SAN ESTEBAN PROTOMÁRTIR
En aquel tiempo, dijo Jesús a los escribas y fariseos: he aquí que Yo os envío profetas, sabios y escribas; a unos mataréis y crucificaréis, a otros azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad, para que recaiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el santuario y el altar. En verdad, os digo, todas estas cosas recaerán sobre esta generación. ¡Jerusalén! ¡Jerusalén!, tú que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados, ¡cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos debajo de sus alas, y vosotros no habéis querido! He aquí que vuestra casa os queda desierta. Por eso os digo, ya no me volveréis a ver, hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Ante el pesebre del Niño Jesús, la Liturgia presenta hoy a San Esteban, el hombre lleno de gracia y del Espíritu Santo, el primer mártir de Cristo, uno de los más ilustres discípulos de Nuestro Señor.
Para la Sagrada Liturgia, San Esteban no es solamente un personaje histórico, sino que representa, además, una idea, a saber, la de que la Navidad, la venida del Señor, debe obrar en todos los cristianos los mismos efectos que produjo en el Santo Diácono.
Estos frutos fueron, en lo interior, plenitud de gracia y de virtud; en lo exterior, fortaleza de espíritu, fe robusta, ilimitado amor a Jesucristo y a las almas y ánimo para el martirio, para el testimonio por medio de la sangre.
Y la razón radica en que Cristo debe triunfar plenamente en nosotros… ¡Él lo exige todo, hasta la vida!
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Los Hechos de los Apóstoles nos relatan que, incitados por los fieles, los Apóstoles eligieron a siete varones sabios y llenos del Espíritu Santo, entre los cuales se contaba el joven Esteban, hombre lleno de fe y del Espíritu Santo. Los elegidos se presentan después ante los Apóstoles, los cuáles oran por ellos y les imponen sus manos, ordenándolos como Diáconos, auxiliares directos de Sacerdotes y Obispos.
San Esteban se destaca muy pronto por encima de todos los demás. Lleno de gracia y de fortaleza, obra grandes prodigios y milagros en el pueblo; predica a Jesucristo con gran valor; entregado totalmente a Jesús, sufre valientemente el martirio, siendo lapidado por aquellos mismos a quienes él trataba de inspirar el amor a Jesús.
¡Así se realiza en San Esteban la venida del Señor, el misterio de Navidad! San Esteban es, pues, ante el pesebre, él símbolo del verdadero cristiano.
El nacimiento del Hijo de Dios humanado, no es solamente una agradable escena pastoril, no es un hecho que se repite como tantos otros. El nacimiento de Jesucristo quiere y debe ser, más bien; una fuerza que repercuta e influya hondamente en la vida de los cristianos.
El que quiera celebrar digna y cristianamente la fiesta de Navidad, tiene que ser, tiene que convertirse, ante el pesebre, en un nuevo San Esteban, en un hombre de fe y de sabiduría, un hombre lleno de gracia, de fortaleza y del Espíritu Santo.
Un hombre así, pone toda su vida al servicio de Jesucristo e, impulsado por su ardiente amor a los hombres, se convierte forzosamente en apóstol del Señor. En su actuación, verá muy pronto que los suyos no le reciben,verá que no le comprenden, porque tiene el espíritu de Cristo… Y tendrá que ser mártir de Cristo… Pronto experimentará en sí mismo que Jesucristo no vino a traer la paz, sino la guerra…
Y la razón es que Cristo quiere y debe reinar en nosotros. Él rompe abiertamente, sin ningún miramiento, con el hombre viejo, con los principios, con las ideas y con las prácticas del mundo, con el hombre de pecado… El que no está conmigo, está contra mí…
El que esté enteramente con Cristo, comprobará en sí mismo lo que está escrito del Hijo de Dios, cuando Él vino al mundo, en Navidad: Los suyos no le recibieron… Así lo experimenta la Iglesia y todo el que vive de veras con Cristo.
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Con ocasión de la prédica de San Esteban comienza a profundizarse el choque entre el judaísmo y el cristianismo. Los judíos comienzan a darse cuenta que peligra su situación de privilegio. No sólo matarán a San Esteban, sino que desencadenarán una persecución contra la Iglesia.
