable que crean al estado Capitalista moderno un cúmulo de dificultades capaces de precipitarlo en el Comunismo.
Esa solución tiene tras de sí el entusiasmo honesto de aquellos que protestan contra la injusticia y recibe de esa fuente el ingrediente moral todopoderoso, esencial para el éxito de cualquier movimiento: el entusiasmo espiritual que inspira a ese creciente número de espíritus inclinados al experimento comunista, no porque ellos mismos lo necesiten, sino como protesta contra calamidades manifiestas. Esos espíritus están inspirados por el deseo de enderezar un entuerto; y una fuerza de esa naturaleza, aunque adopte una política equivocada, resulta creadora.
El segundo elemento (mucho más aparente en el movimiento general), la rebelión Proletaria contra lo inhumano del Capitalismo, provee el segundo factor, el número.
Por todos los lugares donde se ha extendido la Sociedad moderna industrial, por todas partes donde existe una amplia organización de transportes y amplia organización para la producción mecánica de una importante organización financiera, observamos que la abrumadora mayoría está determinada a recurrir a los remedios drásticos para enmendar las condiciones bajo las cuales viven. El camino más fácil, el más aparente y el más directo para realizar esa enmienda, es el Comunismo.
Por último tenemos los conductores del movimiento, cosmopolitas, conscientes de una clara posición filosófica de naturaleza materialista y atea; éstos proveen el trabajo centralizado, sin el cual es imposible llevar a cabo ningún esfuerzo agresivo, militar o civil. Éstos hacen los planes e imparten las órdenes, obedecidas, no sólo por aquellos que conscientemente las aceptan como órdenes, sino también por un número mucho mayor de hombres que las siguen por sugestión.
Contra una combinación tan formidable y cada vez más poderosa, ¿qué van a hacer aquellos que perciban el peligro que ella implica? ¿Qué alternativa han de proponer? Evidentemente, resultará imposible arribar a algo concreto sin hacer el plan o el esquema de nuevas instituciones.
Decirle al enfermo que tenga paciencia, no implica curar su enfermedad. Continuar permaneciendo en los marcos de la antigua estructura social, que se ha desmoronado en su moral y en su aplicación, es invitar al desastre. ¿Cómo han de ser las nuevas instituciones, las nuevas concepciones que han de crear y guiar esas instituciones; quién será el reformador, consciente de que el Comunismo significa la muerte, que proponga un remedio eficaz para curar la enfermedad del mundo moderno?
Estas instituciones caen bajo tres grupos principales, y esos tres están relacionados, en su raíz, a una filosofía católica cuya reforma salvadora deben adoptar o en su defecto los remedios que proponen fallarán.
Los tres grupos principales de la reforma son: Primero, una distribución mejor de la propiedad; segundo, el control público de los monopolios; tercero, el restablecimiento de aquellas organizaciones y principios que sustentan el concepto de la Corporación.
Si logramos que esas tres cosas trabajen activamente —la propiedad bien distribuida, un gobierno fuerte controlando el despotismo del monopolio y el trabajo cooperativo bajo la forma de una Corporación-— habremos obtenido el fin que perseguimos.
Sobre esos tres fundamentos podemos erigir un nuevo sistema fuerte y permanente porque será justo y porque estará en consonancia con la naturaleza del hombre.
Habremos construido un estado en el cual los hombres pueden vivir dentro de aquel estado de felicidad que puede esperarse de la naturaleza humana después del pecado original y de las condiciones temporales dentro de las cuales está obligada a vivir.
No habremos logrado el paraíso, pues no es posible entrar de nuevo al paraíso en este mundo.
No habremos terminado con los principales males morales de la humanidad, pues éstos no provienen de condiciones materiales o de disposiciones políticas, sino de la corrupción del corazón.
Lo que habremos hecho, sin embargo, habrá sido descartar ese sentimiento insoportable de injusticia social, esas protestas que amenazan llevarnos al naufragio.
Llegados a este punto, la mayoría de los hombres se detendrán, diciendo: «Bueno, si esos tres grupos de remedios combinados resultan suficientes procederemos a aplicarlos. Establezcamos las reglas y, más aun, elaboremos los detalles de las instituciones que se necesitan así como el de las leyes protectoras. Establezcamos igualmente el plan de la propiedad bien dividida, el control del monopolio y la Corporación. Habiendo hecho esto, nuestro trabajo y nuestro cometido habrán terminado.»
Tal conclusión implica un error y un error que de persistir sería fatal, porque las instituciones no surgen de sí mismas ni pueden ser protegidas por simples regulaciones verbales. Las instituciones surgen de cierto espíritu que anima a la Sociedad, un espíritu del cual ésta es el producto.
Las instituciones son mantenidas por la aceptación de los hombres animados de este espíritu.
En nuestra época mejor, cuando existía una buena división de la propiedad, control del monopolio y una Corporación floreciente, toda la armazón de esa sociedad descansaba sobre una filosofía mantenida vigorosamente bajo la forma de una religión. Era la filosofía, la religión de la Iglesia Católica.
Por lo tanto, resulta una verdad, que sólo nos será posible recobrar una sociedad moral, asegurar la pequeña propiedad, el control del monopolio y la Corporación, si recuperamos igualmente el espíritu del Catolicismo; en otras palabras, no encontraremos, el remedio para el mundo hasta no haber convertido el mundo.
Parecería, en consecuencia, que la conclusión de este estudio debiera ser: Primero, un examen de cada uno de los tres principales elementos de la reforma de acuerdo con este orden —la restauración de la propiedad, el control del monopolio y el restablecimiento de la Corporación—; mas después de esto será necesario coordinar los tres dentro del armazón del pensamiento católico, que es de donde proceden, pues si éste les falta no podrán ni arraigar ni vivir.
En otras palabras, hemos de terminar este estudio examinando cómo el pequeño propietario puede surgir y sobrevivir, cómo su gran enemigo que amenaza asesinarlo, el monopolio, puede ser subyugado, cómo sus instituciones cooperativas pueden reforzar su libertad, prolongándola y estabilizándola.
Pero, habiendo considerado todo esto, comprobamos que la cosa no podrá realizarse a menos de estar inspirada en ese espíritu que formó nuestra cultura, ese espíritu sin el cual nuestra cultura morirá; el nombre de este espíritu es la Iglesia Católica
B) LAS GRANDES HEREJÍAS
Casi siempre ocurre que cuando se elimina un mal, se encuentra uno frente a otro mal hasta entonces insospechado, y así ocurre con la crisis, de la hegemonía protestante.
Estamos entrando en una nueva fase, la «fase moderna», como la he llamado, en la cual problemas muy diversos se plantean a la Iglesia eterna, y en la que un enemigo muy diferente amenazará su existencia y la salvación del mundo, que de ella depende. Trataré ahora de analizar qué es esa fase moderna.
La fase moderna
Nos acercamos ahora al más grande de todos los momentos.
La Fe está ahora en presencia, no de una herejía particular como en el pasado —la arriana, la maniqueísta, la albigense, la mahometana—, ni tampoco está en presencia de una especie de herejía generalizada, como cuando tuvo que hacer frente a la revolución protestante de hace unos trescientos o cuatrocientos años.
El enemigo que la Fe tiene que enfrentar ahora, y que puede llamarse «el ataque moderno», es un asalto en masa contra los fundamentos de la Fe. Y el enemigo que ahora avanza contra nosotros está cada vez más consciente del hecho de que no puede haber cuestión de neutralidad. Las fuerzas actualmente opuestas a la Fe se proponen destruir. La batalla se libra en adelante en una línea definida de ruptura, y resultará en la supervivencia o la destrucción de la Iglesia Católica. Y de toda su filosofía, no de una parte de ella.
Sabemos, por supuesto, que la Iglesia Católica no puede ser destruida. Pero lo que no sabemos es la extensión de la zona en la cual sobrevivirá, su poder de resurgimiento ni el poder del enemigo, capaz de hundirla cada vez más hasta sus últimas defensas, hasta que pueda parecer que ha llegado el Anticristo y que está por producirse la decisión final. Tal es la importancia de la lucha ante la cual se ve el mundo.
A muchos que no tienen simpatía por el catolicismo, que han heredado la vieja animosidad protestante hacia la Iglesia (aunque el protestantismo doctrinario está ya muerto) y que opinan que cualquier ataque contra la Iglesia tiene que ser de un modo u otro bienvenido, la lucha les parece ya un futuro o presente ataque contra lo que ellos llaman «Cristianismo».
Por todas partes se oye a gentes que dicen que el movimiento bolchevique (por ejemplo) es «definidamente anticristiano», «opuesto a toda forma de cristianismo» y que debe ser «resistido por todos los cristianos, sea cual fuera la Iglesia particular a que pueda pertenecer», etcétera.
Hablar y escribir en esta forma es inútil porque nada definido significa. No existe tal religión del «cristianismo», nunca ha habido tal religión.
Siempre han existido y existen, por un lado, la Iglesia, y por otro varias herejías procedentes del rechazo de algunas doctrinas de la Iglesia por hombres que, sin embargo, desean conservar el resto de sus enseñanzas y su moral.
Pero nunca ha habido, ni podrá haber, ni habrá, una religión general cristiana profesada por hombres que acepten algunas doctrinas importantes y centrales, y que convengan en diferir sobre las demás. Siempre han existido, desde un comienzo, y siempre existirán, la Iglesia y diversas herejías destinadas a decaer o, como el mahometismo, a formar una religión separada. De un cristianismo común nunca ha habido ni podrá existir definición alguna, pues nunca ha existido.
No hay doctrina esencial alguna de naturaleza tal que podamos aceptarla, y al mismo tiempo estar de acuerdo en diferir en el resto, como por ejemplo, aceptar la inmortalidad pero negar la Trinidad, o un hombre que quiera llamarse cristiano aunque niegue la unidad de la Iglesia cristiana, que quiera llamarse cristiano aunque niegue la presencia de Jesucristo en el Santo Sacramento, o que se denomine confiadamente cristiano aunque niegue la Encarnación.
No, la lucha es entre la Iglesia y la contraiglesia —la Iglesia de Dios y la del antidiós— la Iglesia de Cristo y la del Anticristo.
La verdad se está volviendo cada día tanto más evidente, que dentro de unos pocos años será universalmente admitida. No llamo al ataque moderno Anticristo —aunque en lo más profundo creo que es la designación que verdaderamente le corresponde—; no, no le doy ese nombre porque parecería por el momento exagerado. Pero el nombre no importa. Lo llamemos «el ataque moderno» o «el Anticristo», es todo uno; se ha llegado ya a un claro conflicto entre la conservación de la moral, la tradición y la autoridad católicas por una parte, y el activo esfuerzo para destruirla, por otra. El ataque moderno no nos tolerará.
Tratará de destruirnos. Tampoco nosotros podemos tolerarlo a él. Tenemos que intentar destruirlo, por ser el plenamente pertrechado y ardiente enemigo de la Verdad por la cual los hombres viven. El duelo es a muerte.
Los hombres llaman a veces al ataque moderno «una vuelta al paganismo». Esta definición es cierta si concebimos por paganismo una negación de la Encarnación, de la inmortalidad humana, de la unidad y personalidad de Dios, de la responsabilidad directa del hombre ante Dios, y todo ese conjunto de pensamientos, sentimientos, doctrinas y cultura que se resume en la palabra «católico»; entonces, en ese sentido, el ataque moderno es una vuelta al paganismo.
