PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Y habrá señales en el sol, la luna y las estrellas y, sobre la tierra, ansiedad de las naciones, a causa de la confusión por el ruido del mar y la agitación de sus olas. Los hombres desfallecerán de espanto, a causa de la expectación de lo que ha de suceder en el mundo, porque las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces es cuando verán al Hijo del Hombre viniendo en una nube con gran poder y grande gloria. Mas cuando estas cosas comiencen a ocurrir, erguíos y levantad la cabeza, porque vuestra redención se acerca. Y les dijo una parábola: Mirad la higuera y los árboles todos: cuando veis que brotan, sabéis por vosotros mismos que ya se viene el verano. Así también, cuando veis que esto acontece, conoced que el reino de Dios está próximo. En verdad, os lo digo, no pasará la generación ésta hasta que todo se haya verificado. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
La liturgia del Adviento distingue, aunque sin separarlas, dos Venidas de Jesucristo al mundo.
La Primera se realizó cuando el Hijo de Dios, concebido por el Espíritu Santo, se encarnó en las entrañas purísimas de la Santísima Virgen María.
Su Segunda venida tendrá lugar al fin de los tiempos, cuando el Señor volverá, con poder y majestad, para cerrar su obra de redención sobre la tierra.
El Adviento de la Iglesia gira en torno de estas dos Venidas del Señor; pero, tanto en el Misal como en el Breviario Romanos, prevalece claramente la evocación de la Parusía sobre la Venida a Belén.
El Nacimiento del Señor, como acontecimiento histórico, es el fundamento de la obra redentora completa de Cristo; sin embargo, es solamente el principio de la obra. Este comienzo queda, de una vez para siempre, detrás de nosotros, que estamos colocados en el camino que conduce a la perfección, la cual consiste en la manifestación de la fuerza soberana de Jesucristo y en la admisión de la humanidad y del mundo en su señorío.
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Consideremos los textos litúrgicos del Adviento.
«¡Excita, Señor!» Así nos hace rezar la Liturgia con la Colecta del vigésimo cuarto Domingo de Pentecostés, último del Año Eclesiástico.
Del mismo modo se inicia el Año Litúrgico con la Colecta del primer Domingo de Adviento: «¡Excita, Señor, tu poder, y ven!»
Lo que caracteriza a la última semana del año que acaba de transcurrir, es un deseo ardiente, un apasionado clamor por la presencia, por el retorno de Jesucristo.
Este mismo sentimiento es el que se expresa desde el comienzo, al iniciarse el nuevo Año Eclesiástico.
Pero ahora el clamor es todavía más apremiante, es una verdadera explosión: «¡Ven, Señor!» En efecto, el Adviento es la expectación de la Venida definitiva del Señor.
Esta profunda Colecta es un apasionado clamor, implorando la llegada del Salvador y la presencia del Reino de Dios, con sus bendiciones y su salud. «¡Excita, Señor, tu potencia, y ven!» Sólo un poder divino será capaz de redimirnos y de vencer los obstáculos que se oponen a nuestra salvación.
El Evangelio torna a recordarnos la Parusía de Cristo. Precisamente como en el Domingo pasado, último del Año Litúrgico, pero con la diferencia de que, en medio de las tinieblas de la catástrofe que ha de caer sobre la naturaleza y sobre el género humano, brillará la aurora de la salvación: «Cuando suceda todo esto, mirad entonces y levantad vuestras cabezas, pues se aproxima vuestra redención… Sabed que el reino de Dios está cerca.»
Hacia ese próximo Reino de Dios nos dirigimos ahora nosotros, llenos de confianza. Como reza el Introito: «A Ti elevo mi alma, en Ti confío». Así cantamos nosotros, llenos de júbilo, levantando nuestras miradas hacia el Redentor anunciado en el Evangelio.
Escuchemos, entonces, llenos de gozo, la alegre nueva: «Levantad vuestras cabezas, se acerca vuestra redención, el Reino de Dios». He aquí el gozoso mensaje que nos trae el Adviento.
Como escribe San Pablo a los Filipenses: «Esperamos al Salvador»; y a su discípulo Tito: «Vivamos piadosamente en este mundo, aguardando la santa esperanza y la gloriosa llegada de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo».
