FIESTA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY
Pilato entró, pues, de nuevo en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: “¿Eres Tú el Rey de los judíos?” Jesús respondió: “¿Lo dices tú por ti mismo, o te lo han dicho otros de Mí?” Pilato repuso: “¿Acaso soy judío yo? Es tu nación y los pontífices quienes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” Replicó Jesús: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores combatirían a fin de que Yo no fuese entregado a los judíos. Mas ahora mi reino no es de aquí.” Le dijo, pues, Pilato: “¿Conque Tú eres rey?” Contestó Jesús: “Tú lo dices: Yo soy rey. Yo para esto nací y para esto vine al mundo, a fin de dar testimonio a la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.” Pilato le dijo: “¿Qué cosa es verdad?”
El Evangelio de esta importante Fiesta de Cristo Rey presenta a nuestra meditación el vivaz diálogo entre Pilato y Nuestro Señor.
San Lucas pone al principio del pleito de los judíos contra Jesucristo la acusación terminante que le hacen. Le presentan, malintencionadamente y desnaturalizando los hechos, una versión política de su mesianismo: “pervierte a nuestro pueblo”; “prohíbe pagar tributo al César”; “dice ser Él el Mesías-Rey”.
Las dos primeras eran ciertamente falsas, y la tercera estaba deformada, al dar de ella, en el contexto de lo anterior, una versión política.
Pero Jesucristo nada respondió, maravillándose Pilato de aquel reo, distinto de todos. Entró nuevamente el Pretorio, y mandó venir a Cristo para interrogarlo sobre su realeza. La pregunta fue sobre si Él era, en verdad, “el rey de los judíos”.
Nuestro Señor le pide precisión sobre el sentido de aquella expresión, que podía ser gravemente equívoca: ¿Lo dices tú por ti mismo, o te lo han dicho otros de Mí?
Si lo decía Pilato por cuenta propia, Él no era rey en ese sentido; no era un rey político, no era un competidor del César; no venía a apropiarse de Palestina para dársela a los judíos quitándosela al César.
Si se lo habían dicho los dirigentes judíos, en parte era verdad: Él es el Mesías; pero no el mesías temporal y terreno que ellos esperaban, el rey político que ellos allí le presentaban.
La pregunta de Nuestro Señor incomodó a Pilato, que cortó por lo sano, preguntándole que responda sobre su situación: ¿Acaso soy judío yo? Es tu nación y los pontífices quienes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?
Pilato puede estar tranquilo. Porque el reino de Cristo no es de este mundo. La prueba la tiene delante: no tiene soldados, está prisionero, sin que nadie le defienda ni luche por Él. Por eso replicó Jesús: Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores combatirían a fin de que Yo no fuese entregado a los judíos. Mas ahora mi reino no es de aquí.
La declaración de Jesucristo ante Pilato, de que Él es Rey, allí, entonces y por siempre, es la síntesis de las dos actitudes de Nuestro Señor durante su vida terrena: una, la afirmación de que Él es el Mesías, o sea, el Ungido, el Gran Rey; y la otra, el huir de ser proclamado como Rey temporal, terreno y político.
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Analicemos primero la expresión de Nuestro Señor: Mi Reino no es de este mundo. ¿Qué significa, ¿qué sentido tiene?
Ni por su origen, ni por su índole este Reino es terreno. Con todo, su carácter celestial y espiritual no impide que tenga como súbditos los hombres que viven en este mundo.
La preposición de, si bien puede significar pertenencia, también denota de dónde es, viene o sale alguien o algo; y, de igual forma, indica causa u origen de algo.
Tanto el adverbio griego έντεϋθεν, como el latino hinc, significan, precisamente, de aquí, indicando origen o punto de partida.
La partícula de no significa, pues, estancia, sino procedencia: el Reino de Cristo no procede de este mundo.
Jesús no dice que su realeza no ha de ejercerse sobre este mundo, sino que no procede de éste. Ella viene de más arriba: de lo alto. Su Reino no procede de este mundo, de las potencias mundanas, de los soldados, de los militares, de haber sido elegido por el pueblo, o de los banqueros internacionales y las grandes potencias del Gran Dinero.
