Padre Juan Carlos Ceriani: DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA

 

 

DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA

Epístola, tomada de la Iª Carta de San Pablo a los Corintios, XIII, 1-13: Hermanos, aunque yo hable la lengua de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena, címbalo que retiñe. Y aunque tenga el don de profecía, y sepa todos los misterios, y toda la ciencia, y tenga toda la fe en forma que traslade montañas, si no tengo caridad, nada soy. Y si repartiese mi hacienda toda, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, mas no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente; la caridad es benigna, sin envidia; la caridad no es jactanciosa, no se engríe; no hace nada que no sea conveniente, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se regocija en la injusticia, antes se regocija con la verdad; todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. La caridad nunca se acaba; en cambio, las profecías terminarán, las lenguas cesarán, la ciencia tendrá su fin. Porque sólo en parte conocemos, y en parte profetizamos; mas cuando llegue lo perfecto, entonces lo parcial se acabará. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; mas cuando llegué a ser hombre, me deshice de las cosas de niño. Porque ahora miramos en un enigma, a través de un espejo; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, entonces conoceré plenamente de la manera en que también fui conocido. Al presente permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; mas la mayor de ellas es la caridad.

La Epístola de este Domingo de Quincuagésima presenta el llamado Himno a la Caridad de San Pablo.

Sin ninguna exageración se puede decir que es ésta una de las páginas más bellas de toda la Sagrada Escritura; no sólo por su contenido, sino incluso por su forma literaria, en estilo rápido y lleno de vida; un verdadero Himno a la Caridad.

La Divina Dilección, como llama San Francisco de Sales a la Caridad, de que aquí habla el Apóstol, aunque parece mirar sobre todo al prójimo, no es ese amor o simpatía que nace a veces espontáneamente en nosotros, buscando el bien de otros hombres, sino un amor que trasciende todo lo creado y se remonta hasta el Creador y tiene su raíz en Dios, que fue quien nos amó primero, a cuyo amor trata de corresponder.

En ese ímpeto de amor a Dios, como no puede ser menos, van incluidos también todos los hombres a quienes Él tanto ama; hasta el punto de que el amor a Dios y el amor al prójimo no son sino dos manifestaciones de una misma Caridad.

Por eso el Apóstol aquí, propiamente, no distingue, y en la descripción de las cualidades de la Caridad se fija en el amor al prójimo; pero luego, al final, une la Caridad con la Fe y la Esperanza y dice que, al contrario que éstas, la Caridad no pasará jamás, sino que se prolongará en una perpetua y estrecha unión con Dios.

+++

Consideremos qué nos enseña San Francisco de Sales sobre este tema en su obra Tratado del Amor de Dios.

Un primer principio del Doctor de la amabilidad es que el Amor Sagrado, la Caridad, mezcla su dignidad entre las demás virtudes y perfecciona la de cada una en particular.

Como sabemos, San Francisco es experto en figuras y comparaciones tomadas de la naturaleza, muchas de ellas de la Historia Natural de Plinio el Viejo.

Pues bien, según Plinio, en Tívoli vio un árbol injertado de todas las formas en que se puede hacer, que cargaba todo tipo de fruta; porque en una rama había cerezas, en otra nueces, y en otras uvas, higos, granadas, manzanas, y todas las especies de frutas.

San Francisco dice que esto es admirable, pero mucho más todavía es ver en el hombre cristiano la Divina Dilección sobre la que se injertan todas las virtudes; de modo que, así como se podía decir de aquel árbol que era cerezo, manzano, nogal, granadero, así podemos decir de la caridad que es paciente, benigna, sin envidia, humilde, prudente, generosa, mansa, bien pensada, justa, veraz…

Pero el pobre árbol de Tívoli no duró mucho, como el mismo Plinio testimonia; por esta variedad incontinente de producciones desecó su estado de ánimo radical, por lo que murió.

Al contrario, la Caridad adquiere mayor fuerza y vigor cuantos más frutos produce en el ejercicio de todas las virtudes. Como lo advierten los Santos Padres, es insaciable en el deseo de fructificar, y no cesa de apremiar al corazón que por ella está ocupado.

