En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas esta parábola: El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza que toma un hombre y lo siembra en su campo. El cual grano es ciertamente la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es mayor que todas las legumbres, y se hace árbol, de modo que los pájaros del cielo vienen y anidan en sus ramas. Les dijo esta otra parábola: El reino de los cielos es semejante al fermento que toma una mujer y lo esconde en tres celemines de harina, hasta que la hace fermentar toda. Todo esto se lo dijo Jesús a las turbas en parábolas; y no les hablaba sin parábolas para que se cumpliera lo dicho por el Profeta: Abriré mi boca en parábolas, diré cosas ocultas desde la creación del mundo.
La parábola del grano de mostaza se refiere a las características de la Iglesia que se estaba gestando, y de su repercusión e influencia sobre la sociedad.
Esta parábola indica una expansión o desarrollo lento, hasta alcanzar la plenitud. Hay que observar el crecimiento lento del árbol, es decir, el tiempo que iba a tardar la Iglesia en ser universal.
Esta parábola no indica una catástrofe próxima y la reconstrucción instantánea del mundo, sino la fundación de una sociedad visible, que exige un período extenso y un crecimiento lento; lo cual no quita que sea un desarrollo sorprendente, y, si se quiere, maravilloso y milagroso.
Era bien pequeña y bien pobre; parecía deber disminuir más bien que crecer. Todo parecía condenarla a perecer: el escándalo de la Cruz, la severidad de su moral, las herejías nacientes, las terribles persecuciones que la sitiaron durante varios siglos, las sombrías y extensas herejías que siguieron a su instalación…
Pero, ¡oh maravilla! Este pequeño grano de mostaza se desarrolló admirablemente de siglo en siglo y se convirtió en un árbol frondoso, extendiendo sus ramas hasta las extremidades de la tierra, cubriendo el mundo entero con su sombra y ofreciendo su bienhechora influencia a todo hombre, toda familia, toda institución, toda sociedad…, todos encuentran en ella su descanso y su comida, las luces y las fuerzas necesarias para perfeccionarse en la tierra y después llegar al cielo.
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Puede presentarse aquí la objeción que plantea la situación actual, no sólo de la Civilización Cristiana, edificada por la Iglesia, sino también el estado crítico de la misma sociedad instituida por Nuestro Señor Jesucristo.
En efecto, ¿qué queda hoy de la esplendorosa y magnífica construcción de la Iglesia? ¿No está, acaso, casi desaparecida la propia Iglesia, sin ejercer influencia alguna sobre los destinos de las naciones, de las familias, e incluso de la gran masa de los individuos?
Para responder a esta neta dificultad debemos destacar, en primer lugar, que esta parábola no es la única que predicó Jesucristo. En efecto, ésta también, entre otras, la que hemos meditado el Domingo pasado, la del trigo y la cizaña. Además, Nuestro Señor anunció una crisis final; del mismo modo los Apóstoles escribieron sobre la apostasía, el Hijo de perdición y el reino del Anticristo…
Pero, lo más importante, esta parábola contiene la cosmovisión de Cristo, la manera católica de concebir la vida y la misión del hombre en la tierra, contrapuesta a la cosmovisión mundana.
Hay sólo dos cosmovisiones: la de la impiedad y la de la Iglesia. Es decir, la cosmovisión del ateísmo, que promete el progreso indefinido de la humanidad; y la cosmovisión del catolicismo, que señala un comienzo, un apogeo, un declinar y un punto final para la sociedad humana.
Jesucristo caracterizó el Reino de Dios en la tierra con la imagen de una cosa viva, que tiene un principio, un desarrollo hasta alcanzar un punto culminante, un proceso de degradación y un desenlace. Al igual que todas las cosas vivas, el Reino de Dios en la tierra ha sido establecido para crecer, desarrollarse, llegar a su plenitud, y luego decaer, para terminar, no en la extinción y la nada, sino en una transfiguración y transformación final, pero sin desarrollo indefinido o evolución hasta el infinito.
Enfrentada con esta manera de concebir nuestra vida aquí en la tierra está la cosmovisión del impío y la de todos los falsos mesianismos; y que se concretiza en la expresión: “aquí abajo está nuestra patria permanente; el fin de la humanidad es el progreso, la evolución”. Según esta concepción impía, estamos en un momento decisivo de la desarrollo del hombre, que consiste en la creación de un gobierno mundial.