Su Reino procede de su propia naturaleza, de ser Él quien es. Ni se lo dieron los hombres ni pueden ellos quitárselo. Él es la Verdad y su Reino es el Reino de la Verdad.
Su Reino está en este mundo y Él es Rey de todo este mundo; pero el suyo es un Reino que está por encima de los otros, porque es un Reino espiritual, con proyección a la vida eterna; y la prueba es que no tiene la fuerza material, que es esencial a los Reinos temporales.
Pero el Reino de Cristo no es un Reino de espíritus o fantasmas, es un Reino de hombres; cuyo fin es la posesión de la Verdad y el camino hacia la Verdad: Yo para eso nací y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la Verdad.
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En cuanto a la situación actual, hodierna, del Reino de Cristo, se puede comparar con la situación de Cristo ante Pilatos: un Rey atado, sin libertad; sin palacio, sin ejército, sin policía…, en definitiva, un Rey negado y rechazado…
Pero el Reino de Cristo, que es su Iglesia, existe y existirá siempre; y aunque fuese perseguida, oprimida y reducida al estado precario del tiempo de los Apóstoles, no desaparecerá nunca. Al contrario, cuando todo indique que está a punto de desaparecer, entonces Ella anunciará que Él, su Rey, vuelve en gloria y majestad, y que está a las puertas…
Entonces cobrará toda su vigencia la Parábola del Viernes antes de Pasión: Un hombre noble partió a una región lejana para recibir la corona y retornar. Los ciudadanos de aquella ciudad lo odiaban y mandaron mensajeros diciendo: No queremos que vuelvas, no te queremos por Rey. Volvió lo mismo, y castigó duramente a los rebeldes que se habían repartido el poder. En efecto, por el hecho de que a un Rey se le rebelen los súbditos no deja de ser Rey, mientras conserve el poder de castigarlos.
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Consideremos más en detalle las oscilaciones de este Reino.
Como a Creador de cielos y tierra, sólo a Dios pertenece el Reino.
Lucifer no aceptó su subordinación a Dios. El hombre siguió el ejemplo del ángel orgulloso en su revuelta. Ni el uno ni el otro comprendieron que la autoridad corresponde sólo a Dios.
Esta autoridad es tal que Jesús mismo se somete a ella. Al entrar al mundo exclama: He aquí que vengo a hacer tu voluntad, Dios mío. Cristo, obediente, viene al mundo para restaurar el Reino, tanto angélico como terrestre, cuyos jefes perdieron la posesión por su insubordinación a Dios.
Pero esta restauración fue sólo parcial en su Primera Venida; y no se realizará plenamente hasta su vuelta, con el establecimiento de su Reino, en los tiempos de la restauración de todas las cosas en Cristo y por Cristo.
San Pablo nos describe de este modo la sucesión de los acontecimientos: Porque, como en Adán todos ellos mueren, así también en Cristo todos ellos serán vivificados. Pero cada uno en su propio orden; Cristo las primicias; luego los que son de Cristo, al tiempo de su venida. Después viene el fin, cuando Él entregará el reino al Dios y Padre suyo; cuando haya ya abolido todo dominio y toda autoridad y poder.
Si Jesús tiene que entregar a su Padre un Reino, es pues, preciso que Él tenga un Reino, un Reino claramente establecido.
¿Se ha realizado este Reino? Evidentemente no.
Actualmente Jesús participa del trono de su Padre. Pero, como dice San Pablo, Ahora no vemos aún que todas las cosas le estén sometidas, y, sin embargo, es preciso que su Reino sea un reino personal, durante el cual domine todas las cosas.
En espera del establecimiento del Reino de Gloria, siempre prometido, se ha de buscar el Reino de Gracia.
Una página del Evangelista San Lucas (XVII: 20-25) pone de relieve estos misterios, determinando tres tiempos: Un Reino que vino, pero fue desechado. Un Reino misterioso, el actual. Un Reino glorioso, por venir:
Interrogado por los fariseos acerca de cuándo vendrá el reino de Dios, les respondió y dijo: “El reino de Dios no viene con advertencia, ni dirán: “¡Está aquí!” o “¡Está allí!”, porque el reino de Dios ya está en medio de vosotros”.
