Conservando los restos
LA SUPRESIÓN DEL SANTO SACRIFICIO
Texto del vídeo publicado Aquí
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ESCUCHAR ESPECIAL DE CRISTIANDAD
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Estamos a cincuenta años del Novus Ordo Missæ… Estamos a cincuenta años de la segunda reforma protestante… Con esa reforma no católica comienza la operación de supresión del santo sacrificio…
Luego de haber estudiado la historia de la Santa Misa desde San Pedro hasta San Pío V y de haber analizado las diversas partes de la Santa Misa de Rito Romano y sus correspondientes oraciones, hemos considerado los antecedentes remotos de la misa nueva.
A continuación realizamos el estudio de sus antecedentes inmediatos, es decir el análisis de la Liturgia durante el Pre-Concilio, lo sucedido durante el conciliábulo vaticano II, la revolución conciliar, y concluimos considerando los cambios después del conciliábulo.
Una vez estudiados los antecedentes remotos y próximos de la misa bastarda, emprendimos el estudio general y particular de ésta.
Una vez considerados los autores y los fines de la nueva misa, dejamos la palabra a los mismos autores, es decir, comenzamos a examinar la explicación de la nueva misa dada por sus inventores, especialmente la Institutio Generalis.
Este largo documento no se contenta, como las rúbricas tradicionales, con indicar la forma de celebrar la Santa Misa, sino que, como dijo su principal editor, Annibale Bugnini, «es una amplia exposición teológica, pastoral, catequética y rubricista, una introducción a la comprensión y a la celebración de la misa” (Palabras ante la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, el 30 de agosto de 1968).
Por lo tanto, podemos referirnos a este texto para conocer la teología de la nueva misa.
Ahora bien, desde su publicación, este texto escandalizó; hasta el punto de que Pablo VI ordenó una revisión de éste.
Una nueva edición, un poco mejorada, apareció en 1970; pero el texto del Novus Ordo no fue modificado. El edificio permaneció tal como había sido construido en base al primer plano…
Cuatro puntos esenciales de la primera versión de la Institutio Generalis llamaron nuestra atención. Dichos temas son los siguientes:
— a) La transubstanciación.
— b) El carácter propiciatorio del sacrificio.
— c) El carácter sacerdotal del ministro sagrado.
— d) La definición de la nueva misa.
En los últimos Especiales analizamos los dos primeros.
Hoy consideraremos el tercero:
EL DEBILITAMIENTO DEL CARÁCTER SACERDOTAL DEL MINISTRO SAGRADO
Los protestantes niegan tres realidades esenciales sobre este tema:
— 1ª. Jesucristo es el Sacerdote principal que ofrece el Santo Sacrificio de Misa; Él es, a la vez, Sacerdote y Víctima del Santo Sacrificio del Nuevo Testamento.
— 2ª. En consecuencia, el sacerdote no es ante todo el representante del pueblo; él es el instrumento (libre y voluntario) de Jesucristo, Sumo Sacerdote.
— 3ª. Por lo tanto, existe una diferencia, no sólo de grado sino también de naturaleza, entre el sacerdocio del sacerdote, que es activo (en virtud del carácter del Sacramento del Orden; poder de actuar en nombre de Cristo) y el «sacerdocio» de los fieles, que es pasivo (en virtud del carácter del Sacramento del Bautismo; poder de participar del sacrificio de Cristo ofrecido por el sacerdote en el nombre de Jesucristo).
Antes de considerar lo dicho por la Institutio Generalis sobre estos puntos, aclaremos la cuestión del carácter sacramental que imprimen tres Sacramentos.
El carácter sacramental nos configura con Cristo sacerdote, dándonos una participación física y formal de su propio sacerdocio eterno.
Escuchemos a Santo Tomás:
El carácter, propiamente, es cierto sello con que se marca a uno para ordenarle a algún determinado fin, como se sella al dinero para usarlo en el cambio, o al soldado para adscribirle a la milicia.
Ahora bien: el cristiano es destinado a dos cosas.
La primera y principal es a la fruición de la gloria eterna, y para esto se le marca con el sello de la gracia.
La segunda es a recibir o administrar a los demás las cosas que pertenecen al culto de Dios, y para esto se le da el carácter sacramental.
Pero todo el rito de la religión cristiana se deriva del sacerdocio de Cristo. Por lo que es claro y manifiesto que el carácter sacramental especialmente es el carácter de Cristo, con cuyo sacerdocio se configuran los fieles según los caracteres sacramentales, que no son otra cosa que ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo derivadas del mismo Cristo.
Esta participación en el sacerdocio de Cristo se inicia con el carácter bautismal, se amplía o perfecciona con el de la confirmación, y llega a su plena perfección con el del orden sagrado.
De este hecho se sigue que los fieles cristianos, aun los laicos, están adornados con cierta misteriosa dignidad sacerdotal, si bien en grado muy inferior e imperfecto con relación a los que han recibido el Sacramento del Orden.
Los simples fieles no pueden realizar las funciones propiamente sacerdotales, principalmente las relativas al Santo Sacrificio y al perdón de los pecados; pero les alcanza cierto resplandor del sacerdocio de Cristo; no metafóricamente, sino en sentido propio y real.
A esto alude el Apóstol San Pedro cuando escribe a los simples fieles creyentes: «Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (I Petr., 2, 9); y San Juan en el Apocalipsis dice también que «los hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes» (Apoc., 5, 10).
Las interpretaciones dadas por los Padres y exegetas a estas palabras son muchas; pero todas coinciden en que se trata de un sacerdocio real, no metafórico, aunque en grado muy diverso del que tienen los que han recibido el sacramento del orden.
Lo mismo enseña Pío XII con toda claridad cuando escribe textualmente en la Encíclica Mediator Dei:
No es de admirar que los fieles sean elevados a tal dignidad, pues por el Bautismo los cristianos, a título común, quedan hechos miembros del Cuerpo Místico de Cristo Sacerdote, y por el «carácter» que se imprime en sus almas son consagrados al culto divino, participando así, de acuerdo con su estado, en el Sacerdocio del mismo Cristo.