Ahora bien, en la Sagrada Escritura no hay ni rastro de este gobierno mundial democrático… Por el contrario, sí está profetizado el gobierno mundial del Anticristo, sobre la base de la socialdemocracia, con el apoyo de una falsa religión y, después de su derrota, el gobierno universal y sobrenatural de Jesucristo.
De este modo, la Civilización inspirada por el catolicismo:
– tuvo su inicio, su crecimiento lento, su desarrollo;
– en el medioevo, en el siglo XIII, llegó al apogeo máximo que pudo alcanzar en las actuales condiciones de la humanidad herida por el pecado;
– a partir de 1303 comenzó su declinar, que no se detendrá hasta llegar a un término intrahistórico catastrófico;
– finalmente, tendrá un fin glorioso meta histórico, es decir la restauración final de todas las cosas en Cristo y por Cristo.
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Para comprender bien la situación actual de la sociedad, cabe aquí recordar la parábola del “Fuerte armado” y su aplicación: Este hombre fuerte y bien armado es el demonio, que ejercía desde el pecado de Adán una autoridad casi absoluta sobre los hombres. Sus armas, son todas sus astucias y las de los espíritus diabólicos, con todas las especies de pecado. Su casa, su palacio, es el mundo, la tierra entera, donde dominaba como amo incontestado hasta la llegada del Salvador; por eso se creyó con derecho a ofrecérselo, al precio de un acto de adoración: “Todo esto es mío y te lo daré, si postrado me adorares”.
Satanás había usurpado realmente el imperio del mundo. No solamente había reducido a los hombres a la esclavitud del pecado, desnudándolos así de sus derechos y de sus esperanzas legítimas, sino que, además, tenía de mil de maneras hundida la sociedad en la degradación, suministrándole la corrupción de las costumbres, la oscuridad intelectual, las miserias sociales y a todas las crueldades que acompañan la corrupción. En lugar de la verdad había erigido el error en principio y había hecho rendirse a sí mismo un culto, manchado por torpezas y abominaciones sin nombre.
El “más fuerte” que vino es el Mesías prometido, es Jesucristo, bajado del cielo para vencerlo y retirarle sus armas y repartir sus despojos; es decir, volver en contra suya todo aquello que mantenía en la esclavitud y de lo cual se servía como de instrumento para sembrar por todas partes el mal y el desorden.
Esta parábola tiene una aplicación directa a los judíos; Nuestro Señor argumenta en forma de alegoría y contesta la acusación de sus enemigos, probándoles que son ellos quienes poseen el demonio.
En efecto, por la Ley los judíos fueron liberados de la tiranía del demonio, y éste, expulsado de la nación elegida, se había refugiado en los gentiles. Pero más tarde, por su obstinación, su endurecimiento, su malicia y por la práctica de las supersticiones paganas, abrieron nuevamente la puerta al demonio y se sometieron a su poder. Finalmente, por el crimen terrible de deicidio, del cual se hicieron pronto culpables crucificando a su verdadero Mesías, se convirtieron en los enemigos más encarnizados de Dios. Desde su deicidio, el estado de este pueblo es peor que al principio.
Pero esta parábola es también la lamentable historia de la Cristiandad. El “espíritu impuro” salió de la sociedad pagana cuando, por el santo bautismo, la Iglesia le hizo renunciar a Satanás, a sus pompas, a sus obras y a sus cultos idolátricos, y así se convirtió en hija de Dios. La sociedad pagana, por medio de un humilde acto de renuncia a Satanás, quemó todo aquello que hasta ese momento había adorado, y, por un fervoroso acto de fe, adoró todo lo que hasta allí había perseguido y combatido.
Nuestro Señor, adversario mucho más fuerte que Satanás, destruyó su poderío y le arrebató su presa. Así lo hizo este divino y todopoderoso Liberador, tanto en el orden de la religión (doctrina y culto), como en el orden de la verdad (filosofía y ciencias), en el orden del bien común (política), en el orden de la belleza (bellas artes, artes liberales y artesanías), e incluso en el orden del bien simplemente útil (economía y trabajos serviles).
