FIESTA DE LA CIRCUNCISIÓN DEL SEÑOR
Octava de Navidad
En aquel tiempo, llegado el día octavo en que debía ser circuncidado el Niño, le fue puesto por nombre Jesús, nombre con el cual fue llamado por el Ángel antes que fuese concebido.
La Sagrada Liturgia celebra hoy, en la Octava del Nacimiento de Cristo, el día de la Circuncisión del Señor, del primer derramamiento de Sangre hecho por el Niño de Belén.
Con su Circuncisión recibe el Niño su Nombre de Jesús, Salvador, Redentor…, cuya fiesta celebraremos mañana, Dios mediante.
Aunque era Señor de la Ley y no estaba sujeto a ella, Nuestro Salvador se somete, voluntaria y escrupulosamente, a las prescripciones de su ceremonial, a la dolorosa circuncisión.
El Santo de los Santos, el absolutamente inmaculado e impecable por naturaleza, quiere aparecer a los ojos de los hombres como un pecador cualquiera, como uno que lleva en su cuerpo el mal, la mancha del pecado.
Oculta su plenitud de gracia y de virtud, su deslumbrante santidad, bajo las apariencias de un pecador que, cual todo hijo de Israel, necesitase purificarse de sus pecados por medio de la circuncisión.
¡Tan profundamente se humilla el Hijo de Dios por nosotros los pecadores! ¡Qué anonadamiento, qué humildad! ¡Así obra la Sabiduría eterna!
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Se le puso por nombre Jesús… Él se humilla profundamente en su circuncisión, y Dios le exalta, porque se ha anonadado tan abismalmente.
En el mismo instante en que Él se somete a la circuncisión, se le da el Nombre de Jesús; un Nombre que está sobre todo nombre.
En el Nombre de Jesús debe doblarse toda rodilla, lo mismo en el Cielo que en la tierra y en los infiernos; y todas las lenguas deben confesar que Jesucristo es el Señor.
En el mismo momento en que el Señor se anonada en su circuncisión, en ese mismo instante recibe el Nombre de Salvador.
Todos los hombres, comenzando por Adán después de su pecado y terminando por el último niño que nazca hasta el fin del mundo; todos los que alcancen la salvación; todos los que reciban una gracia cualquiera, una ilustración, un impulso interior cualquiera hacia el bien; todos los que se vean libres de sus pecados y obtengan la gloria de la filiación divina; todos los que perseveren hasta el fin y alcancen la salvación de sus almas…, todos, en absoluto, se lo deberán a Jesús, al Salvador.
Todos dependen de Él. Él es el principio de todo, y todos en el orden de la gracia y de la bienaventuranza eterna tienen en Él su consistencia, su apoyo.
Él es la Cabeza del cuerpo. Es el principio, el primogénito de los resucitados. Él debe poseer el primado de todo y de todos. Porque Dios quiso que habitase en Él toda la plenitud de la gracia y de los bienes sobrenaturales.
Dios mediante, mañana volveremos sobre este importante tema al celebrar la Fiesta del Dulcísimo Nombre de Jesús
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El que se humilla, será ensalzado… Tal es la ley fundamental de la economía sobrenatural. La Iglesia está profundamente convencida de esta verdad. Por eso, procura imitar el voluntario anonadamiento del Hijo de Dios humanado. Escucha atentamente al Maestro, cuando dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida; el que me sigue a mí, no anda en tinieblas, antes poseerá la vida eterna… Aprended de mí, no a hacer milagros, no a realizar actos que exciten la curiosidad, la admiración, el agrado del mundo; aprended, por el contrario, a ser humildes de corazón.
Esto es lo que el Señor quiere enseñarnos. Él conoce muy bien nuestra enfermedad crónica: el orgullo. Aquí está el origen de todos nuestros males morales, la causa de nuestra esterilidad en la vida y en el progreso interiores. Dios resiste a los soberbios; a los humildes, en cambio, les da su gracia.
El que se humilla, será ensalzado. He aquí un luminoso principio, una admirable guía, para adentrarnos por entre las tinieblas inciertas del nuevo año que comienza.
Elijamos, alegre y decididamente, el camino que nos señala el Señor: el camino de la humildad. Cuanto más humildes seamos, más creceremos en el verdadero espíritu de Cristo.
La humildad es el camino de la gracia; es la ruta más segura y más corta para la unión con Dios. Penetrémonos bien de esta verdad, que nos enseña hoy la Sagrada Liturgia, y vivamos de ella.
