MISA DEL DÍA
En el principio existía el Verbo, y el Verbo era junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él era, en el principio, junto a Dios. Por Él todo fue hecho, y sin Él nada se hizo de lo que ha sido hecho. En Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron. Apareció un hombre, enviado de Dios, que se llamaba Juan. Él vino como testigo, para dar testimonio acerca de la luz, a fin de que todos creyesen por él. Él no era la luz, sino para dar testimonio acerca de la luz. La verdadera luz, la que alumbra a todo hombre, venía a este mundo. Él estaba en el mundo; por Él, el mundo había sido hecho, y el mundo no lo conoció. Él vino a lo suyo, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios; a los que creen en su nombre. Los cuales no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y nosotros vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Nota: gran parte de la presente homilía se basa en la doctrina del Cardenal Pie y del Bienaventurado Guerric d’Igny, discípulo de San Bernardo.
El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros.
Ya había sido profetizado por Isaías, tal como lo expresa el Introito de esta Misa: Un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado. (Is. IX, 6).
Retengamos que Nos ha nacido un Niño. Porque “este Niño nos nació”; su nacimiento no se refiere ni a Él mismo, ni a los Ángeles.
No nació para sí mismo, porque, antes de este nacimiento temporal, ya existía, nació de toda la eternidad. En el principio era el Verbo, y el Verbo era junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él era, en el principio, junto a Dios. El Padre lo engendró desde la eternidad. Mirándolo en sí mismo, su origen, por tanto, no data de hoy.
No es para Él que asume la vida en este día; porque su nuevo nacimiento, su nacimiento humano, no le trae perfección, ninguna bienaventuranza esencial, ya que Él es eternamente su propia bienaventuranza, y nació como Dios perfecto de Dios perfecto.
Por lo tanto, no nació hoy para sí mismo.
Ni nació para los Ángeles ni por los Ángeles. No nació para los Ángeles porque, si bien fue el principio de su bienaventuranza, si se trata de los que perseveraron en la verdad, no necesitaron un Redentor; si, por el contrario, se trata de los que cayeron, su caída fue irreparable.
Y, como no nació para los Ángeles, tampoco se originó en ellos. El Rey de los Cielos pudo elegir entre las criaturas aquella con la que deseaba unirse; y no debe sus preferencias a nadie. El hecho es que su elección no fue hacia las inteligencias puras, y que no le agradó tomar prestada su naturaleza de los espíritus celestiales. El Verbo se había resuelto y realizó otra cosa; asumió la naturaleza del hombre.
Por tanto, decimos con toda certidumbre que nos ha nacido un Niño. Nos nació, tomó nuestra carne y nuestra sangre, un alma como la nuestra; se hizo un hombre como nosotros; nació niño, nació pequeño como nosotros, anonadándose a sí mismo, encogiéndose por debajo del Ángel para hacerse igual a nosotros.
Por lo tanto, tenemos razón al decir que este Niño nos nació.
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Y no sólo nos nació a nosotros, sino que nació para nosotros.
Sí, el Hijo de Dios se hizo hombre, para que en Él todos los hijos de los hombres llegasen a ser hijos de Dios.
Y debido a que todos los hijos de la raza humana habían incurrido en la pena de muerte por el pecado, Él, que es el Hijo de Dios y, por lo tanto, inmortal, participó de la carne y de la sangre, aceptó la muerte para destruir el pecado.
Nació con nuestra naturaleza, tomando y revistiendo nuestra naturaleza; pero nació para nuestra naturaleza, para rehabilitar y elevar esta naturaleza caída y degradada.
Nos nació un Niño a todos los descendientes de Adán, Salvador de todos, Redentor de todos, príncipe y cabeza de toda la humanidad.
Y nos fue dado un Hijo; porque el Niño habría nacido innecesariamente, si no nos lo hubieran dado; y en vano el Hijo de Dios se habría convertido en el Hijo del Hombre, si no hubiera sido recibido por los hijos de los hombres a quienes conferiría poder para llegar a ser hijos de Dios: A todos los que lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios; a los que creen en su nombre. Los cuales no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.
El Niño de Belén nació para los hombres; pero, sin embargo, sólo beneficia a los hombres a los que se le otorga.
Entonces, ¿no se da a todos?
Escuchemos la respuesta del discípulo del amor: Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna.
El acto de donación, de acuerdo con la regla de los contratos humanos, sólo es perfecto con aceptación; sin ella, el contrato no existe.
El Niño Dios nació para todos, se ofrece a todos. Desgraciadamente no es aceptado, no es recibido por todos. Recibir al Verbo hecho carne es creer en Él; no todos lo recibieron, porque no todos creyeron en Él.