Pero el demonio, furioso y celoso, no soportó que sus dominios le hubiesen sido usurpados y no descansó hasta intentar reconquistarlos, con la autorización divina y en cumplimiento de altísimos planes de la Providencia que escapan a nuestra comprensión.
Aprovechando la negligencia y la tibieza donde se dejan ir demasiado a menudo los hombres y las sociedades, tomó siete espíritus más perversos que él, y por medio de todos estos “ministros” tornó a ser “Príncipe” de su presa, entrando en plena posesión de esta pobre sociedad moderna, cuyo estado es, a ciencia cierta y a simple vista, peor que antes de su conversión y cristianización.
Así como las recaídas en las enfermedades son mucho más peligrosas para el cuerpo, del mismo modo, las recaídas en el pecado tienen consecuencias espantosas y desastrosas en el orden espiritual: cuanto más se aleja una sociedad de Dios, después de haberlo conocido y servido, más se consolida su inclinación al mal, menos gracias recibe y mayores y nuevos obstáculos encuentra para practicar la virtud.
Leamos en la segunda Epístola de San Pedro, capítulo dos, el triste cuadro que hace este Apóstol de las almas ingratas que, teniendo la felicidad de conocer a Jesús, lo abandonan a continuación para tornar al pecado, y apliquemos esa enseñanza a lo sucedido con la sociedad, otrora cristiana:
“Porque si los que se desligaron de las contaminaciones del mundo desde que conocieron al Señor y Salvador Jesucristo se dejan de nuevo enredar en ellas y son vencidos, su postrer estado ha venido a ser peor que el primero. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia que renegar, después de conocer el santo mandato que les fue transmitido. En ellos se ha cumplido lo que expresa con verdad el dicho: “Un perro que vuelve a lo que vomitó” y “una puerca lavada que va a revolcarse en el fango””.
Lamentable estado de la sociedad moderna, peor que el primero. Se manifiesta en ella la verdad de ese antiguo Proverbio: ¡regresó al vómito del paganismo y al fango de la idolatría!
Junto con el odio a Dios, a Jesucristo y a su Iglesia, lo que más desagradaba a sus enemigos era la Civilización fundada sobre la base de la santa religión. Esa Sociedad Cristiana, esa Ciudad Católica, es lo que el demonio atacó y lo que, con una serie de sucesivos golpes, fue llevando a su destrucción… Una vez totalmente acabada con ella, la apostasía será completa, y todo estará preparado para la irrupción del “hijo de perdición”.
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¿Cómo se las ingenió, pues, el demonio? Tomó “siete espíritus más perversos que él” y los fue introduciendo en la sociedad hasta llevarla al estado actual…
En la consideración de la historia, la Edad Media aparece, pues, como un apogeo, sin omitir, sin embargo, las miserias y los errores propios de esta época. A partir de 1303 comenzó el proceso de una larga decadencia:
– el desencadenamiento de las fuerzas satánicas con el Nominalismo y el Renacimiento, y el Humanismo pagano que reaparece.
– el Protestantismo y sus guerras impías.
– la Masonería y la filosofía de las Luces.
– la Revolución Francesa.
– las conquistas inexorables del Laicismo, que conducen al Liberalismo y al Capitalismo.
– el espíritu revolucionario universal, desembocando en el Socialismo y el Comunismo.
– el Modernismo, hasta que los hombres de la Iglesia prestaron su apoyo al Nuevo Orden Mundial por su democracia religiosa, coronada por el Vaticano II y el ilegítimo connubio de la Iglesia Conciliar con la Revolución…
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Y aquí se plantea la consabida pregunta: ante el mundo tal como es en su actual realidad concreta, ante lo que está anunciado y profetizado, ¿qué podemos hacer?, ¿qué soluciones particulares tenemos?
A la luz del desarrollo providencial de la historia de la humanidad, es cierto que nuestro período no es como los de otras épocas. Nuestros combates son más violentos porque están más cerca del fin de los tiempos, porque el Príncipe de las tinieblas tiene permiso para ejercer un mayor imperio sobre las cosas, poder que se irá incrementando.