No se dice sobre qué versaban concretamente las disputas con San Esteban; lo que sí se dice es que, al no poder vencerle, recurren a falsos acusadores, a fin de excitar al pueblo, que hasta entonces se había mantenido favorable a los Apóstoles. Las acusaciones contra él son muy graves, imputándole el haber proferido palabras contra el Templo y contra la Ley, dos cosas que son la base del nacionalismo judío, que luego se alegarán también contra San Pablo, y, en parte, habían sido ya alegadas contra Jesucristo. Del mismo modo, la imputación contra San Esteban era tan calumniosa como las que levantaron contra Jesús.
Se trata de testigos «falsos» y, por tanto, no sabemos cuáles serían en realidad los términos empleados por San Esteban en su predicación; sin embargo, como permite suponer la índole del discurso que luego pronunciará en su defensa, su enseñanza dejaba traslucir que el Mesías Jesús había implantado una nueva doctrina espiritual y que el Templo de Jerusalén y la Ley de Moisés debían dejar paso a un templo más espiritual y a una ley más universal.
Sus acusadores desfiguraban y exageraban las cosas, a fin de impresionar más al pueblo; como si San Esteban afirmase simplemente que Jesús había venido para destruir materialmente el Templo y abolir la Ley de Moisés.
Como es obvio, la impresión producida en la muchedumbre fue muy fuerte. Ninguna acusación más a propósito para unir a todos los judíos, dirigentes y pueblo, en un frente común contra San Esteban. Por eso, todos ya unidos, se lanzan sobre él y le llevan ante el sanedrín, cuyos miembros rectores, dados sus viejos recelos contra el cristianismo, se alegrarían, sin duda, de que, por fin, también el pueblo comenzase a oponerse a la nueva doctrina.
Entre tanto, San Esteban, según dice San Lucas, estaba como transfigurado por la alegría de padecer persecución por el nombre de Jesús. El largo discurso del Diácono, es el más extenso de los conservados en el libro de los Hechos. Se trata de una luminosa síntesis doctrinal de todo el Antiguo Testamento y un verdadero compendio de la historia sagrada; tiene por fin mostrar cómo el pueblo israelita resistió a la gracia hasta que finalmente rechazó al Mesías…, haciendo resaltar que, al igual que sus padres, también ahora los judíos se han mostrado rebeldes a Dios, dando muerte a Jesucristo.
En esa exposición de hechos, ya desde un principio se trasluce la tesis, con más o menos claridad; pero es sólo al final cuando debe quedar del todo patente. San Esteban no podrá concluirla, pues se lo impedirán.
Se le había acusado de proferir palabras contra Dios, contra Moisés y contra el Templo, y probablemente eso es lo que le induce a comenzar con la llamada de Dios a Abraham y seguir con la historia de Moisés y la del Templo, hablando de cada uno de los tres puntos con la más profunda reverencia. La consecuencia era clara: sus acusadores no estaban en lo cierto.
Pero, al mismo tiempo, va preparando otra consecuencia: la de que es posible una Ley más universal y un Templo más espiritual, tal como se presentan en la nueva obra establecida por Jesucristo… Todo conduce, pues, al verdadero Mesías, ya venido, rechazado y entregado a la muerte por su pueblo.
A ese fin apunta cuando recuerda a sus oyentes que los beneficios de Dios en favor de Israel son ya anteriores a la Ley de Moisés; así como cuando afirma que también fuera del Templo puede Dios ser adorado; y cuando insiste en la rebeldía de Israel contra todos los que Dios le ha ido enviando como salvadores, al igual que han hecho ahora con Jesucristo.
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Llega la parte final del discurso y San Esteban apostrofa con certeza: Hombres de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo; como vuestros padres, así vosotros…
La acusación es dura pero justa. Si el corazón no está dispuesto para la verdad, la circuncisión de nada sirve, y los hace peores que los gentiles. Aplicadas a nuestros tiempos, estas palabras quieren decir que la sola partida de Bautismo, sin la fe viva, no da ningún derecho al Reino de Dios.
Y hay más todavía: ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres?; y dieron muerte a los que vaticinaban acerca de la venida del Justo, a quien vosotros ahora habéis entregado y matado; vosotros, que recibisteis la Ley por disposición de los ángeles, mas no la habéis guardado…
¿Quién no recuerda aquí las invectivas de Jesús contra fariseos, legisperitos, levitas, saduceos…?
Duras eran las acusaciones que San Esteban había lanzado contra los judíos en su discurso, pero quizás ninguna hiriera tanto su sensibilidad como la de que no observaban la Ley… Eso no lo podían tolerar quienes hacían gala de ser fieles cumplidores de la misma.