Sin embargo, es necesario precisar bien el sentido y alcance de ese sacerdocio de los simples fieles para no incurrir en lamentables extravíos.
Escuchemos de nuevo a Pío XII en la misma encíclica Mediator Dei:
Por el hecho de que los fieles cristianos participen en el Sacrificio Eucarístico, no por eso gozan también de la potestad sacerdotal, cosa que, por cierto, es muy necesario pongáis ante la vista de vuestra grey.
Pues hay en la actualidad, Venerables Hermanos, quienes colindando con errores ya condenados (Conc. Trid., sesión 23, cap. 4), enseñan que en el Nuevo Testamento, por Sacerdocio sólo se entiende el que atañe a todos los bautizados; y que la orden que Jesucristo dio a los Apóstoles en su última Cena, de hacer lo que Él mismo había hecho, se refiere directamente a toda la Iglesia de los fieles y que sólo más adelante se llegó al Sacerdocio Jerárquico. Por lo cual creen que el pueblo tiene verdadero poder sacerdotal y que los sacerdotes obran solamente en virtud de una delegación de la comunidad.
¿A qué se reduce, pues, el sacerdocio de los fieles? Se trata ciertamente de una participación verdadera y real, no metafórica, en el sacerdocio de Cristo, del cual el carácter sacramental es una auténtica participación; pero esta participación admite varios grados según una analogía de proporcionalidad.
Ahora bien: el grado alcanzado por cada uno de los distintos caracteres sacramentales es el que corresponde a su propia naturaleza, y no más.
Y así el carácter bautismal confiere:
a) Una especie de ser sacerdotal, en cuanto que constituye una consagración ontológica que distingue al cristiano del que no lo es.
b) Una especie de poder sacerdotal, en cuanto que, aunque principalmente es una potencia instrumental pasiva o receptiva de los frutos del Santo Sacrificio o de los efectos de la santificación sacramental, es también, secundariamente, una potencia activa, ya sea en la mediación ascendente, porque por esta potencia los fieles ofrecen el sacrificio mediante el sacerdote, ya sea en la mediación descendente, porque por esa misma potencia los fieles confieren instrumentalmente la gracia en la administración del sacramento del matrimonio.
c) El poder ejercitar esas funciones convenientemente; porque el carácter bautismal, como los otros, exige la gracia y la defiende o tutela.
El carácter sacramental es, pues, cierto signo espiritual e indeleble impreso en el alma por algunos sacramentos en virtud del cual el cristiano se distingue del que no lo es y queda habilitado para recibir, defender o realizar cosas sagradas.
El carácter sacramental es cierta potencia espiritual ordenada a las cosas pertenecientes al culto divino, ya sea para recibirlas (carácter bautismal), ya para confesarlas valientemente (carácter de la confirmación), ya para comunicarlas con potestad sagrada a los demás (carácter del orden sacerdotal).
Los tres caracteres establecen una distinción de los cristianos entre sí, y distribuyen a los fieles en tres grados distintos, a saber: en bautizados, confirmados y ordenados, que, desde distintos puntos de vista, equivale a ciudadanos, soldados y ministros de la Iglesia; o a fieles que profesan la fe, soldados que la defienden y jefes que ordenan las cosas pertenecientes a ella.
Para terminar de aclarar la cuestión de la participación de los fieles en el Santo Sacrificio, leamos lo enseñado por Pío XII en la Encíclica Mediator Dei:
A) Deber y dignidad de esta participación
Conviene, pues, Venerables Hermanos, que todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el Sacrificio Eucarístico; y eso, no con un espíritu pasivo y negligente, discurriendo y divagando por otras cosas, sino de un modo tan intenso y activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, según la advertencia del Apóstol: «Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Fil 2, 5); ofreciendo con Él y por Él, consagrándose con Él.
a) Manera de practicarla
Jesucristo, en verdad, es Sacerdote, pero Sacerdote para nosotros, no para Sí, pues ofrece al Eterno Padre los deseos y sentimientos religiosos en nombre de toda la humanidad; igualmente, Él es víctima, pero para nosotros, ya que se pone en vez del hombre culpable.
Pues bien, la frase del Apóstol: «habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo», exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto les es posible, los afectos de que estaba animado el Divino Redentor cuando ofrecía el Sacrificio de sí mismo, es decir, que imiten su humilde sumisión y eleven a la soberana Majestad de Dios el homenaje de su adoración, honor, alabanza y acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la actitud de víctima, que se nieguen a sí mismos según las enseñanzas del Evangelio, que se entreguen voluntaria y gustosamente a la penitencia, que detesten y expíen sus propios pecados. Exige, finalmente, que muramos con muerte mística en la Cruz juntamente con Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo: «Estoy crucificado con Cristo» (Gal 2, 19).
b) Error acerca del Sacerdocio de los fieles
Empero, por el hecho de que los fieles cristianos participen en el Sacrificio Eucarístico, no por eso gozan también de la potestad sacerdotal, cosa que, por cierto, es muy necesario pongáis ante la vista de vuestra grey.
Pues hay en la actualidad, Venerables Hermanos, quienes colindando con errores ya condenados (Conc. Trid., sesión 23, cap. 4), enseñan que en el Nuevo Testamento, por Sacerdocio sólo se entiende el que atañe a todos los bautizados; y que la orden que Jesucristo dio a los Apóstoles en su última Cena, de hacer lo que Él mismo había hecho, se refiere directamente a toda la Iglesia de los fieles y que sólo más adelante se llegó al Sacerdocio Jerárquico. Por lo cual creen que el pueblo tiene verdadero poder sacerdotal y que los sacerdotes obran solamente en virtud de una delegación de la comunidad. Por eso juzgan que el Sacrificio Eucarístico es una estricta «concelebración», y opinan que es más conveniente que los sacerdotes «concelebren» rodeados de los fieles, que no que ofrezcan privadamente el Sacrificio sin asistencia del pueblo.
