DOM GUÉRANGER: LAS HEREJÍAS ANTI-LITÚRGICAS

El asedio de los enemigos

LA LITURGIA COMO VEHÍCULO DE LA HEREJÍA

LAS HEREJÍAS ANTI-LITÚRGICAS

DESCRITAS POR EL ABAD DE SOLESMES

Dom Guéranger, en su obra Las Instituciones Litúrgicas, analiza lo que él llama las herejías anti-litúrgicas: práctica constante de todos los herejes a lo largo de los siglos, y cuyo compendio se encuentra en el protestantismo.

En la terminología de Dom Guéranger, la expresión “herejía antilitúrgica” designa aquella hostilidad que uno descubre en todas las herejías propiamente dichas respecto de la liturgia católica.

Estos términos no definen una herejía particular sino una tendencia constante que empuja fatalmente, de siglo en siglo, a todas las escuelas heterodoxas a transformar primero Liturgia de la verdadera Iglesia, y después querer destruirla, tratando de infiltrar en ella el genio de la destrucción.

Se trata, pues, de un resumen de la doctrina y práctica de la secta antilitúrgica respecto a la «depuración» del culto por ellos proclamada.

Dichas observaciones abarcan especialmente el periodo que va del siglo XVI al XIX. Lo sorprendente es la correspondencia de muchos de estos principios con los contenidos, implícita o explícitamente, en la Constitución litúrgica Sacrosanctum concilium, del conciliábulo vaticano II, en la nueva misa y en las reformas precedentes que condijeron a ellas.

Leamos, meditemos y retengamos la enseñanza de Dom Guéranger.

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El componente antilitúrgico del Protestantismo

Con la llegada de Lutero, que nada dijo que no hubiera sido dicho con anterioridad, se pretendió liberar al hombre por una parte “de la esclavitud del pensamiento” respecto a la potestad de enseñar de la Iglesia, y por otra, de la “esclavitud del cuerpo” respecto al poder litúrgico.

Nos parece necesario resumir el camino seguido por los pretendidos reformadores protestantes en los últimos tres siglos (ya cinco, comprobamos nosotros) y presentar el conjunto de sus actos y de su doctrina sobre “la depuración del culto divino”.

Lo hacemos en doce puntos, que constituyen las principales características de la herejía antilitúrgica:

1º. La primera característica de la herejía anti-litúrgica es el odio a la Tradición en las fórmulas del culto divino.

Cualquier sectario que desee introducir una nueva doctrina se enfrenta inexorablemente con la Liturgia, que es la forma más alta y sublime de la Tradición; y no puede descansar hasta que haya silenciado esta voz, hasta que haya desgarrado las páginas que salvaguardan y transmiten la fe de los siglos pasados.

¿Cómo se establecieron y se mantuvieron el luteranismo, el calvinismo y el anglicanismo en la Misa? Todo lo que se necesitaba era la sustitución de los libros y fórmulas antiguas por nuevos libros y nuevas fórmulas, donde los Santos Padres y Doctores de la Iglesia no molestasen. De este modo nada obstaculizó a los nuevos doctores; podían predicar a sus anchas, pues la fe de la gente estaba indefensa.

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2º. El segundo principio de la secta anti-litúrgica consiste en reemplazar las fórmulas de estilo eclesiástico por lecturas de la Sagrada Escritura.

Encuentran en él dos ventajas: primero, silenciar la voz de la Tradición, siempre temible; luego, un medio de propagar y apoyar sus “dogmas” por vía de negación o de afirmación.

Por vía de negación, silenciando, mediante una hábil elección, los textos que exponen la doctrina opuesta a los errores que desean resaltar.

Por vía de afirmación, al poner en luz pasajes truncados que muestran sólo un lado de la verdad, ocultando el otro ante los ojos de los fieles.

Esa preferencia dada por todos los herejes a las Sagradas Escrituras sobre las definiciones eclesiásticas no tiene otra razón que la facilidad que tienen para hacer decir a la Palabra de Dios todo lo que quieren, poniéndola en evidencia u ocultándola según el caso.

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3º. Al ver que las Escrituras no siempre se inclinan como desean a todos sus propósitos, su tercer principio es fabricar e introducir fórmulas diversas (nuevas), llenas de perfidia, por las cuales los fieles son más sólidamente encadenados al error, y todo el edificio de la impía reforma se consolidará durante siglos.

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4º. No debemos sorprendernos ante la contradicción que la herejía presenta en sus obras, cuando conocemos el cuarto principio o la cuarta necesidad impuesta a los sectarios por la naturaleza misma de su estado de rebelión: es una contradicción habitual en sus propios principios.

Así, todos los sectarios, sin excepción, comienzan reclamando los derechos de la antigüedad; desean liberar al cristianismo de todo lo que el error y las pasiones de los hombres han mezclado de falso e indigno de Dios.

Sólo quieren lo primitivo y pretenden recuperar la institución cristiana de los orígenes. Con este fin, podan, borran, cortan, todo cae bajo sus golpes. Y cuando esperamos ver de nuevo en su pureza el culto divino, nos encontramos abarrotados de nuevas fórmulas que datan sólo del día anterior y que son, sin duda, humanas.

