DOMINGO VIGESIMOCUARTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, instalada en el lugar santo —el que lee, entiéndalo—, entonces los que estén en Judea, huyan a las montañas; quien se encuentre en la terraza, no baje a recoger las cosas de la casa; quien se encuentre en el campo, no vuelva atrás para tomar su manto. ¡Ay de las que estén encinta y de las que críen en aquel tiempo! Rogad, pues, para que vuestra huida no acontezca en invierno ni en día de sábado. Porque habrá entonces grande tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá más. Y si aquellos días no fueran acortados, nadie se salvaría; mas por razón de los elegidos serán acortados esos días. Si entonces os dicen: “Ved, el Cristo está aquí o allá”, no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, y harán cosas estupendas y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera posible, aun a los elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho! Por tanto, si os dicen.: “Está en el desierto”, no salgáis; “está en las bodegas”, no lo creáis. Porque, así como el relámpago sale del Oriente y brilla hasta el Poniente, así será la Parusía del Hijo del Hombre. Allí donde esté el cuerpo, allí se juntarán las águilas. Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días el sol se oscurecerá, y la luna no dará más su fulgor, los astros caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre, y entonces se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gloria grande. Y enviará sus ángeles con trompeta de sonido grande, y juntarán a los elegidos de Él de los cuatro vientos, de una extremidad del cielo hasta la otra. De la higuera aprended esta semejanza: cuando ya sus ramas se ponen tiernas, y sus hojas brotan, conocéis que está cerca el verano. Así también vosotros cuando veáis todo esto, sabed que está cerca, a las puertas. En verdad, os digo, que no pasará la generación ésta hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero las palabras mías no pasarán ciertamente.
Después de las Témporas de Septiembre comienza propiamente la conclusión del año eclesiástico.
Para entender bien el simbolismo de la Santa Liturgia, debemos situarnos en el hemisferio norte, donde comenzó a expandirse el catolicismo, y su ambiente geográfico. En efecto, la naturaleza física, con su agonizante vida, el otoño y el anuncio de la vuelta de Cristo, en el último día, son otros tantos indicios de que el Año Eclesiástico camina rápido hacia su fin.
La Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, espera ansiosamente la redención definitiva, la aparición del Esposo, el cual la introducirá, por fin, en toda su integridad en el reposo y en la paz del Reino de Dios.
El Domingo Decimoctavo de Pentecostés, San Pablo, por medio de su Carta a los Corintios, nos exhortaba de este modo: Doy gracias sin cesar a mi Dios por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido dada en Cristo Jesús; por cuanto en todo habéis sido enriquecidos en Él, en toda palabra y en todo conocimiento, en la medida en que el testimonio de Cristo ha sido confirmado en vosotros. Por tanto, no quedáis inferiores en ningún carisma, en tanto que aguardáis la revelación de Nuestro Señor Jesucristo; el cual os hará firmes hasta el fin e irreprensibles en el día del advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Al igual que los primeros cristianos, y los verdaderos fieles de todos los tiempos, hemos de esperar la revelación de Nuestro Señor Jesucristo, el día del advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
El cristiano espera. Está en constante expectación de lo que ha de venir, de lo que tiene que venir. Detrás del hoy y del mañana ve el mundo del más allá, la consumación. Espera la venida de Jesús, como las vírgenes de la parábola del Evangelio esperaban la llegada del esposo. «Ya viene el esposo: ¡salidle al encuentro!».
Es como si la Iglesia lanzara hoy este grito. Toda su preocupación consiste en que sus hijos estén preparados y vigilantes, en que posean mucha gracia, muchas virtudes, mucha vida sobrenatural, muchas buenas obras. Todos sus esfuerzos tienden a que nosotros perseveremos firmes y constantes hasta el fin en la gracia alcanzada, de modo que podamos aparecer perfectos, maduros y sin ninguna mancha el Día de la Venida de Nuestro Señor Jesucristo.
Óptimos son los frutos que el Apóstol San Pablo veía florecer en la joven cristiandad de Corinto. Jubiloso y satisfecho da gracias a Dios por haber colmado de bienes en Cristo Jesús a los recién convertidos.