Los frutos de los árboles injertados son todos según el injerto: si el injerto es de manzano, da manzanas; si es de cerezo, da cerezas; pero de modo que, sin embargo, estos frutos tienen el sabor del tronco.

Asimismo, nuestros actos toman su nombre y su especie de las particulares virtudes de las cuales proceden, pero sacan de la Sagrada Caridad el gusto de su santidad; de esta manera, la Caridad es la raíz y la fuente de toda la santidad del hombre.

Y, así como el tallo comunica su sabor a todos los frutos que los injertos producen, pero de manera que cada fruto no deja de conservar las propiedades naturales del injerto de donde procede, también la Caridad de tal manera esparce su excelencia y su dignidad sobre las acciones de las demás virtudes, que, a pesar de ello, deja a cada una el valor y la bondad particular, que cada una posee por su natural condición.

Por consiguiente, si con igual Caridad sufre uno la muerte del martirio y otro el hambre del ayuno, ¿quién no ve que el precio de este ayuno no será igual al del martirio? Porque, ¿quién se atreverá a decir que el martirio no es en sí mismo más excelente que el ayuno? Y, si es más excelente, al sobrevenir la Caridad, lejos de arrebatarle esta excelencia, la perfecciona; y tenemos que dejar en él las ventajas que naturalmente tenía sobre el ayuno.

¿Quién osará decir que la Caridad que sobreviene a estas virtudes les arrebata sus propiedades y sus privilegios, siendo así que no es una virtud que destruye y empobrece, sino que mejora, vivifica y enriquece todo cuanto encuentra de bueno en las almas que gobierna? Teniendo la propiedad de perfeccionar las perfecciones que encuentra, cuanto mayores son éstas más las perfecciona.

Si la Dilección es ardiente, poderosa y excelente en un corazón, enriquecerá y perfeccionará más todas las obras de las virtudes que de él procedan.

Se puede padecer la muerte y el fuego sin tener Caridad, como lo supone San Pablo; con mayor razón se puede padecer con poca Caridad; y así digo que puede muy bien ocurrir que una virtud muy pequeña tenga más valor en un alma, en la cual reina ardientemente el Amor Sagrado, que el mismo martirio en otra alma, donde el Amor es lánguido, débil y lento.

Las pequeñas simplicidades, abatimientos y humillaciones, bajo las cuales tanto se complacieron en ocultarse los Santos, y, por cuyo medio, pusieron sus corazones al abrigo de la vanagloria, cuando se practican con aquella excelencia propia del arte y del ardor del Amor Celestial, son más agradables a Dios que las grandes e ilustres empresas de muchos otros, realizadas con poca Caridad y devoción.

+++

El segundo principio que establece San Francisco de Sales es que la Caridad abarca todas las virtudes. Para ello toma otra imagen; en este caso la del río que regaba el Paraíso terrenal, que se dividía en cuatro brazos. Y dice que el hombre es un lugar de delicias, donde Dios ha hecho brotar el río de la razón y de la luz natural, para regar todo el paraíso de nuestro corazón; y este río se divide en cuatro brazos, es decir, en cuatro corrientes, según las cuatro regiones del alma.

Porque, en primer lugar, sobre el entendimiento práctico la luz natural derrama la prudencia, que inclina a nuestro espíritu a juzgar rectamente acerca del mal que debemos evitar y desechar, y cerca del bien que hemos de hacer y procurar.

En segundo lugar, sobre nuestra voluntad hace que surja la justicia, la cual no es otra cosa que un perpetuo y firme deseo de dar a cada uno lo que es debido.

En tercer lugar, sobre el apetito concupiscible, hace que se deslice la templanza, que modera las pasiones.

En cuarto lugar, sobre el apetito irascible o la cólera, hace flotar la fortaleza, que refrena y modera todos los movimientos de la ira.

Estos cuatro ríos, así separados, se dividen después en muchos otros, para que todas las acciones humanas puedan estar bien encaminadas hacia la honestidad y hacia la felicidad natural.

