LA ARMADURA DE DIOS
NUESTROS DIFUNTOS
Y EL PURGATORIO
PARTE TERCERA
De los motivos que hay para que ayudemos a las almas del Purgatorio
PLÁTICA XXX
Reconocimiento de las almas del Purgatorio
Es harto verdad, por desgracia, que, dado el estado actual de la naturaleza humana, ambiciosa y egoísta, uno de los motivos que principalmente determinan a obrar al hombre es el interés. Es ésta una palanca demasiado potente para que a ella opongamos resistencia, lo cual nos da la clave de por qué en el mundo es tan difícil hallar quien obre desinteresadamente, es decir, movido solamente por el espíritu de abnegación y renunciando a sí mismo.
Sin embargo, debemos convenir en que, aunque el obrar por interés propio no es un obrar noble y generoso, no obstante, cuando el tal interés no redunda en perjuicio de tercero, ni menoscaba derechos ajenos, —sino que, por otro lado, es estímulo para ejecutar acciones buenas y honestas—, no hay motivo para que se deba ni pueda reprochar en lo más mínimo a quien obrare bajo la influencia de semejante motivo.
Admitido este principio, no debemos extrañar el que, queriendo espolear al hombre a obrar el bien, echemos también mano de este motivo cuando los otros hayan fracasado del todo, o por lo menos hayan hecho muy poca mella en el corazón de los hombres.
Por lo demás, ¿no vemos cómo Dios mismo, autor de la naturaleza y de la gracia, obra así también, pues para mantener a los hombres fieles y perseverantes en su santo servicio les promete una recompensa y gozo eternos en el Paraíso? No debe, por tanto, causar maravilla que, deseando nosotros conservar viva en el corazón de los fieles la devoción a las almas del Purgatorio, y queriéndoles animar a que practiquen en favor de ellas los sufragios que la Iglesia nos sugiere, recurramos también a este motivo.
¡Oh, ciertamente que el estado lamentable y digno de lástima en que se encuentran, los tormentos que sufren y el abandono en que están sumidas deberían ser motivos más que suficientes para mover su corazón y correr en su ayuda! Mas cuando estos motivos son insuficientes, ¿por qué no se les hará tocar a los fieles como con la mano que el hacer sufragios por las almas del Purgatorio es para ellos una fuente de numerosas gracias, así en el orden espiritual como en el temporal?
«¿Sois, acaso, vosotros de aquellas personas, exclama Bourdaloue, que en cuanto hacen no tienen otra mira sino su propio provecho? Pues bien, si acaso lo fueseis, aunque este espíritu interesado sea completamente extraño a la pura y perfecta caridad, no obstante, yo os digo que busquéis puramente vuestro interés, con tal que lo busquéis por vías honestas y por los medios lícitos que os presenta la religión. Ahora bien, os pregunto: ¿Qué mayor interés puede haber para vosotros que el contribuir con vuestras oraciones y sufragios a librar a un alma del Purgatorio?»
Y que, en realidad, redunde enteramente en interés nuestro el sufragar por las almas del Purgatorio, lo prueba el hecho de que, haciéndolo, nos granjeamos el derecho a ser apreciados de Dios y de las mismas almas santas; derecho que cada vez será más fuerte en nosotros, cuanto más generosos nos mostremos en ofrecer oraciones y sufragios por aquellas almas. Argumento altamente consolador que no nos será difícil demostrar.
I
El ofrecer sufragios por las almas del Purgatorio nos merece, ante todo, la bienquerencia de Dios.
Y ¿cómo podía ser, efectivamente, de otro modo, cuando tal devoción es una de aquellas que proporciona grandísimo placer y satisfacción a Dios y al Corazón Santísimo de Jesús?
Mas no basta; hay en los Santos Evangelios una expresión que brotó de los labios mismos del Redentor, la cual en gran manera nos consuela y ayuda a practicar el bien:
«Bienaventurados los misericordiosos, dice Jesús, porque ellos alcanzarán misericordia».