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La Segunda Venida de Cristo, al fin de los tiempos, de la cual nos habla hoy el Evangelio, significa para la Iglesia la liberación definitiva. La santa Iglesia, que vive aquí en la tierra oprimida por todas partes y agobiada bajo el peso de los pecados y de las infidelidades de sus hijos, espera con nostálgico anhelo la llegada de ese día de salvación.
Iniciada la redención en el mismo instante de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno purísimo de la Virgen Inmaculada, y continuada después a lo largo de toda esta vida, se cerrará finalmente al fin de los tiempos con la Segunda Venida del Señor.
«¡Levantad vuestras cabezas: ya se acerca vuestra redención!» Nuestra vida es un continuado Adviento, durante el cual caminamos hacia nuestra, salvación.
«A ti elevo mi alma». El Adviento es una aspiración hacia Dios, hacia Cristo; es un ardiente y profundo anhelo del Redentor.
«Excita, Señor, tu potencia, y ven. Líbranos de los peligros que nos amenazan por nuestros pecados».
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Por esta razón debemos seguir el consejo de San Pablo: sepamos aprovechar el tiempo de obrar. Ya es hora de que sacudamos nuestro letargo. Nuestra salvación está al presente más cerca que cuando comenzamos a creer. Ya ha pasado la noche. Ya ha llegado el día. Abandonemos, pues, las obras de las tinieblas y ciñámonos las armas de la luz.
«Ya llega el día.» Es decir, el día del retorno del Señor, el día en que Él volverá con poder y majestad, para juzgar a los vivos y a los muertos. La liturgia de la primera semana de Adviento nos inculca con urgente insistencia este día del juicio final.
«Sepamos aprovechar el tiempo de obrar. Ya es hora de que despertemos. Nuestra salvación está ahora más próxima que cuando recibimos la fe». Nuestra vida corre irrefrenable hacia su término. Los días y las horas que hayamos perdido «durmiendo», no tornarán otra vez. Lo que hayamos vivido inútilmente en este mundo, inútil quedará para siempre.
Así, pues, como dice el Himno de Adviento: «Levantémonos todos con la mayor diligencia, sacudiendo lejos de nosotros la pereza, y busquemos en la noche al Señor, como nos lo enseña el Profeta. Para que atienda a nuestras súplicas y nos proteja; y, libres de toda mancha, nos conceda la eterna dicha y llene de beneficios a los que cantamos sus alabanzas en el silencio del más sagrado tiempo de este día».
Recordemos la parábola de las diez vírgenes. Cuando el esposo demoró por algún tiempo su llegada, se durmieron todas las vírgenes que le esperaban, tanto las fatuas como las prudentes.
También las almas devotas se dejan vencer fácilmente del sueño, se hacen tibias, inconstantes. Cumplen sus obligaciones sin puntualidad, mecánicamente, sin espíritu, con mucha imperfección. De ahí el enérgico pregón de la Sagrada Liturgia, al principiar el Adviento: «Ya es tiempo de que sacudamos nuestro sueño».
Esta exhortación se dirige también a nosotros. ¿Qué se sigue de todo esto? Lo que nos dice el Apóstol con estas palabras: «Sepamos aprovechar el tiempo en que podemos obrar. Desechemos las obras de las tinieblas, de la vida pagana, infiel, y empuñemos las armas de la luz».
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Todo esto cobra mayor importancia al pensar lo que dice Nuestro Señor: «Levantad vuestras cabezas: se acerca vuestra redención».
Ya estamos redimidos. Y, sin embargo, se nos dice todavía: «Se acerca vuestra redención.» Es que ésta llega siempre por vez primera.
¿Acaso no existen todavía muchos hombres que permanecen alejados de Dios? ¿Muchos, que gimen todavía bajo el peso, bajo la deuda del pecado? ¿Muchos, que viven aún soportando la tiranía del diablo? ¿Muchos, que siguen cautivos del mal, esclavos de sus pasiones, de sus bajos instintos, de su sensualidad, de su orgullo, de su avaricia? ¿No existen todavía muchos «hijos de ira», cuyos pecados aún no han sido perdonados por el Dios justo y santo?
¿No obra, pues, sabiamente la Iglesia, al proponernos en Adviento una nueva redención, que llega por vez primera? Sí, tiene razón. Todavía existen muchos que desconocen a Dios. Todavía hay muchos que permanecen hundidos en el pecado.