Vino a lo suyo, y los suyos no lo recibieron… Y sin ir demasiado lejos, ¡cuántos hay alrededor nuestro para quienes nació Cristo, y no lo aceptan!
No hablo sólo de los pecadores, que lo mantienen alejado, sino de los indiferentes, que lo posponen, que lo rechazan, que lo niegan, que lo tienen por nada, que se ponen fuera de todo el orden cristiano. Si no pueden hacer que Cristo no nazca para ellos, usan toda la energía de su voluntad para asegurarse de que no se les dé… ¡y lo logran!
Nosotros, que somos cristianos y queremos ser fieles, tenemos derecho a decir el texto todo entero: Un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado.
Hemos recibido a Jesucristo por el Bautismo que nos incorporó a Él.
Pero el Bautismo fue sólo el preludio de la donación que se nos hizo; porque el Bautismo, al darnos a Jesucristo y su gracia, nos confirió el derecho a recibir de nuevo, y un innumerable de veces, al mismo Jesús y su gracia diversificada de mil maneras.
¿Quién puede enumerar tantas clases de gracias, tanta variedad de virtudes y toda la diversidad de recursos espirituales: los auxilios de los Sacramentos, la doctrina de los misterios, las delicias de las Sagradas Escrituras, el depósito de la Tradición?
Si nos asombra toda esta multitud de riquezas, toda esta abundancia de gloria, la Iglesia nos responde: ¡Ah! Es que un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado
Habiéndonos dado al Hijo, por Quien y en Quien todas las cosas subsisten, ¿cómo podría el Padre no habernos dado todo con Él?
Habiéndolo recibido en nuestro corazón, conservémoslo bien, mantengámoslo aferrado con fuerza para que nunca más lo perdemos, hasta el día en que se dé al descubierto en su Reino.
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Este Niño de Belén nos recuerda, además, una palabra muy misteriosa, que escapó de los labios de la primera mujer después del primer parto humano.
Eva concibió y dio a luz, y dijo: He adquirido un varón con el favor de Dios.
Con razón se ve allí un misterio profundo, cuyo cumplimiento aún estaba distante.
Un arcano se manifestó en ese momento a la madre de todos los hombres, y, en la persona muy indigna de este primer fruto, saludó, a través de los siglos, a la futura descendencia que iba a ser el hombre por excelencia, y cuya concepción y parto debían ser atribuidos sólo a Dios.
En efecto, en la noche bendita de la que celebramos el aniversario, la segunda Eva, María Santísima, fue verdaderamente puesta en posesión de un hombre por Dios.
Virgen durante el parto como antes y después del parto, María, consciente de su maternidad milagrosa, pudo, y tanto mejor aún que Eva, repetir las palabras de su predecesora: Sí, este Niño que concebí y di a luz fuera de las leyes ordinarias de la naturaleza, este Niño que desde mi vientre acaba de pasar milagrosamente a mis brazos, es mi Hijo; pero, sobre todo, es el Hijo del Altísimo, cuya virtud me ha cubierto con su sombra.
Nosotros, bajo esta graciosa ingenuidad del Niño, debemos considerar ya al hombre, de quien un día se dirá: Ecce Homo.
Desde el pecado de Adán, la tierra no había conocido más que un hombre disminuido, acortado, herido, magullado, mutilado…
Pero, desde el parto virginal de María, el hombre reapareció en la tierra, y reapareció con ventaja.
Es toda la humanidad, considerada en todos sus aspectos, la que pudo decir en Belén: He adquirido un varón con el favor de Dios.
Porque Jesucristo es el hombre perfecto, el hombre por antonomasia, porque en Él la humanidad ha sido rehecha y restaurada por la divinidad.
Es la unión, en la Persona del Verbo, de la naturaleza divina con la naturaleza humana la que ha devuelto a esta última la belleza primera, la mejor parte de sus privilegios, la plenitud de sus ventajas.