¡Oh, qué magnífica promesa! ¿De qué otra cosa más necesitados nos hallamos que de la divina misericordia? Pues bien, la misericordia, junto con otras gracias que le son conexas, será ciertamente para nosotros, si atendemos a la bella obra de aliviar a las almas del Purgatorio, porque atendiendo a ella ejercitamos la misericordia del modo más hermoso y completo.
«Sí, dice el dulcísimo San Francisco de Sales, procurar sufragios a las almas del Purgatorio es practicar juntamente todas las obras de misericordia tan recomendadas, en el Santo Evangelio. Y en efecto, ¿se trata de dar de comer y de beber a los hambrientos y sedientos? Pues ¿quién se halla más hambriento y sediento que las benditas almas? Ellas tienen hambre y sed de Dios mismo, puesto que cada una de ellas va repitiendo desde el fondo de aquel lugar de expiación: ¡Oh Dios mío! Como el ciervo, después de una larga corrida, desea las fuentes de las aguas, así yo también tengo sed de Ti. ¿Se trata de vestir al desnudo? Pues precisamente aquellas almas se encuentran en este estado, puesto que, no pudiendo en aquel lugar merecer nada sino sólo satisfacer con sus penas, tienen necesidad de ser cubiertas con los méritos de Jesucristo, de la Virgen y de los Santos y de nuestras buenas obras, para ser luego cubiertas con la vestidura de la gloria. ¿Se trata de confortar a los enfermos? ¿Y en dónde encontraréis enfermedades más graves que las que sufren aquellas almas? Y sufragándoles, ¿no se pretende mitigar los males que padecen? ¿Se trata de consolar a los afligidos? Esto es precisamente lo que hacemos ofreciendo sufragios por ellas. ¿Se trata, finalmente, de visitar a los encarcelados? Pues orando y ofreciendo sufragios y buenas obras por las almas santas, no sólo se visita a los encarcelados, sino que se despedazan sus cadenas y se les procura la libertad verdadera y eterna del Paraíso. Y así podríamos ir recorriendo todas las demás obras de misericordia; todas, todas se practican con la devoción a las santas almas. Y se ejercitan del modo más excelente; ya que, ejerciendo nosotros tales obras de misericordia para con aquellas almas, no es ya porque ellas ofrezcan a nuestra vista de un modo sensible el espectáculo de sus penas, como hacen los desgraciados de este mundo, sino únicamente porque tal espectáculo nos lo ha puesto delante la fe que profesamos acerca del dogma del Purgatorio; y cumpliendo tales obras no estamos en peligro de enorgullecemos por el deseo de ser vistos por el mundo y ganarnos su estimación, sino sólo para proporcionarles alivio y cumplir la santa voluntad de Dios.»
Por tanto, si sufragando a las almas del Purgatorio ejercitamos tan hermosamente la misericordia, es cierto también que, según la promesa de Jesucristo, adquirimos el derecho a la misericordia. Y Jesucristo usará de ella con nosotros sin duda alguna. La usará en el curso de la vida, comunicándonos las gracias necesarias para que nos alejemos del pecado y nos entreguemos al divino servicio; la usará en la hora de la muerte, dándonos ánimo y haciendo que pongamos en Él nuestra confianza, a pesar de los pecados cometidos durante la vida pasada; la usará en el juicio particular, empleando con nosotros la misma medida de misericordia que hayamos empleado con las santas almas; la usará en el Purgatorio, mitigándonos y abreviándonos también a nosotros las penas, si es que hubiéremos de pasar por él; la usará, finalmente, en el día del juicio universal, cuando en presencia de todos los hombres nos diga: «¡Venid, benditos de mi Padre, venid a poseer el reino que os tiene preparado desde el principio del mundo, porque hallándome hambriento me disteis de comer, estaba sediento y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me vinisteis a consolar y confortar; estaba encarcelado y me visitasteis, andaba peregrinando y me hospedasteis!»
Y entonces diremos: «¿Y cuándo, Jesús bondadoso, hicimos estas cosas con Vos?»