Pero hay más de un paganismo. Hubo un paganismo del cual venimos todos, el noble y civilizado paganismo de Grecia y Roma. Hubo el bárbaro paganismo de las tribus salvajes exteriores, germanas, esclavas y demás. Hubo el degradado paganismo de África, el extraño y desesperante paganismo de Asia. Ahora bien, ya que desde todos éstos se ha considerado posible atraer a los hombres hacia la Iglesia universal, todo nuevo paganismo que rechace a la Iglesia ya conocida sería ciertamente bastante diferente de los paganismos a los cuales la Iglesia era o es desconocida.
Un hombre que se dirija cuesta arriba podrá estar al mismo nivel de otro hombre que se dirija cuesta abajo, pero ambos se hallan frente a caminos diferentes y tienen destinos diferentes. Nuestro mundo, saliendo del antiguo paganismo de Grecia y Roma hacia la consumación de la Cristiandad y de una civilización católica de la que derivamos todos, es la negación misma del mundo que abandona la luz de su religión ancestral y se desliza de vuelta hacia la sombra.
Así las cosas, examinemos el ataque moderno —el avance anticristiano— y distingamos su naturaleza especial.
Vemos, al comenzar, que es a la vez materialista y supersticioso.
Hay una contradicción racional, pero la fase moderna, el avance anticristiano, ha abandonado la razón. Le preocupa la destrucción de la Iglesia Católica y de la civilización que de ella procede. No le molestan las aparentes contradicciones en su propio interior, mientras que la alianza general sea para terminar con todo aquello por lo cual hemos vivido hasta ahora.
El ataque moderno es materialista porque en su filosofía sólo considera causas materiales.
Su superstición sólo es un subproducto de este estado de ánimo. Abriga en su superficie las estúpidas extravagancias del espiritismo, el vulgar absurdo de la «ciencia cristiana» y sabe Dios cuántas fantasías más.
Pero estos disparates han nacido, no de un hambre de religión, sino de la misma raíz, que ha hecho materialista al mundo, de una incapacidad de comprender la verdad primaria de que la fe está en la raíz del conocimiento; de pensar que ninguna verdad puede probarse sino por medio de la experiencia directa.
Así, el espiritista se vanagloria de sus manifestaciones demostrables, y sus diversos rivales, de sus pruebas claras y directas, pero todos convienen en que debe negarse la Revelación. Bien ha sido observado que nada es más impresionante que la forma en que todas las modernas prácticas cuasi religiosas convienen en esto: que debe negarse la Revelación.
Afirmamos, pues, que el nuevo avance contra la Iglesia —que, tal vez, demuestre ser el avance final contra la Iglesia; en todo caso, el único enemigo moderno de consideración— es fundamentalmente materialista. Es materialista en su concepción de la historia y en todos sus proyectos de reforma social.
Aunque atea, es característica de la amenazante ola su repudio de la razón humana. Tal actitud parecería nuevamente una contradicción en los términos, pues si se niega el valor de la razón humana, si se dice que no podemos mediante nuestra razón llegar a verdad alguna, entonces ni siquiera la afirmación formulada puede ser verdad. Nada puede ser cierto y nada vale la pena decirse. Pero este gran ataque moderno (que es más que una herejía) es indiferente a la propia contradicción. Sólo afirma. Avanza, como un animal, contando sólo con las fuerzas. Por cierto, puede observarse de paso que esto bien podría serla causa de su derrota definitiva, pues hasta ahora la razón a vencido siempre a sus adversarios, y mediante la razón el hombre es el amo de la bestia.
De todos modos, he aquí el ataque moderno en su principal carácter, materialista y ateo; y, por ateo, necesariamente indiferente a la verdad. Porque la verdad es Dios.
Pero hay (como lo descubrieron los más grandes entre los antiguos griegos) cierta Trinidad indisoluble de la Verdad, la Belleza y la Bondad. No puede negarse ni atacarse a una de las tres sin negar o atacar al mismo tiempo a las otras dos. Por lo tanto, con el avance de este nuevo y terrible enemigo contra la Fe y toda esa civilización que la Fe produce, está surgiendo no sólo un desprecio de la belleza sino un odio a ella, y a éste sigue inmediatamente un desprecio y un odio por la virtud.
Los mejores de los engañados, los menos depravados de los que se pasaron al enemigo, hablan vagamente de «un reajuste, un nuevo mundo, un nuevo orden»; pero no empiezan por hablarnos, como deberían hacerlo según la razón común, de los principios sobre los cuales debería erigirse este nuevo orden. No definen el objeto que tienen en vista. El comunismo (que sólo es una manifestación, probablemente pasajera, del ataque moderno) profesa tener por objeto algo bueno, a saber, la abolición de la pobreza. Pero no nos dice por qué esto sería un bien; no admite que su plan sea también destruir otras cosas que en el consenso común humano son también buenas, la familia, la propiedad (que es la garantía de la libertad y de la dignidad individuales), el buen humor, la clemencia y todas las formas de lo que consideramos buen vivir.
Ahora bien, désele el nombre que se quiera, llámesele como lo hago yo aquí «el ataque moderno», o, como creo que pronto tendrán que llamarlo los hombres, «Anticristo», o llámesele por designación, temporariamente tomada en préstamo, «bolcheviquismo» (que sólo es la traducción rusa de «maximalismo»), la cosa la conocemos bastante bien. No es la revuelta de los oprimidos, no es la sublevación del proletario contra la injusticia y la crueldad capitalista; es algo de fuera, algún espíritu maligno que saca ventaja de la miseria de los hombres y de su cólera por las situaciones injustas.
Ahora, eso está a nuestras puertas. Es, por supuesto, el fruto último de la primitiva crisis de la Cristiandad cuando aconteció la Reforma. Comenzó con la negación de una autoridad central, terminó por decirle al hombre que se basta a sí mismo y ha erigido en todas partes grandes ídolos para que se los adore como a dioses.
No es sólo en el lado comunista donde aparece; surge también en las organizaciones opuestas al comunismo, en las razas y en las naciones en que la mera fuerza se ha instalado en el lugar de Dios.
Estos también levantan ídolos ante los cuales se realizan grandes sacrificios humanos. Éstos también niegan la justicia y el recto orden de cosas.
Tal es la naturaleza de la batalla que está librándose, y ante estos enemigos la posición de la Iglesia Católica parece por cierto débil.
Pero hay ciertas fuerzas en su favor que podrán llevar, después de todo, a una reacción, de donde el poder de la Iglesia sobre la humanidad podrá resurgir.
Consideraré, en mis próximas páginas, cuáles pueden ser los resultados inmediatos de esta nueva y gran idolatría, y en las páginas siguientes concretaré el principal de todos los problemas. Es éste: si las cosas se presentarán en forma tal que la Iglesia se torne una fortaleza aislada que se defienda en condiciones desiguales —un arca en medio de una corriente arrolladora que, aunque no hunda a la nave, cubra y destruya todo lo demás—, o si la Iglesia será tal vez restaurada en algo de su antiguo poder.
El ataque moderno contra la Iglesia Católica, el más universal que ésta haya sufrido desde su fundación, progresó tanto que ha producido ya formas sociales, intelectuales y morales que, combinadas, le dan el sabor de una religión.
Aunque este ataque moderno, como lo he dicho, no es una herejía en el antiguo sentido de la palabra, ni una síntesis de herejía con un odio común de la Fe (como fue el movimiento protestante), es aún más profundo y sus consecuencias son más devastadoras que cualquiera de aquéllas. Es esencialmente ateo, aun cuando no predica abiertamente el ateísmo. Considera al hombre como capaz de bastarse a sí mismo, a la oración como una mera autosugestión y —punto fundamental— a Dios como un mero producto de la imaginación, una imagen del ser humano propagada por el hombre en el universo, un fantasma y no una realidad.
En sus muchos juiciosos pronunciamientos, el Papa reinante [Pío XI]: formuló una afirmación cuya profunda sustancia produjo honda impresión al ser pronunciada, y que ha sido poderosamente confirmada por los acontecimientos producidos desde entonces. Dijo que mientras la negación de Dios se había reducido en el pasado a un número relativamente pequeño de intelectuales, esa negación ha llegado a las multitudes y está actuando en todas partes como fuerza social.
Éste es el enemigo moderno: ésta es la marea creciente, la más grande y la que podrá ser la última de las luchas entre la Iglesia y el mundo. Tenemos que juzgarla principalmente por sus frutos, y estos frutos, aunque no maduros aún, son ya manifiestos. ¿Cuáles son esos frutos?
En primer lugar, estamos presenciando una resurrección de la esclavitud, resultado necesario de la negación del libre albedrío, cuando esta negación va un paso más allá que Calvino y niega responsabilidad ante Dios, así como afirma la falta de poder en el hombre.
Las dos formas de esclavitud que están apareciendo, y que serán con el tiempo más y más maduras, bajo el efecto del ataque moderno contra la Fe, son la esclavitud bajo el estado y la esclavitud bajo empresas e individuos privados.
Hoy se utilizan los términos en forma tan vaga, hay una parálisis tal del poder de definir, que casi toda afirmación que contenga frases corrientes puede ser mal interpretada. Si yo fuera a decir «esclavitud bajo el capitalismo», la palabra «capitalismo» significaría cosas diferentes para hombres diferentes. Para un grupo de escritores significa (confieso que para mí significa lo mismo cuando la uso) «la explotación de masas de hombres todavía libres por unos pocos poseedores de los medios de producción, transporte y cambio».
Cuando las masas humanas están desposeídas —no poseen nada— llegan a depender totalmente de los poseedores, y cuando estos poseedores están en competencia activa para bajar el costo de producción, la masa de hombres a la que explotan no sólo carece del poder de ordenar sus propias vidas, sino que padecen necesidad e inseguridad.
Pero para otro hombre, el término «capitalismo» podrá significar simplemente el derecho a la propiedad privada; para otro significará el capitalismo industrial que trabaja con máquinas y que se opone a la producción agrícola.
Repito, para lograr algún sentido en el comentario, necesitamos que nuestros términos estén claramente definidos.
Cuando el Papa reinante, en su encíclica Quadragesimo Anno., habla de hombres reducidos «a una condición no muy lejana de la esclavitud», piensa exactamente lo que ha sido dicho más arriba.
Cuando el conjunto de familias de un estado carece de propiedad, entonces los que una vez fueron ciudadanos se transforman virtualmente en esclavos.
Cuantas más medidas adopte el estado para afirmar las condiciones de seguridad y de eficacia, cuanto más reglamente los salarios, establezca seguros obligatorios, medidas de sanidad, de educación, y, en general, disponga de las vidas de los asalariados en beneficio de las compañías y de los hombres que emplean a estos asalariados, tanto más se acentúa esta condición de semiesclavitud.
Y si ésta prosigue, digamos, por tres generaciones, quedará tan firmemente establecida como costumbre social y modo de pensar que no habrá salvación en los países donde un socialismo de estado de esta clase haya sido elaborado y unido al cuerpo político.
En Europa, particularmente Inglaterra (aunque otros muchos países en menor grado) han adoptado ese sistema.
A un hombre cuyos ingresos sean inferiores a cierto nivel, se le asegura apenas la subsistencia en caso de que no tenga trabajo. Esto se lo dan de limosna funcionarios públicos a expensas de la pérdida de su dignidad humana.
Se examinan todas las circunstancias de su vida de familia, se le pone todavía más en manos de estos oficiales cuando no tiene trabajo, que en manos de su empleador cuando lo tiene.