La respuesta a los fariseos concierne al reino aparecido realmente sobre la tierra, por la presencia corporal de Jesús: El reino de Dios está en medio de vosotros.
Pero, sin embargo, el reino no venía de manera que llamara la atención. No aparecía según las concepciones rabínicas, un reino mesiánico puramente terrestre. Es un reino de una naturaleza diferente y que responde a la palabra del Señor: Mi reino no es de este mundo.
A los discípulos Jesús les dijo: Vosotros desearéis ver uno de los días del Hijo del hombre, y no lo veréis.
¡No lo veréis! Es el caso de todos los que esperan a Cristo desde la Ascensión. Es la época del reino Misterioso y Espiritual, aquél durante el cual la Iglesia, la Esposa amada suspira; y con Ella, los hijos de Dios deberían clamar sin cesar: ¡Venga tu reino! ¡Ven, Señor Jesús!«
Mas un tiempo vendrá por fin en que «como el relámpago que brilla e ilumina desde un cabo del cielo hasta el otro”, el Hijo del hombre aparecerá y establecerá su Reino, esplendoroso de gloria. Entonces «todo ojo le verá«.
En este texto de San Lucas están netamente designadas las tres etapas del reino mesiánico.
San Pedro enseñaba: «Por tanto haced penitencia y convertíos, a fin de que sean borrados todos vuestros pecados, para que lleguen los días de parte del señor y envié a aquel que os ha destinado, el Cristo Jesús, al cual de cierto conviene que el cielo acoja hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, las que Dios anunció por boca de sus santos profetas… Todos los profetas que han hablado sucesivamente desde Samuel han anunciado aquellos días» (Hech. III, 19-24).
Aquí no cabe duda alguna. En esta «restauración de todas las cosas«, San Pedro tiene ciertamente presente el Reino Mesiánico por venir, el mismo del que hablaron profusamente todos los Profetas. Será la «restauración» maravillosa del Reino que perdiera Adán.
Mientras tanto, Nuestro Señor quería establecer, durante el tiempo de su ausencia, un Reino de Gracia, para preparar y apresurar la manifestación del Reino de Gloria.
Las Sagradas Escrituras mencionan dos tronos, asociados a estos dos aspectos del Reino, el de la gracia y el de la gloria:
– Lleguémonos confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno.
– Cuando el Hijo del Hombre vuelva en su gloria, acompañado de todos sus Ángeles, se sentará sobre su trono de gloria, y todas las naciones serán congregadas delante de Él, y separará a los hombres, unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los machos cabríos.
El Reino de la Gloria se alcanzará por el de la Gracia, que se realiza y florece en lo íntimo del alma, en el seno de la Santa Iglesia.
Sólo la lectura atenta de la Biblia nos permitirá distinguir los tres aspectos del Reino y no confundirlos en el tiempo. Esta confusión de los tiempos —de las dispensaciones— es corriente en un gran número de cristianos. Hay incluso exégetas que atribuyen al tiempo de la Iglesia —a este Reino invisible de la Gracia—, no sólo las enseñanzas de Cristo que no le conciernen, como “el reino está en medio de vosotros”, sino también todas las Profecías mesiánicas no realizadas en la Primera Venida, y las Profecías que anuncian la reunión de los judíos antes del establecimiento del Reino de la Gloria.
Resumamos estos «misterios del Reino«:
En el tiempo de la vida terrena de Jesús, el Reino de Dios estaba «en medio» de Israel. Pero este Reino fue rechazado por los judíos.
En el tiempo de la Iglesia, se desarrolla el Reino de Gracia, reino misterioso y espiritual, durante el cual pedimos el Reino por venir. ¡Venga tu Reino!
En el tiempo de la Vuelta de Cristo, será el establecimiento del Reino de la Gloria, reino visible y plenario, universalmente reconocido.
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Cuando Cristo vuelva a reinar, se manifestará bajo un doble aspecto:
– traerá la paz definitiva a la tierra;
– pero, para restablecer este Reino de paz, aplastará el poder de sus enemigos.
Para establecer un Reino de Paz y de Justicia, previamente tendrá que destruir las falsas autoridades.