Y Él nos responderá: «En verdad, en verdad os digo, que cuantas veces hicisteis esto, sea con cualquier pobrecillo, sea con las almas del Purgatorio, que en tan grande necesidad se hallaban, conmigo mismo lo hicisteis. Venite, pues, venite, benedicti Patris mei, possidete regnum paratum vobis a constitutione mundi.»
Por consiguiente, ¿no es cierto que nos conviene perseverar en una devoción que, al mismo tiempo que tan provechosa es para las almas del Purgatorio, es ventajosísima para nosotros y nos hace merecedores para con Dios de su infinita misericordia?
II
Pero, además, el sufragar por las almas del Purgatorio nos atraerá también la benevolencia de estas mismas almas, haciendo que nos sean reconocidas y estén dispuestas a nuestro favor. ¡Ah! No es la ingratitud una planta que crezca en el Purgatorio.
«La gratitud, dice un antiguo escritor, siendo virtud de espíritus nobles, las almas del Purgatorio, que son santas, predestinadas a ser ciudadanos del Cielo, no pueden dejar de sentirla en grado sublime. Sean cualesquiera las disposiciones que hayan tenido en vida, después que la eternidad les ha sido manifestada, han perfeccionado los sentimientos de su corazón, y, exentas de toda bajeza terrena, no pueden olvidar a sus bienhechores. Es regla de justicia que el agradecimiento esté en relación con el don recibido y con la mayor o menor necesidad que del mismo se tenía; ahora bien, tratándose aquí de un bien infinito, tratándose de reunir con Dios aquellas almas que sienten hambre y sed de alcanzar la posesión de su Dios, la entrada en la celestial Jerusalén, el gozo de una eternidad bienaventurada, es inestimable el bien que venimos a hacerles; y así, de la grandeza de él podemos deducir cuán grande ha de ser el agradecimiento de aquellas infelices para con nosotros.»
Refiere Tito Livio, en el libro séptimo de su Historia de Roma, que el año 360 antes de Jesucristo se abrió en el centro mismo de la Roma pagana un precipicio de inconmensurable profundidad, de donde se exhalaban vapores tan pestilenciales que en breve se desarrolló en los ciudadanos una espantosa mortandad. Aunque, obedeciendo las órdenes de los cónsules, todos prestaron su concurso para colmarlo arrojando en él piedras y tierra, todas sus tentativas resultaron inútiles, permaneciendo siempre espantosamente abierta la boca de aquel abismo. No sabiendo ya qué determinación tomar los gobernantes de la ciudad, se decidieron a consultar a los augures, los cuales respondieron que los dioses pedían el sacrificio de algo que debía asegurar a Roma el imperio del mundo. Llegó esta respuesta a oídos de un joven patricio romano, llamado Curcio, el cual, interpretando que esta palabra enigmática significara el valor guerrero, armado de pies a cabeza y montando un caballo ricamente enjaezado fuese al lugar en donde se abría el pernicioso abismo, y, espoleando a su caballo, se lanzó con él de cabeza en aquella profundidad. Y, ¡oh prodigio!, apenas el valeroso guerrero había desaparecido en el abismo, cuando súbitamente se cerró su boca como si allí no hubiera existido. Los romanos, reconocidos a Curcio, pues con el sacrificio voluntario de su vida los había librado de tan gran mal, no sabiendo de qué manera mostrarle mejor su gratitud, cubrieron durante largo tiempo de lirios y rosas el lugar de la sepultura del intrépido caballero.
Si tal fue el agradecimiento de los romanos para quien les había librado del abismo fatal, ¿cuál no deberá ser el reconocimiento de las almas penantes para con aquellos que les saquen del abismo del Purgatorio? ¡Oh! Ciertamente que su agradecimiento será infinitamente superior, con la diferencia, además, de que ellas no esparcirán sobre nosotros lirios y rosas, que pronto se marchitan, sino gracias sobre gracias, favores sobre favores, y millones de bendiciones celestiales.