Todo esto está aún en transición: la gran masa de hombres no ve todavía hacia qué fin está tendiendo, pero el desprecio por la dignidad humana, la negación potencial, si no real, de la doctrina del libre albedrío, ha llevado por consecuencia natural a lo que ya son instituciones semiserviles.
Éstas se transformarán, con el tiempo, en instituciones completamente serviles.
Ahora bien, contra el mal de la esclavitud por el salario se ha propuesto desde hace mucho, y está obrando intensamente, y en función real, cierto remedio. El nombre más breve que tiene es «comunismo» y ésta es la segunda forma de esclavitud: la esclavitud bajo el estado, mucho más adelantada y completa que la primera forma, la esclavitud bajo el capitalista.
De la moderna «esclavitud por el salario» sólo puede hablarse por metáfora; el hombre que trabaja por un salario no es completamente libre como el que tiene propiedad. Tiene que obrar como lo exige su amo, y cuando esta situación no es de una minoría, ni siquiera de una mayoría reducida, sino virtualmente de toda la población, excepto una clase capitalista relativamente pequeña, la libertad disminuye aun cuando legalmente existe.
El empleado no ha caído aún en la condición de esclavo ni en las comunidades más intensamente industrializadas. Su estado legal es todavía el de ciudadano. En teoría, es aún un hombre libre que ha contratado con otro hombre libre el realizar cierta cantidad de trabajo mediante cierta cantidad de dinero.
El hombre que se compromete a pagar podrá o no sacar beneficio de ello; el hombre que se compromete a trabajar podrá o no percibir en salario mayor valor de lo que produce. Pero ambos son técnicamente libres.
La primera forma del mal social producida por el espíritu moderno es, más bien, una tendencia a la esclavitud que una verdadera esclavitud; puede llamarse, si quiere, semiesclavitud, cuando se vincula a vastas empresas: grandes fábricas, compañías de monopolios, etc. Pero no es aún la esclavitud completa.
Ahora bien, el comunismo es la esclavitud completa.
Es el enemigo moderno que obra abiertamente, sin disfraz y con toda actividad. El comunismo niega a Dios, niega la dignidad y, por lo tanto, la libertad del alma humana, y esclaviza abiertamente a los hombres bajo lo que llama el «Estado», que en la práctica es un grupo de funcionarios privilegiados.
Bajo el comunismo completo no habría desocupación, como no hay desocupación en un presidio. Bajo el comunismo completo no habría desamparo ni pobreza, salvo allí donde los amos de la nación resolvieran que la gente muriera de hambre o darle ropas insuficientes u oprimirla en alguna otra forma. El comunismo ejercido honradamente por funcionarios desprovistos de debilidades humanas y dedicados exclusivamente al bien de sus esclavos ofrecería ciertas ventajas materiales evidentes, comparado con un sistema de proletariado asalariado donde millones de hombres viven medio muertos de hambre y muchos millones más en un terror continuo de correr la misma suerte. Pero aun así administrado, el comunismo sólo produciría sus beneficios mediante la imposición de la esclavitud.
Éstos son los primeros frutos del ataque moderno en el aspecto social, los primeros frutos que aparecen en la zona de la estructura social. Antes de fundarse la Iglesia, salimos de un sistema social pagano en el cual la esclavitud estaba en todas partes, en el que toda la estructura de la sociedad reposaba en la institución de la esclavitud. Con la pérdida de la Fe, volvemos de nuevo a esa institución.
A más del fruto social del ataque moderno contra la Iglesia Católica, está el fruto moral, que abarca, por supuesto, toda la naturaleza moral del nombre. Y en todo este terreno, su obra ha sido hasta ahora carcomer toda forma de contención impuesta por la experiencia a través de la tradición.
Digo “hasta ahora», porque en muchos aspectos de la moral esta rápida disolución de los vínculos tiene que llevar a una reacción, la sociedad humana no puede coexistir con la anarquía; surgirán nuevas contenciones y costumbres nuevas.
Así, pues, los que señalan la decadencia moderna de la moral sexual como efecto principal del ataque moderno contra la Iglesia Católica., están probablemente en un error, pues esa decadencia no tendrá resultados muy duraderos. Según la naturaleza de las cosas, tiene que surgir algún código, algún conjunto de normas morales, aun cuando el viejo código sea destruido a este respecto. Pero hay otros efectos malignos que podrán ser más duraderos.
Ahora bien, para descubrir cuáles pueden ser estos efectos, tenemos una guía. Podemos considerar cómo los hombres de nuestra sangre se comportaban antes de que la Iglesia creara la Cristiandad. Lo que principalmente descubrimos es lo siguiente:
Que en el terreno de la moral una cosa se destaca: el indiscutido dominio deja crueldad en el mundo no bautizado. La crueldad será el fruto principal en el terreno moral del ataque moderno, como la resurrección de la esclavitud será el fruto en el terreno social.
El crítico podrá preguntar aquí si la crueldad no será más característica de los cristianos en el pasado de lo que es hoy. ¿No es acaso toda la historia de nuestros dos mil años una historia de conflictos armados, de masacres, de torturas judiciales y horribles ejecuciones, de saqueo de ciudades y de otras cosas más?
La respuesta a esta objeción es que hay una diferencia capital entre la crueldad excepcional y la crueldad sistemática.
Si los hombres aplican castigos crueles, se basan en el poder físico para lograr resultados, y desencadenan la violencia en las pasiones de la guerra. Si todo esto lo hacen en violación de su moral aceptada, es una cosa; si lo hacen como parte de una actitud mental completa y aceptada, es otra.
Aquí está la diferencia radical entre esta nueva y moderna crueldad y la esporádica de las anteriores épocas cristianas. Ni la venganza cruel ni la crueldad en el acaloramiento, ni la crueldad en el castigo de un mal reconocido, ni la crueldad en la represión de lo que admitidamente debe ser reprimido, es el fruto de una mala filosofía, pues aunque esas cosas sean excesos o pecados, no provienen de una doctrina falsa.
Pero la crueldad que acompaña al abandono moderno de nuestra religión ancestral es una crueldad congénita con el ataque moderno, que es parte de su filosofía.
Prueba de ello es lo siguiente: que los hombres no se indignan ante una crueldad, sino que permanecen indiferentes.
Las abominaciones de la revolución de Rusia, extendidas a la de España, son un excelente ejemplo. No sólo el pueblo afectado presencia los horrores con indiferencia, sino también los observadores distantes. No hay un grito universal de indignación, no hay protestas bastantes, porque no rige ya el concepto de que un hombre, como hombre, es algo sagrado. Esa misma fuerza que ignora la dignidad humana ignora también el sufrimiento humano.
Digo nuevamente que el ataque moderno contra la Fe tendrá en el terreno moral mil frutos malos y, de éstos, muchos aparecen hoy, pero el característico, el que presumiblemente será el más duradero, será la institución universal de la crueldad junto con un desprecio de la justicia.
La última categoría de efectos por los cuales podemos juzgar el carácter de ataque moderno, consiste en los que produce en el terreno de la inteligencia: cómo trata a la razón humana.
Cuando el ataque moderno estaba en formación, hace un par de siglos, mientras se reducía aún a unos pocos académicos, comenzó el primer asalto contra la razón.
Parecía adelantar muy poco fuera de un círculo restringido. El hombre común y su sentido común (que son los baluartes de la razón) no fueron afectados. Hoy sí.
Hoy se desacredita en todas partes a la razón. El antiguo procedimiento de convicción por argumento y prueba ha sido sustituido por la afirmación reiterada, y casi todos los términos que eran la gloria de la razón llevan ahora a su alrededor una atmósfera de desprecio.
Véase, por ejemplo, lo que ha ocurrido con la palabra ‘lógica», o la palabra «controversia»; obsérvense frases populares como: «Nadie hasta ahora ha sido convencido por argumentos». «Todo puede probarse» o «Esto podrá estar muy bien en la lógica, pero en la práctica es diferente». El lenguaje de los hombres está saturándose de expresiones que denotan en todas partes un desprecio por el uso de la inteligencia.
Pero la Fe y el uso de la inteligencia están inextricablemente ligados. El uso de la razón es una parte principal -o más bien el fundamento- de toda la investigación en las más altas especulaciones. Fue precisamente porque la razón recibió esta autoridad divina que la Iglesia ha proclamado el misterio: esto es, admitió que la razón tiene sus límites. Tenía que ser así, para que los poderes absolutos atribuidos a la razón no excluyeran verdades que la razón puede aceptar pero no demostrar. La razón está limitada por el misterio solamente para enaltecer la soberanía de la razón en su propia esfera.
Cuando la razón se ve destronada, no sólo se destrona la Fe (ambas subversiones se producen juntas) sino que toda moral y actividad legítima del alma humana se ve destronada al mismo tiempo. No hay Dios. Así, las palabras «Dios es la Verdad», que el espíritu de la Europa cristiana usó como postulado en todo cuanto hizo, dejan de tener sentido. Nadie puede analizar la legítima autoridad del gobierno ni ponerle límites. En la ausencia de la razón, la autoridad política que reposa sólo en la fuerza, no tiene límites. Y la razón se vuelve así víctima, porque es la humanidad misma lo que el ataque moderno está destruyendo con su falsa religión de la humanidad. Por serla razón corona del hombre y, al mismo tiempo, su marca distintiva, los anarquistas marchan contraía razón como su principal enemigo.
Así se desarrolla y obra el ataque moderno. ¿Qué presagia para lo futuro? Es la pregunta práctica, inmediata, que todos tenemos el deber de considerar.
El ataque está actualmente lo bastante desarrollado para que hagamos algún cálculo sobre cuál podrá ser la próxima fase. ¿Qué perdición caerá sobre nosotros?, o bien ¿por qué buena reacción nos veremos beneficiados? Concluiré con esta duda.
El ataque moderno está mucho más adelantado de lo que generalmente se cree. Siempre ocurre así con los grandes movimientos en la historia de la humanidad. Es otro caso de error en la apreciación del tiempo. Una potencia en vísperas de la victoria parece no estar sino a mitad de camino de su objeto y hasta parece haber sido detenida.
Una potencia en pleno desarrollo de su energía primera parece a los contemporáneos ser un pequeño y precario experimento.
El ataque moderno contra la. Fe (el más reciente y formidable de todos) ha avanzado tan lejos que podemos afirmar ya con bastante claridad un punto muy importante: de dos cosas, una debe ocurrir; uno de dos resultados tiene que definirse en el mundo moderno.
O la Iglesia Católica (que ahora se está transformando rápidamente en el único lugar en que las tradiciones de la civilización son comprendidas y defendidas) será reducida por sus enemigos modernos a la impotencia política, a la insignificancia numérica y, en cuanto abarca la apreciación pública, al silencio.
O la Iglesia Católica reaccionará, en este caso como en el pasado, más fuertemente contra sus enemigos que lo que sus enemigos han sido capaces de reaccionar contra ella; recobrará y extenderá su autoridad y surgirá una vez más a la cabeza de la civilización que hizo, y recobrará y restaurará así al mundo.
En una palabra, o nosotros, los de la Fe católica, seremos una pequeña isla despreciada, en la humanidad, o seremos capaces de lanzar al final de la lucha el viejo grito de guerra: «¡Christus imperat!»