«Por Jesucristo habéis sido enriquecidos en todas las cosas, en toda palabra y en toda ciencia», en la dócil aceptación de la doctrina cristiana y en su profunda comprensión.
«El testimonio de Cristo ha sido confirmado también por vosotros». Es decir, el testimonio que el Apóstol dio en Corinto acerca de Cristo, su predicación y su obra han echado en ellos hondas raíces y han producido mucho fruto.
«De tal modo, que no os falta gracia ninguna». ¡Tan fecunda ha sido la gracia de Cristo en toda la comunidad cristiana de Corinto y en cada uno de sus miembros! ¿Qué falta aún? Sólo una cosa: que la Iglesia de Corinto espere la Revelación de la Gloria del Señor, es decir, el día de su segunda venida, la Parusía. Y que los fieles «perseveren constantes hasta el fin, para que puedan presentarse sin mancha y sin culpa el día de la vuelta de Nuestro Señor Jesucristo».
Una comunidad madura para la Venida del Señor, rica en gracia, en inteligencia de la vida sobrenatural, en virtudes, en obras santas: he aquí lo que es la joven cristiandad de Corinto. La Iglesia, por medio de su Liturgia nos la presenta como un modelo. Quiere que todos nosotros «aparezcamos sin tacha el día de la vuelta de Nuestro Señor Jesucristo».
¡Ojalá fueran nuestras comunidades y familias cristianas, ojalá fuéramos nosotros mismos personalmente, con nuestra vida de gracia y de virtud, una fiel reproducción de la joven cristiandad de Corinto!
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«En toda palabra y en toda ciencia». La predicación de San Pablo en medio de los corintios duró sólo año y medio. Sin embargo, los corintios la recibieron dócilmente. Por eso ahora «son ricos en toda palabra»; poseen todo el depósito de la predicación apostólica; caminan conforme a las enseñanzas y máximas del Evangelio; no conocen otra norma ni otro guía; practican la doctrina de Cristo; contemplan el ejemplo de Jesús; caminan en la luz de Cristo.
De aquí sus ricos frutos. Y no se trata sólo de una riqueza puramente externa; son también ricos «en toda ciencia», en todo conocimiento; comprenden la verdad cristiana; emplean sus esfuerzos y su tiempo en comprender espiritualmente, en asimilarse y en vivir prácticamente la verdad que poseen y en la cual creen; viven una intensa vida interior, una vida saturada de espíritu de fe.
De este modo adquieren un concepto del mundo y de la vida completamente nuevo, verdaderamente cristiano y, por lo mismo, se alejan totalmente del espíritu del paganismo y del mundo. Viven, en fin, una vida tal como la prometieron en el Santo Bautismo, cuando afirmaron solemnemente: «Renuncio a satanás… Creo en y a Jesucristo.»
He aquí un luminoso y admirable modelo para nosotros, cristianos del siglo XXI.
¿No deberíamos producir también nosotros frutos, óptimos frutos? «Yo os he elegido y os he colocado para que vayáis y deis fruto y para que vuestro fruto permanezca». La liturgia nos urge a que nos dediquemos con ardor a nuestra tarea.
El día de la vuelta del Señor está cerca. En ese día no habrá más que un inexorable: «Da cuenta de tu administración».
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«No os falta ninguna gracia, mientras esperáis la revelación de Nuestro Señor Jesucristo, el cual os confirmará hasta el fin, para que aparezcáis sin mancha el día de la venida de nuestro Señor». Es una nueva gracia que Dios nos concederá en Cristo. Completará con ella la obra que Él mismo comenzó en nosotros. La gracia de la perseverancia final, más grande que todas las demás gracias, nos proporcionará una muerte dichosa y después nos abrirá las puertas de la vida eterna.
«Esperad la revelación de Nuestro Señor Jesucristo». Los cristianos sólo debemos preocuparnos de lo permanente, de lo eterno. Confesamos: «Creo en la vida eterna». Sabemos que: «El que quiera salvar su vida, la perderá”. En cambio, el que la pierda, por Jesucristo y por el Evangelio, la salvará. Porque, “¿De qué le servirá al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿Qué podrá el hombre ofrecer en compensación de su alma?”