No obstante, en este período concreto, el de nuestra salvación, la redención continúa. Nuestro deber es, pues, santificarnos y ayudar a redimir nuestro medio ambiente, sabiendo que tenemos los medios, cualquiera sea el tiempo: “Dios es fiel, y nunca permitirá que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas”.
Es normal que soñemos con un mundo mejor, un regreso a la Cristiandad, una restauración de la Iglesia… Pero Dios, en su Providencia, nos puso en un mundo concreto, en un momento preciso de la historia de la humanidad y de la Iglesia. Es Dios quien escribe la Historia; con un itinerario cuyo secreto sólo Él conoce y por el cual lleva a cabo su inmenso plan de Amor para completar el número de los elegidos. No podemos hacer abstracción de la consideración de este plan.
Ahora bien, si se estudian los textos escriturarios que anuncian y describen el futuro, se comprueba que el establecimiento del Reino de Dios debe realizarse según esos mismos criterios. A la luz de la Revelación, debemos comprender nuestro lugar y nuestra vocación en el mundo moderno.
Ante todo, no podemos abandonar un combate que debe llevarse a cabo. En este combate gigantesco, debemos tornar nuestros ojos hacia el Evangelio. ¿No es acaso éste el combate anunciado hasta el final de los tiempos, y especialmente durante el fin de los tiempos?
Ahora bien, Nuestro Señor Jesucristo estigmatizó a los artesanos contemporáneos de la Revolución, los fariseos. Los acusó de haber desviado la verdadera religión en beneficio propio; de utilizar el destino del hombre para su propia llegada… arribismo… humanismo… Ese falso mesianismo responde hoy a los nombres de Progresismo Cristiano… Civilización del Amor…
Conforme a las profecías, esta situación debe durar hasta que se revele “el hombre de iniquidad”. Podemos inventar día a día recetas para intentar reparar lo irreparable… Pero, no serán más que recetas… Debemos ir a la fuente de toda verdad, que no puede en su amor haber abandonado a los hijos de los últimos tiempos sin los medios adecuados.
Sabemos que lucha entre el diablo y la Ciudad Santa durará hasta la Parusía. El diablo, incluso si está vencido, continúa con las manos en la obra, y propone los falsos mesianismos de toda especie, y sabe luchar mejor en ese campo a medida que nuestro mundo se acelera hacia su fin, perfeccionando sus métodos y organizando más sabiamente su espantosa contra-iglesia. Tanto que Jesús nos dice: “Cuando el Hijo del hombre vuelva, ¿encontrará aún Fe sobre la tierra?”
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¿Qué hacer, entonces? Solamente, guardad bien lo que tenéis, hasta que Yo venga. La Tradición, lo que tenéis, conservadlo, reforzadlo, hacedlo fuerte.
Con las armas de la religión católica tenemos que defender los bienes de la cultura, de la nacionalidad y de la tradición cristiana; pero sin apoyarse demasiado en ellos, como quien ve que son cosas perecederas y que acaso Dios las ha condenado desde ya a perecer; sabiendo que Dios nos pide que luchemos, pero no nos pide que venzamos, sino que no seamos vencidos.
En suma, hay que desarrollar e irradiar la propia actividad beneficiosa de tal modo que el mal que nos infieren, en vez de sofocarnos, quede como sofocado o, al menos, amortiguado en la correntada segura y pacífica de nuestro propio raudal de vida.
Ante el proceso revolucionario anticristiano que se iniciara hace seis siglos y que hoy parece arrasar y aniquilar todo, sólo se opone aquella fértil semilla, que apenas es percibida, sí, pero que perdura hasta el fin de los tiempos y obrará la restauración final, cuando Cristo venga a instaurar su Reino, precedido por el Reino del Corazón Inmaculado de María.
Todo aquello que entendemos por el nombre de Tradición Occidental, toda la herencia de Occidente, que podríamos llamar Romanidad (el Obstáculo al Anticristo), a partir del Renacimiento comienza a ir a la muerte; y el esfuerzo de la Iglesia debe emplearse en fortalecerlo.