Toda secta vive de esa necesidad: se encuentra entre los monofisitas, entre los nestorianos y en todas las ramas protestantes…

Destaquemos una cosa característica en el cambio de la Liturgia llevado a cabo por los herejes: en su rabia de innovación, no se contentan con hacer desaparecer las fórmulas de estilo eclesiástico, sino que corrigen y sustituyen incluso las lecturas y oraciones que la Iglesia ha tomado de la Sagrada Escritura, temiendo cualquier rastro de ortodoxia que ha presidido la elección de esos pasajes.

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5º. Como la reforma de la Liturgia tiene el mismo objetivo que la reforma del dogma, de la que es consecuencia, se sigue que, así como los protestantes se han separado de la unidad doctrinal que han recortado, también han eliminado todas las fórmulas que expresan alguno de los misterios de la fe católica.

Han calificado de superstición todo lo que no les parece puramente racional, restringiendo así las expresiones de fe, obstruyendo, mediante la duda e incluso la negación, todas las vías que se abren al mundo sobrenatural.

De este modo, ya no hay sacramentos, salvo el bautismo, esperando el socinianismo que librará de él a sus adeptos; ya no hay sacramentales, bendiciones, imágenes, reliquias de santos, procesiones, peregrinaciones, etc.

Ya no hay Altar, sino simplemente una mesa; no más sacrificio, como en toda religión, sino sólo una cena; no más iglesias, sino sólo un templo como en los griegos y los romanos.

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6º. La supresión de las cosas misteriosas en la liturgia protestante estaba destinada a provocar infaliblemente la extinción de todo espíritu de oración, que se llama unción en la liturgia católica.

Un corazón rebelde no tiene amor, y un corazón sin amor lo único que puede producir son expresiones pasables de respeto o temor, con la frialdad espléndida propia del fariseo, pero jamás un corazón ardiente de amor y de unción: así es el culto protestante.

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7º. Al tratar noblemente con Dios, la liturgia protestante no necesita de intermediarios creados. Ella creería carecer de respeto por el Ser soberano invocando la intercesión de la Santísima Virgen y la protección de los santos.

De allí viene que el protestantismo excluye toda esa “idolatría papista” que pide a la criatura lo que hay que pedir únicamente al Creador.

Por lo tanto, se impone un calendario litúrgico sin Santos.

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8º. Como la reforma litúrgica tiene como uno de sus propósitos principales la abolición de actos y fórmulas místicas, se deduce necesariamente que sus autores deben reclamar el uso de la lengua vernácula en el servicio divino.

Este es uno de los puntos más importantes para los sectarios. El culto no es algo secreto, dicen. Las personas deben entender lo que están cantando.

El odio de la lengua latina está en el corazón de todos los enemigos de Roma. Ven en ella el bien de los católicos en todo el mundo, el arsenal de la ortodoxia contra todas las sutilezas del espíritu sectario.

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9º. Al despojar a la liturgia el misterio que rebaja la razón, el protestantismo tuvo cuidado de no olvidar la consecuencia práctica, a saber, la liberación de la fatiga y la molestia impuestas al cuerpo por las prácticas de la “liturgia papista”.

No más ayuno, no más abstinencia, no más genuflexiones en la oración; no más obligaciones diarias en la recitación de las horas canónicas para el clero, en nombre de la Iglesia.

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Esta es una de las formas principales de la gran emancipación protestante: disminuir el número de oraciones públicas y particulares.

10º. Como el protestantismo necesitaba una regla para discernir, entre las instituciones papistas, aquellas que son más hostiles a sus principios, era obligatorio buscar en los fundamentos del edificio católico y encontrar la piedra fundamental que sostiene todo.

Su instinto le hizo descubrir ante todo el dogma inconciliable con toda innovación: el poder papal.

Cuando Lutero escribió en su estandarte: “Odio a Roma y a sus Leyes”, no hizo más que promulgar, una vez más, el gran principio de todas ramas de la secta antilitúrgica.

Por eso fueron abolidas en masa el culto y las ceremonias, como constituyendo la idolatría de Roma; la lengua latina, el oficio divino, el calendario con sus fiestas, el breviario, es una palabra: “todas las abominaciones de la gran ramera de Babilonia”.

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11º. La herejía antilitúrgica, para establecer sólidamente su régimen tenía necesidad de destruir, por los hechos y como principio, el sacerdocio en el cristianismo. Porque ella presentía que donde haya un pontífice, hay un altar; y que donde hay un altar, hay un sacrificio; y que donde hay un sacrificio, hay un ceremonial misterioso.

Por lo tanto, después de atentar contra el Soberano Pontífice, era necesario atentar contra el carácter del obispo, del cual emana la mística imposición de manos que perpetua a la jerarquía sagrada.

De ahí un vasto “presbiteranismo”, que no es otra cosa que la consecuencia de la supresión del Soberano Pontífice.

A partir de ahí, no hay más sacerdote propiamente dicho: en efecto, ¿cómo la simple elección por la comunidad, sin consagración, constituirá un hombre sagrado?

Por ello, no hay más que laicos en el protestantismo. Y así debía ser, porque ha desaparecido la Liturgia.

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12º. Finalmente, desaparecido el sacerdocio y la jerarquía, el príncipe es el único principio de autoridad entre los laicos, y se proclama jefe religioso.

Así, veremos que los reformadores, después de haber librado a la Religión del yugo espiritual de Roma, reconocen al soberano temporal como pontífice supremo, y le conceden poder sobre la Liturgia entre otras atribuciones del “derecho mayestático”.