No hay para qué explicar cuánto se oponen esos capciosos errores a las verdades que ya hemos dejado establecidas, al tratar del puesto que ocupa el sacerdote en el Cuerpo Místico de Cristo. Recordemos solamente que el sacerdote hace las veces del pueblo sólo porque representa a la persona de Nuestro Señor Jesucristo en cuanto que es Cabeza de todos los miembros y en cuanto se ofrece por ellos, y que, por consiguiente, se acerca al altar como ministro de Jesucristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo (San Roberto Belarmino, De Missa, II, cap. 1.). El pueblo, por el contrario, puesto que de ninguna manera representa a la persona del Divino Redentor, ni es reconciliador entre sí mismo y Dios, de ningún modo puede gozar del derecho sacerdotal.
B) Participación en la oblación
Todo esto consta con certeza de fe; con todo, hay que afirmar también que los fieles cristianos ofrecen la hostia divina, pero bajo otro aspecto.
a) Está declarado por la Iglesia
Así lo declararon ya amplísimamente algunos de Nuestros Antecesores y de los Doctores de la Iglesia. «No sólo —así habla Inocencio III, de inmortal memoria— ofrecen el Sacrificio los sacerdotes, sino también todos los fieles; pues lo que se realiza especialmente por el ministerio de los sacerdotes, se obra universalmente por el deseo de los fieles» (De Sacro Altaris Mysterio, III, 6). Y nos place recordar al menos uno de los varios asertos de San Roberto Belarmino, a este propósito: «El Sacrificio —dice— se ofrece principalmente en la persona de Cristo. Así, pues, la oblación que sigue inmediatamente a la consagración es como un testimonio de que toda la Iglesia concuerda en la oblación hecha por Cristo y de que la ofrece con Él» (De Missa, I, cap. 27).
b) Está significado por los mismos ritos
Los ritos y las oraciones del Sacrificio Eucarístico no menos claramente significan y muestran que la oblación de la víctima la hace el sacerdote juntamente con el pueblo. Pues no solamente el ministro sagrado, después de haber ofrecido el pan y el vino, dice explícitamente, vuelto hacia el pueblo: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea aceptable ante Dios Padre Todopoderoso» (Misal Romano, Ordo Missae), sino que, además, las súplicas con que se ofrece a Dios la hostia divina las más de las veces se pronuncian en número plural, y en ellas, más de una vez, se indica que el pueblo participa también en este augusto Sacrificio, en cuanto que él también lo ofrece. Así, por ejemplo, se dice: «Por los cuales te ofrecemos o ellos mismos te ofrecen… Rogámoste, pues, Señor, recibas propicio esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia… Nosotros, tus siervos, y tu pueblo santo…, ofrecemos a tu excelsa Majestad, de tus propios dones y dádivas, la Hostia pura, la Hostia santa, la Hostia inmaculada» (Ibid., Canon Missae).
No es de admirar que los fieles sean elevados a tal dignidad, pues por el Bautismo los cristianos, a título común, quedan hechos miembros del Cuerpo Místico de Cristo Sacerdote, y por el «carácter» que se imprime en sus almas son consagrados al culto divino, participando así, de acuerdo con su estado, en el Sacerdocio del mismo Cristo.
c) En qué sentido ofrecen los fieles
En la Iglesia Católica, la razón humana, iluminada por la fe, se ha afanado siempre por alcanzar el mayor conocimiento posible de las cosas divinas. Es, pues, muy puesto en razón que el pueblo cristiano pregunte piadosamente en qué sentido en el Canon del Sacrificio Eucarístico se dice que él también lo ofrece. Para satisfacer a tal deseo, nos place exponer sucintamente este punto.
Hay, en primer lugar, razones más bien remotas: así, por ejemplo, frecuentemente sucede que los fieles que asisten al culto sagrado alternan sus plegarias con las del sacerdote; asimismo algunas veces —cosa que antiguamente se hacía con más frecuencia— ofrecen a los ministros del altar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo; otras veces, en fin, con sus limosnas procuran que el sacerdote ofrezca por ellos la Divina Víctima.
d) Cómo ofrecen por manos del sacerdote
Empero, hay también una razón íntima para que se pueda decir que todos los cristianos, y principalmente los que están presentes ante el altar, ofrecen el Sacrificio.
Para que en cuestión tan importante no nazca ningún pernicioso error, hay que limitar con términos precisos el sentido del término «ofrecer».
La inmolación incruenta, por la cual, en virtud de las palabras de la Consagración, Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote en cuanto representa a Cristo, no en cuanto tiene la representación de los fieles.
Mas por el hecho de que el sacerdote pone sobre el altar la Divina Víctima, la presenta a Dios Padre como una oblación a gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de toda la Iglesia. En esta oblación, en sentido estricto, participan los fieles a su manera bajo un doble aspecto, pues no sólo por manos del sacerdote, sino también en cierto modo juntamente con él ofrecen el Sacrificio, y esta participación hace que la oblación del pueblo pertenezca también al culto litúrgico.
Que los fieles ofrezcan el Sacrificio por manos del sacerdote se evidencia por el hecho de que el ministro del altar representa a Cristo en cuanto que como Cabeza ofrece en nombre de todos los miembros; por lo cual puede decirse con razón que toda la Iglesia universal presenta la ofrenda de la Víctima por medio de Cristo.
Pero no se dice precisamente que el pueblo ofrece con el sacerdote, porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es exclusivo del ministro delegado para ello por Dios, sino porque une sus obsequios de alabanza, impetración, expiación y acción de gracias a los deseos o intenciones del sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para presentarlas a Dios Padre en la misma oblación de la Víctima, incluso con el mismo rito externo del sacerdote; y es que el rito externo del Sacrificio, por su misma naturaleza, ha de manifestar el culto interno, y el Sacrificio de la Ley Nueva significa el obsequio supremo por el cual el mismo oferente principal, que es Cristo, y con Él y por Él todos sus miembros místicos, tributan a Dios el honor y el respeto que le son debidos.