Por eso, llenos de rabia, interrumpieron el discurso, y San Esteban ya sólo pudo hablar a intervalos, y esto sin seguir el hilo de su razonamiento.
Como oyesen esto, se enfurecieron en sus corazones y crujían los dientes contra él.
El crujir los dientes por odio es, según nos enseña la Biblia, la actitud propia del pecador ante el justo. Es muy importante, para el discípulo de Cristo, compenetrarse de este misterio, a primera vista inexplicable, pues el justo no trata de hacer daño al pecador, sino el bien… Este es el caso de los cerdos, que no sólo pisotean las perlas, sino que devoran a quienes se las dan. Es que “para el insensato, cada palabra es un azote”, y la sola presencia del justo es un testimonio que les reprocha su maldad…
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La afirmación de que estaba viendo a Jesucristo de pie, a la derecha de Dios, les acabó de enfurecer, provocando un verdadero tumulto. Esa aseveración era como decir que Jesús de Nazaret, a quien ellos habían crucificado, participaba de la soberanía divina, lo cual constituía una blasfemia inaudita para los oídos judíos.
Si hasta ese momento el proceso había seguido una marcha más o menos regular, a partir de este instante la cosa degenera en motín popular…, culminando con la lapidación, que se lleva a cabo conforme a las prescripciones de la Ley contra los blasfemos, sacándole de la ciudad, y comenzando los testigos a arrojar las primeras piedras.
Conforme era costumbre, se despojan de sus mantos para tener más libertad de movimientos al arrojar las piedras; y se ve a Saulo, a cuyos pies depositan sus mantos los testigos y del que se hace notar expresamente que aprobaba la muerte del Santo Diácono.
La muerte de San Esteban, encomendando su alma al Señor y rogando por sus perseguidores, ofrece un sorprendente paralelo con la de Jesucristo en la primera y séptima de sus palabras desde la Cruz, conservadas únicamente por San Lucas. De este modo, tanto en el proceso como en la muerte de San Esteban vemos nuevas semejanzas con el divino Maestro. Ambos son acusados de quebrantar la Ley, ambos enrostran a los poderosos su falsa religiosidad, y ambos mueren fuera de la ciudad, perdonando y orando por sus verdugos.
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Destaquemos ese detalle muy importante, cuando San Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al Cielo y vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba de pie a la diestra de Dios.
No es sin misterio que el escritor sagrado, antes de decirnos que San Esteban vio la gloria del Señor, observó que estaba lleno del Espíritu Santo y que tenía los ojos fijos hacia el Cielo. De este modo nos hizo conocer las dos causas por las cuales mereció el Santo Levita esta visión.
En primer lugar, estaba lleno del Espíritu Santo, y poseía todos los dones; a continuación, miró hacia el Cielo, no tanto con los ojos inferiores del cuerpo, cuanto con los del alma.
San Esteban aspiraba a las cosas del Cielo, suspiraba por los placeres eternos, generalmente concedidos a hombres de gran santidad, particularmente consagrados a la contemplación.
San esteban vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a su derecha, y esto sucedió por tres razones.
La primera, porque fue la recompensa, ya en este mundo, a su generosidad de confesar la divinidad del Salvador ante los sacerdotes y los pontífices a riesgo de su vida.
La segunda razón, es que sucedió para fortificar a San Esteban en los sufrimientos que padecía y en los que todavía le aguardaban. La visión de la recompensa anima al trabajo; la presencia del capitán alienta al soldado valiente; la esperanza de la ayuda divina hace enfrentar el peligro sin temor. San Esteban ve a Jesús, su Capitán y su defensor, a la derecha de la majestad de Dios, no sentado, sino de pie, dispuesto para el combate, alerta para venir en auxilio, presto para coronarle.
La tercera razón fue para que el Santo Levita fuese testigo ocular de las verdades que había predicado, y pudiese antes de morir dar un último testimonio auténtico: todo lo que os he anunciado es la verdad, e incluso ahora lo veo con mis ojos… Veo los cielos abiertos, para que aquellos que creen en Jesucristo puedan entrar… Veo que el Hijo del hombre, a quien habéis hecho crucificar, según su predicción, está elevado a la diestra de la Majestad de su Padre… ¡Mirad vosotros mismos y creed en Él!