Pero, además de esto, deseoso Dios de enriquecer a los cristianos con un especial favor, hace brotar, en la cima de la parte superior de su espíritu, una fuente sobrenatural, que llamamos Gracia, la cual comprende la Fe y la Esperanza, pero que, sin embargo, consiste en la Caridad, que purifica el alma de todos los pecados, la adorna y embellece con deliciosa hermosura y, finalmente, esparce sus aguas sobre todas las facultades y operaciones del alma, para comunicar al entendimiento una Prudencia celestial; a la voluntad, una Justicia santa; al apetito concupiscible un Templanza sagrada, y al apetito irascible, una Fortaleza devota; a fin de que todo el corazón humano tienda a la honestidad y a la felicidad sobrenatural, que consiste en la unión con Dios.

El gran Apóstol no dice solamente que la Caridad nos comunica la paciencia, la benignidad, la constancia y la simplicidad, sino también que ella misma es paciente, benigna y constante; y es propio de las supremas virtudes, no sólo ordenar a las inferiores que obren, sino también el que puedan hacer por sí mismas lo que mandan a las demás.

El que posee la Caridad tiene una perfección que encierra la virtud de todas las perfecciones o la perfección de todas las virtudes.

Por esto, la Caridad:

– es paciente y benigna;

– no es envidiosa, sino bondadosa;

– no comete ligerezas, sino que es prudente;

– no se hincha de orgullo, sino que es humilde;

– no es ambiciosa ni desdeñosa, sino amable y afable;

– no es quisquillosa en querer lo que le pertenece, sino franca y condescendiente;

– no se irrita por nada, sino que es apacible;

– no piensa mal, sino que es mansa;

– no se alegra de lo malo, sino que se goza con la verdad y en la verdad;

– todo lo sufre;

– cree fácilmente todo el bien que le dicen, sin terquedad, sin disputa, sin desconfianza;

– espera todo bien del prójimo, sin jamás desalentarse en el procurarle la salvación;

– todo lo soporta, esperando sin inquietud lo que se le ha prometido.

+++

Si bien la Caridad abarca todas las virtudes, un tercer principio dice que el Divino Amor santifica de una manera más excelente las virtudes, cuando se practican por su orden y mandato.

Enseña San Francisco que todas las acciones virtuosas de los hijos de Dios pertenecen a la Sagrada Dilección: unas, porque ella misma las produce de su propia naturaleza; otras, en cuanto las santifica con su vivificadora presencia, y otras, finalmente, por la autoridad y el mando que ejerce sobre las demás virtudes.

Por eso el glorioso Apóstol inculca que la Caridad es benigna, paciente, que todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta; es decir, que la Caridad ordena y manda a la paciencia que sea paciente, a la esperanza que espere y a la fe que crea…

Y es verdad que con esto también da a entender que el Amor es el alma y la vida de todas las virtudes, como si quisiera decir que la paciencia no es bastante paciencia, ni la fe bastante fiel, ni la esperanza bastante confiada, ni la mansedumbre bastante dulce, si el Amor no las anima y vivifica.

Y esto mismo también nos significa San Pablo cuando dice que sin la Caridad nada le aprovecha, y que él mismo nada es, porque es como si dijera que, sin el Amor, no es paciente, ni manso, ni constante, ni fiel, ni confiado, en el grado que es menester para servir a Dios, en lo cual consiste el verdadero ser del hombre.

+++

Dicho esto, es normal enseñar que las virtudes sacan su perfección del Amor Sagrado.

La Caridad es el vínculo de perfección, pues por ella y en ella se contienen y juntan todas las perfecciones del alma; y, sin ella, no sólo es imposible ver todas las virtudes reunidas, sino tampoco poseer la perfección de alguna virtud en particular.

Nuestro Señor vincula siempre el cumplimiento de los mandamientos a la Caridad. Quien ha recibido —dice— mis mandamientos y los observa, éste es el que me ama.

Ahora bien, el que poseyese todas las virtudes, guardaría todos los mandamientos; el que poseyese la virtud de la Religión, guardaría los tres primeros; el que tuviese la Piedad, guardaría el cuarto; el que tuviese la Mansedumbre y la Benignidad, guardaría el quinto; por la Castidad, se cumpliría el sexto; por la Generosidad, se evitaría el quebrantamiento del séptimo; por la Veracidad, se observaría el octavo, y por la Templanza se observarían el noveno y el décimo.