Y todos nosotros no tenemos otro medio de ser hombres en el orden espiritual que unirnos con el Hombre perfecto y participar de la plenitud de la edad de Cristo. Escuchemos la doctrina de San Pablo, comentada por San Hilario:
“Escribió el Apóstol a los filipenses, «No es que lo haya conseguido ya, o que ya esté yo perfecto, antes bien sigo por si logro asir aquello para lo cual Cristo Jesús me ha asido a mí. No creo haberlo asido; mas hago una sola cosa: olvidando lo que deje atrás y lanzándome a lo de adelante, corro derecho a la meta, hacia el trofeo de la vocación superior de Dios en Cristo Jesús». Dios aprehendió al hombre incorporando la naturaleza humana en sí mismo en el misterio de la Encarnación. El hombre aprehenderá a Dios identificándose con la santa humanidad del Verbo Encarnado. Toda la vida cristiana es una carrera continua, una marcha jadeante en pos de la bendita inmortalidad, que no es otra que la posesión misma de Dios. Ahora bien, la manera de poseer a Dios es asirlo, aprehenderlo en Aquel en Quien y por Quien nos asió y aprehendió a nosotros mismos. Por eso debemos abrazar la disciplina cristiana con ardor, con una especie de determinación; no debemos dejar escapar la obra de nuestra unión con Cristo por la fe y por la vida práctica, por la gracia, hasta que por Él estemos unidos a la naturaleza divina, como Él mismo se ha unido a nuestra naturaleza mortal. El acceso a la divinidad está abierto a todos a través de la carne de Jesucristo, siempre que desechemos al hombre viejo y que nuestra propia carne, mortificada por la penitencia, sepultada en el bautismo, resucitada por la fe y por la gracia, se asimile a la carne espiritualizada de Cristo, y así pase con ella al santuario de la naturaleza misma de Dios. De esta forma recuperaremos, y con ventaja, la nobleza de nuestra primera dignidad; así nuestra humanidad se reintegrará a su prerrogativa original, enriquecida con nuevos privilegios. Al perder a Dios, habíamos perdido la posesión de nosotros mismos; pero, a través del Dios hecho hombre, la humanidad ha recuperado la posesión de sí misma. Jesucristo es el restaurador del hombre caído; por su redención, por su gracia, por la comunicación de su vida celestial, es el principio del hombre espiritual, es el autor del hombre perfecto en el orden de la salvación. Pero también es el restaurador y el autor del hombre digno de ese nombre, en el orden de las cosas aquí abajo”.
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Hasta aquí San Hilario. En el transcurso de su carrera evangélica, el Salvador recién nacido dirá un día: “La mujer, en el momento de dar a luz, tiene tristeza, porque su hora ha llegado; pero cuando su hijo ha nacido, no se acuerda más de su dolor, por el gozo de que ha nacido un hombre al mundo”.
Seguramente hay madres felices que pueden dar testimonio de que a través de ellas se ha enriquecido el género humano.
Disfrutamos volviendo los ojos hacia la Bienaventurada Virgen María porque, aunque sin conocer los dolores del parto, se ha entregado a muchos otros dolores, inmensos; pero, al menos hay una tristeza que no ha conocido: su alegría de esta noche, el gozo de haber traído a un hombre al mundo, nunca se ha obscurecido ni ha disminuido.
Incluso para aquellos que le nieguen su adoración, tu Hijo, oh María, seguirá siendo el arquetipo más logrado de la raza humana. Hace más de veinte siglos que se repiten las palabras del procurador de Judea: «He aquí el hombre».
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El espectáculo de las cosas contemporáneas demuestra con bastante elocuencia que el mundo se muere de hambre por falta de hombres; las naciones perecen por la escasez de hombres.
El mundo repite lo dicho por aquel paralítico, colocado junto a la piscina probática sin poder sentir el efecto saludable de ella: «No tengo hombre».
En ausencia de un hombre individual, las naciones se vuelven, una y otra vez, hacia el hombre colectivo; y del seno de las asambleas ha salido el mismo grito, más quejumbroso y más triste; y podemos escucharlo reproducirse en todos los modos y tonos: No tengo hombre.
No hay hombres donde no hay carácter; no hay carácter, donde no hay principios, ni doctrinas, ni afirmaciones; y no hay afirmaciones, ni doctrinas, ni principios, donde no hay fe religiosa y, por tanto, no hay fe social.
Hagan lo que quieran, solamente tendrán hombres en Dios y por Dios.
Y como buscaron el remedio en el empobrecimiento intelectual y moral de la sociedad, en una enseñanza obligatoria pero anticristiana, inventando escuelas de las que nadie debe faltar, excepto Dios…, ese atropello de la religión y de la razón, así como de la libertad humana, no ha sido más que el golpe de gracia y la sentencia de muerte.
¡Bendito sea el día en que la sociedad pueda recuperarse de sus caídas, lavar sus vergüenzas, consolarse de sus pérdidas y de sus desgracias!
Ese día será el día en que ella pueda decir: He adquirido un varón con el favor de Dios… Finalmente, un hombre me ha sido dado; tengo un hombre por Dios…
Pero ese día será el de Parusía…
Al igual que en Belén, habitará entre nosotros; y nosotros veremos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad…