Padre Juan Carlos Ceriani: DOMINGO INFRAOCTAVA DE LA ASCENSIÓN

 

DOMINGO INFRAOCTAVA DE LA ASCENSIÓN

Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Y también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho.

Domingo Infraoctava de la Ascensión, Domingo de los testigos, del testimonio mediante el martirio…

A despecho del Sanedrín y de sus reiteradas prohibiciones, los Apóstoles continuaron dando testimonio, predicando a Jesús resucitado; lo que acarreó una guerra sin tregua contra ellos.

La nación judía no podía soportar que se propagase en Palestina y a través del mundo el reino de un falso Mesías para ellos, condenado al suplicio de la cruz. El judaísmo estaba empeñado en cerrar el camino a los Apóstoles y crucificar, si fuera necesario, a los discípulos de Jesús a continuación de su Maestro. De aquí surgió una persecución sangrienta que duró tres años.

El diácono Esteban, poderoso en obras y en palabras, después de confundir a todos los doctores judíos, fue acusado de blasfemia y lapidado por el pueblo. Pero, en lugar de detener los progresos de la Iglesia, la sangre de este primer Mártir fue semilla fecunda de cristianos.

Mientras que los Apóstoles defendían el rebaño de Cristo en Jerusalén, un gran número de discípulos se esparcieron por las provincias y formaron nuevas comunidades, en Judea, en Samaría, en Galilea y hasta en Cesárea y Damasco.

En vista de este resultado, la cólera de los perseguidores no reconoció límites. Recién después de tres años de persecución, la Iglesia respiró un instante, gracias a la desaparición de los deicidas más renombrados.

San Pedro aprovechó aquellos días de paz para hacer la visita de su rebaño. En el libro de los Hechos se le ve predicando y obrando prodigios en Lidia, Sarona, Joppe, Cesárea. Luego, resuelto a llevar el Evangelio a las naciones, deja Jerusalén y se dirige a Antioquía, la metrópoli del Oriente, donde fija su sede durante siete años.

El reino de Jesús había hecho en dos años inmensos progresos. De Palestina había pasado a Siria, y de aquí al Ponto, Bitinia, Capadocia, Galacia y otras provincias del Asia Menor.

Los judíos quisieron detener a toda costa al Cristianismo y poner término a sus expansiones. El año 42, estalló una nueva persecución. El sobrino de Herodes, Agripa, hecho rey de Judea, se hizo el verdugo de los cristianos. Muchos fueron encarcelados; Santiago el Mayor, hermano de Juan, fue decapitado; Pedro, vuelto de Antioquía para hacer frente a la tempestad, arrojado a un calabozo. Habiéndole arrestado el primer día de los ázimos, el rey hizo anunciar que el reo sería decapitado ante todo el pueblo inmediatamente después de la fiesta de Pascua. Pero un Ángel del Cielo enviado por Jesús, despertó a Pedro en su prisión, le abrió las puertas y le condujo fuera de Jerusalén.

Esta segunda persecución tuvo por resultado que el Reino de Dios se extendiera por el mundo entero. En aquel mismo año 42, estando la Iglesia sólidamente establecida en Jerusalén, en Palestina, Antioquía y en las comarcas circunvecinas, los Apóstoles resolvieron dispersarse y llevar el Evangelio a las diversas naciones de la tierra.

Pedro señaló a Matías la Cólquida, a Judas Tadeo la Mesopotamia, a Simón Libia, a Mateo Etiopía, a Bartolomé Armenia, a Tomás la India, a Felipe Frigia, a Juan Éfeso. Pablo, el Apóstol de las gentes, debía evangelizar el Asia Menor, Macedonia y Grecia. En cuanto a Pedro, tomó el camino de Roma, la ciudad de los Césares, de la cual Jesús quería hacer la ciudad de los pontífices. Santiago el Menor, apellidado el justo, a causa de su gran santidad, gobernó en calidad de Obispo de Jerusalén, las cristiandades de Palestina.