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Profundicemos un poco más en el misterio de la Circuncisión del Señor, y consideremos como la Santa Iglesia asocia íntimamente a la Virgen Madre con este misterio, a punto tal que el Oficio Litúrgico de esta fiesta presenta todos los caracteres de un Oficio Marial (por ejemplo, las Antífonas de Laudes y de Vísperas).
Y esto es lógico, pues María Santísima tiene una maternal participación en la Circuncisión de su divino Hijo.
Nosotros sabemos muy bien que Ella sufre los mismos dolores que Jesús; y, sin embargo, con la Sagrada Liturgia de hoy, no vemos en Ella, en este misterio, a la Madre carnal del Niño, ni a su Compañera de dolores. La contemplamos, por el contrario, como a la Mujer Fuerte que, una vez más, pronuncia con toda generosidad su fiat y se une con toda su alma al sacrificio de su Hijo.
Jesús, el Salvador, ofrece la primera Sangre que derrama por los hombres, por nuestra salvación… Y María Santísima se asocia al sacrificio de su Hijo y ofrece juntamente con Él a Dios, por nuestra salvación, la Sangre redentora del Salvador del mundo.
Ella sufre con gusto sus propios dolores, porque sabe que han de contribuir a nuestra redención. No piensa en sí misma: sólo se acuerda de nosotros y de nuestra salud espiritual…
¡Tan generoso, tan cordial y fuerte es el amor que nos tiene nuestra Madre celestial!
Ella contempla, con tierna y maternal compasión, el primer derramamiento de Sangre del divino Niño. Como una segunda Eva, pero Virgen-Madre, toma en sus inmaculadas manos la preciosa Sangre sacrifical de Cristo y se la ofrece a Dios por la pobre, por la extraviada y pecadora humanidad.
Ella sabe que el Hijo de Dios vino al mundo y derramó su Sangre por la salvación de las almas. Por eso, esto constituye también su máxima y primordial preocupación. Sólo esto tiene interés para Ella en el mundo.
Sólo Ella sabe lo que significa la perdición de un alma. Sabe que Jesús dio su Sangre y su vida para salvar a todos los hombres, para salvar sus almas… También Ella está dispuesta a todos los sacrificios, para conseguir esto mismo.
Nosotros, compartamos con María Santísima su dolor de Madre ante la dolorosa Circuncisión de su divino Hijo. Démosle gracias por haber contribuido Ella también, con sus sufrimientos personales, a nuestra redención. Agradezcámosle profundamente el haberse olvidado totalmente de sí misma, para no pensar más que en nosotros, en nuestra salvación eterna.
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Para terminar, un pensamiento sobre el Nuevo Año Civil, que comienza, y nuestro programa para santificarlo y santificarnos durante él.
Como sabemos, la Liturgia no celebra expresamente el comienzo del Año Nuevo Civil. Sin embargo, es conveniente que no lo pasemos por alto; al contrario, debemos ponderar con toda atención su gran importancia moral.
Reflexionemos seriamente en el Programa que para él nos proporciona hoy la Santa Iglesia. Se trata de una doble práctica: una negativa y otra positiva.
Renunciando a la impiedad y a los placeres mundanos, vivamos sobria, justa y piadosamente…
He aquí la enseñanza y el ejemplo que nos proporciona el Redentor. Con su Encarnación nos enseña que, ante Dios, sólo una cosa tiene valor: la salvación de nuestra alma inmortal.
Nuestro principal esfuerzo, durante el Año Nuevo que comienza, debe encaminarse, pues, a la santificación y salvación de nuestra propia alma y las de aquellos que están encomendados por Dios a nuestro cuidado.
Sólo así es como lograremos remediar, de algún modo, el lamentable abandono de Dios en que han caído los cristianos de nuestro tiempo.
La vida contemporánea está tan poco equilibrada, es tan activa, tan positivista, está tan sumergida en lo temporal, que amenaza anegarnos a todos en su materialismo apóstata.
Corremos el peligro de que olvidemos por completo nuestra alma. Los hombres se han convertido en cifras. La vida se seculariza, se profana, se entrega totalmente a las cosas terrenas. La vida espiritual, la vida del alma es dejada de lado.
Por eso, nada tan oportuno como el programa que nos traza la Epístola de hoy:
Renunciemos a la impiedad; renunciemos también a los deseos y placeres mundanos, que nos disipan, que destruyen nuestra austeridad moral, que nos hacen inútiles para todo esfuerzo serio.