Y este reconocimiento nos lo demostrarán primeramente ya desde el mismo Purgatorio. Dicen, en efecto, autores insignes que, si bien las almas del Purgatorio ya no pueden rogar por sí mismas y menos todavía pueden merecer mientras se hallan en aquella cárcel de expiación, pueden, no obstante, rogar por otros, y realmente así lo hacen, y su oración es eficacísima.
«Cuando desde lo profundo de aquel horno encendido, dice uno de ellos, elevando la vista hacia la antigua morada de su destierro, ven a sus parientes y amigos que luchan durísimamente para llegar a aquel puesto en que ellas se han refugiado, yo creo que deben estar afectadas de gran compasión hacia nosotros, y por eso muchas revelaciones nos las muestran todas ocupadas en procurar nuestro bien.»
De este mismo parecer es también San Roberto Belarmino, el cual, basándose en el hecho del rico Epulón, que en el infierno rogaba por sus hermanos, dice que es presumible que las almas del Purgatorio rueguen y obtengan gracias para nosotros.
No me parece pueda tener valor la objeción de aquellos que dicen que las almas del Purgatorio se hallan tan absortas en sus padecimientos que no pueden prestar atención a nuestras súplicas. No niego que en este mundo, por la enfermedad o flaqueza de nuestro cuerpo, los sufrimientos, cuando son muy intensos, puedan causar tales efectos; pero en la otra vida, el alma, libre de las ataduras corporales, padece sin ninguna de las debilidades inherentes a nuestra naturaleza.
Y así exclama Suárez: «Si fuese cierto, lo cual no es admisible, que las almas del Purgatorio no prestaran oídos a nuestras súplicas, sería inútil el invocarlas… Aunque no se pueda asegurar que ellas conozcan con precisión, antes de ser admitidas en el Paraíso, quiénes sean los que les ruegan y cuáles sean sus necesidades, yo digo que es muy verosímil que nuestros Ángeles Custodios y los suyos les hagan conocer las necesidades que nos aquejan, y ellas nos ayuden con sus oraciones antes de entrar en el Cielo.»
Y sin recurrir a la intervención de los Ángeles, ¿no puede ser que, habiendo ellas vivido nuestra misma vida, conozcan, al menos en general, que estamos expuestos habitualmente a muchos peligros, de los cuales no podemos vernos libres sin la ayuda del Cielo?
III
Pues bien, si no hay duda de que las almas del Purgatorio ruegan por nosotros, también es cierto que rogarán de un modo especial por sus bienhechores.
Sí, aquellas santas almas apenas se dan cuenta de que, por cualquiera buena obra hecha en provecho suyo, han sido aliviadas de sus penas, dirigiéndose en seguida a Dios: «Señor, le dirán, colmad de todo bien a nuestros bienhechores: Retribuere, dignare, Domine, omnibus nobis bona facientibus. Yo, dirá una, he recibido el sufragio de una santa Misa; yo, dirá la otra, he recibido el beneficio de una buena limosna; yo, añadirá una tercera, he experimentado el alivio de un santo Rosario; y yo, añadirá una cuarta, el de un ayuno y de una penitencia; y todas a una voz: Señor, sed generoso con aquellos que han sido generosos con nosotras; apartadlos de todo peligro de cuerpo y de alma, haced que prosperen en sus intereses materiales y espirituales, y, sobre todo, salvadlos, y haced que un día nos encontremos todos reunidos cantando vuestras alabanzas y bendiciones en el Paraíso.»
De este modo entendió Santa Brígida que oraban estas santas almas.
¿Y quién sabe de cuánto provecho nos serán a nosotros estas oraciones? Por eso Santa Catalina de Bolonia, cada vez que deseaba obtener del Señor alguna gracia importante, sufragaba primeramente a las almas del Purgatorio, y luego interponía su mediación, y de este modo, según afirma ella, jamás le ocurrió que el Señor le negase ninguna gracia que le pidiese.