Con grande gozo del alma hemos sabido que, precisamente, en estos últimos años, a consecuencia de los estudios más diligentes que muchos han hecho en materias litúrgicas, ha sido puesta tal doctrina en plena luz. Sin embargo, no podemos menos de deplorar vivamente ciertas exageraciones y falsas interpretaciones que no concuerdan con las genuinas enseñanzas de la Iglesia.
Algunos, en efecto, reprueban absolutamente las Misas que se ofrecen en privado sin la asistencia del pueblo, como si fuesen una desviación del primitivo modo de celebrar; ni faltan quienes afirman que los sacerdotes no pueden ofrecer al mismo tiempo la Hostia divina en varios altares, pues con esta práctica dividen la comunidad y ponen en peligro su unidad, más aún, algunos llegan a creer que es preciso que el pueblo confirme y ratifique el Sacrificio para que éste alcance su valor y eficacia.
En estos casos se alega erróneamente el carácter social del Sacrificio Eucarístico, porque cuantas veces el sacerdote renueva lo que el Divino Redentor hizo en la última Cena, se consuma realmente el Sacrificio; Sacrificio que por su misma naturaleza, siempre, en todas partes y por necesidad, tiene una función pública y social, pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cuya Cabeza es el Divino Redentor, ofreciéndolo a Dios por la Iglesia Católica, por los vivos y difuntos (Ibid.) y ello tiene lugar sin duda alguna ya sea que estén presentes los fieles —y Nos deseamos y recomendamos acudan en grandísimo número y con la mayor piedad—, ya sea que no asistan, pues de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar.
Por lo que acabamos de exponer queda claro que el Sacrificio Eucarístico se ofrece en nombre de Cristo y de la Iglesia y no pierde su eficacia, individual y social, aunque se celebre sin acólito; con todo, por razón de la dignidad de este tan augusto misterio, queremos y urgimos —conforme a las órdenes constantes de la Santa Madre Iglesia— que ningún sacerdote se acerque al altar sin ayudante que le sirva y responda a tenor del canon 813.
C) Participación en la inmolación
Mas para que la oblación por la cual en este Sacrificio los fieles ofrecen al Padre Celestial la Víctima divina alcance su pleno efecto, conviene añadir otra cosa: es preciso que se inmolen a sí mismos como víctimas.
Esta inmolación no se reduce sólo al Sacrificio litúrgico, pues el Príncipe de los Apóstoles quiere que, puesto que somos edificados en Cristo como piedras vivas, podamos, a fuer de «Sacerdocio santo, ofrecer víctimas espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo» (I Ped 2, 5.); y el Apóstol San Pablo, sin ninguna distinción de tiempo, exhorta a los cristianos con estas palabras: «Os ruego… que le ofrezcáis vuestros cuerpos como una hostia viva, santa y agradable a sus ojos; tal es el culto racional que debéis ofrecerle» (Rom 12, 1).
Más especialmente cuando los fieles participan en la acción litúrgica con tanta piedad y atención, que de ellos se pueda decir en verdad: «cuya fe y devoción te son conocidas» (Misal Romano, Canon.), entonces no podrán menos de influir en que la fe de cada uno actúe más vivamente por medio de la caridad, que la piedad se fortalezca y arda, que todos y cada uno se consagren a procurar la divina gloria y que, ardientemente deseosos de asemejarse a Jesucristo, que sufrió tan acerbos dolores, se ofrezcan como hostia espiritual con y por el Sumo Sacerdote.
Esto mismo enseñan las exhortaciones que el Obispo, en nombre de la Iglesia, dirige a los ministros del altar el día de su ordenación: «Daos cuenta de lo que realizáis; imitad lo que hacéis y al celebrar el Misterio de la Muerte del Señor, procurad mortificar enteramente en vuestros miembros los vicios y las pasiones desordenadas» (Pontifical Romano, De ordinatione presbyteri). Y casi en los mismos términos los libros litúrgicos advierten a los cristianos que se acercan al altar para participar en el Santo Sacrificio: «Ofrézcase en este… altar el culto de la inocencia, inmólese la soberbia, sacrifíquese la ira, mortifíquese la lujuria y toda lascivia, ofrézcase en vez de tórtolas el sacrificio de la castidad, y en vez de pichones, el sacrificio de la inocencia» (Pontifical Romano, De altaris consecratione, prefacio.). Así, pues, mientras estamos junto al altar, hemos de transformar nuestra alma de manera que se extinga totalmente en ella todo lo que es pecado, e intensamente se fomente y robustezca cuanto engendra la vida eterna por medio de Jesucristo, de modo que nos hagamos, con la Hostia Inmaculada, víctimas aceptables al Eterno Padre.
La Iglesia se esfuerza con todo empeño, por medio de las enseñanzas de la Sagrada Liturgia, para que este santo ideal pueda ponerse en práctica del modo más apropiado. A ello convergen, no sólo las lecciones, las homilías y las demás exhortaciones de los sagrados ministros, y todo el ciclo de los misterios que se proponen a nuestra consideración durante todo el curso del año, sino también los ornamentos, los sagrados ritos y su esplendor externo; todo lo cual se encamina «a que resalte la majestad de tan alto Sacrificio, y las almas de los fieles, por medio de estos signos externos de religión y de piedad, se muevan a la contemplación de las altísimas realidades que se esconden en este Sacrificio» (Conc. Trid., sesión 22, art. 5).
Así que todos los elementos de la Liturgia apuntan a que nuestra alma reproduzca en sí misma, por el misterio de la Cruz, la imagen de Nuestro Divino Redentor, según la sugerencia del Apóstol: «Estoy clavado con Cristo en la Cruz, vivo yo, o más bien no soy yo el que vive sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 19-20). Por lo cual nos hacemos como una hostia con Cristo, para aumentar la gloria del Eterno Padre.