La conclusión humana en tales conflictos —que uno u otro de los combatientes será vencido y desaparecerá— no puede aceptarse. La Iglesia no desaparecerá, porque la Iglesia no es mortal, es la única institución entre los nombres no sujeta a la ley universal de la mortalidad. Decimos, por lo tanto, no que la Iglesia podrá ser suprimida, sino que puede ser reducida a un pequeño grupo casi olvidado entre el vasto número de sus adversarios y sometida al desprecio de éstos por la institución vencida.
Tampoco es la alternativa aceptable. Porque aunque es cierto que este gran movimiento moderno (que tan singularmente se parece al avance del Anticristo) puede ser rechazado, y hasta puede perder sus características y morir como el protestantismo ha muerto ante nuestros propios ojos, éste no será, sin embargo, el final del conflicto.
Este puede ser el conflicto final. Pueden surgir una docena más, o hasta un centenar. Pero siempre habrá ataques contra la Iglesia Católica, y nunca la disputa de los hombres conocerá la unidad completa, la paz ni la alta nobleza por la completa victoria de la Fe. Porque si así fuera, el Mundo no sería el Mundo ni Jesucristo estaría en oposición con el Mundo.
Pero aunque no en su integridad, en su parte principal, por lo menos, tiene que producirse una de estas dos cosas: la victoria católica o la anticristiana.
El ataque moderno es tan universal y opera con tal rapidez, que hombres que ahora son muy jóvenes vivirán seguramente bastante para ver algo así como una decisión de esta gran batalla.
Algunos de los observadores modernos más agudos de la última generación y de ésta han usado su inteligencia para descubrir cuál sería el destino que nos espera. Uno de los más inteligentes de los católicos franceses, judío convertido, ha escrito una obra para probar (o afirmar) que la primera de estas dos soluciones posibles será nuestro destino. Considera los últimos años de la Iglesia en la tierra como vividos aparte. Ve una Iglesia del futuro muy reducida en número y dejada de lado en la corriente general del nuevo paganismo. Ve una Iglesia del futuro en la cual habrá intensidad de devoción, por cierto, pero que esa devoción será practicada por un pequeño grupo, aislado y olvidado en medio de todos.
Robert Hugh Benson, ya fallecido, escribió dos libros, notables ambos y que encaran cada uno una de las posibilidades opuestas. En el primero, The Lord of the World, presenta el cuadro de la Iglesia reducida a un pequeño grupo errante, como volviendo de sus orígenes, el Papa a la cabeza de los Doce, y una conclusión sobre el Día del Juicio.
En el segundo, presenta la plena restauración de lo católico: nuestra civilización restablecida, revigorizada, una vez más en su trono y con sus vestiduras y en su espíritu verdadero, porque en esa nueva cultura, aunque llena de imperfección humana, la Iglesia habrá recobrado su autoridad sobre los hombres e infundirá una vez más, al espíritu de la sociedad, proporción y belleza. [Se trata de The dawn of all (El alba de todas las cosas), novela escrita posteriormente, en 1911. En la introducción a este nuevo libro, Benson señala: no quiero con esto retractar ni una palabra de cuanto escribí en El Señor del Mundo.]
¿Cuáles son los argumentos que se presentan por ambas partes? ¿Sobre qué base tenemos que concluir por una tendencia hacia uno u otro sentido?
En cuanto a la primera solución (la merma de número y el valor político al borde de la extinción) debe observarse la creciente ignorancia del mundo que nos rodea junto con la pérdida de aquellas facultades por las cuales los hombres pueden apreciarlo que el catolicismo significa y valerse de su salvación. El nivel de cultura, así como el sentido del pasado, disminuye visiblemente. Con cada década el nivel es inferior al de la anterior. En esta declinación, la tradición está desintegrándose y derritiéndose como un ventisquero al terminar el invierno. Se le caen grandes trozos a cada momento, que se disuelven y desaparecen.
En nuestra generación, la supremacía de los clásicos ha desaparecido. Se ven hombres, en todas partes, que tienen poder, que han olvidado aquello de que todos hemos venido; hombres para los que el griego y el latín, las lenguas fundamentales de nuestra civilización, son incomprensibles, o, en el mejor de los casos, curiosidades. Los hombres viejos que viven ahora pueden recordar, inquietos, la rebelión contra la tradición, pero los jóvenes sólo advierten para sí cuan poco queda contra qué rebelarse, y muchos temen que antes de morir ellos el conjunto de la tradición haya desaparecido.
Todos admiten que la disposición de ánimo para la Fe ha sido en gran parte perjudicada, verdaderamente perjudicada, para la mayoría de los hombres. Tan cierto es, que una mayoría (debería afirmar que una mayoría muy grande) ya no sabe qué significa la palabra fe. Para la mayoría de los que la oyen (relacionada con la religión), significa aceptación ciega, afirmaciones irracionales, leyendas que la experiencia común rechaza, o una simple costumbre heredada de imágenes mentales que nunca han sido probadas y que ante el primer toque de la realidad se disuelven como sueños que son. Todo el inmenso cuerpo de la apologética, toda la ciencia de la teología (la reina de todas las demás ciencias) han dejado de existir para la gran masa de hombres modernos. Con sólo mencionar sus títulos se consigue un efecto de irrealidad e insignificancia.
Hemos llegado ya a esta situación extraña: que mientras el cuerpo católico (que es ya en la práctica una minoría, aun en la civilización blanca) comprende a sus adversarios, sus adversarios no comprenden a la Iglesia Católica.
El historiador puede trazar un paralelo entre el decreciente cuerpo pagano de los siglos IV y V, y el cuerpo católico de hoy.
Los paganos, especialmente aquellos paganos educados y cultos, que entonces vivían en número cada vez más pequeño, conocían bien las altas tradiciones a que estaban apegados y comprendían (aunque odiaban) a esa cosa nueva, la Iglesia, que había crecido entre ellos e iba a desplazarlos.
Pero los católicos que iban a suplantar a los paganos comprendían cada vez menos las modalidades paganas, despreciaban sus grandes obras de arte y tomaban a sus dioses por demonios. Así, hoy, la antigua religión es respetada pero ignorada.
Aquellas naciones que por tradición son anticatólicas, que una vez fueron protestantes y que ahora no tienen tradiciones fijas, han tenido tanto tiempo predominio que consideran a sus adversarios católicos como definitivamente vencidos.
Aquellas naciones que han conservado la cultura católica están ahora en su tercera generación de educación social anticatólica. Sus instituciones podrán tolerar a la Iglesia, pero nunca están en alianza activa con ella, sino a menudo en aguda hostilidad.
A juzgar por todos los paralelos de la historia y por las leyes generales que rigen el surgimiento y decadencia de los organismos, puede concluirse que el papel activo del catolicismo en las cosas de este mundo ha concluido y que, en el futuro, tal vez en un futuro próximo, el catolicismo perecerá.
El observador católico negará la posibilidad de la completa extinción de la Iglesia. Pero él también tiene que seguir paralelos históricos; él también tiene que aceptar las leyes generales que gobiernan el crecimiento y la decadencia de los organismos, y tiene que inclinarse, en vista de todo el cambio ocurrido en el espíritu del hombre, a aceptar la trágica conclusión de que nuestra civilización, que en gran parte ha cesado ya de ser cristiana, perderá también todo su sabor cristiano.
El futuro a encararse es un futuro pagano, y un futuro pagano con una forma de paganismo nueva y repulsiva, pero no menos poderosa omnipresente, por repulsiva que sea.
Ahora bien, por otra parte, hay consideraciones menos obvias, pero que atraen fuertemente al pensador y al erudito en cosas pasadas y en la experiencia de la naturaleza humana.
Ante todo, está el hecho de que durante siglos la Iglesia ha reaccionado fuertemente hacia su resurrección en los momentos de mayor peligro.
La lucha mahometana fue algo muy cercano, casi nos inundó: sólo la reacción armada de España, seguida por las cruzadas, impidió el completo triunfo del Islam.
El ataque de los bárbaros, de los piratas, del norte, de las hordas mongolas, llevó a la Cristiandad al borde de la destrucción. Sin embargo, los piratas del norte fueron domados, derrotados y bautizados a la fuerza. La barbarie de los nómades orientales fue eventualmente vencida, muy tardíamente, pero no demasiado tarde para salvar lo que podía salvarse.
El movimiento llamado Contrarreforma hizo frente al hasta entonces triunfante avance de los herejes del siglo XVI.
Hasta el racionalismo del siglo XVIII fue, en debido lugar y tiempo, detenido y rechazado. Es verdad que engendró algo peor que él mismo, algo que padecemos ahora. Pero hubo reacción contra él y esa reacción fue bastante para mantener la Iglesia viva y hasta recuperar para ella elementos de poder que se habían creído perdidos para siempre.
Siempre habrá reacción y hay, en la reacción católica, cierta vitalidad, cierta forma de aparecer con fuerza inesperada por medio de hombres y organizaciones nuevos.
La historia y la ley general del surgimiento y de la decadencia orgánica llevan en sus líneas más generales a la primera conclusión, esto es, el rápido debilitamiento del catolicismo en el mundo; pero la observación, aplicada al caso particular de la Iglesia Católica, no lleva tal conclusión.
La Iglesia parece tener una vida orgánica bastante inusitada desde su nacimiento, un modo de ser único, y facultades de surgimiento que le son peculiares.
Además, obsérvese este punto, muy interesante: las mentes más poderosas, las más agudas y las más sensibles de nuestro tiempo, están inclinándose claramente hacia el lado católico.
Son, por supuesto, por su naturaleza, una pequeña minoría, pero son una minoría de una clase muy poderosa en los asuntos humanos. El futuro no se resuelve por los hombres mediante una votación pública: se decide por el desarrollo de ideas. Cuando los pocos hombres que pueden pensar y sentir más fuertemente, y que tienen el dominio de la expresión, comienzan a mostrar una nueva tendencia hacia esto o aquello, entonces esto o aquello tiene grandes probabilidades de dominar al futuro.
De esta nueva tendencia a simpatizar con el catolicismo —y en el caso de caracteres fuertes, de correr el riesgo, aceptar la Fe y proclamarse sus defensores— no puede haber duda. Hasta en Inglaterra, donde el sentimiento tradicional contra el catolicismo es tan universal y tan fuerte, donde la vida entera de la nación está ligada a la hostilidad hacia la Fe, las conversiones que impresionan a los ojos del público son continuamente conversiones que se destacan en el orden intelectual, y obsérvese que por cada uno que admite abiertamente su conversión, hay por lo menos diez que dirigen la vista hacia lo católico, que prefieren la filosofía católica y sus frutos a todos los demás, pero que no se atreven a aceptar los pesados sacrificios que implica una conversión pública.
Por último, esta muy importante y tal vez decisiva consideración: aunque la fuerza social del catolicismo, en número ciertamente y en la mayoría de los demás factores también, esté declinando en todo el mundo, el futuro, entre el catolicismo y aquello que es completamente nuevo y pagano (la destrucción de toda tradición, el rompimiento con nuestra herencia), está ahora claramente marcado.
No hay, como había hasta hace bastante poco tiempo, un margen o penumbra confuso y heterogéneo, que podía hablar con confianza en sí mismo bajo el vago título de «cristiano» y discursear confiadamente sobre alguna imaginaria religión llamada «cristiana».
No. Hoy están, ya bastante diferenciados y cada uno en su terreno, como para ser destacados pronto como negro y blanco, la Iglesia Católica por una parte y, por otra, los adversarios de lo que hasta ahora ha sido nuestra civilización. Las filas se han formado como para la batalla, y aunque tan clara división no signifique que uno u otro antagonista vaya a vencer, significa que por último habrá un resultado final y simple, y que en un resultado simple, una causa buena, así como una mala, tiene mejores probabilidades que en la confusión.