«Esperad la revelación de Nuestro Señor Jesucristo.» Los cristianos no debemos temer el día de la vuelta del Señor. Al contrario, debemos alegrarnos de él, debemos desear ansiosamente su llegada. Sólo los que vivan apegados a la nada podrán temer su encuentro con la nada, porque se encontrarán con un pavoroso y eterno vacío; pero nosotros, los cristianos, hace ya mucho tiempo que rompimos con la nada y nos entregamos por completo a lo divino y a lo eterno. Hemos procurado llevar y desarrollar el germen de la vida eterna, aunque sea en un vaso frágil, fabricado del polvo de este mundo. Cuando venga el Señor y nos llame, nuestros esfuerzos serán recompensados.
Debemos, pues, alegrarnos de su venida… «¡Cómo me alegro de que me hayan dicho: Vamos a la Casa del Señor!”
En este último Domingo del Año Litúrgico, lancemos una mirada retrospectiva y agradecida a nuestra vida, al Año Eclesiástico que marcha rápido hacia su fin. Recordemos las muchas y grandes gracias que el Señor ha derramado sobre nosotros, singularmente en las numerosas semanas que han transcurrido desde el comienzo. Reconozcamos que por medio de Jesucristo hemos sido enriquecidos en todas las cosas.
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Hemos llegado, pues, al último Domingo y al término del Año Eclesiástico. «El día de Cristo» brilla ya sobre nuestras cabezas. Tan pronto como se haga más de noche y crezcan el poder de las tinieblas y la impiedad de los hombres seducidos, aparecerá bruscamente el Hijo del hombre, sentado sobre las nubes del cielo. Entonces todos tendrán que doblar ante Él sus rodillas y habrán de reconocer que Él es el Señor universal, el vencedor del mal, del maligno y de los malos. Él, a su vez, recogerá a los suyos, a los que permanecieron fieles a su lado, y los conducirá a su Reino.
Por eso, el día del Señor es para la Liturgia el día más anhelado y dichoso: es el día del triunfo definitivo de Cristo, del Redentor, y el día de la entrada de la Iglesia en el reposo y en la paz del Reino de Dios.
Hoy somos testigos de la tan ansiada vuelta del Señor. Somos testigos de su victoria definitiva y de la gozosa entrada de la Santa Iglesia, de todos los pueblos y razas, de todos los hijos de Dios en las alegrías del Reino. Por eso nuestro corazón salta de júbilo. Vemos a Nuestro Salvador, envuelto en toda su gloria y rodeado de poder y majestad, descender del cielo hasta nosotros.
En el Introito, Nuestro Señor nos dice: «Yo tengo sobre vosotros designios de paz, y no de cólera; me invocaréis, y yo os oiré benigno; y os haré volver de todos los lugares a donde os había desterrado». Esperémosle llenos de ansiedad; suspiremos por la revelación de la gloria de los hijos de Dios.
El gran Doctor y Apóstol San Pablo, tal como hizo desde su prisión de Roma por los Colosenses y todas sus otras comunidades por él fundadas, “no cesa de orar por nosotros, para que caminemos de un modo digno de Dios, para que conozcamos en todo la voluntad y el beneplácito divinos, para que produzcamos en todo frutos de buenas obras, para que crezcamos en la ciencia de Dios, para que nos fortalezcamos en la vida espiritual y para que demos gracias al Padre por habernos hecho dignos de participar de la herencia de los Santos en la luz, pues Él nos arrancó de la potestad de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su amado Hijo».
Tal es el broche de oro con que cerramos hoy el Año Eclesiástico. Por eso, luego se desarrolla ante los ojos de nuestro espíritu el impresionante drama de la vuelta de Cristo. Cuando llegue su hora, aparecerá el Hijo del hombre rodeado de gran poder y majestad. Delante de Él enviará a sus Ángeles, los cuales «con trompeta de sonido grande, juntarán a los elegidos de Él de los cuatro vientos, de una extremidad del cielo hasta la otra».