Por tanto, hacia esta meta los fieles deben orientar y elevar sus almas al ofrecer la Víctima divina en el Sacrificio Eucarístico. Pues si, como escribe San Agustín, nuestro misterio está puesto en la mesa del Señor (Serm. 272.), es decir, el mismo Cristo Señor Nuestro en cuanto es Cabeza y símbolo de la unión por la cual nosotros somos el Cuerpo Místico de Cristo (I Cor. 12, 27.) y miembros de su Cuerpo (Efe 5, 30); si San Roberto Belarmino, de acuerdo con el Doctor de Hipona, enseña que en el Sacrificio del altar está significado el Sacrificio general por el cual todo el Cuerpo Místico de Cristo, es decir, toda la ciudad rescatada, se ofrece a Dios por el gran Sacerdote, Cristo (San Roberto Belarmino, De Missa, II, cap. 8.), nada puede pensarse más recto ni más justo que el inmolamos también nosotros todos al Eterno Padre, juntamente con nuestra Cabeza, que por nosotros sufrió. Efectivamente, en el Sacramento del altar, según el mismo San Agustín, se muestra a la Iglesia que en el Sacrificio que ofrece, Ella también es ofrecida (De Civ. Dei, lib. 10, cap. 6).
Adviertan, pues, los fieles cristianos a qué dignidad los ha elevado el sagrado Bautismo y no se contenten con participar en el Sacrificio Eucarístico con la intención general propia de los miembros de Cristo y de los hijos de la Iglesia, sino que unidos, de la manera más espontánea e íntima, con el Sumo Sacerdote y con su ministro en la tierra, según el espíritu de la Sagrada Liturgia, únanse con Él de un modo particular cuando se realiza la consagración de la Hostia divina, y ofrézcanla juntamente con Él al pronunciarse aquellas solemnes palabras: «Por Él, con Él y en Él a Ti, Dios Padre Omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, es dada toda honra y gloria por todos los siglos de los siglos» (Misal Romano, Canon.); a las cuales palabras el pueblo responde: «Amén.» Y no se olviden los cristianos de ofrecerse con su divina Cabeza clavada en la Cruz a sí mismos, sus preocupaciones, sus dolores, angustias, miserias y necesidades.
D) Medios para promover esta participación
Son, pues, muy dignos de alabanza los que, deseosos de que el pueblo cristiano participe más fácilmente y con mayor provecho en el Sacrificio Eucarístico, se esfuerzan en poner el Misal Romano en manos de los fieles, de modo que, en unión con el sacerdote, oren con él con sus mismas palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia; y del mismo modo son de alabar los que se afanan porque la Liturgia, aun externamente, sea una acción sagrada, en la cual tomen realmente parte todos los presentes. Esto puede hacerse de muchas maneras, bien sea que todo el pueblo, según las normas rituales, responda ordenadamente a las palabras del sacerdote o entone cánticos adaptados a las diversas partes del Sacrificio, o haga entrambas cosas, o bien en las Misas solemnes responda a las oraciones del ministro de Jesucristo y cante con él las melodías litúrgicas.
E) Subordinados a los preceptos de la Iglesia
Todos estos modos de participar en el Sacrificio son dignos de alabanza y de recomendación cuando se acomodan diligentemente a los preceptos de la Iglesia y a las normas rituales. De hecho tales métodos se encaminan principalmente a alimentar y fomentar la piedad de los cristianos y su íntima unión con Cristo y con su ministro visible, a despertar los sentimientos y disposiciones interiores, con los cuales nuestra alma ha de asemejarse al Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento.
Pero aunque tales métodos significan, aun en su forma exterior, que el Sacrificio, por su misma naturaleza, una vez que es celebrado por el Mediador entre Dios y los hombres (I Tim 2, 5.) ha de considerarse como obra de todo el Cuerpo Místico de Cristo; con todo, de ninguna manera son tan necesarios para imprimirle su carácter oficial y comunitario.
Además, la Misa dialogada no puede sustituir a la Misa solemne, la cual, aunque estén presentes a ella solamente los ministros sagrados, goza de una particular dignidad por la majestad de sus ritos y el esplendor de sus ceremonias, si bien tal esplendor y magnificencia suben de punto cuando, como la Iglesia lo desea, asiste el pueblo cristiano en gran número y con manifiesta devoción.
F) No hay que exagerar el valor de estos medios
Hay que advertir también que se apartan de la verdad y la recta razón quienes, llevados de opiniones falaces, hacen tanto caso de esas circunstancias externas, que no dudan en aseverar que, si ellas se descuidan, la acción sagrada no puede alcanzar su propio fin.
En efecto, no pocos fieles cristianos son incapaces de usar el Misal Romano, aunque esté traducido en lengua vulgar; y no todos están capacitados para entender correctamente los ritos y las fórmulas litúrgicas. El talento, la índole y el espíritu de los hombres son tan diversos y tan desemejantes unos de otros, que no todos pueden sentirse igualmente impresionados con las oraciones, los cánticos y los ritos comunitarios. Además, las necesidades de las almas y sus preferencias no son iguales en todos, ni siempre perduran idénticas en una misma persona. ¿Quién, llevado de ese prejuicio, se atreverá a afirmar que tantos cristianos no pueden participar en el Sacrificio Eucarístico ni gozar de sus beneficios? Lo pueden, ciertamente, gracias a otros métodos, que a algunos les resultan más fáciles; como por ejemplo, meditando piadosamente los misterios de Jesucristo, o haciendo otros ejercicios de piedad, o rezando otras oraciones que, aunque diferentes de los sagrados ritos en la forma, sin embargo concuerdan con ellos por su misma naturaleza.
G) Las comisiones diocesanas litúrgicas
Por eso os exhortamos, Venerables Hermanos, a que, en vuestra Diócesis o vuestro territorio eclesiástico, ordenéis el método más apropiado con que el pueblo pueda participar en la acción litúrgica, según las normas del Misal, las prescripciones de la Sagrada Congregación de Ritos y del Código de Derecho Canónico, de manera que todo se haga con el debido honor y decoro y no se permita a nadie, aunque sea sacerdote, que use los recintos sagrados a su antojo como para hacer nuevos ensayos.