La semilla es conservada en los que son verdaderamente cristianos, genuinos católicos, auténticos hijos de la Iglesia y discípulos de Muestro Señor Jesucristo. Estos se asemejan a aquellos que forjaron la Civilización Cristiana.
Como dice el Padre Castellani: “Tenemos que luchar por todas las cosas buenas que han quedado hasta el último reducto, prescindiendo de si esas cosas serán todas integradas de nuevo en Cristo, como decía San Pío X, por nuestras propias fuerzas o por la fuerza incontrolable de la Segunda Venida de Cristo”.
Debemos resistir con los mismos ideales, con los mismos principios, con el mismo programa, con idéntico estilo de vida de católicos de todos los tiempos, con la consigna propia dada para nuestro tiempo.
Así como la semilla del Evangelio transformó el mundo pagano, fundó las universidades, edificó las catedrales, organizó las cruzadas… del mismo modo, también hoy, aquella semilla puede resistir contra el mundo posmoderno, apóstata y neopagano…
También hoy puede resistir… construyendo capillas u oratorios, mientras se pueda… También hoy puede resistir… organizando una moderna cruzada contra los enemigos del nombre cristiano; cruzada no ya de arremetida, sino de trinchera… y esto siempre se puede… También hoy puede resistir, levantando un baluarte en el hogar y contrarrestando la mala influencia de la teología, filosofía, ciencia, moral, costumbres, derecho, política, artes, economía… También hoy puede resistir atrincherándose contra las instituciones, el poder, las modas, la enseñanza, los espectáculos, la prensa, la radio, la televisión, el cine, la atmósfera de la calle…
En una palabra, también hoy puede resistir contra la arremetida infernal que influye sobre la vida toda entera, sin olvidar la muerte y la forma de morir…
Pero, para esto hacen falta sembradores, es decir idénticos cristianos… católicos como los primeros mártires… cristianos con los mismos principios de los hombres y mujeres de la Edad Media…, católicos con espíritu de cruzado… hijos de la Iglesia como los vendeanos de Francia, los carlistas y requetés de España y los cristeros de Méjico… católicos enamorados de Cristo, de la Iglesia y de la Civilización Cristiana…
El espíritu del Evangelio, la vida de Cristo conocida y vivida, el ideal cristiano hecho carne, sigue siendo aún hoy en día una semilla capaz de germinar y de transformar las almas y las costumbres…
Sólo se trata de conservar esa semilla e ir sembrándola dónde y cuándo se pueda en buena tierra y regándola con la oración y los Sacramentos.
Sembrarla en tierra espaciosa, en almas grandes, magnánimas, no en macetas, no en la mezquindad y la pusilanimidad…, porque el resultado sería un cristianismo en vasija, es decir, un bonsái del Evangelio…
No hay más que sembrar esa semilla en buenos sentimientos e ideales de un alma sedienta de nobleza, de honor, de decoro, de orden, de jerarquía, de valor…, en fin, de todos esos valores que hacen grande una sociedad.
Si estamos dispuestos a conservar esa semilla; si nuestro propósito es sembrar esa semilla dónde y cuándo podamos, entonces estarían dadas las condiciones humanas para un resurgimiento del espíritu cristiano, para un florecimiento de la Iglesia y para una restauración de la Cristiandad…
Estarían dadas las condiciones humanas…; pero, si Dios dispone otra cosa, conforme a lo que la Revelación nos enseña…, al menos nuestros hogares no habrán sido vencidos y así habrán cumplido con la consigna de la cual nos habla el Padre Castellani: «Mas nosotros, defenderemos hasta el final esos parcelamientos naturales de la humanidad, esos núcleos primigenios; con la consigna no de vencer sino de no ser vencidos. Es decir, sabiendo que, si somos vencidos en esta lucha, ése es el mayor triunfo; porque si el mundo se acaba, entonces Cristo dijo verdad, Y entonces el acabamiento es prenda de resurrección.»
Si no estamos dispuestos a conservar la semilla; si no queremos sembrarla ni siquiera en nuestras familias…, pues entonces, poco a poco, lo que aún queda de catolicidad irá desapareciendo y hará su irrupción el hijo perdición…
Que María Santísima, vencedora de todas las batallas de la Cristiandad, nos conceda las gracias de la fidelidad y de la perseverancia.