Propio es, en efecto, de estas santas almas proteger a sus bienhechores, ya sea en el orden temporal, ya en el espiritual.
“Y comenzando por las gracias temporales: librarnos de las desgracias, acrecentar nuestros bienes, prolongar los días de nuestra vida, son las principales bendiciones de la tierra que nos obtienen las almas del Purgatorio. No quiere eso decir que nos hayan de obtener una exención absoluta de todos los males, sino que nos vemos preservados de muchos merced al auxilio divino y al favor de aquellas almas benditas. Nosotros les damos a ellas por valor de uno, y ellas nos hacen alcanzar, el ciento por uno, y muchas veces sin que lo advirtamos, dando prosperidad a las cosechas y demás intereses, ya en la felicidad de la concordia doméstica y de la pública reputación. Porque el hombre piadoso con el Purgatorio nadará en la abundancia y en la paz, y disfrutará, dice David, de largos días, y el Señor robustecerá sus miembros y le vivificará en medio de la inmortalidad de los pueblos, y le hará dichoso, no sólo en sí, sino en su descendencia”.
Así habla un autor piadoso, y confirma su dicho con la narración de gracias temporales singularísimas, obtenidas de Dios por intercesión de las santas almas, gracias que nosotros omitimos porque nos haríamos demasiado prolijos.
Ahora bien, si las almas del Purgatorio se muestran tan diligentes en socorrer a sus bienhechores en sus necesidades temporales, ¿cuál no será su solicitud para protegerlos en el orden espiritual? Desgraciadamente, como las necesidades del alma son menos visibles que las del cuerpo, resulta de ahí que muchos de estos favores nos pasan inadvertidos; no obstante, no podemos negar que muchas buenas inspiraciones, muchos santos pensamientos los debemos a las oraciones de las almas.
En la hora de la tentación, hora terrible en que, si sucumbimos, nos alejamos de Dios, y cuya caída puede ser el primer anillo de la cadena que un día nos tendrá amarrados en las ardientes prisiones del infierno, nuestro espíritu se halla indeciso a la vista del placer prohibido y el incentivo al pecado; el Cielo y la tierra son espectadores de esta lucha, y el divino Salvador nos dirige una mirada de tristeza, mientras el demonio se regocija, dando ya por segura su presa. Es aquél un momento terrible en que se decide de la vida o la muerte de un alma y que se repite millares de veces cada día. Y, sin embargo, no rara vez el alma triunfa; llega hasta el borde del precipicio, pero al punto se retira, consiguiendo una victoria a la cual pueden sucederse otras muchas que la han de conducir más tarde al Paraíso.
Pues bien, en aquel momento de duda, con frecuencia desde el Purgatorio se alza la humilde súplica de un alma a Dios: De profundis clamavi ad te, Domine, la cual, haciendo descender del Cielo una gracia sobreabundante, proporciona valor y la victoria al combatiente.
Pues ¿qué diré de las gracias señaladas que estas almas santas obtendrán para sus bienhechores en la hora suprema de la muerte, cuando la lucha es más encarnizada y decisiva? Entonces será cuando de un modo especial demostrarán toda la influencia que pueden tener cerca de Dios, y al mismo tiempo todo su agradecimiento para con aquellos que las han ayudado con sus sufragios, como leemos en las vidas de muchos Santos, a cuyo lecho de muerte vieron acudir en su socorro; para ayudarles en aquel extremo peligroso, a muchas almas del Purgatorio a quienes ellos habían aliviado con sus oraciones y buenas obras.
Por donde se ve cuánta verdad sea que las santas almas ruegan por sus bienhechores y les obtienen gracias singularísimas, ya en el orden espiritual, ya en el temporal, tanto en vida como en el momento de la muerte, ya desde ahora, en que todavía se encuentran en aquella cárcel.
¡Cómo orarán, pues, y con cuánta mayor eficacia cuando se hallen en posesión de la bienaventurada patria! No se portarán seguramente, estas almas benditas, como aquel copero de Faraón, el cual, libertado de la cárcel conforme a la predicción del casto José, se olvidó de la promesa que le había hecho de interesarse por su libertad.