Por lo cual deseamos también que en cada Diócesis, así como hay ya una comisión para el Arte y la Música sagradas, así se cree también otra para promover el Apostolado Litúrgico, a fin de que bajo vuestra vigilante solicitud todo se haga diligentemente según las orientaciones de la Sede Apostólica.
En las Comunidades religiosas, por su parte, cúmplase cuidadosamente todo lo que sus propias Constituciones establecen en este punto y no se introduzcan novedades sin la previa aprobación de los Superiores.
En realidad, por muy diversos y diferentes que sean los modos y las circunstancias externas con que el pueblo cristiano participa en el Sacrificio Eucarístico y en las demás acciones litúrgicas, siempre hay que procurar con todo empeño que las almas de los asistentes se unan del modo más íntimo posible con el Divino Redentor; que su vida se enriquezca con una santidad cada vez mayor, y que cada día crezca más la gloria del Padre Celestial.
No cabe más que alabar esta doctrina y su claridad…
Pero es lamentable que la misma no fuera acompañada de la condena y castigo, con nombre y apellido, de aquellos que se movían “colindando con errores ya condenados”, cayendo en “capciosos errores…, ciertas exageraciones y falsas interpretaciones, que no concuerdan con las genuinas enseñanzas de la Iglesia”, y “se apartaban de la verdad y la recta razón llevados de opiniones falaces”, y se les permitió “que usasen de los recintos sagrados a su antojo para hacer nuevos ensayos”…
Aquellos, que no fueron explícita y nominalmente condenados, son los que prepararon y llevaron a cabo la reforma litúrgica conciliar, no católica…
Resumamos la doctrina católica sobre este tema:
— De acuerdo con la definición del Concilio de Trento, el sacerdocio fue instituido por el Salvador, quien otorgó a sus Apóstoles y a sus sucesores en el sacerdocio el poder de consagrar, ofrecer y administrar su Cuerpo y su Sangre, así como de perdonar y de retener los pecados.
Es por eso que el poder de consagrar pertenece al sacerdote y no al pueblo.
Si las Sagradas Escrituras y la Teología católica hablan del «sacerdocio de los fieles”, es en el sentido amplio de la palabra, para indicar simplemente la consagración de todos los bautizados a la obra divina, en unión con Nuestro Señor, Sumo y Eterno Sacerdote.
Confundir el sacerdocio de los fieles con el del sacerdote es adoptar, una vez más, un principio protestante; de hecho, si damos fe a los pseudo-reformadores del siglo XVI, el celebrante es un sacerdote del mismo tenor que los fieles; él solamente preside la asamblea eucarística como delegado de los asistentes.
— De acuerdo con la definición del Concilio de Trento, en la Santa Misa, Jesucristo se inmola a sí mismo por las manos del sacerdote.
Se dice por esta razón que Nuestro Señor es el sacerdote principal de todas las Misas, mientras que el celebrante es el sacerdote secundario, ministerial o instrumental.
El sacerdocio del celebrante, por otro lado, es esencialmente diferente al de los fieles; de modo que el pueblo no participa en la Misa de la misma manera que el sacerdote.
Negar cualquiera de estas verdades, es caer en el error protestante.
Veamos, pues, como la Institutio Generalis engaña sobre estos tres temas:
Sobre este tema, una vez más, la Institutio conserva algunas expresiones de la doctrina tradicional; pero también presenta nociones y principios que insinúan o contienen las teorías protestantes.
Si bien algunos artículos especifican que la Misa es «acto de Cristo y de la Iglesia» y que el sacerdote representa allí a Cristo, sin embargo el contexto hace inciertas y confusas estas expresiones:
— «El sacerdote, que preside la asamblea ocupando el lugar de Cristo en persona” (qui cœtui personam Christi gerens præest) (artículo 10)
— “La última Cena, en la que Cristo instituyó el memorial de su muerte y resurrección, se hace continuamente presente en la Iglesia cuando el sacerdote, representando a Cristo el Señor (Christum Dominum repræsentans), lleva a cabo lo mismo que hizo el Señor cuando instituyó el sacrificio y el banquete pascual y lo dio a sus discípulos para que lo hicieran en memoria suya.” (artículo 48)
— «El sacerdote preside la asamblea congregada en la persona de Cristo (cœtui congregato in persona Christi præest), preside su oración, anuncia el mensaje de salvación, asocia al pueblo en la ofrenda de sacrificio a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo, y él participa con sus hermanos en el pan de la vida eterna. Por lo tanto, cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y humildad, y por su manera de comportarse y de pronunciar las palabras divinas, sugerir a los fieles una presencia viva de Cristo» (artículo 60).
Como vemos, estas expresiones tienen, a primera vista, un sentido bastante tradicional; incluso son los términos técnicos que designan el modo como actúa el celebrante en lugar de Nuestro Señor.
Sin embargo, tales expresiones aparecen aquí en un contexto que causa cierta perplejidad.
Por un lado, no dice qué significa exactamente «ocupar el lugar de Cristo» o «representarlo».
Por otro lado, la Institutio contiene muchos pasajes que insinúan que el celebrante es un simple presidente de la asamblea, y que su función principal durante la Misa es representar a los fieles reunidos allí.
Esto abre el camino a una interpretación amplia de la «representación» de Cristo (por ejemplo, que todo cristiano es otro Cristo), y no en el sentido estricto y preciso de un sacerdocio jerárquico y visible, en función del cual el sacerdote presta sus labios y su voz a Nuestro Señor en el momento de la Consagración.
La Institutio no señala específica y precisamente lo que afirma el Concilio de Trento, es decir, que en la Misa, Jesucristo es «sacrificado bajo signos visibles a nombre de la Iglesia por el ministerio de los sacerdotes»; y que “la hostia es una misma, uno mismo el que ahora ofrece por el ministerio de los sacerdotes, que el que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz”.
El consejo que se le da al sacerdote de «sugerir a los fieles una presencia viva de Cristo» tiende más bien a convertirlo en el simple actor de una representación teatral; estamos muy cerca del concepto protestante.