El sueño de la estatua de Nabucodonosor y su interpretación nos muestran, a la vuelta de Cristo, la destrucción de la reyecía terrenal y temporal.
Toda autoridad será recogida por Cristo. En Él se concentrarán todos los poderes, celestes y terrestres. Todas las autoridades de la tierra, que han sido ejercidas desde Adán hasta el fin, autoridades imperfectas, menguadas, a menudo culpables, injustas y violentas; todas estas autoridades débiles o falseadas, usurpadas o degeneradas, serán restablecidas según la justicia de Cristo, cuyo trono se asentará sobre la justicia y la equidad.
Recordemos la parábola… El odio de los conciudadanos de Jesús ha continuado en todos los tiempos. Los espíritus rebeldes y las voluntades perversas no han cesado de repetir: «No queremos que este hombre reine sobre nosotros«.
El mismo grito resuena desde hace veinte siglos. Y, sin embargo: «Es necesario que Él reine«, como dice San Pablo a los Corintios.
¡Qué discordancia entre estos dos gritos, que se reparten la humanidad! Los unos dicen: «¡No queremos que éste reine!» Los otros: «¡Venga tu Reino!«.
La disputa sobre la tierra es animada. El odio y el amor libran un combate violento en torno al Rey: «¡No queremos!«… «¡Es necesario!«…
A los exégetas que dicen que estamos bajo el reino efectivo de Cristo, el reino pacífico de mil años, con Satanás encadenado, les preguntamos si no oyen, como nosotros, estos dos gritos que se oponen…
Siguiendo con la parábola, cuando regresó, después de haber recibido la investidura del reino, el Rey dijo: En cuanto a estas gentes que me odian y no han querido que reine sobre ellos, traedlos aquí y degolladlos en mi presencia...
Tal es y será la suerte de los que se han opuesto al Reino de Cristo: irán a reunirse con aquéllos que se acogerán al reino de la Bestia: Si alguno adorare la bestia y a su imagen… este tal ha de beber también del vino de la ira de Dios, de aquel vino puro preparado en el cáliz de la cólera divina y ha de ser atormentado con fuego y azufre a vista de los ángeles santos y en la presencia del Cordero (Apoc. XIV, 9-10).
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El Profeta Daniel contempló el tiempo en que el Señor Jesús tomaría personalmente posesión de su trono para reinar sobre la tierra y los cielos: He aquí en las nubes del cielo como un hijo de hombre que venía y llegó hasta el Anciano de grande edad, y le hicieron llegar delante de él. Y le fue dado señorío, y gloria, y reino; y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su señorío, señorío eterno, que no será transitorio, y su reino, que no se corromperá (Dan. VII: 13-14).
El Apóstol San Juan, en sus visiones de Patmos, vio también esta hora magnífica: El séptimo ángel tocó la trompeta, y fueron hechas grandes voces en el cielo, que decían: «El imperio del mundo ha pasado a ser de Nuestro Señor y de su Cristo, y reinará por los siglos de los siglos» (Apoc. XI: 15).
Y más adelante, en medio del ruido de las grandes aguas y de los truenos, resonó: ¡Alleluia! Porque el Señor Nuestro Dios, el Todopoderoso ha entrado en su reino. Regocijémonos, llenémonos de alegría y démosle gloria, porque llegaron las nupcias del Cordero (Apoc. XIX: 7).
Ese Reinado pacífico del Mesías es probablemente la Profecía más neta y más frecuentemente anunciada. Casi todos los escritos de los Profetas terminan pregonándola.
Hasta el siglo IV de nuestra era se creyó generalmente en la Iglesia que este Reino Mesiánico, tan netamente descrito, sería sin duda el reino de mil años, anunciado por el Apocalipsis.
Después se cambió de opinión; y la mayoría de los exégetas católicos dicen que es actualmente que estamos bajo el reino mesiánico, aquél de los mil años apocalípticos.
¡Extraño reino de Cristo desde hace quince siglos…, mil quinientos años…!
La Iglesia, sin embargo, no deja de sufrir la persecución… Las naciones preparan la guerra o la hacen, y con qué barbarie…. Los individuos no conocen la paz, ni la del cuerpo ni la del alma… El combate existe en todas partes… Y así será hasta la vuelta de Cristo.