Partiendo a la conquista del mundo, los Apóstoles llevaban consigo el Credo, símbolo de su fe, el Evangelio, resumen de la vida del Maestro y la Cruz, emblema de la Redención. Iban a dar testimonio…

En todas partes encontraron millares de judíos enteramente decididos a exterminarlos; no obstante, establecieron por doquier y casi siempre al precio de su sangre, del martirio, cristiandades florecientes.

En Roma, Pedro se estableció en el Transtévere, en pleno barrio judío. Allí fue donde sentado en una silla de encina, convertida en la Cátedra de la Verdad, hablaba de Jesús a la asamblea de los cristianos, que aumentaba día a día. Desde allí envió a Marcos, su fiel discípulo, a fundar el patriarcado de Alejandría y a otros obispos a evangelizar las Galias.

Los judíos se irritaban más aún contra el Apóstol Pablo. Encontró la jauría furiosa en Asia Menor, en Macedonia, en Grecia, donde por largos años obró milagrosas conversiones. Le persiguieron de ciudad en ciudad, le denunciaron a las autoridades, le arrojaron de las sinagogas. Conducido a Roma para justificarse de los crímenes que los judíos le imputaban, encontró allí al Apóstol Pedro, y ambos continuaron el curso de sus conquistas esperando el martirio…, dando testimonio…

En Jerusalén los Judíos pusieron el colmo a sus crímenes asesinando a Santiago el Menor, su Santo Obispo. Irritado, al ver multiplicarse las conversiones, el Sanedrín le condenó a muerte como seductor del pueblo. Dio testimonio; fue apedreado por los escribas y fariseos, cuya próxima ruina había predicho.

Y, de hecho, las profecías de Jesús contra la nación judía iban a cumplirse. Desde hacía treinta años, los Apóstoles no cesaban de llamar a Israel a la penitencia. En todas partes se dirigían a los judíos antes de evangelizar a los Gentiles.

Espantosa suerte la de la nación deicida. Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos, clamaron los judíos; Dios les oyó, y vengó la Sangre de su Hijo. Desde la escena del Calvario, procuraban, en su implacable odio, exterminar la Iglesia, y Jesús, Cabeza de la Iglesia, acaba por exterminarlos. Tito no se engañó: cuando las ciudades del Oriente le ofrecieran coronas de oro por su triunfo, las rehusó diciendo: No soy yo quien ha vencido; no he hecho más que prestar mi brazo a Dios irritado contra los judíos.

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Después de haber exterminado a los judíos, Jesús encontró en su camino al coloso romano para frustrar sus designios.

Roma reinaba entonces en el universo, y Satanás reinaba en Roma. Bajo el nombre de Júpiter, de Mercurio, de Apolo, de Venus, de una infinidad de dioses y diosas, se hacía adorar en toda la Europa. Tenía sus templos, sus altares, sus sacrificios, sus fiestas, sus juegos solemnes en que a veces diez mil gladiadores se degollaban unos a otros entre los aplausos de cien mil espectadores.

Y para defender esta religión de sangre y lodo, Roma mostraba con orgullo sus legisladores, sus filósofos, sus poetas, sus sacerdotes, sus magos, sus adivinos, sus invencibles legiones y, a la cabeza de todos, el emperador, dueño del mundo, pontífice y dios.

Tal era el imperio que Jesús tenía que vencer, si quería reinar sobre el universo.

El demonio no podía ver a Jesús penetrar en aquel señorío sin lanzar bramidos de furor. Hizo comprender a los idólatras que todos los dioses debían ser tolerados menos el Dios de los cristianos, el cual pretendía tener derecho exclusivo a la adoración de los mortales.

Los cristianos fueron considerados como el deshecho del género humano, de lo cual se aprovechó Satanás para desencadenar contra ellos una persecución que debía durar tres siglos.