Pablo VI – 7 de marzo de 1965 – Parroquia Ognissanti
Primera celebración en italiano
El énfasis puesto sobre la «presidencia» del sacerdote también tiende a ocultar el carácter específico de su sacerdocio.
El Concilio de Trento enseña que el sacerdocio fue instituido por Nuestro Señor:
El mismo Dios y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer a sí mismo a Dios Padre, una vez, por medio de la muerte en el ara de la cruz, para obrar desde ella la redención eterna; con todo, como su sacerdocio no había de acabarse con su muerte; para dejar en la última cena de la noche misma en que era entregado, a su amada esposa la Iglesia un sacrificio visible, según requiere la condición de los hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se había de hacer en la cruz, y permaneciese su memoria hasta el fin del mundo, y se aplicase su saludable virtud a la remisión de los pecados que cotidianamente cometemos; al mismo tiempo que se declaró sacerdote según el orden de Melchisedech, constituido para toda la eternidad, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y lo dio a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del nuevo Testamento, para que lo recibiesen bajo los signos de aquellas mismas cosas, mandándoles, e igualmente a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen, por estas palabras: Haced esto en memoria mía; como siempre lo ha entendido y enseñado la Iglesia católica.
Nada de semejante aparece en la Institutio Generalis.
Por el contrario, ciertas expresiones atacan la concepción católica del sacerdocio:
— En el artículo 7 de la Institutio el sacerdote es calificado simplemente de presidente de la asamblea del pueblo de Dios: “La cena del Señor, o Misa, es el encuentro sagrado o congregación de la asamblea del pueblo de Dios, con presidencia del sacerdote, para celebrar el memorial del Señor”.
Ahora bien, este artículo, que analizaremos en detalle más abajo, tiene mucha importancia puesto que da la definición de la nueva misa y está destinado a orientar a sacerdotes y fieles hacia la comprensión de la misma.
Recordemos las palabras de Monseñor Bugnini en Medellín: «es una amplia exposición teológica, pastoral, catequética y rubricista, una introducción a la comprensión y a la celebración de la misa” (Palabras ante la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, el 30 de agosto de 1968).
— Artículo 10:
«La Plegaria eucarística, que es la cumbre de toda la celebración, ocupa el primer lugar entre las oraciones que corresponden al sacerdote. A continuación están las oraciones, es decir, la colecta, la oración sobre las ofrendas y la oración después de la comunión. El sacerdote, que preside la asamblea ocupando el lugar de Cristo en persona, dirige a Dios estas oraciones en nombre de todo el pueblo santo y de todos los circunstantes. Con razón, pues, se las llama oraciones presidenciales».
La versión de la Conferencia Episcopal Argentina dice: El sacerdote, que preside la asamblea en representación de Cristo.
El original en latín dice:
En concreto, en este artículo, inmediatamente después de la afirmación de que el sacerdote preside la asamblea, representando a Cristo, la Institutio declara que la Plegaria eucarística constituye una oración presidencial.
Resulta que el mismo artículo define las «oraciones presidenciales» como aquellas «que son dirigidas a Dios en el nombre de todo el pueblo santo y de todos los que están presentes».
Todo lector, según este pasaje, será llevado a pensar que en la Consagración el sacerdote habla principalmente en nombre del pueblo.
Esto es muy grave, porque si bien ciertas partes del Canon están dirigidas a Dios en nombre de los fieles; su parte principal, la Consagración, es rezada por el sacerdote exclusivamente en nombre de Nuestro Señor.
Es imposible para un católico admitir en este punto cualquier ambigüedad.
La teología católica dice que el sacerdote actúa «in persona Christi» (en la persona de Cristo) cuando pronuncia las palabras rituales que realizan un sacramento; pues es Jesucristo quien obra.
La Institutio Generalis se arroga una apariencia católica al usar la misma expresión «in persona Christi», pero el contexto permite comprobar que no le da el mismo significado.
Por lo tanto, el artículo 10 de la Institutio es uno de los más condenables de todo el documento.
A pesar de las graves censuras que presenta, este artículo 10 no se ha modificado en el texto de 1970 de la Institutio…
El artículo 60 dice: «Incluso si es un simple sacerdote el que celebra, él preside la asamblea congregada en la persona de Cristo, preside su oración, anuncia el mensaje de salvación, asocia al pueblo en la ofrenda de sacrificio a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo, y él participa con sus hermanos en el pan de la vida eterna.»
Después de tal enumeración, es cierto que la expresión «in persona Christi» ha perdido todo su significado, ya que nunca puntualiza claramente que hay en la Misa un momento en que el sacerdote actúa en nombre de Cristo solo, independientemente de la asamblea.
Todo lector de la Institutio será llevado a pensar que en la Consagración el sacerdote habla principalmente en nombre del pueblo.
Sin embargo, como hemos visto, Pío XII ha reafirmado muy claramente este punto de la doctrina católica: La inmolación incruenta, por la cual, en virtud de las palabras de la Consagración, Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote en cuanto representa a Cristo, no en cuanto tiene la representación de los fieles.
Destaquemos, por otra parte, que los autores del documento han pensado aclarar en el artículo 13 que “el sacerdote no reza sólo como presidente, en nombre de toda la asamblea, sino que a veces también en su propio nombre, para cumplir su ministerio con atención y piedad. Estas oraciones se pronuncian en voz baja».
Por lo tanto, se nos dice con mucho cuidado que en la nueva misa el sacerdote ora tanto «en nombre de todo el pueblo santo y de todos los asistentes», así como «en su propio nombre»…; pero no pueden decir lo esencial, a saber, que él también ora, en el momento central de la Misa Católica, en nombre de Cristo solo, in persona Christi.
Tal supresión tiene el efecto de una negación práctica…
Reiteramos, pues, que este artículo 10 ataca el dogma católico según el cual Jesucristo es el sacerdote principal, que ofrece el Santo Sacrificio por las manos de un ministro. Y, por lo tanto, es uno de los más condenables del documento modernista conciliar.