Hasta los más equivocados y los más ignorantes de los hombres, que hablan vagamente de «iglesias», están empleando ahora un lenguaje que suena hueco. La última generación podía hablar, en los países protestantes, por lo menos, de «iglesias». La actual generación no puede hacerlo. No hay muchas iglesias: hay una sola.
Está por una parte la Iglesia Católica y por la otra su mortal enemigo. La liza está cercada.
Estamos así ante el problema más trascendental que se haya presentado hasta ahora ante el espíritu del hombre.
Estamos, pues, en la bifurcación de caminos por donde pasará todo el futuro de nuestra raza.
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5º) Monseñor Fellay
Cor Unum Nº 68, febrero de 2001:
Un segundo principio se sigue de la consideración de la indefectibilidad de la Iglesia. Y por tanto, un a priori favorable, no a toda la discusión, sino a la posibilidad de una gracia inesperada, de la cual es necesario verificar la autenticidad antes de seguir adelante.
Fideliter Nº 140, marzo-abril de 2001:
Creo que al lado de la desconfianza, normal dadas las circunstancias, también debemos ser lo suficientemente realistas como para saber apreciar las cosas justamente, precisamente en su objetiva verdad. Estamos seguros (es la fe quien nos lo dice) que una crisis en la Iglesia no puede durar indefinidamente.
Cor Unum Nº 79, octubre de 2004:
Estamos bien convencidos de que un día Roma volverá; pero mientras esto no suceda, sobre todo no precipitemos las cosas.
Présent del 5 de noviembre de 2005 (publicado en el Boletín Oficial de Francia):
Usted da la impresión de ser, en general, optimista. ¿Qué es lo que, aparte de su natural, tal vez, le da ese optimismo?
¡La fe! La fe me da certezas, habiendo prometido Dios la asistencia a la Iglesia, no la abandonará. Veo la Iglesia en la pena, veo la Iglesia que sufre, y sé, por la fe, que este estado no durará, que esta crisis que hace mala las almas, será superada. Habrá otras porque sé también que la Iglesia es militante, que está en medio de un mundo que no la ama; y por lo tanto habrá otros sufrimientos, que será también superados.
Sermón en Flavigny, 2 de febrero de 2006:
Sabemos que la Iglesia tiene las promesas de la indefectibilidad, las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Ella superará un día esta crisis. A nosotros nos toca poner toda nuestra energía, obviamente, para trabajar en esta superación de la crisis, y por lo tanto, inevitablemente, vamos a tener relaciones con Roma.
Sermón en Winona, 2 de febrero de 2012:
Esta prueba va a terminar, no sé cuándo. A veces este fin parece estar llegando, a veces parece alejarse.
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6º) Hubert Le Caron
A) SERÉIS COMO DIOSES
III – EL ÚNICO RECURSO
Sin duda, vivimos tiempos anticrísticos. Creo, sin embargo, que antes de la llegada del último verdadero Anticristo anunciado por las Escrituras, un tiempo de paz será otorgado al mundo, que se reconciliará con Dios.
Esto es lo que la Santísima Virgen profetizó en la Salette y Fátima. Parece ser que Nuestro Señor quiere glorificar a su Madre haciéndola triunfar bien pronto sobre el comunismo intrínsecamente perverso, mientras que Él debe venir por sí mismo para destruir al último Anticristo.
Este período de paz concedido al mundo, anunciado por muchos místicos, será un período de restauración.
La palabra restauración tiene un doble significado. Significa al mismo tiempo reparación y restauración.
Es necesario que nuestra humanidad pervertida repare, por la oración y la penitencia, las ofensas causadas a su Creador. Si ella no da su consentimiento a ello, serán los acontecimientos quienes la obligarán de un modo más brutal.
Por otro lado, es necesario que nuestro Señor sea restablecido en los derechos reales que le han sido otorgados por su Padre desde toda la eternidad. Esta es la enseñanza de la Iglesia.
Puede decirse que la negación de la soberanía de Nuestro Señor por nuestras sociedades laicizadas es la causa fundamental de todo mal y la causa de la propagación del comunismo, que es el azote de Dios.
Desde este punto de vista, las cinco repúblicas francesas han sido, como se ha dicho, las cinco llagas de Nuestro Señor, siendo la última la del corazón.
También creo que podemos decir que la crisis actual de la Iglesia se debe en gran parte al hecho de que ya no sostiene los derechos reales de Cristo sobre las sociedades. La Iglesia parece haber aceptado un compromiso con las sociedades laicizadas, de quienes tolera el evangelio impío fundado sobre la base de los derechos humanos.
Ahora bien, no hay compromiso posible. Nunca estuvo en los planes de Dios compartir su trono con su criatura, y mucho menos con una criatura rebelde, cuya ambición es ser, en la desobediencia, igual que Dios
B) PRUEBAS IRREFUTABLES:
LA SECTA MUNDIALISTA SE INFILTRA EN EL VATICANO
Pero para que el Anticristo pueda reinar sobre toda la humanidad y hacerse adorar como Dios, es necesario que se unan el poder político y el poder religioso como, en otros tiempos, lo hicieron los emperadores romanos sobre territorios limitados.
De ahí la necesidad, ya que su reinado debe ser universal, establecer un gobierno mundial, que estará en sus manos, y una Iglesia universal, de la cual será sin duda el pastor supremo; ella dará gloria a la criatura rebelde y finalmente a él mismo, que encarnará el más alto grado del espíritu de rebelión.
Podemos pensar que hemos entrado ya en los tiempos anticrísticos, que son una prefiguración de los trastornos que conocerá, en mucho más graves, la humanidad cuando suceda la llegada del último y verdadero Anticristo.
Vivimos probablemente los trastornos del fin de la quinta etapa de la Iglesia (Iglesia de Sardes) anunciados en el siglo XVII por el Venerable Bartolomé Holzhauser y más tarde por la Santísima Virgen en la Salette y Fátima.
El período anticrístico que estamos viviendo es un ensayo general del drama que conocerá la humanidad en el momento de la segunda venida de nuestro Señor, al final del séptimo período de de la Iglesia (Iglesia de Laodicea, que significa el vómito).
La Santísima Virgen, si uno se atiene a los mensajes de la Salette y Fátima, debe vencer al demonio al fin del quinto período de la Iglesia. Es para su Hijo una manera de glorificarla, dado que ha jugado un papel oculto en el principio de la era cristiana (San Luis María Grignion de Montfort).
El tiempo de paz anunciado por Ella corresponde sin duda con el sexto período de la Iglesia (Iglesia de Filadelfia, que significa «amor de hermano»).
El sexto período anunciado por muchos místicos será probablemente el más bello de la historia de la Iglesia y de la humanidad. Sólo se verá ensombrecido por el conocimiento que tienen los hombres de la venida próxima del Anticristo, que viene en el próximo período.
Es posible también que sea de corta duración. La Santísima Virgen en la Salette y Fátima habló de veinticinco años y de un tiempo de paz.
El interés de los acontecimientos angustiosos que la humanidad está atravesando en este momento de la historia (prefiguración antictrística de los últimos tiempos) es hacernos comprender mejor el proceso de destrucción de las Sociedades cristianas y de la Iglesia Católica.
Este proceso será interrumpido durante el tiempo de paz concedido al mundo, pero se reanudará luego con la venida del Anticristo.
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7º) Monseñor Williamson
Las Siete Edades de la Iglesia (7-9-2004)
Y si Holzhauser dijo que él vivió al inicio de esa época, nosotros vivimos el final de esta quinta época.
[Más adelante dice: Es muy interesante la Carta a la Quinta Iglesia, la de Sardes (nosotros estamos en esta Quinta Iglesia)].
¿Qué va a seguir? La corrupción de hoy es tan grande, profunda e irreversible… ¡Cuánto facilitado el pecado! Los pecados en los futuros padres de familia, por ejemplo. ¿Cómo habrá familias sanas mañana? ¡Hay tantas influencias que están destruyendo la familia!
Los hombres podrían convertirse, pero para eso haría falta un milagro global.
Habrá un milagro global: Garabandal. Yo creo que es auténtico. No es de fe. Es materia opinable, y las opiniones opuestas son perfectamente lícitas.
Pero para mí, en esta situación de hoy, la profecía triple de Garabandal adquiere mucho sentido.
Primero: habrá un gran aviso para despertar y revelar la verdad cuando ésta ha sido tan escondida por las universidades y sobre todo por la Iglesia. Un gran aviso que permitirá que todos vean exactamente dónde están delante de Dios, sin morir, tal es la primera profecía de Garabandal. Viendo la confusión de hoy, esto tiene mucho sentido para mí. Muchos hombres hoy podrían comparecer delante del Tribunal de Dios y decir “ Pero, Señor, yo no supe”. Pero después de este aviso sabrán cómo salvar sus almas.
Segundo: un gran milagro, aún más grande que el del sol de Fátima, que durará un cuarto de hora, dijo la Virgen en Garabandal. Y que dejará en las montañas de España una señal permanente. En Fátima se vio el milagro del sol, pero después, no quedó nada. Esta vez todos podrán ir con sus cámaras y tomar acaso una imagen de ese suceso extraordinario que no sabemos cuál será, pero que seguirá mostrándose en Garabandal.
Entonces, con el aviso y el milagro, habrá una grandísima posibilidad para los hombres de convertirse.
Tercero: un castigo. Si los hombres no se convierten o si vuelven a caer en pecado, la tercera profecía es un castigo. Y un castigo espantoso, que corresponde a los pecados del fin de esta época.
La historia de la humanidad alguna vez se acabó con el Diluvio en tiempos de Noé. Leemos en el Génesis que los hombres habían corrompido sus caminos y sólo Dios podía lavar todo eso y empezar de nuevo, con el Arca. Noé trató de explicar las cosas a sus contemporáneos y se burlaron de él. Nosotros quisiéramos explicar las cosas a nuestros contemporáneos y, o se burlan, o no escuchan. Es como si habláramos en griego y ellos sólo entendieran latín. Hoy el idioma de la fe y sus conceptos son extraños a los hombres modernos. Todos son gentiles, sinceros, tienen buenas intenciones: son todos buenos. Delante de Dios… es otra historia. Dios no ve las cosas como los hombres de hoy. Entonces, una vez hubo un castigo que destruyó la humanidad. Eso prueba que puede llegar a darse otra vez.
Hay muchas profecías y el Venerable Holzhauser hablaba también de un castigo terrible que tendrá lugar al final de la quinta época y que lavará al mundo.
Sexta época: La del triunfo del Corazón Inmaculado de María. Después del castigo, todos los hombres tendrán el santo Temor de Dios, y por eso la sexta época de la Iglesia será el triunfo más grande de todos los tiempos: el triunfo del Corazón Inmaculado de María. Habrá como una interrupción de la caída.
Los hombres serán muy buenos porque tendrán el Temor de Dios, que hoy casi ha desaparecido. ¿Quién tiene hoy el Temor de Dios? El Temor de Dios, dice la Sagrada Escritura, es el inicio de la sabiduría. ¿Quién es hoy verdaderamente sabio? ¿Quién piensa hoy en las verdades importantes de la vida? Nadie: sólo placer, placer, y placer.