De aquí la parte positiva de nuestro programa: Vivamos sobria, justa y piadosamente.
Sobriamente, es decir, con rectitud en nuestros pensamientos, en nuestras intenciones, en nuestros juicios, en nuestras palabras, en nuestros actos. Fundándonos y guiándonos en todo por motivos sobrenaturales. Obrando en todo impulsados únicamente por el inmenso amor que Dios y Cristo nos tienen.
Justamente, es decir, con la inquebrantable decisión de dar a cada cual —a Dios, al hombre, a sí mismo, al cuerpo y al alma, a la naturaleza y a la gracia— lo que en derecho le corresponda.
Piadosamente, o sea, presentándonos con la franqueza, con la sencillez y con la docilidad de un niño ante el sabio, fuerte y omnipotente Dios, ante el Padre celestial, que nos ama divinamente desde el Cielo, y que ve en todos nosotros, no a unos esclavos, sino a unos hijos en Cristo; ante el Padre, que, por amor a su divino Hijo, nos ama, se preocupa de nosotros, nos guía, nos sana y nos santifica con toda la inmensa plenitud de su amor divinamente paternal.
Esperando, con santa confianza, el glorioso advenimiento de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo.
Lo temporal pasa; no es más que un puente para lo estable, para lo permanente. Solamente lo eterno es bastante grande para nosotros. No nos contentemos con menos.
Por eso, ahora debemos vivir siempre con la vista fija en aquel definitivo y glorioso día que nos abrirá las puertas de la eternidad, es decir, en el día de la Segunda Venida del Señor.
Vivamos siempre con una fe viva en la gloriosa eternidad. Vivamos hondamente convencidos de que Cristo volverá otra vez a nosotros, al fin de los tiempos, para reunir definitivamente, con nuestra alma gloriosa, si se ha salvado, nuestro cuerpo resucitado del sepulcro y transfigurado en claridad.
Esperemos confiadamente la victoria final del Señor y de su Iglesia y la de todos los que, como Ella, permanecieron fieles a Cristo.
Toda nuestra existencia actual debe estar iluminada por esta santa esperanza del retorno del Señor, por la santa esperanza de la vida eterna, de la beatífica visión que gozaremos en la inextinguible luz de Dios.
Esta esperanza dará un profundo sentido, un valor imperecedero a nuestro Año Nuevo, a nuestras acciones, a nuestras penas, a nuestros sacrificios, a nuestras alegrías, a nuestros dolores, a nuestros deberes, a nuestros trabajos y a toda nuestra vida.
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Debemos comenzar este Nuevo Año de nuestra existencia viviendo alejados de los placeres del mundo y de toda clase de impiedad, practicando una vida sobria, justa y piadosa; entregándonos ciega y totalmente en las manos de nuestro amoroso Padre celestial; estando profundamente convencidos y animados por la firme esperanza de nuestra futura y gloriosa eternidad.
Para realizar esta ingente tarea, la Sagrada Liturgia nos proporciona todos los medios necesarios: nos da al mismo Cristo.
Cristo, el Señor del universo, ha nacido para nosotros, nos ha sido dado. Es nuestro, por la naturaleza humana que el Hijo de Dios tomó de nosotros. Es nuestro, porque Él mismo se entrega a nosotros en el Santo Sacrificio de la Misa. Se entrega a nosotros como oblación nuestra, pura, santa e inmaculada delante de Dios y, al mismo tiempo, como alimento nuestro. En la Sagrada Comunión el Señor se hace posesión, propiedad nuestra.
Viviendo de la Vid, Cristo, viviendo como sarmientos suyos, podremos cumplir muy fácilmente nuestro difícil programa. El que permanezca en mí y yo en él, producirá fruto copioso. Sin mí no podéis hacer nada.
Al comenzar el Año Nuevo renovemos el juramento que hicimos el día de nuestro Santo Bautismo.
Dijimos entonces: Renuncio al mundo y a sus vanidades. Renuncio a Satanás y al pecado. Creo, me confío en Dios Padre, en Dios Hijo y en Dios Espíritu Santo, en comunión con toda la Santa Iglesia de Cristo. Todo para Dios, todo para Cristo. Todo conforme a su santa voluntad.
Encaminémoslo todo únicamente a sus intereses, a su mayor honra y gloria.
Que María Santísima, la esclava del Señor, que realizó y vivió este programa desde su Concepción Inmaculada, nos alcance la gracia de llevarlo a la práctica.