«Verán venir al Hijo del hombre con gran poder y majestad.» ¡Es el día de la vuelta del Señor! Viene «a juzgar a los vivos y a los muertos». Es el día del gran juicio del mundo. El Señor vive. Así como es el Redentor de los hombres, así será también el remate de todas las cosas y de la historia del mundo. De igual modo que apareció un día revestido de pobreza y de humildad, así aparecerá también, al fin de los tiempos, revestido de poder y majestad.
La luna no brillará, las estrellas caerán del cielo, las columnas del firmamento se tambalearán. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre, la Santa Cruz. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán, y verán al Hijo del hombre descender sobre las nubes del cielo, rodeado de gran poder y majestad.
Es el día del triunfo, el día de la glorificación de Cristo. Todo tendrá que someterse al juicio de Jesucristo, hoy injuriado y despreciado. Todo tendrá que inclinarse ante Él y ante su sentencia inapelable. Tu solus sanctus… Tú solo eres el Santo, Tú solo el Señor, Tú solo el Altísimo, junto con el Espíritu Santo, con la gloria del Dios Padre.
El día del triunfo, el día del reconocimiento de Nuestro Salvador. ¡Con qué ansiedad espera la Iglesia ese día! En ese día se hará justicia ante el mundo entero a Cristo, a su Iglesia y a todos cuantos permanecieron fieles a Cristo… Maran Atha…, ¡Ven, Señor!
En medio de la perturbación de los elementos, en medio de las espesas y lúgubres tinieblas, aparece de pronto en el cielo una luz, «la señal del Hijo del Hombre»… ¡La injuriada, la odiada Cruz del Señor! Todos tendrán que ver y reconocer que sólo en ella se nos dio la verdadera salud.
La luminosa Cruz revela la proximidad del Señor. De igual modo que un día subió a los cielos, con su cuerpo resucitado y glorioso, «envuelto en una nube», así volverá ahora «sobre las nubes del cielo», revestido «de la gloria de su Padre», envuelto en su majestad celestial y rodeado de Ángeles por todas partes. Todos verán y reconocerán entonces la inapreciable gloria que Él les mereció con su muerte y que les había reservado, tanto para su alma como para su cuerpo.
Todos tendrán que ver y reconocer lo que Él pudo y quiso hacer con ellos, por medio de su Encarnación, de su Cruz, de su Resurrección, de su Ascensión a los Cielos; por medio del envío del Espíritu Santo; por medio de su Iglesia, con sus dogmas y sus sacramentos. Entonces reconocerán y confesarán que, si no consiguieron el fin, la vida eterna y feliz, no fue por culpa de Dios. Y, viceversa, los que se hubieren salvado reconocerán y confesarán agradecidos que lo fueron en virtud del amor de la gracia del Señor.
La Vuelta del Señor para el juicio es el sello infalible con que Dios autenticará la Primera Venida de Jesús, en el portal de Belén, la verdad de su Encarnación, la verdad de todas sus palabras, la santidad de su vida y de su ejemplo, la eficacia de su pasión y muerte, la verdad de su Iglesia, la verdad de la misión, de la autoridad, de los derechos, de las exigencias, de la predicación y de los sacramentos de su Iglesia.
¡Bienaventurados nosotros, los que conocemos al Señor aquí, en esta vida mortal, los que creemos en Él, los que pertenecemos a Él en su Santa Iglesia!
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Se presenta, pues, ante nuestros ojos el poder de Cristo en la consumación del mundo. Nuestro Señor nos asegura que «El cielo y la tierra pasarán». San Pedro, por su parte, nos enseña que «Estos cielos, que existen ahora, y la tierra están reservados para el fuego en el día del juicio. Pero nosotros esperamos nuevos cielos y nueva tierra, en donde habita la justicia».
A la resurrección de cada hombre en particular seguirá, pues, la redención del universo, tal como enseña San Pablo: «La creación espera ansiosa la revelación de la definitiva gloria de los hijos de Dios. La creación está sujeta a corrupción; pero también ella espera ser libertada de la esclavitud de la corrupción, para alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios».
Lo que Dios se propuso hacer desde un principio con la humanidad y con toda la creación, lo realizará entonces para siempre. Lo que ahora yace oculto y sepultado bajo los escombros del pecado, convertido en podredumbre y en muerte, brillará entonces con purísima claridad, en medio de la inalterable armonía del ideal y de la verdad divina.