Entonces será el triunfo del Corazón Inmaculado de María. Pero Nuestra Señora dice en La Sallete (1846): “Esta paz entre los hombres, no será larga: veinticinco años de abundancia en sus cosechas les harán olvidar que sus pecados son la causa de todos los males que existen en la tierra”.
Es decir, que el bienestar hará olvidar a Dios en poco tiempo. La sexta época de la Iglesia no será larga. Veinticinco años de buenas cosechas y unos años para que el Anticristo llegue. Y cuando la corrupción de esta sexta época de la Iglesia ocurra, será la llegada del Anticristo.
Séptima época: La del Anticristo. El Anticristo será la séptima y última época de la Iglesia. El reino del Anticristo durará tres años y medio; después de su muerte quizás (hay un versículo de Daniel que permite pensarlo), entre su muerte y el fin del mundo, habrá unos cuarenta y cinco días de paz.
Entonces: la cuarta época, mil años; la quinta, más o menos 500 años. Hasta el castigo en el 2017, posiblemente, no lo sé. La sexta, 25 años de buenas cosechas y unos años más… unos años más para el Anticristo.
La séptima época, la del Anticristo que reinará tres años y medio, más unos 45 días más (versículo de Daniel) para el fin del mundo.
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8°) San Luis María Grignon de Montfort
Según la tesis de San Luis María Grignion, la manifestación de la Santísima Virgen estaba reservada para los últimos tiempos, como él lo afirma claramente en el Tratado de la Verdadera Devoción.
San Luis María pone estos últimos tiempos en relación con la Parusía o Segunda Venida de Nuestro Señor.
Estos últimos tiempos están relacionados por el Santo con la plena manifestación de la Santísima Virgen y con el Anticristo, y no con una época más remota.
La Verdadera Devoción marial tiene una connotación apocalíptica esencial; separarlas equivale a adulterar el mensaje de San Luis y a desnaturalizar la esclavitud mariana.
San Luis María comienza su Tratado relacionando sin ninguna duda el Reino de Jesucristo y su Parusía con la devoción a la Santísima Virgen.
San Luis María precisa, pues, la connotación íntima entre los últimos tiempos y la devoción mariana: la manifestación de la Virgen María es para el santo un hecho que señala claramente los tiempos apocalípticos, los últimos, de los cuales nos hablan las Sagradas Escrituras.
El santo asocia, no solamente la manifestación y el conocimiento de María a la Segunda Venida de Nuestro Señor, sino también que ésta tiene por finalidad hacer reinar a Jesucristo sobre la tierra.
El pensamiento del Santo es claro y su expresión también: por María llegará el Reino de Jesús, al fin de los tiempos, después de su Parusía.
Para San Luis María el triunfo es por la Parusía y por intermedio de la Virgen.
San Luis María identifica Parusía y Reino de Cristo.
Es totalmente claro que el triunfo debe venir por la intervención de Jesucristo en su Parusía.
Esto excluye el triunfo antes de la Parusía; porque, además, el triunfo es el Reino de Cristo sobre la tierra, después de la Segunda Venida.
El Santo identifica en sus escritos Parusía – Triunfo – Reino.
Quien no comprenda que San Luis enseña esto, no comprende nada sobre la doctrina del Santo.
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9º) Monseñor Lefebvre
A) Monseñor Lefebvre y el fin de los tiempos
a) Roma está en tinieblas.
Homilía del 29 de junio de 1987:
Roma está en tinieblas, en las tinieblas del error. Nos es imposible negarlo.
No es un combate humano. Estamos en la lucha con Satanás.
Debemos ser conscientes de este combate dramático, apocalíptico en el cual vivimos y no minimizarlo. En la medida en que lo minimizamos, nuestro ardor para el combate disminuye. Nos volvemos más débiles y no nos atrevemos a declarar más la Verdad.
La apostasía anunciada por la Escritura llega. La llegada del Anticristo se acerca. Es de una evidente claridad. Ante esta situación totalmente excepcional, debemos tomar medidas excepcionales.
b) Tiempo de tinieblas.
Le temps des ténèbres et de la fermeté dans la foi
Fideliter N° 59, septiembre-octubre de 1987.
Hemos llegado, yo pienso, al tiempo de las tinieblas.
Debemos releer la segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses, que nos anuncia y nos describe, sin indicación de duración, la llegada de la apostasía y de una cierta destrucción…
Es necesario que un obstáculo desparezca. Los Padres de la Iglesia han pensado que el obstáculo era el imperio romano. Ahora bien, el imperio romano ha sido disuelto y el Anticristo no ha venido.
No se trata, pues, del poder temporal de Roma, sino del poder romano espiritual, el que ha sucedido al poder romano temporal.
Para Santo Tomás de Aquino se trata del poder romano espiritual, que no es otro que el poder del Papa.
Yo pienso que verdaderamente vivimos el tiempo de la preparación a la venida del Anticristo. Es la apostasía, es el desmoronamiento de Nuestro Señor Jesucristo, la nivelación de la Iglesia en igualdad con las falsas religiones.
- c) Las dos Bestias – Dos Congresos.
Homilía del 19 de noviembre de 1989.
Me parece que tenemos que reflexionar y sacar una conclusión ante los acontecimientos que vivimos actualmente, que tienen bastante de apocalípticos.
No debemos olvidar, con ocasión de estos acontecimientos las previsiones que han hecho las sectas masónicas y que han sido publicadas por el Papa Pío IX. Ellas hacen alusión a un gobierno mundial y al sometimiento de Roma a los ideales masónicos; esto hace ya más de cien años.
Sabemos muy bien que el objetivo de las sectas masónicas es la creación un gobierno mundial con los ideales masónicos, es decir los derechos del hombre, la igualdad, la fraternidad y la libertad, comprendidas en un sentido anticristiano, contra Nuestro Señor.
Esos ideales serían defendidos por un gobierno mundial que establecería una especie de socialismo para uso de todos los países y, a continuación, un congreso de las religiones, que las abarcaría a todas, incluida la católica, y que estaría al servicio del gobierno mundial, como los ortodoxos rusos están al servicio del gobierno de los Soviets.
Habría dos congresos: el político universal, que dirigiría el mundo; y el congreso de las religiones, que iría en socorro de este gobierno mundial, y que estaría, evidentemente, a sueldo de este gobierno.
Corremos el riesgo de ver llegar estas cosas. Debemos siempre prepararnos para ello.
B) Monseñor Lefebvre y Roma
a) Roma ha perdido la fe y está en la apostasía.
Conferencia en el Retiro Sacerdotal, el 4 de septiembre de 1987.
Le Sel de la Terre N° 31, Hiver 1999-2000.
Yo digo: Roma ha perdido la fe, mis queridos amigos. Roma está en la apostasía. Estas no son simples palabras, no son palabras vacías las que digo. Es la verdad. Roma está en apostasía. Ya no podemos tener confianza en ese mundo, salió de la Iglesia, salieron de la Iglesia, salen de la Iglesia. Es seguro, seguro, seguro.
b) Roma sede de la iniquidad… etc.
Homilía del 30 de junio de 1988 (del minuto 21:07 al minuto 26:41).
León XIII en una visión profética que tuvo, dijo que un día la Sede de Pedro sería la sede de la iniquidad. Lo dijo en uno de sus exorcismos, en el “exorcismo de León XIII”. ¿Es hoy? ¿Mañana? No sé. En todo caso ha sido anunciado. La iniquidad puede ser sencillamente el error. El error es una iniquidad: no profesar ya la Fe de siempre, no profesar ya la Fe católica, es un grave error; ¡si hay una gran iniquidad, es precisamente esa!
No solamente el Papa León XIII ha profetizado estas cosas, sino Nuestra Señora. Ustedes conocen las apariciones de la Salette, donde Nuestra Señora dijo que Roma perderá la Fe, que habrá un eclipse en Roma; eclipse, adviertan lo que eso puede significar viniendo de parte de la Santísima Virgen.
Y finalmente el secreto de Fátima, más cercano a nosotros. Sin duda que el tercer secreto de Fátima debía hacer alusión a estas tinieblas que han invadido Roma, estas tinieblas que invaden el mundo desde el Concilio.
Estos son hechos sobre los que, me parece, podemos también apoyarnos.
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FILADELFIA (3:7-12)
Al Ángel de la Iglesia de Filadelfia escríbele: Esto dice el Santo, el Veraz, el que tiene la llave de David: el que abre y nadie puede cerrar; que cierra y nadie puede abrir.
Conozco tus obras. He aquí que he abierto ante ti una puerta abierta que nadie puede cerrar, porque, no obstante tu debilidad, has guardado mi Palabra y no has negado mi Nombre.
He aquí que te voy a entregar algunos de la Sinagoga de Satanás, de los que se proclaman judíos y no lo son, sino que mienten; yo haré que vayan a postrarse delante de tus pies, para que sepan que yo te he amado.
Por cuanto has guardado la palabra de la paciencia mía [mi consigna de paciencia; la paciente esperanza en la venida de Cristo; la consigna de mi paciencia], también Yo te guardaré de la hora de la prueba, esa hora que ha de venir sobre el mundo entero para probar a los habitantes de la tierra.
Vengo pronto; guarda con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate la corona.
Del vencedor haré una columna en el templo de mi Dios, del cual no saldrá jamás; y sobre él escribiré el nombre de mi Dios y el nombre de la Ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que baja del cielo enviada por mi Dios, y mi nombre nuevo.
Quien tiene oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias.
Según San Victorino de Pettau, Filadelfia representa «la humildad de la Iglesia en el siglo y firme fe en las Escrituras»; según San Alberto Magno, «la abierta maldad de los cristianos», «el tiempo del Anticristo» y «la conversión de los judíos»; para el Padre Castellani, «la Iglesia de la Parusía; quizás esta misma época de la «era atómica»».
Lo que caracteriza a la carta a Filadelfia ‑que significa amor a los hermanos‑ son dos cosas bien claras y graves:
* la conversión de los judíos.
* la inminencia de la Tentación Mundial.
Al final de ella se halla la frase típica: vengo pronto, y la mención de la Nueva Jerusalén, que es el final del Apocalipsis.
«Esto dice el que es…» (v.7)
Jesucristo invoca aquí no solamente su conocimiento y veracidad de profeta, sino también su poder discriminatorio: goza del poder supremo, Pedro es su Vicario. Esta expresión reviste sentido mesiánico (5:5 y 22: 6) y está tomada de Isaías 22:22; Jesucristo nos es presentado ejerciendo las funciones de Primer Ministro en el Reino de Dios; tiene el poder y la autoridad suprema para admitir o excluir a cualquiera de la nueva ciudad de David y de la Nueva Jerusalén.
En Filadelfia se adoraba al dios de las puertas (Jano), que tenía una llave en sus manos; San Juan alude a ese ídolo, diciendo: sólo Cristo tiene la llave para abrir y cerrar la puerta del Reino.
«…una puerta abierta…» (v.8)
San Pablo usa la expresión puerta abierta para indicar el apostolado y la posibilidad de conversiones (I Cor. 16:9; II Cor. 2:12; Col. 4:3 = «se me ha abierto una puerta grande y eficaz», «y habiéndoseme abierto una puerta en el Señor», «para que Dios nos abra una puerta para la palabra, a fin de anunciar el misterio de Cristo»).
La promesa de que nadie podrá cerrarla es tanto más preciosa cuanto que se trata de un tiempo de apostasía muy avanzada, pues se anuncia ya la gran persecución.