Como dijimos, a pesar de las graves censuras que mereció, no ha sido modificado en el texto revisado de 1970…
— Artículo 12: «La naturaleza de las partes “presidenciales” exige que sean pronunciadas en voz alta y clara, y ser escuchadas por todos con atención”.
El principio que encontramos aquí enunciado es particularmente insólito…
Como la plegaria eucarística ha sido mencionada entre las oraciones «presidenciales»…, es lógico, entonces, que sea pronunciada en voz alta y clara…
Además de la negación práctica del carácter propio del sacerdote (considerado sólo como «presidente de una asamblea», delegado del pueblo…, un sindicalista…), observemos que estos artículos contradicen netamente al Concilio de Trento y las rúbricas del Misal Romano, según las cuales el Canon no se pronuncia en voz alta e inteligible…
La Institutio dice que la “Plegaria eucarística” («oración presidencial»), por su naturaleza, debe ser pronunciada «en voz alta y clara». No es una recomendación práctica, sino un principio universal, que depende de la esencia de esta oración.
Este hecho merece una atención especial, dado el siguiente anatema emitido por el Concilio de Trento:
Si alguno dijere, que se debe condenar el rito de la Iglesia Romana, según el que se profieren en voz baja una parte del Canon, y las palabras de la consagración; sea excomulgado.
Al declarar que la naturaleza de las partes “presidenciales” exige que sean pronunciadas en voz alta y clara (por lo tanto el Canon y la Consagración), la Institutio establece un principio válido en todo tiempo, y afirma, en consecuencia, que el Concilio de Trento se ha equivocado en este punto…
El artículo 12 tampoco fue modificado en la versión de 1970…
— Artículos 262 y 271, que proponen la misa cara al pueblo, contradicen la Tradición de la Iglesia, también basados en la falsa noción de la función «presidencial» del celebrante:
Constrúyase el altar separado de la pared, de modo que se le pueda rodear fácilmente y la celebración se pueda realizar de cara al pueblo, lo cual conviene que sea posible en todas partes.
La sede del sacerdote celebrante debe significar su ministerio de presidente de la asamblea y de moderador de la oración. Por lo tanto, su lugar más adecuado es vuelto hacia el pueblo, al fondo del presbiterio.
La misa cara al pueblo jamás fue la regla en la antigüedad, como algunos innovadores pretendieron hacerlo creer.
Las obras de Monseñor Gamber, que, sin embargo, tiene posiciones bastante progresistas sobre ciertos temas, parecen definitivas a este respecto, y concuerdan con las de otros liturgistas reconocidos.
El Padre Bouyer, que, sin embargo ha participado activamente en la redacción del Nuevo Ordo, ha llegado a la misma conclusión: «La misa cara al pueblo es un contra-sentido total, o más bien un puro disparate (Posfacio del libro Monseñor Gamber Tournés vers le Seigneur, 1992).
Anotemos que, según la práctica tradicional de la Iglesia, no hay exclusividad en este punto. En varios ritos la Misa es celebrada versus populum.
Lo inaudito es el hecho de que el novus ordo proscribe la Misa que no sea celebrada versus populum, como un medio menos apropiado, que no expresa de manera idónea la función presidencial del sacerdote…
Y precisamente, este artículo 271 presenta también una concepción errónea del papel del sacerdote.
Según el Ordo Romano, el sacerdote se ubica cara a Dios, porque él es el sacrificador que, en lugar del Verbo Encarnado, se presenta ante el Padre Eterno.
En lugar de ser el representante anónimo del Mediador entre Dios y los hombres, que en lugar del Verbo Encarnado se presenta ante el Padre eterno, ahora aparece:
— como el presidente de una comida festiva,
— como el actor que interpreta el papel escénico de Cristo,
— o, peor aún, a veces como el animador de una kermesse humanitaria.
La novedad introducida se sigue de la noción de presidente de la asamblea, en oposición a la doctrina tradicional.
Esto tienen graves consecuencias.
En efecto, el Padre Laurentin escribió: «El ofertorio tomará su verdadero lugar en relación con una comida, en la medida en que el altar se coloque frente al pueblo. En efecto, la mesa y la comida se convierten nuevamente en el centro de la liturgia en la tradición de la cena, mientras que antes estábamos en la perspectiva de un altar del sacrificio, cuya función como mesa era secundaria» (Reflexiones Pastorales sobre la reforma de la liturgia, 1965).
Max Thurian reconoce también que “el hecho de dar vuelta el altar ha estancado el aspecto sacrificial de la misa” (Le prêtre configuré au Christ, Mame, 1993, pp 76-77).
En lugar de volverse totalmente hacia Dios, la misa se convierte en un cara a cara humano.
Recordemos que este centrar la acción en la asamblea es originalmente una práctica calvinista…
Finalmente, respecto de Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ni una sola vez el documento afirma que Nuestro Señor es el sacerdote principal y que el celebrante ejerce un sacerdocio secundario y ministerial, aunque esencialmente diferente al de los fieles.
La Institutio no es explícita en esta materia.
En efecto, por un lado, contiene expresiones que pueden tomarse como afirmaciones de la doctrina tradicional.
Además de los artículos 10, 48 y 60 de la Institutio, ya mencionados; pueden verse los siguientes:
El artículo 1, según el cual la celebración de su misa es una acción de Cristo y del pueblo de Dios jerárquicamente organizado.
En el artículo 4, podemos leer que la celebración eucarística es un acto de Cristo y de la Iglesia.
Pero, por otro lado, debe notarse que, en conjunto, deja espacio para algunas interpretaciones que son simplemente erróneas.
Por todo esto, si bien la noción católica del papel del sacerdote no es negada abiertamente por la Institutio Generalis, ella deja de lado tanto el sacrificio propiciatorio como la transubstanciación.
Una vez más, la versión protestante es la sugerida.
Por lo tanto, no sorprende la definición que dan de ella…
Dios mediante lo veremos en los próximos Especiales.