El emperador Nerón reinaba entonces sobre el mundo envilecido. Después de haber teñido sus manos en la sangre de su padre, madre, esposa y sus dos preceptores, Burro y Séneca, este asesino miserable cometía diariamente crímenes sin número. Durante cuatro años Nerón derramó a torrentes la sangre de los mártires, fuese de plebeyos, fuese de patricios o de Apóstoles.

El año 67, Pedro, el Vicario de Cristo, fue crucificado como su Maestro; Pablo, el Apóstol de las gentes, fue decapitado.

La ley de exterminio subsistió como ley del Imperio; pero los sucesores del monstruo, Vespasiano y Tito, sólo la aplicaron por excepción.

Los discípulos de Jesús esperaban ver el fin de sus males, cuando en el año 81, la muerte prematura de Tito, dio el poder a su hermano Domiciano, émulo de Nerón. La sangre comenzó a correr de nuevo en toda la tierra.

Esta persecución duró quince años, hasta el día en que acabaron con el emperador, como quien quiere verse libre de una hiena o de un tigre. Era el año 96, al fin del primer siglo.

¿Y la Iglesia? La Iglesia, ahogada en su sangre, apareció entonces, ¡oh milagro de Cristo!, más numerosa y más fuerte que antes de Nerón y Domiciano… El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí. Y también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio…

Para hacer frente a la ley de exterminio, Jesús había forjado una raza fuerte, que se multiplicaba al compás de los golpes del verdugo. La fe, la esperanza, la caridad, la paciencia, la invencible perseverancia y la constancia de las víctimas, hizo nacer un entusiasmo nuevo, el entusiasmo del martirio. Niños, doncellas, madres y padres de familia, ancianos, labriegos, soldados, pedían el Bautismo a fin de ofrecer su sangre a Jesucristo.

En lugar de doce Apóstoles, millares de sacerdotes y de obispos predicaban el Evangelio por toda la tierra, formando un número de cristianos diez veces mayor que el que los procónsules podían destruir; de manera que, al comenzar el segundo siglo, obligados a confesar el triunfo de Cristo, se preguntaban con ansiedad cómo dar cumplimiento a la ley que prohibía vivir a los cristianos.

En efecto, el año 112, Plinio el Joven, nombrado por Trajano gobernador de Bitinia, viendo al cristianismo arraigado en el Asia Menor y los templos de los dioses casi desiertos, puso en conocimiento del emperador el estado de las cosas, preguntando a la vez si debería aplicar la ley vigente de exterminio a aquella muchedumbre de cristianos de toda edad, condición y sexo.

Temiendo despoblar el imperio y queriendo también ejercer un poder absoluto sobre los discípulos de Cristo, Trajano respondió: “que no se organizara pesquisa de cristianos, pero que, si eran denunciados y rehusaban sacrificar a los dioses, debía aplicárseles la ley”. Este rescripto imperial, que estuvo en vigor durante todo el siglo segundo, hizo mayor número de mártires que los edictos de Nerón y Domiciano. Desde entonces, los cristianos, dejados a merced de los delatores, se vieron perseguidos por los sacerdotes, los filósofos, los judíos, los paganos fanáticos que, a la menor calamidad, no dejaban de denunciar a los discípulos de Cristo como la causa de todos los males.

Trajano, el tercer perseguidor de los cristianos, no cesó de ensangrentar a Roma y al imperio.

A Trajano sucedió el emperador Adriano, gran amigo de los dioses y gran constructor de templos. Con tal amo, los delatores estuvieron a sus anchas; Adriano figura con justicia en el número de los más crueles perseguidores. Un levantamiento de los judíos, le dio ocasión para devastar por segunda vez la Judea y profanar todos los lugares santificados por el divino Salvador. Una estatua de Venus fue colocada en la cumbre del Calvario, el ídolo de Júpiter se levantó sobre el Santo Sepulcro.

El sucesor de Adriano, Antonino, tenía bastante inteligencia para no creer en los dioses y bastante humanidad para economizar la sangre de sus súbditos; pero la ley quedaba siempre ley y las ejecuciones provocadas por los delatores seguían su curso.