«Tal conducta, dice San Bernardo, es solamente propia de almas corrompidas y viciosas, pues únicamente en ellas puede entrar y reinar la ingratitud. Este vicio no se encuentra en los Santos, cuya característica es la bondad y la caridad.»
En efecto, apenas estas almas oigan que el Ángel libertador les dice: «Regocijaos, almas santas, pues el término de vuestro destierro ha llegado finalmente; gracias a las oraciones, a los sacrificios, a las limosnas de los fieles piadosos, ha sido completamente satisfecha la deuda que todavía teníais pendiente con la Justicia divina», un grito de reconocimiento brotará al punto de sus labios: «Y ¡oh, sed benditos, sed benditos de Dios, vosotros los que habéis alcanzado misericordia para sus siervos!»
Y unidas en la presencia de la augusta Trinidad, después de haber adorado a la majestad de Dios, de haber besado la cruz de Jesucristo, de haber saludado a la Reina del Cielo, María, postrándose ante el trono del Padre celestial, le dirán: «¡Oh Señor! ¿Qué recompensa daremos a aquellos que tanto nos han favorecido? Quam mercedem dabimus eis? ¡Ah! No dejéis de darles una recompensa grande, que bien merecida la tienen.»
Y el Señor les responderá: «Yo, yo mismo seré su recompensa: Ego merces magna nimis. Esta dicha que vosotras ahora poseéis, será la dicha que ellos también poseerán un día; la corona que yo pongo sobre vuestras cabezas, será también la corona que pondré en la cabeza de ellos; la gloria y gozo inmortal que vosotros ya habéis alcanzado, es la gloria y gozo que ellos también poseerán».
Sí, de un modo semejante responderá el Señor, habiendo Él mismo dicho; Benefac iusto et invenies retributionem magnam: haz bien a un alma justa y obtendrás una recompensa grande, la misma recompensa del Cielo.
***
En vista de tantas y tan señaladas gracias aseguradas a aquellos que fielmente practiquen la devoción a las almas del Purgatorio, ¿habrátodavía alguien, tan poco amante de sí mismo o de su eterna salvación, que no la abrace con todo su corazón y crezca en ella cada día más, lamentándose de una sola cosa, a saber: de no haber hecho más a este propósito?
Tanto más cuanto que en ello no hay peligro de empobrecerse, aplicando el fruto de nuestras buenas obras en provecho de las almas del Purgatorio. Ellas salen beneficiadas, pero nosotros disfrutamos de un beneficio duplicado, porque se acrecienta el valor de la obra, y con frecuencia vale todavía más delante de Dios el ofrecimiento hecho por caridad, que no la obra en sí misma.
¡Cuán gloriosamente rico será, pues, por toda la eternidad el hombre que se ha granjeado tales amigos en los celestes tabernáculos, y ha sabido atesorar riquezas allí donde ni los ladrones pueden robarlas, ni la carcoma deteriorarlas. Será bienaventurado el que, pudiendo transgredir la ley del amor, no lo hizo; pues ¿qué será del que se pasó la vida haciendo bien a los pobres, tan amados por Dios y la imagen más expresiva de Jesucristo?
No basta que practiquemos nosotros solos tan hermosa devoción, sino que hemos de procurar convertirnos en apóstoles de ella, propagándola en torno nuestro de cuantos modos nos fuere posible.
Cuando las ciudades más ricas y populosas quedan desiertas a causa de algún incendio o repentina inundación, y millares de ciudadanos se encuentran de repente arrojados de sus hogares, desnudos y privados, no ya solamente de sus comodidades, sino hasta de lo más necesario para la vida, ¿cuáles son los bienhechores más eficaces? No aquellos que, compadeciéndose de los desgraciados, les prodigan alguno que otro consuelo, sino los que, poniendo manos a la obra, procuran reunir gente para extinguir el incendio, sacar a los heridos de entre los escombros, o también van por las vecinas ciudades allegando socorros de toda suerte para los más necesitados y, aumentando el número de los interesados en remediar aquellas calamidades, acrecientan indeciblemente los medios para ayudar a tanto desgraciado.