Nos dice San Juan: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Y vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, descendida del cielo, preparada y adornada como una esposa para su esposo». La nueva Jerusalén, la ciudad de la clara Divinidad, descenderá a la tierra. Ésta, cual una esposa enjoyada y hermosa, saldrá al encuentro del Esposo.
Desde entonces y para siempre ya no será más la morada del Dios oculto, velado, sino que será la morada del Dios manifiesto. El mundo de arriba y el de abajo, el Cielo y la tierra serán una misma cosa. Lo terreno será celestial, lo corpóreo será el espejo clarísimo, el reflejo exacto del espíritu. La creación penetrará en Dios, participará de la dicha de Dios; consumada en Dios, alcanzado plenamente su fin, ya no estará más sujeta a la corrupción, a la mudanza. No envejecerá jamás, antes florecerá siempre, con la misma belleza de Dios, en una eterna juventud. Será eternamente joven, eternamente nueva.
Habrá desaparecido para siempre la división entre la carne y el espíritu, introducida por el pecado en los hombres y en la creación. Entonces sólo reinará una admirable y universal armonía, tanto en cada hombre en particular como en todos los seres de la creación. Entonces Dios «será todo en todos».
¡Salvación, redención final de cada uno de los elegidos, de las almas y de los cuerpos, de toda la creación, del cielo y de la tierra!; la obra del Hijo de Dios humanado realizada plenamente en su Iglesia! ¡Venga tu reino!
«El día de Cristo», el día de la victoria, el día del triunfo de su verdad, de su humildad, de su Cruz, de su amor, de su gracia. ¡Salve, Cristo, Triunfador, Rey, que vives en todo!
«El día de Cristo», el día del triunfo de su Iglesia, de su fe, de sus sacramentos, de sus dolores por Cristo y con Cristo, de su oración y de su obra en las almas. ¡También ella vencerá, triunfará, vivirá! ¡Y nosotros con ella!
«El día de Cristo», el aniversario del «Primogénito de los resucitados», el cual, al resucitarnos a nosotros, levantará un eterno monumento a su poder, a su justicia, a su misericordia y a su santidad.
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«Después aparecerá la señal del Hijo del hombre. Todos verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad.» Una vez que la malicia haya desplegado todo su poder, aparecerá el Señor, el cual desenmascarará a la mentira, la matará con el aliento de su boca, la aniquilará con el brillo de su venida y separará a los buenos de los malos, como «el pastor separa a las ovejas de los cabritos». Entonces el número de los elegidos estará completo y comenzará el día de la recolección, el día del juicio final.
«Dejad que crezcan juntas por ahora ambas simientes», es decir, el trigo y la cizaña. ¡Una misteriosa mezcla y confusión del bien y del mal, de los hijos de la luz y de los hijos de las tinieblas, del trigo y de la cizaña, del reino de Cristo y del reino de Satanás!
¡Dos pueblos distintos, capitaneado cada cual por su rey respectivo, luchan constantemente entre sí, hasta el fin de los tiempos! En uno de ellos domina la ley de la carne, en el otro la ley del espíritu. Uno busca su dicha en los placeres caducos, el otro alimenta la esperanza de la vida en medio de los sufrimientos de cada día y de la muerte. Uno coloca lo terreno por encima de Dios, el otro sólo tiende a lo que es de arriba.
Y, sin embargo, ambos viven juntos, y codeándose aquí en la tierra, aunque en su interior son diametralmente opuestos y un día serán separados por Dios para toda la eternidad. Un mismo sol sale sobre ambos. Los dos respiran el mismo aire. Sus campos son regados por la misma lluvia. Y, sin embargo, el día y la noche, el cielo y la tierra no están tan separados entre sí como lo están estos dos reinos que todos los días viven en el más estrecho contacto.
Aunque la cizaña crezca con el trigo, la oposición interna entre ambos es cada vez más grande y más hiriente, la lucha entre ambos se hace cada día más violenta y encarnizada.