Nosotros mismos necesitamos aún ser redimidos en muchas cosas. Todavía seguimos siendo esclavos de los bienes de la tierra y de las seducciones del mundo, de la carne y de la vida presente. Nos dominan aún nuestros gustos, nuestros apetitos, nuestros instintos, nuestro amor propio.
«Levantad vuestras cabezas: se acerca vuestra redención.» ¡Tengamos confianza! ¡Con la venida del Señor seremos libertados! Nosotros conocemos muy bien lo profundo de nuestra miseria. Conocemos nuestra proclividad al mal, a lo vulgar, nuestra dificultad para obrar el bien, nuestra tibieza ante las llamadas y sugestiones de la gracia, nuestro horror al sacrificio y nuestro respeto humano.
¡Cuántos son los lazos que nos encadenan! ¿Quién podrá libertarnos de ellos? ¿Quién nos librará de nosotros mismos? Sólo uno: el Redentor.
¡Y he aquí que Él viene! No trae otro designio que el de librarnos a nosotros, a todos y a cada uno en particular, conforme lo necesite cada cual y como mejor le convenga.
Él viene: «a Él se le ha dado todo poder sobre los cielos y la tierra». Él es el «más poderoso» que vence al «poderoso», al demonio. Sobre sus hombros descansa el principado. Viene como el que «me ama y se entrega a sí mismo por mí». Viene como Buen Pastor, que da su vida por sus ovejas.
¿No puedo, pues, esperarlo todo de Él? «A Ti elevo mi alma, Señor. En Ti confío. No sea yo confundido» (Introito).
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¡He aquí el misterio del Adviento! Estamos redimidos, verdaderamente redimidos. Sin embargo, también es rigurosamente cierto que todavía seguimos necesitando de redención. Estamos redimidos, en cuanto existe una redención colectiva, la redención de toda la humanidad, la redención objetiva. La deuda de la humanidad ha sido cancelada. Dios se ha reconciliado con los hombres. El río de la gracia fluye sobre la humanidad. El reinado de Satanás ha sido aniquilado y el Cielo se ha abierto para ella.
Existe una Redención universal, objetiva. Nosotros, como individuos, sólo tenemos que hacernos partícipes de ella; es la redención subjetiva. No tenemos más que incorporarnos a este maravilloso reino de la redención universal, y también seremos redimidos.
Los tesoros de la redención han sido depositados por Jesucristo en su Iglesia: son verdaderos y reales tesoros de nobleza, de espiritualidad y de grandeza. Todos hemos sido redimidos; pero cada uno necesita incorporarse individualmente a este Reino, asimilarse su riqueza, apropiarse más perfectamente la redención operada por Cristo.
Ya hemos sido redimidos; pero, al mismo tiempo, seguimos todavía irredentos. Es decir: no estamos aún redimidos perfectamente. Ya somos hijos de Dios, hijos de la gracia, retoños de Cristo, sarmientos de la Vid, que viven de su misma vida. Sin embargo, aun no somos todo esto de un modo perfecto.
Siempre podemos y debemos desarrollar cada vez más perfectamente nuestra filiación divina, la gracia, las virtudes, nuestra unión con Dios, la fe, la esperanza y la caridad.
Podemos y debemos hacernos cada día más robustos en la vida espiritual, más fervorosos, más perfectos.
Es, cabalmente, lo que pedimos a Dios durante el santo tiempo de Adviento, o sea, que nos dé su gracia, para perfeccionar nuestra redención, para llevarla hasta su plenitud. Esta plenitud de nuestra redención constituye la meta hacia la cual corremos.
¡Nada, pues, de desmayar, nada de descansar! Ya hemos sido redimidos; y, sin embargo, todavía continuamos irredentos. Aunque nuestra redención vaya perfeccionándose constantemente en pureza, en gracia y en virtud, sin embargo siempre continuamos siendo presa de la muerte del pecado. Necesitamos ser libertados también de este poder opresor.
Ahora bien: esta liberación sólo nos llegará con la Segunda Venida del Señor. Entonces Él ordenará a nuestra alma que torne a reunirse con nuestro pobre cuerpo, para gozar eternamente con él de la misma posesión y dicha de Dios. Aquel día, nuestra redención habrá tocado a su fin.