El escéptico Marco Aurelio no creía sino en los magos y adivinos. Como este supuesto filósofo consultara los oráculos en tiempo de una invasión de bárbaros, se le respondió que para que los dioses le fueran propicios, necesitaba exterminar a todos los impíos. Inmediatamente dio orden a los procónsules de condenar a muerte a los cristianos que se negaran a ofrecer incienso a los ídolos. Y los discípulos de Cristo cayeron por matanzas en todas las provincias del imperio.

Y el reino de Cristo se extendía siempre. Durante este segundo siglo, cuatro emperadores armados con todas las fuerzas humanas, habían empleado cada uno veinte años en ahogar a los cristianos en su propia sangre y, no obstante, la Iglesia crecía en proporciones increíbles en Europa, Asia y África.

La Iglesia tenía sus concilios, sus propiedades, sus escuelas, sus misioneros, que llevaban el Evangelio más allá de los límites del imperio romano. Tertuliano, sin temor de ser desmentido, pudo lanzar a los perseguidores esta afirmación por demás sorprendente: “Nosotros somos de ayer, y llenamos ya vuestras ciudades, vuestras casas, vuestras plazas fuertes, vuestros municipios; los consejos, los campos, los palacios, el senado, el foro; sólo os dejamos vuestros templos. Si nos separáramos de vosotros, quedaríais espantados de vuestra soledad; reinaría en vuestro imperio el silencio de la muerte”.

Esta, multiplicación milagrosa de los cristianos, puso a los emperadores del tercer siglo en la necesidad de dejarles en libertad, o despoblar el imperio. Unos dejaron de perseguir; pero seis de entre ellos, Severo, Maximino, Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano, juraron hacer triunfar a los dioses, aunque fuera preciso levantar al pie de sus altares montañas de cadáveres.

En 202, Severo hizo tantas víctimas e inventó tan horribles suplicios, que los cristianos creyeron haber llegado a los días del Anticristo. En Lyon martirizó a diecinueve mil cristianos, con su Obispo San Ireneo.

Luego, Maximino acometió a los discípulos de Cristo con tal furia que ninguna bestia feroz podría igualarle. Se ensañó especialmente en los jefes del rebaño. Durante sus tres años de reinado, hizo perecer a dos Papas y a una multitud de Obispos. Sólo Dios conoce el número de mártires, de testigos, que entonces derramaron su sangre en Roma y en las provincias.

En 249, el emperador Decio obligó a los cristianos, sin distinción de rango, edad, ni sexo, a sacrificar en los templos bajo pena de ser torturados hasta la muerte. Se ponían a la vista de las víctimas las sillas ardientes, los garfios de acero; se les amenazaba con hogueras, con bestias feroces y se les dejaba la elección entre la apostasía o estos tres géneros de suplicios.

En la segunda mitad del tercer siglo, Valeriano continuó las mortandades y entre sus víctimas se cuentan dos Papas, el Diácono San Lorenzo y el ilustre Obispo San Cipriano. En África, colocaban a los cristianos en largas filas y los soldados pasaban derribando las cabezas.

Aureliano, hijo de una sacerdotisa del sol, se creyó obligado a ahogar en sangre a los que adoraban no a su dios-sol, sino a Aquél Sol de justicia que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

Diez años después, cuando Diocleciano llegó al imperio, se podría creer que tales carnicerías, repetidas cinco veces, no dejarían sobre la tierra sino muy pocos discípulos de Cristo, escapados como por acaso a la espada de los verdugos. Mas, en esta época, el palacio del emperador, la guardia pretoriana, las legiones, la administración, la magistratura, el senado, rebosaban de cristianos. La emperatriz Prisca y su hija Valeria habían recibido el bautismo. Los historiadores estiman en cien millones el número de fieles diseminados en todo el imperio al advenimiento de Diocleciano.

El emperador los toleró durante los dieciocho primeros años de su reinado, y probablemente no los habría molestado jamás si un verdadero demonio, Maximiano, su colega, no le hubiera arrancado el infernal edicto calculado para hacer desaparecer, no sólo a los cristianos, sino hasta el último vestigio del cristianismo.