La debilidad nos muestra la humildad de los apóstoles de los últimos tiempos que, como San Pablo, estarán reducidos a ser «basura de este mundo» (I Cor. 4:13) y que sin espíritu de suficiencia propia, contarán solamente con la gracia.
v.9: Las palabras tomadas de Isaías 60:14 («Vendrán a ti, encorvados, los hijos de los que te humillaron, y se postrarán a las plantas de tus pies todos los que te despreciaron; y te llamarán «Ciudad de Yahvé», «Sión del Santo de Israel»») anuncian la conversión de los judíos de Filadelfia.
La conversión de los judíos en los últimos tiempos está anunciada por San Pablo en forma categórica (Rm. 11:25-32).
v.10: «Por cuanto has guardado…
– la palabra de la paciencia mía»: Straubinger.
– mi consigna de paciencia»: Pirot (1:9, 13:10, 14:12).
– la paciente esperanza en la venida de Cristo:» Holtzmann.
– la consigna de mi paciencia»: Castellani.
Este versículo abre las perspectivas de la vasta persecución de que tratará el capítulo 13. A diferencia de la Tentación de «diez días» de la Segunda Iglesia, ésta es universal.
Según Straubinger, la de Filadelfia precede a la última iglesia, en la cual se consumará el misterio del mal con el Anticristo. Este período es semejante al nuestro y a él se refieren las grandes promesas hechas a los que guardan la Palabra de Dios en medio del olvido general de ella: «El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que confesaré su nombre delante de mi Padre y de sus Ángeles»
«Pronto vengo; guarda firmemente lo que tienes para que nadie te arrebate la corona».
«Vengo pronto», la palabra que abre y cierra el Apocalipsis.
«Mantén lo que tienes», otra vez la consigna del Tradicionalismo. No es tiempo ya de progreso, cambio o evolución.
No hay reproche para esta iglesia.
«Del vencedor haré una columna en el templo de mi Dios, del cual no saldrá más» = sostener la verdadera fe en tiempos de apostasía (Mt. 24:24; Luc. 18:8; II Tess. 2:3).
El Padre Castellani concluye así: «Me parece que la alusión a la Parusía cercana está aquí; y que no cabe otra alguna. Nuestra prodigiosa era atómica parece ser la última del ciclo histórico; lo malo es que no sabemos cuánto durará. Los judíos se han reunido en una pequeña nación, parte de ellos; pero no parecen por ahora muy cercanos a la conversión en masa, ni mucho menos. Que los últimos tiempos estén ligados con la famosa energía nuclear o uránica (fuego del cielo) parece claro; y lo vemos en la Visiones Quince y Diecisiete. Sin embargo notemos que muchos ven en Filadelfia la Iglesia anterior al período parusíaco, Billot y sus discípulos, por ejemplo; San Alberto Magno empero la ve «en el tiempo del Anticristo»».
En esta interpretación, la Sexta Iglesia (Filadelfia) no es sino el final de este ciclo humano, y la Séptima Iglesia el comienzo de otro ciclo o Edad de Oro.
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LAODICEA (3:14-22)
Al Ángel de la Iglesia de Laodicea escríbele: Esto dice el Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios.
Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente!
Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, comenzaré a vomitarte de mi boca.
Pues tú dices: “Soy rico; me he enriquecido; de nada tengo necesidad”. Y no sabes que eres un desdichado y miserable y mendigo y ciego y desnudo.
Te aconsejo que para enriquecerte compres de mi oro acrisolado al fuego, y vestidos blancos para que te cubras y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos a fin de que veas.
Yo a los que amo, los reprendo y castigo. Ten, pues, ardor y conviértete.
Mira que estoy a la puerta y golpeo; si alguno oyere mi voz y me abriere la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.
Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, así como Yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono.
Quien tiene oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias.
Según el Padre Castellani, Laodicea no puede ser sino la Iglesia de los Mil Años, o sea, desde el retorno de Cristo hasta el Juicio Final; y agrega, lástima que esta interpretación es la que dan los llamados milenistas, que entienden literalmente y no alegóricamente el Capítulo XX.
Los otros ponen esta Iglesia antes de la Parusía; se encuentran rasgos que le convienen muy bien también.
Laodicea significa Juicio de los Pueblos, que puede referirse al Juicio Final. Pero también puede tener el sentido del juicio dado a los pueblos, o sea el gobierno «democrático». San Hipólito mártir dice en su comentario que en los últimos tiempos los Reinos serán «democracias»: gobiernos sedicentes «del pueblo».
«El Amén, el testigo fiel y veraz»: la Verdad misma. En Isaías 65:6 se dice «el Dios de Amén». Ver Jo. 1:14 y I Jo. 5:7) Cristo es llamado «el Veraz» en 3:7, 6:10 y 19:11.
«El principio de la creación de Dios». Es también por lo mismo su fin y su consumación.
«Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente…»
Algunos ven en la tibieza una alusión a las aguas de las termas de Laodicea, que son imagen de ese estado espiritual falto de amor e ideal en que esa Iglesia se arrastra en una mediocridad contenta de sí misma, y que es peligrosísimo para el alma y termina por conducirla al abismo de todos los excesos.
La primera Encíclica del Papa Pío XII reproduce este tremendo pasaje y dice: «¿No se le puede aplicar a nuestra época esta palabra del Apocalipsis?».
La tibieza irá invadiendo esta Iglesia, que realmente se creerá rica; y llegará un tiempo en que no tendrá ni la frialdad del paganismo ‑que es susceptible de ser calentado‑, ni el calor prístino de la caridad cristiana. Pero está en la boca de Cristo: es el Reino de Cristo confesado por todos, pero no vivido.
Una cosa fría puede comerse y puede calentarse; es una cosa natural y, en cierto modo, sana.
Pero en los últimos tiempos «se resfriará la caridad de muchos», dejándoles convertidos en esa cosa nauseante que hoy vemos: el neopaganismo con barniz de cristianismo, cosa de asco.
El neopaganismo es apostasía larvada, es haber rechazado a Dios y lo sobrenatural, conservando el ropaje de la fe católica, convertido en estética, convención, rutina y mitología.
De este caldo surgirá el Anticristo; que será la violenta expulsión de la boca de Dios de todas esas aguas muertas. Esta amenaza corresponde a la Gran Apostasía anunciada por San Pablo y por el mismo Jesucristo.
Vomitarlo Dios a uno de su boca es la peor amenaza; menos mal que no dice «te vomitaré», lo cual sería la condenación total, sino «comenzaré a vomitarte». Por suerte, el vómito no se consumará; los que hagan penitencia serán salvos a través de terribles dolores.
«Pues tú dices: «Yo soy rico, yo me he enriquecido, de nada tengo necesidad», y no sabes que tú eres desdichado y miserable y mendigo y ciego y desnudo».
Es lo contrario de la bienaventuranza de los pobres de espíritu (Mt. 5:3) = no solamente los que no se apegan a las riquezas (aunque materialmente sean ricos), sino principalmente los humildes y pequeños que no confían en sus propias fuerzas y que están en actitud de un mendigo que constantemente implora de Dios la limosna de la gracia. Ver 3:8.
La imperfección de esta iglesia se muestra por su pobreza, desnudez y miopía espirituales, en medio de su vano contentamiento.
El mundo de hoy, orgulloso del progreso de la ciencia, de la técnica, del confort, de las comunicaciones, de la cultura, promete a sus ciegos adoradores la inmortalidad y el paraíso en la tierra. Y es un mendigo de los dones del Príncipe de este mundo; y un miserable envuelto en guerras atroces; y desnudo y lleno de lacras y vergüenzas; y pobre de vida, de vitalidad y de alegría; y ciego a la luz del cielo e incluso a la luz de la razón.
«Te aconsejo que para enriquecerte compres de mi oro acrisolado al fuego y vestidos blancos para que te cubras y no aparezca la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos a fin de que veas».
Indica el modo de convertirse y hacer penitencia:
El oro ardiente es la caridad divina (pues se resfriará la caridad en muchos);
Los vestidos blancos es la pureza del corazón (porque abundará la iniquidad y las injusticias más vergonzosas)
El colirio es la fe y el espíritu de profecía que de ella procede (a fin de percibir los signos del tiempo) = los fieles de los últimos tiempos se salvarán por una caridad inmensa, una fe heroica y la firme esperanza en la próxima venida de Jesús.
«Yo reprendo y castigo a todos los que amo. Ten, pues, ardor y conviértete. Mira que estoy a la puerta y llamo».
Ver Hebreos 12:4‑13, que comenta a Proverbios 3:12.
«A los que amo», no son apóstatas ni réprobos.
«Ten, pues, ardor y conviértete»: «Del vencedor haré una columna en el templo de mi Dios, del cual no saldrá más».
Y otra vez la mención de la Venida, que ya es presencia: «estoy a la puerta».
«Si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo. Al vencedor le haré sentarse conmigo en mi trono, así como Yo vencí y me senté con mi Padre en su trono».
Cristo promete aquí lo definitivo: la «cena», el último acto del día; su propio «trono», o sea la gloria absoluta.
Sobre el trono véase la visión siguiente. Los que vencieren en esta iglesia final serán probablemente los mártires perseguidos por el Anticristo (13:7), y ese trono sería el de 20:4).
***
Recordemos la División del Apocalipsis
El futuro apocalíptico tiene dos grandes secciones:
1ª) Las Pruebas
2ª) Las Sanciones
Las Pruebas son acontecimientos (ordinariamente penosos) que jalonan la vida de la Iglesia. Habrá de tres clases:
1ª) Las decididas por Dios, ocultas bajo los Siete Sellos de un Libro.
2ª) Las obtenidas por las oraciones de los Santos, anunciadas por las Siete Trompetas.
3ª) Las provocadas por los demonios en lucha contra la Mujer, presentadas bajo la forma de Siete Signos o Cuadros.
Las Sanciones son dobles:
1ª) Los Castigos de los pecadores, contenidos en las Siete Copas.
2ª) Las Siete Visiones para reconfortar a los justos, son sus recompensas.
De todo esto se siguen cinco historias proféticas de la Iglesia, que serán marcadas, a su vez, por siete etapas cada una:
1ª) Los Siete Sellos.
2ª) Las Siete Trompetas.
3ª) Siete Cuadros.
4ª) Las Siete Copas.
5ª) Siete Visiones para reconfortar y dar ánimo.
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2ª VISIÓN:
El Lugar de las Decisiones Divinas
El Libro de los Siete Sellos
Y el Cordero (IV-V)
Después de haber visto lo que pasa en las Siete Iglesias, comenzamos a considerar lo que sucederá.
Antes de comenzar con las pruebas y las sanciones, tiene lugar una visión para reconfortar.
Esta visión nos hace ver el Lugar de las decisiones divinas (capítulo IV) y el Libro de los Siete Sellos que abrirá el Cordero, muerto y resucitado (capítulo V).