Si no se pueden guardar los mandamientos sin la Caridad, con mayor razón no se pueden poseer, sin ella, todas las virtudes.

Se puede, ciertamente, tener alguna virtud y permanecer, por algún tiempo, sin ofender a Dios, aunque no se tenga el Divino Amor. Mas las virtudes separadas de la Caridad son muy imperfectas, pues, sin ella, no pueden conseguir su fin, que es hacer al hombre feliz.

De manera que, si se pudiese lograr que todas las virtudes estuviesen reunidas en un hombre, pero que faltase en él la Caridad, este conjunto de virtudes sería, en verdad, un cuerpo perfectamente acabado en sus partes, como el cuerpo de Adán, cuando Dios lo formó del barro de la tierra; pero cuerpo sin movimiento, sin vida y sin gracia, hasta que Dios le inspirase el soplo de vida, es decir, la Sagrada Caridad, sin la cual ninguna cosa aprovecha.

La perfección del Amor Divino es tan excelente, que perfecciona todas las demás virtudes, y no puede ser perfeccionada por ellas. De suerte que, así como es igualmente el fin y la primera fuente de todo lo que es bueno, asimismo el Amor, que es el origen de todo afecto bueno, es también su último fin y su perfección.

+++

Por todo lo cual, finalmente San Francisco de Sales dice que debemos reducir toda la práctica de las virtudes y de nuestras acciones al Santo Amor.

En efecto, hombre es de tal manera dueño de sus acciones racionales, que las hace todas por algún fin, y puede encaminarlas a uno o a varios fines particulares, según bien le parezca.

Unas veces añadimos al fin propio de la acción un fin menos perfecto; otras veces un fin de igual o semejante perfección, y otras, finalmente, un fin más eminente y elevado; de suerte que podemos comunicar diversas perfecciones a nuestros actos, según la variedad de los motivos, fines e intenciones con que los hacemos.

Sed buenos negociantes, dice el Salvador. Tengamos, pues, mucho cuidado en no trocar los motivos y el fin de nuestras acciones, si no es con ventaja y provecho, y en no hacer nada, en este negocio, sino con buen orden y razón.

Hay que dar a cada fin el lugar que le corresponde, y por consiguiente hay que dar el lugar soberano al fin de agradar a Dios.

El soberano motivo de nuestras acciones, que es el Amor Celestial, por ser el más puro, tiene la soberana propiedad de hacer que sea también más pura la acción que de él procede.

Así los Ángeles y los Santos del Cielo no aman cosa alguna por otro fin que no sea por la Divina Bondad, ni por otro motivo que el deseo de complacerla. Se aman mutuamente con ardor, nos aman también a nosotros, aman las virtudes, más todo esto únicamente para agradar a Dios. Aman su felicidad, no tanto porque es suya, cuanto porque Dios gusta de ella.

+++

Hemos visto, pues, que San Pablo alude a la necesidad que tenemos de la Caridad y a su absoluta superioridad sobre todos los carismas. En estilo difícilmente superable, cargado de lirismo, dice que ni el don de lenguas, ni el de profecía, ni los de sabiduría o ciencia, ni la fe que hace milagros, ni las obras de beneficencia con todos sus heroísmos, nos aprovecharán nada si no tenemos Caridad. Todos esos carismas pueden de suyo ser concedidos también a pecadores, y, por tanto, si están separados de la Caridad, de nada nos valdrán a nosotros en orden a conseguir la vida eterna.

Después describe el Apóstol las propiedades o características de la Caridad, que constituyen su belleza moral; e indica quince de estas propiedades; resumiendo en sí todas las demás virtudes, que no son sino modalidades diversas de una misma Caridad.

Finalmente canta el Apóstol la duración por siempre de la Caridad: todo pasa, los carismas de profecía, lenguas, ciencia pasarán; incluso la Fe y la Esperanza pasarán, pues ante la visión y posesión de Dios quedarán sin objeto.

Sólo la Caridad permanecerá eternamente, gozándose de la unión directa y estrecha con el objeto amado; con lo cual San Pablo recalca la superioridad de la caridad.