El mal se prepara para el último combate, para la batalla decisiva. Antes de la consumación del mundo aparecerá el «hombre de pecado», el «sin ley», el adversario de Dios y de Cristo. Se levantará contra todo lo que se llama Dios y contra todo lo santo, y se sentará en medio del templo de Dios, para pretender demostrar que él es el único Dios.
Después que haya sucedido todo esto, aparecerá el Señor para el juicio. Entonces, lo que desde el principio estuvo ya dividido interior y ocultamente, será separado también exteriormente y para siempre. «¡Apartaos de mí, malditos! ¡Venid, benditos de mi Padre!»
El Señor conoce a los suyos desde toda la eternidad. En medio de la confusión del mundo, está siempre con ellos, preservándolos del mal y santificándolos. Si soporta a los malos, lo hace para que se conviertan o bien para que, por medio de ellos, se afine y acreciente la virtud de los justos.
Dejad que ambas simientes crezcan juntas hasta el tiempo de la recolección. En la época de la recolección diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, atadla en manojos y arrojadla al fuego. El trigo, en cambio, congregadlo en mis graneros.
¡El día de la vuelta del Señor, del juicio del mundo, de la definitiva, clara y eterna separación entre el bien y el mal, entre el reino de Cristo y el de Satanás, entre el mundo de la luz y el de las tinieblas! El colofón y el último acto con que la Providencia pondrá fin a su gran obra de dirección y gobierno del mundo terreno a través de los siglos.
El juicio final completará y sellará esta obra. Será el último acto y la ratificación de toda la justicia de Dios desde el comienzo de la creación.
La historia del mundo, todo lo acaecido en él aparecerá claro y patente, como un libro abierto, ante los ojos de todos, tal como fue en realidad. En este día Dios será justificado ante el hombre que le haya tachado de «Señor duro». En este día celebrará el triunfo de su sabiduría, con la cual rigió y gobernó al género humano de una manera suave y, a la vez, divinamente fuerte. Este día será el día del triunfo de la justicia de Dios, la cual dará a todos según su merecido: a los justos, los librará de sus tribulaciones; a los pecadores, los castigará.
Este día será el día del triunfo del amor de Dios, el cual abrió siempre su oído y su corazón a las súplicas del hombre, sólo tuvo pensamientos de paz y de salud, y no de amargura y de perdición, e hizo todo cuanto pudo para salvar al caído en el error.
Este día será el día del triunfo del poder de Dios, el cual supo aprovechar el mismo mal para realizar con él sus planes salvadores, o bien lo permitió solamente —a pesar de lo mucho que lo odia y aborrece—, para manifestar así su profundo y misericordioso amor hacia los pecadores y para, por medio de los malos, purificar, santificar y robustecer la virtud de los buenos.
En el día de Cristo todos tendrán que proclamar: «Justo eres Tú, oh Dios, y rectos son tus juicios» «Los caminos del Señor son misericordia y gracia».
El día de Cristo será el día de la separación de lo impuro, falso e injusto, de lo bueno, puro, verdadero y noble. Será el día del triunfo de la verdad sobre la mentira, de la justicia sobre la injusticia, de la fe en Dios y en Cristo sobre la incredulidad, de la fidelidad a Dios y a Cristo sobre toda traición a Dios y a su Ungido.
La cizaña será recogida en gavillas, para ser quemada. El trigo, en cambio, será congregado en los graneros de Dios.
Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat… «Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera». Cristo es el Rey y el Dominador de todas las cosas.
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Esperemos con esta fe la Vuelta del Señor, su Parusía.
¡Venga tu reino! Señor, ¡vence, domina!
Llenos de fe en su vuelta con poder y majestad, dobleguémonos ante la dura ley que rige al mundo: Dejad que crezcan juntas por ahora ambas simientes, la cizaña y el trigo… Es necesario que haya escándalos… ¡Y vaya, si los hay…!
Estamos ante enigmas. Grandes, difíciles e interminables pruebas para la fe… Sin embargo, no nos dejemos, engañar… Sabemos que ha de llegar el día de la recolección, el día de la separación entre la luz y las tinieblas.
Caminemos rectos, como hijos de la luz, en Cristo y en su Santa Iglesia, confinada hoy a la inhóspita trinchera…
¡Venga tu reino! Señor, ¡vence, domina!