Así debemos proceder también nosotros tratándose de las almas del Purgatorio, las cuales constituyen un pueblo muy numeroso acosado de calamidades bastante distintas de los incendios e inundaciones de este mundo, no conformándonos con lo poco que podemos hacer por nosotros mismos, sino propagando esta devoción en favor suyo, a imitación de los Ángeles que cada día se esparcen por la cristiandad excitando a los fieles a que presenten a Dios en alivio de aquellas pobres encarceladas algunos buenos sentimientos y buenas obras.
Recordemos a Judas Macabeo, el cual no se contentó con mandar él al templo dinero para que se celebraran sacrificios por los soldados muertos en la batalla, sino que se encargó de recoger cuanto pudo entre el ejército; y nosotros, cristianos, que sabemos que Cristo se halla allí en donde hay dos o tres reunidos en su nombre, no debemos quedar satisfechos con practicar la caridad nosotros solos, sino reclutar compañeros, cuantos más mejor, para hacer más eficaz el ejercicio de nuestras oraciones y buenas obras.
El pensar, pues, en aquellas santas almas séanos sumamente familiar y nos impulse constantemente a hacer alguna cosa en favor suyo; pero, sobre todo, no dejemos transcurrir día sin ofrecer por ellas algún sufragio, reputando perdido el día en que no hubiéremos practicado nada en favor suyo. ¡Oh, sí! Entonces sí que podremos aplicarnos aquellas hermosas palabras de San Agustín, aquellas palabras que de tan gran consuelo pueden servirnos en medio de las gravísimas dificultades que encontraremos en el camino de la salvación de nuestra alma: Animam salvasti, animam tuam prædestinasti: Has salvado un alma, has predestinado la tuya. Así sea.
EJEMPLO
Se salvó gracias a su devoción por las almas del Purgatorio
Innumerables son los ejemplos que los escritores de la devoción a las almas santas del Purgatorio refieren en sus obras para demostrar cuán eficaz sea su reconocimiento para con los que procuran aliviar sus penas por medio de oraciones y sufragios.
Por amor a la brevedad no referiremos más que uno, aconsejando a los que tengan tiempo y deseen leer más acudan a dichas obras.
El periódico L’Unità Cattolica, a continuación de algunas informaciones dignas de toda fe, narraba algunos años ha el hecho siguiente: El profesor Parrini, hombre de grande mérito, desde hacía largo tiempo estaba afiliado a la francmasonería, y había empeñado su palabra, lo cual hizo constar en su testamento, de no recibir a ningún sacerdote si caía enfermo, expresando además su voluntad de que sus exequias fueran puramente civiles.
Ahora bien, habiendo recibido muchas heridas en un duelo, advertido de la gravedad de su estado, Parrini hizo llamar al vicario de su parroquia y, en presencia de los testigos requeridos por el sacerdote, retractó su adhesión a la secta masónica y todos sus escritos contrala Iglesia y la fe católica.
Después de lo cual recibió los últimos Sacramentos con un fervor y compostura que edificó a todos los presentes, y murió besando el Crucifijo y declarando que reconocía a Jesucristo por su única esperanza y consuelo.
Muchos se hacían cruces y se preguntaban a qué sería debida esta conversión en el momento de la muerte.
He ahí la explicación: César Parrini había sido educado cristianamente, y no había descuidado el rezar cada día el De profundis por las almas del Purgatorio; además, amaba tiernamente a la Santísima Virgen, y tenía sobre su mesa de trabajo una imagen de tan buena Madre.
María, refugio de los pecadores, se acordó de él en aquella hora de su muerte, y las almas pacientes le mostraron su agradecimiento por el bien que les había hecho.
¡Tanta verdad es que es santo y saludable el orar por los difuntos!