Adoremos al Hijo de Dios en dos estados muy distintos: infinitamente humillado en el Pesebre, en donde se nos presenta durante toda esta Octava; y soberanamente elevado en la gloria de los Cielos, en donde le vio San Esteban.
Estos dos estados nos recuerdan el orden con que Dios lo ha establecido todo, a saber: que es necesario padecer en la tierra con Jesucristo, para gozar con Él en el Cielo; combatir aquí, para gozar allá; humillarnos en este mundo, para ser elevados en el otro.
Debemos considerar los designios secretos de la Divina Providencia en su conducta respecto de sus elegidos. Dios permite a menudo que los favores que les otorga sean una ocasión de persecución. De este modo muestra cuánto estima el sufrimiento, puesto que permite que esas almas sean abominables al mundo por el testimonio de su amor.
Sin embargo, todo lo que sufren siempre sucede para aumento de su gloria. Y esto es lo que ocurrió con San Esteban.
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Mientras le apedreaban, San Esteban hacía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y diciendo esto, se durmió en el Señor.
Este mártir glorioso imitó todo cuanto pudo al Rey de los mártires. Rezó dos veces: una por sí mismo, encomendando su espíritu a Dios; otra por sus enemigos, para obtenerles la gracia.
Pero esta segunda oración la hizo con mayor reverencia y fervor que la primera: se puso de rodillas y alzó la voz, para imitar al Redentor del mundo que expiró en el Calvario dando un gran suspiro.
Extraordinaria grandeza de ánimo la de este primer mártir del cristianismo, que, como su Maestro, muere rogando por los que estaban quitándole la vida.
Su oración iba a ser eficaz. Hermosamente dice San Agustín en su Primer Sermón sobre San Esteban: Si Stephanus non sic orasset, Ecclesia Paulum non haberet, es decir, Si Esteban no hubiera rezado así, la Iglesia no tendría a San Pablo.
Admiremos el gran corazón de San Esteban, lleno de tierno amor para con todos los hombres y en especial para con aquellos de quienes tenía más motivo de queja, como eran los que le perseguían y habían jurado perderle. Lejos de quererles mal, de irritarse con ellos o de vengarse, les ama con toda su alma y, si les reprende, no es sino para que se enmienden.
San Esteban, después de haber realizado estas dos oraciones, se durmió pasiblemente en el Señor…
Morir en el Señor, es la muerte de los que mueren en unión con Cristo Jesús por una fe animada por la caridad, como mueren los Santos confesores; o es morir por causa de la fe en Jesús, como mueren los Santos mártires.
Estas dos clases de muerte son dichosas y bienaventuradas. La muerte de los Santos, dice el salmista, es preciosa a los ojos de Dios.
San Juan escribe en el Apocalipsis que oyó una voz del cielo que le decía: escribe, bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, el Espíritu asegura que descansan de su trabajo, debido a que sus obras les siguen.
Es decir, que los que mueren en el Señor pueden, con toda razón, llamarse bienaventurados en el momento mismo de la muerte, porque no tienen nada que expiar en el Purgatorio, tienen las puertas del Cielo abiertas y Dios quiere que el fin de su vida sea el comienzo de su eterno descanso eterno.
Tales fueron los momentos finales del glorioso San Esteban. Murió en Jesucristo, murió por Jesucristo; y este Divino Salvador, que se le había aparecido en el combate, vino desde el Cielo con miles de Ángeles para coronarlo después de su victoria.
De este modo, el que había sido declarado blasfemo por los hombres, fue proclamado Santo por los espíritus celestiales; el que fue abrumado con piedras, recibió una corona de piedras preciosas, presagiada en su nombre, augurio feliz de su gloria, pues Esteban significa corona…
El Santo Protomártir ascendió triunfante al Cielo, acompañado de sus acciones heroicas, que merecieron ser alabadas por el Hijo de Dios en presencia de su Padre.
Fue entronizado en una sede resplandeciente entre los Serafines, revestido de la luz de la gloria, y comenzó a ver con claridad la Esencia divina.
Repito lo del comienzo: para la Sagrada Liturgia, San Esteban no es solamente un personaje histórico, sino que representa, además, una idea, a saber, la de que la Navidad, la venida del Señor, debe obrar en todos los cristianos los mismos efectos que produjo en el alma del Protomártir.
Pidamos a él que interceda por nosotros a fin de que alcancemos todas estas gracias…