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«¡Ha llegado vuestra redención!» Por lo tanto, escuchemos y sigamos la exhortación de San Pablo: «Hermanos: sabed que ya es hora de que despertemos. Renunciemos, pues, a las obras de las tinieblas y empuñemos las armas de la luz. ¡Revestíos del Señor Jesucristo!».
«Ya es hora de que despertemos». ¡Ya es tiempo! Así exhorta el Apóstol, no ciertamente a los paganos, a los infieles, sino a nosotros, a los creyentes, a los que hemos sido bautizados, a los que ya conocemos el unum necessarium, lo único que importa saber para salvarnos, y, sin embargo, ¡todavía seguirnos siempre durmiendo! Si no el sueño del pecado mortal, al menos el de la tibieza y falta de energía, el de la rutina e indiferencia.
¡Cuánto más celo debiéramos tener por los intereses de Dios y de Nuestro Salvador! ¡Por la honra y gloria de Dios y por nuestra unión con Dios y con Nuestro Salvador! ¡Cuánto mayor cuidado debiéramos poner en la perfecta pureza de nuestra intención y de nuestros móviles, en la vida de recogimiento y de oración, de arrepentimiento y penitencia por nuestros propios pecados y por los pecados de nuestros hermanos en Cristo! ¡Cómo debiéramos arder en celo por la conversión y salvación de nuestro prójimo!
¿No merecen Dios y la vida eterna, que Él nos ha prometido, el que vivamos enteramente para Él y para su santa voluntad en todo, hasta el último aliento, con toda generosidad y con todo desvelo? Pero, ¿cómo vivimos, cómo pensamos en realidad? Verdaderamente, ya es hora de que nos levantemos de este nuestro profundo sueño.
¡Hoy mismo, en el umbral de este nuevo Año Eclesiástico, en este santo Adviento! «Revestíos del Señor Jesucristo.» Debe nacer en nosotros el hombre nuevo, el hombre que vive de Cristo, el hombre que reproduce y continúa en sí mismo el espíritu, la conducta, la vida interior y, hasta cierto punto, la misma vida externa de Cristo.
El Señor no quiere ser solamente nuestro maestro. No quiere ser sólo nuestro modelo. Quiere y debe ser, ante todo, nuestra vida misma. Quiere y debe ser la vid que expande su vitalidad por todos sus pámpanos, que florece y da su fruto en y por los sarmientos.
«¡Revestíos del Señor Jesucristo!» ¡Vivid su misma vida! Amad lo que Él ama: la pobreza, el menosprecio, la vida escondida, la cruz, la comunicación con el Padre.
Vivid lo que Él vivió: la voluntad y el beneplácito de Dios en todo, la honra del Padre y la salvación de las almas.
Reproducid y continuad en vosotros su humildad, su modestia, su paciencia, su bondad y su dulzura para con todos, su amor a los enemigos, su odio al pecado y a todo lo que pudiera ser desagradable al Padre.
Tal es la apremiante exhortación que nos dirige el santo Adviento. ¡Yo es hora de sacudir nuestro sopor, de hacernos hombres nuevos en Cristo Jesús!
«¡Revestíos del Señor Jesucristo!» He aquí un programa maravilloso.
Nuestra tarea, durante el nuevo Año Eclesiástico, debe consistir en un constante esfuerzo para que todo tienda a una compenetración con Cristo, a una transformación en Él, cada día más perfecta.
Todo nuestro crecimiento en la gracia y en la redención, durante el nuevo Año Eclesiástico, dependerá de nuestra compenetración con Cristo, de la asimilación de su vida por nosotros. Nuestra vida y nuestro progreso interior dependen esencialmente del modo como realicemos nuestra incorporación a Cristo, dependen de nuestro «revestíos del Señor Jesucristo».
La liturgia del Año Eclesiástico quiere ayudarnos a conseguir este propósito. Para ello nos pone en las manos los medios precisos.
No se nos oculta, ciertamente, la magnitud de nuestra empresa; pero también conocemos la gran eficacia de los medios de que disponemos para ello. ¿Por qué asustarnos, pues, ante la magnitud de nuestra tarea?
Nuestro apoyo son la Iglesia y la Sagrada Liturgia: ellas nos conducirán a una más íntima unión con Cristo, nos sumergirán en el océano de la gracia y de la salvación.
Despliega tu poder, Señor, y ven a fin de que con tu socorro nos libremos de los peligros a que nos exponen nuestros pecados, y para salvarnos concédenos esta gracia.