El edicto de 302 prescribía a todos los procónsules derribar las iglesias, quemar todos los libros de religión y entregar al suplicio a todo cristiano que rehusara la apostasía. La ejecución comenzó en Nicomedia a los ojos del mismo emperador. Los pretorianos destruyeron la catedral; los oficiales y servidores de Diocleciano fueron degollados en su palacio. Los jueces instalados en los templos, entregaron a los verdugos al Obispo, los Sacerdotes, sus parientes y servidumbre. Decapitaron a los nobles y a la gente del pueblo la arrojaron en masa a los pozos y a las hogueras.

Aquellos dos tiranos no perdonaron ni a sus mismos soldados en presencia del enemigo; por no haber querido tomar parte en un sacrificio pagano, Maximiano hizo diezmar primero y luego pasar a cuchillo a toda la legión tebana.

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Y cuando su celoso hijo, Majencio, continuara en Roma la sangrienta tiranía de los perseguidores, Dios le derribó por medio de un milagro. Un hombre providencial, Constantino, proclamado emperador por las legiones de la Galia, pasó los Alpes para combatir al tirano. Al llegar cerca del Tíber, rogaba al Dios verdadero, el de su madre Santa Helena, a quien aún no adoraba, que le diera la victoria.

Un prodigio extraordinario, cuyos detalles él mismo refiere, fue la respuesta a su oración. Declinaba el sol en el horizonte, cuando vio sobre el astro radiante una Cruz luminosa y en ella esta inscripción: In hoc signo vinces, en este signo vencerás…, esta Cruz te dará la victoria.

Sus soldados fueron testigos de la aparición. En la noche siguiente, mientras meditaba acerca de aquel extraño acontecimiento, se le apareció Jesús con el mismo signo y le ordenó grabarlo en los estandartes de todas las legiones, como una prenda cierta de la victoria.

Constantino obedeció: el Lábaro se destacó sobre las águilas romanas; y los soldados, confiando en aquel Dios que tan visiblemente les protegía, arrollaron en el primer encuentro a Majencio y a su ejército. Empujado hacia el Tiber, el tirano se ahogó en él con sus batallones.

Constantino entró triunfante en Roma e hizo ingresar con él a Cristo en medio de las aclamaciones del pueblo y del ejército.

Hecho ya cristiano, el emperador proclamó en un edicto solemne la libertad de la Iglesia, reedificó los templos destruidos, devolvió a los cristianos los bienes confiscados por los perseguidores y cubrió a Roma con magnificas basílicas en honor del Cristo Salvador, de sus Apóstoles y de sus mártires.

Además, para dejar al Dios de la Cruz la suprema dignidad real, le entregó la capital del mundo; y como centro del imperio edificó una nueva ciudad que llevó su nombre, Constantinopla.

La Roma de los falsos dioses vino a ser desde entonces la Roma de Jesucristo; el trono de San Pedro reemplazó al trono de los Césares; el estandarte de la Cruz flotó en la cima del Capitolio.

Sobre las ruinas del mundo pagano, Jesús levantó su propio imperio. De todos aquellos elementos en fusión, vencidos y vencedores, Romanos y Bárbaros, nació la Sociedad Cristiana, la más bella después de la del Cielo.

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En verdad, como dice el himno de las Vísperas de la fiesta de San Pedro y San Pablo, la ciudad de Roma puede considerarse dichosa y feliz de haber acogido en su seno a las dos columnas principales de la Iglesia y de haber absorbido con su arena la sangre de los Príncipes de los Apóstoles.

¡Oh, Roma feliz, consagrada por la sangre gloriosa de dos Príncipes!