El Trono de Dios; capítulo IV: Después de esto tuve una visión. He aquí una puerta abierta en el cielo, y aquella voz que había oído antes, como voz de trompeta que hablara conmigo, dijo: “Sube acá y te mostraré las cosas que han de suceder después de éstas”. Al instante me hallé allí en espíritu. Vi un trono erigido en el cielo, y Uno sentado en el trono. El que estaba sentado era de aspecto semejante al jaspe y al sardónico; y un arco iris alrededor del trono, de aspecto semejante a la esmeralda. Vi veinticuatro tronos alrededor del trono, y sentados en los tronos, a veinticuatro Ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro sobre sus cabezas. Del trono salían relámpagos, voces y truenos; delante del trono había siete lámparas de fuego encendidas, que son los siete Espíritus de Dios. Delante del trono como un mar de vidrio, semejante al cristal. En medio del trono, y en torno al trono, cuatro Vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El primer Viviente era semejante a un león; el segundo Viviente, semejante a un becerro; el tercer Viviente con rostro como de hombre; el cuarto Viviente semejante a un águila que vuela. Los cuatro Vivientes tienen cada uno seis alas, están llenos de ojos todo alrededor y por dentro, y repiten sin descanso día y noche: “Santo, Santo, Santo, el Señor Dios, el Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir”. Y cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono y vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro Ancianos se postran ante el que está sentado en el trono y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y deponen sus coronas delante del trono diciendo: “Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado todas las cosas; por tu voluntad tuvieron ser y fueron creadas”.
Estos dos capítulos se inspiran en los Profetas, especialmente Isaías (cap. 6), Ezequiel (cap. 1) y Daniel (cap. 7).
Isaías, 6: 1-3): El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y las faldas de su vestido llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par volaban, y se gritaban el uno al otro, diciendo: “Santo, santo, santo es Yahveh de los ejércitos: llena está toda la tierra de su gloria”.
Ezequiel, 1: 1-12: El año trigésimo, el día cinco el cuarto mes, encontrándome yo entre los deportados, a orillas del río Cobar, se abrieron los cielos y tuve visiones divinas. El día cinco del mes, en el año quinto de la deportación del rey Jeconías, la palabra de Yahveh fue dirigida al sacerdote Ezequiel, hijo de Buzi, en el país de los caldeos, a orillas del río Cobar, y allí fue sobre él la mano de Yahveh. Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el fulgor del electro, en medio del fuego. Había en el centro como una forma de cuatro seres vivientes cuyo aspecto era el siguiente: tenían semejanza de hombre. Tenía cada uno cuatro caras, y cuatro alas cada uno. Sus piernas eran rectas y la planta de sus pies era como la planta de la pezuña del becerro, y relucían como el fulgor del bronce bruñido. Bajo sus alas había unas manos humanas vueltas hacia las cuatro direcciones, lo mismo que sus caras y sus alas, las de los cuatro. Sus alas estaban unidas una con otra; al andar no se volvían; cada uno marchaba de frente. En cuanto a la forma de sus caras, era una cara de hombre por delante, y los cuatro tenían cara de león a la derecha, los cuatro tenían cara de toro a la izquierda, y los cuatro tenían cara de águila atrás. Sus alas estaban desplegadas hacia lo alto; cada uno tenía dos alas que se tocaban entre sí y otras dos que le cubrían el cuerpo; y cada uno marchaba de frente; donde el espíritu les hacía ir, allí iban, y no se volvían en su marcha.
Daniel, 7: 1-28: El año primero de Baltasar, rey de Babilonia, Daniel tuvo un sueño y visiones que pasaban por su cabeza, mientras se hallaba en su lecho. En seguida puso el sueño por escrito. Daniel tomó la palabra y dijo: Contemplaba yo en mi visión durante la noche lo siguiente: los cuatro vientos del cielo agitaron el mar grande, y cuatro bestias enormes, diferentes todas entre sí, salieron del mar. La primera era como un león con alas de águila. Mientras yo la miraba, le fueron arrancadas las alas, fue levantada de la tierra, se incorporó sobre sus patas como un hombre, y se le dio un corazón de hombre. A continuación, otra segunda bestia, semejante a un oso, alzada a un costado, con tres costillas en las fauces, entre los dientes. Y se le decía: “Levántate, devora mucha carne”. Después, yo seguía mirando y vi otra bestia como un leopardo con cuatro alas de ave en su dorso; la bestia tenía cuatro cabezas, y se le dio el dominio. Después seguí mirando, en mis visiones nocturnas, y vi una cuarta bestia, terrible, espantosa, extraordinariamente fuerte; tenía enormes dientes de hierro; comía, trituraba, y lo sobrante lo pisoteaba con sus patas. Era diferente de las bestias anteriores y tenía diez cuernos. Estaba yo observando los cuernos, cuando en esto despuntó entre ellos otro cuerno, pequeño, y tres de los primeros cuernos fueron arrancados delante de él. Tenía este cuerno ojos como los de un hombre, y una boca que profería cosas horribles. Mientras yo contemplaba, se aderezaron unos tronos y se sentó el Anciano de días. Su vestidura, blanca como la nieve; los cabellos de su cabeza, puros como la lana. Su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego corría y manaba delante de él. Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él. El tribunal se sentó, y se abrieron los libros. Miré entonces, atraído por el ruido de las grandes cosas que decía el cuerno, y estuve mirando hasta que la bestia fue muerta y su cuerpo destrozado y arrojado a la llama de fuego. A las otras bestias se les quitó el dominio, si bien se les concedió una prolongación de vida durante un tiempo y un momento. Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano de días y fue llevado a su presencia. A él se le dio el señorío, la gloria y el reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás. Yo, Daniel, quedé muy impresionado en mi espíritu por estas cosas, y las visiones de mi cabeza me dejaron turbado. Me acerqué a uno de los que estaban allí de pie y le pedí que me dijera la verdad acerca de todo esto. El me respondió y me indicó la interpretación de estas cosas: “Estas cuatro grandes bestias son cuatro reyes que surgirán de la tierra. Los que han de recibir el reino son los santos del Altísimo, que poseerán el reino eternamente, por los siglos de los siglos”. Después quise saber la verdad sobre la cuarta bestia, que era diferente de las otras, extraordinariamente terrible, con dientes de hierro y uñas de bronce, que comía, trituraba y pisoteaba con sus patas lo sobrante; y acerca de los diez cuernos que había en su cabeza, y del otro cuerno que había despuntado, ante el cual cayeron los tres primeros; y de este cuerno que tenía ojos y una boca que decía cosas espantosas, y cuyo aspecto era mayor que el de los otros. Yo contemplaba cómo este cuerno hacía la guerra a los santos y los iba subyugando, hasta que vino el Anciano de días a hacer justicia a los santos del Altísimo, y llegó el tiempo en que los santos poseyeron el reino. El habló así: “La cuarta bestia será un cuarto reino que habrá en la tierra, diferente de todos los reinos. Devorará toda la tierra, la aplastará y la pulverizará. Y los diez cuernos: de este reino saldrán diez reyes, y otro saldrá después de ellos; será diferente de los primeros y derribará a tres reyes; proferirá palabras contra el Altísimo y pondrá a prueba a los santos del Altísimo. Tratará de cambiar los tiempos y la ley, y los santos serán entregados en sus manos por un tiempo y tiempos y medio tiempo. Pero el tribunal se sentará, y el dominio le será quitado, para ser destruido y aniquilado definitivamente. Y el reino y el imperio y la grandeza de los reinos bajo los cielos todos serán dados al pueblo de los santos del Altísimo. Reino eterno es su reino, y todos los imperios le servirán y le obedecerán”. Hasta aquí la relación. Yo, Daniel, quedé muy turbado en mis pensamientos, se me demudó el color del rostro y guardé estas cosas en mi corazón.
El rapto de San Juan dura hasta el fin del capítulo 9.
«Las cosas que han de suceder» empezarán en el capítulo 6 con la apertura de los sellos.
Igual expresión utiliza Daniel (2: 29 y 45), y tal parece ser el objeto principal del Apocalipsis en cuanto profecía.
Confrontar 1:19: «Escribe, pues, lo que hayas visto» [o sea la visión introductoria de 1:12-16]; «lo que es» [lo contenido en las siete cartas]; «y lo que debe suceder después de esto» [el objeto de la nueva visión que empieza en el capítulo 4].
La segunda visión se abre con lo que llamaban los judíos «la gloria de Dios», o sea el Trono de la Deidad rodeado de símbolos mayestáticos.
Esta visión permanece como trasfondo durante todo el curso de la profecía, marcando su carácter: son los sucesos del mundo a la luz del gobierno divino.
En los Ancianos han visto los Santos Padres a los Doce Patriarcas y los Doce Apóstoles, los representantes y Reyes de la historia religiosa del mundo.
Los Animales o Vivientes aparecen como seres celestiales semejantes a aquellos que vieron los Profetas como Serafines y Querubines.
Los innumerables ojos significan su sabiduría; las alas la prontitud con que cumplen la voluntad de Dios.
Más tarde se comenzó a tomarlos como símbolos de los cuatro Evangelistas; sus rostros se acomodan al inicio de sus respectivos Evangelios.
El Libro de los Siete Sellos; capítulo V, 1-5: Vi también en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro, escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Y vi a un Ángel poderoso que proclamaba con fuerte voz: “¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos?” Pero nadie era capaz, ni en el cielo ni en la tierra ni bajo tierra, de abrir el libro ni aun fijar los ojos en él. Y yo lloraba mucho porque no se había encontrado a nadie digno de abrir el libro ni fijar sus ojos en él. Pero uno de los Ancianos me dijo: “No llores; mira, ha triunfado el León de la tribu de Judá, el Retoño de David; él podrá abrir el libro y sus siete sellos”.
Después del majestuoso escenario, San Juan pone en dramático movimiento su visión. El Libro contiene los planes de Dios sobre el mundo. El Ángel que tantas veces intervendrá es el espíritu de profecía.
El Cordero degollado; capítulo V, 6-7: Entonces vi, de pie, en medio del trono y de los cuatro Vivientes y de los Ancianos, un Cordero como degollado; tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios, enviados en misión por toda la tierra. Y se acercó y tomó el libro de la mano derecha del que está sentado en el trono.
San Juan sustituye la apelación de Cristo «Hijo del hombre», por la de «Cordero muerto y resucitado»: la Redención ya fue operada, y Cristo delante de Caifás ya se había declarado «Hijo del hombre».
El Cordero y el Libro Sellado significan el dominio profetal de Cristo sobre los acontecimientos históricos, y su triunfo y Reino final.
Sus siete cuernos son símbolo del Poder perfecto; los ojos de la total Sabiduría.
Es decir, la plenitud del Poder y de la Sabiduría.
Adoración del Cordero; capítulo V, 8-14: Cuando lo tomó, los cuatro Vivientes y los veinticuatro Ancianos se postraron delante del Cordero. Tenía cada uno una cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. Y cantaban un cántico nuevo diciendo: “Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste inmolado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de Sacerdotes, y reinarán sobre la tierra”. Y en la visión oí la voz de una multitud de Ángeles alrededor del trono, de los Vivientes y de los Ancianos. Su número era miríadas de miríadas y millares de millares, y decían con fuerte voz: “Digno es el Cordero que fue inmolado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”. Y toda criatura, del cielo, de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, y todo lo que hay en ellos, oí que respondían: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y el imperio por los siglos de los siglos”. Y los cuatro Vivientes decían: “Amén”; y los Ancianos se postraron para adorar.
El Cordero abre los Sellos, y revela el futuro.
Con esta ceremonia latréutica inaugura San Juan la lectura del Libro, la Revelación.
Las visiones de San Juan tienen un prólogo en el Cielo, el más solemne y repicado que se pueda imaginar; su procedencia es directa de Dios; su alcance es universal.
Desde el comienzo de la apertura de los Sellos hasta la nueva Jerusalén, se van a desenvolver símbolos de sucesos trascendentes, que realmente comprometen al Cielo con la Tierra.
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Anexo: Gráfica del Apocalipsis
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