El mundo no puede encontrar la paz; y el Apóstol San Pablo considera que esta búsqueda excesiva de la paz entre las naciones es una señal del fin de los tiempos. «Cuando los hombres digan: Paz y Seguridad, entonces una súbita destrucción vendrá a caer sobre ellos… y no escaparán» (I Tes. V: 3).
¿Ha habido acaso un tiempo más incierto que el nuestro, en que se haya repetido más a menudo, por una especie de ironía, Paz y Seguridad? Recordemos la estatua de la Bestia inaugurada en noviembre de 2021 en la explanada de la ONU…
Este modo de hablar responde, evidentemente, a una necesidad de todo nuestro ser que reclama la paz y la seguridad; esa abundancia de paz que señalará la pacificación universal, bajo un único Rey; es decir, paz establecida primeramente en el individuo, después en la familia y entre las naciones, finalmente en toda la creación animal, vegetal y mineral.
Jesús, en su primera venida traía esta esperanza de paz, que los Ángeles anunciaron a los pastores: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.
Zacarías, el padre de San Juan Bautista había dicho de Él: Viene para dirigir nuestros pasos hacia el camino de la paz.
Antes de su muerte, Jesús quiso dejar este don a los suyos: Mi paz os dejo. Y después de la resurrección renovó este anhelo: La paz sea con vosotros. Y la Santa Iglesia nos lo recuerda todos los días en la Santa Misa…
Pero es necesario el Segundo Advenimiento para que esta paz prometida sea una realidad duradera y universal.
Es preciso esperar el día en que Dios dispersará a los pueblos que encuentran sus delicias en la guerra (Sal. LXVII: 31).
Hay que esperar el día en que Jesús realizará, a la letra, lo que anunciaba David: Hace cesar las guerras hasta los fines de la tierra; quiebra el arco, corta la lanza y quema en el fuego los carros de guerra. Deteneos y conceded que yo soy Dios; domino a las naciones, domino sobre toda la tierra (Sal. XLV: 9-10).
Entonces podrá extenderse por el mundo esa era de paz, de justicia y de felicidad anunciada por el Profeta Isaías: un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado, que lleva el imperio sobre sus hombros. Se llamará Maravilloso, Consejero, Dios poderoso, Padre de la eternidad, Príncipe de la paz. Se dilatará su imperio, y de la paz no habrá fin. Se sentará sobre el trono de David y sobre su reino, para establecerlo y consolidarlo mediante el juicio y la justicia, desde ahora para siempre jamás. El celo de Yahvé de los ejércitos hará esto. (Is. IX, 6-7).
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Transportémonos ya a ese Reino en que no se ensayarán ya más para la guerra.
Por una fe ardiente, por una luminosa esperanza, corramos con el pensamiento, en nombre de su Advenimiento y de su Reino, a ese lugar de paz y de alegría.
La tierra entera se llenará de gozo, recobrará los derechos que perdió por la culpa de Adán.
Así, pues, a la gloria y a la paz de los Hijos de Dios —de esos hijos resucitados en Cristo— vendrá a unirse la gloria y la paz dada por Jesucristo a toda la creación.
¡Qué magnífica visión! La paz invadirá al mundo, celestial y terrestre.
Y, como dice el Profeta Daniel, la grandeza de todos los reinos será dada al pueblo de los santos…
Cristo es el ejemplar perfecto del hombre; por Él tenemos la vida; así como Él murió, moriremos nosotros; así como resucitó, resucitaremos; así como subió al Cielo, si somos fieles vasallos, subiremos; así como reina a la diestra del Padre, reinaremos con Él nosotros…
¡Sí! reinaremos con Cristo. De modo que el trono y el poder que Jesús ha recibido del Padre lo recibiremos también nosotros, si somos fieles vasallos.
Poseeremos, pues, el Reino por herencia, como coherederos de Cristo; y poseeremos este Reino ofrecido primeramente a Adán, preparado desde la creación del mundo, restaurado al fin y consumado por Cristo.
Al presente, Cristo vence, reina e impera desde el Cielo.
En un futuro próximo, Cristo vencerá…, Cristo reinará…, Cristo imperará… en la creación renovada…