¡Oh, Roma feliz!, hermoseada y engalanada con la sangre de San Pedro y de San Pablo, tú aventajas de manera única a las demás bellezas del mundo. A ellos dos debes toda tu verdadera y única grandeza, porque por ellos recibiste, providencialmente, al cristianismo; y por ellos, de capital del Imperio Romano llegaste a ser el centro del mundo cristiano, origen de la Cristiandad, la Ciudad Eterna, la Ciudad Santa… De maestra del error, pasaste a ser discípula de la Verdad; y de centro de corrupción te transformaste en propagadora de la moral de Cristo Redentor. Cuanto más tenazmente te hallabas encadenada por el diablo, tanto más admirablemente fuiste liberada por Cristo.

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Tratemos de descubrir cuáles fueron las virtudes características de esos dos Apóstoles, prototipo de todos los testigos, de todos los mártires, y por cuya prédica Roma, de sede del error, pasó a ser la cátedra de la Verdad, y de letrina de todos los vicios se convirtió en fuente de santidad y pureza.

Es muy importante que hagamos el esfuerzo por conocer las virtudes que más se destacaron en San Pedro y San Pablo…

Y ¿por qué?, me preguntarán ustedes.

Porque la situación de la sociedad moderna, la situación religiosa-política-social-cultural de la moderna sociedad es muy parecida a la de aquella en la cual predicaron nuestros Santos Apóstoles.

En efecto, la verdadera y única religión, la religión católica, hoy ha sido profanada, adulterada, corrompida.

El hombre moderno, por otra parte, rechaza a Cristo, detesta su doctrina y su moral. La sociedad contemporánea está infectada de neopaganismo, de idolatrías, de falsas religiones; en una palabra, del culto del hombre que las resume a todas.

Vivimos en el paganismo y en la corrupción; pero es peor aún, porque todo esto se presenta debajo del título de progreso, de adelanto, de civilización…; y, además, porque aquellos eran simplemente paganos, mientras que éstos son apóstatas…

Para peor de males, la Roma católica, maestra de la Verdad y propagadora de la Moral cristiana, ha vuelto a ser discípula del error y esclava de la inmoralidad.

La Roma actual, que debería alegrarse y celebrar el triunfo de la verdad del Evangelio y de la religión católica sobre la mentira y la falsedad de todas las sectas, esa Roma moderna es hoy centro de la falsedad y difusora de los vicios.

En su locura ecumenista se impregna de los errores de todas las falsas religiones y se hace líder en todo el mundo de esa última herejía que es el humanismo, el culto del hombre, bajo la forma de una religión universal sin dogmas ni dioses.

Al igual que la Roma Imperial, asume los errores de todas las humanas religiones porque no quiere rechazar su falsedad.

Por todo esto se nos hace necesario, indispensable, poseer las mismas virtudes que animaban el celo apostólico de los Bienaventurados Pedro y Pablo y de todos los mártires, de todos los testigos…

¿Cuáles fueron esas virtudes fundamentales? La Fe y la Fortaleza.

Nosotros también, en estos momentos de crisis, en medio de la situación dramática de la sociedad y de la Iglesia, debemos tener una Fe profunda, firme, y una Fortaleza férrea, inquebrantable.

Sólo de este modo podremos resistir la avalancha de la revolución anticristiana y sólo así seremos capaces de preparar el Reino de Nuestro Señor Jesucristo.

¡Qué hermoso programa de vida! ¡Qué emotivo ideal!

Así como un día aquellos campeones de la Fe entraron en Roma para derribar todos los ídolos y para establecer todas las costumbres; de la misma manera nosotros, en nuestras ciudades, estamos obligados a resistir en nuestra Inhóspita Trinchera.

Termino con la exhortación de San Pablo en su Carta a los Hebreos:

No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene una grande recompensa, puesto que tenéis necesidad de paciencia, a fin de que después de cumplir la voluntad de Dios obtengáis lo prometido: “Porque todavía un brevísimo tiempo, y el que ha de venir vendrá y no tardará.” Y “El justo mío vivirá por la fe; mas si se retirare, no se complacerá mi alma en él”. Pero nosotros no somos de aquellos que se retiran para perdición, sino de los de fe para ganar el alma.