50 AÑOS DEL NOVUS ORDO MISSÆ

Conservando los restos
Especiales de Cristiandad

LA SUPRESIÓN DEL SANTO SACRIFICIO

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El 3 de abril de 1969, Jueves Santo aquel año, veía la luz la Constitución Missale Romanun presentando el Novus Ordo Missæ, la misa bastarda montiniana…

Estamos a cincuenta años del Novus Ordo Missæ…

Estamos a cincuenta años de la segunda reforma protestante…

Con esa reforma no católica comienza la operación de supresión del santo sacrificio…

Como ya saben, hemos comenzado con la publicación de dos clases de artículos: unos sobre la Santa Misa, especialmente en su sacrosanto Rito Romano; y otros mostrando la perversidad de la misa bastarda.

Continuando con la Historia de la Misa Tradicional, veremos hay el tema de la Santa Misa en la Iglesia Primitiva.

Luego vendrá el período desde San Pedro hasta San Gregorio Magno; y la continuidad del Misal Romano desde este gran Pontífice hasta San Pío V.

Será necesario hacer un estudio detallado de los ataques protestantes en el siglo XVI contra la Misa Católica.

Enfrentando esa reforma, consideraremos la inmensa obra del Concilio de Trento, especialmente las definiciones y las condenas de su Vigesimosegunda Sesión, y el encargo hecho a los Sumos Pontífice que culminará con la promulgación de la Bula Quo Primum Tempore de San Pío V.

El demonio no podía quedarse tranquilo sin intentar suprimir el Sacrificio del Nuevo y Eterno Testamento. De este modo suscitará en la segunda década del siglo XX la desviación del Movimiento Litúrgico, que desembocará en la promulgación de la Constitución Missale Romanum de Pablo VI…

Estudiaremos en detalle el Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missæ, las oraciones de la nueva misa y el espíritu protestante de la reforma litúrgica…

Llegaremos, Dios mediante, hasta los Indultos de 1984 y 1988 y el pérfido Motu proprio de 2007…

HISTORIA DE LA MISA TRADICIONAL (III)

LA SANTA MISA EN LA IGLESIA PRIMITIVA

Los historiadores que intentan reconstruir el culto de los primeros cristianos mediante los únicos documentos escritos que nos quedan, están expuestos a muchas ilusiones; porque lo esencial de la doctrina y de la liturgia se transmitió oralmente en las primeras generaciones cristianas.

Una vez que se comprende este principio, es fácil demostrar, con la ayuda de los pocos documentos que quedan, que los cristianos de los primeros cuatro siglos profesaron la misma fe que los fieles de la Edad Media o que los teólogos del Concilio de Trento.

Contrariamente a lo que afirman los protestantes, el significado de la Santa Misa era muy claro entre los cristianos de la era apostólica.

LA TRADICIÓN ORAL AL COMIENZO DE LA IGLESIA

Al principio de la Iglesia hubo sólo una enseñanza dogmática no escrita, consistente en una explicación teológica de los Sacramentos, y una transmisión oral respecto de todo lo que se refería a las ceremonias litúrgicas.

Los primeros cristianos se enfrentaron a la necesidad de ocultar este depósito sagrado al mundo pagano, que estaba agonizando en cultos decadentes de iniciación, y todavía no conocía nada de los sublimes misterios cristianos.

Para evitar cualquier profanación, y mientras esperaba que la religión cristiana fuese reconocida por el Imperio Romano, la iglesia primitiva aplicó el precepto de Nuestro Señor: “No deis a los perros lo que es santo y no echéis vuestras perlas ante los puercos, no sea que las pisoteen con sus pies, y después, volviéndose, os despedacen.” (Mt., 7, 6).

Un testimonio de San Basilio el Grande, que data del siglo IV, confirma lo dicho:

Los dogmas y definiciones (doctrinales y litúrgicas) conservados en la Iglesia, algunos los tenemos de las enseñanzas escritas (es decir, las Escrituras), y hemos reunido los otros, transmitidos en secreto, de la Tradición Apostólica. Todos ellos tienen la misma fuerza a los ojos de los piadosos, y nadie la negará, si tiene alguna experiencia de las instituciones eclesiásticas; ya que, si intentamos descartar las costumbres no escritas como no teniendo gran fuerza, atacaríamos y socavaríamos, sin quererlo, el mismo Evangelio en puntos esenciales. (Tratado del Espíritu Santo, XXVII, 188 a).

Y San Basilio da como ejemplo el Signo de la Cruz, las oraciones del Canon de la Misa, la consagración del agua bautismal y del aceite de las unciones.

El gran doctor también enfatiza la unidad orgánica que existe entre la Tradición y la Escritura. No podemos separar una de la otra. Más abajo volveremos sobre este punto importante.

San Ambrosio, en su Tratado De Mysteriis, da una precisión práctica que confirma la existencia de esta disciplina del silencio: la enseñanza relativa a los Sacramentos, en el caso de conversiones de adultos, se daba sólo después del bautismo. El obispo dice:

Ahora las circunstancias nos invitan a hablar sobre los misterios (ceremonias litúrgicas) y a darles la explicación de los sacramentos (enseñanza dogmática). Si hubiéramos pensado en referirnos a ella antes del bautismo, cuando ustedes no estaban aún iniciados (la iniciación cristiana, en la disciplina primitiva, comprendía el bautismo, la confirmación y la participación íntegra en la Misa), se habría considerado que era cometer una traición en lugar de enseñar la Tradición. (I, 1).

Esta misma comprobación se puede hacer en el Oriente cristiano: Las Catequesis Bautismales de San Cirilo, Obispo de Jerusalén (siglo IV), se referían a la explicación de los diversos artículos del Credo. Se impartían durante el tiempo de Cuaresma, y eran seguidas, después del bautismo, por las Catequesis Mistagógicas, en las cuales el Santo Obispo daba la explicación doctrinal de la liturgia que acompañaba a los tres Sacramentos recibidos uno tras otro durante la Vigilia Pascual: Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

Los catecúmenos asistían a la Misa hasta el sermón (de ahí la denominación de Misa de los catecúmenos para esta primera parte), pero abandonaban la iglesia antes del comienzo del Ofertorio, la parte sacrificial.

Nuestro Señor estableció las grandes líneas de la liturgia, así como lo hizo respecto de los elementos esenciales de la religión.

Los Hechos de los Apóstoles observan que Jesús, en los cuarenta días transcurridos entre la Resurrección y la Ascensión, se apareció muchas veces a los Apóstoles hablando acerca del reino de Dios.

Eusebio refiere que Santa Elena edificó sobre el Monte de los Olivos una pequeña iglesia en una especie de cueva donde, según una antigua tradición, los discípulos y los apóstoles fueron iniciados en los arcanos de los misterios.

El Testamentum Domini (del siglo V) sitúa a los Apóstoles, en el día mismo de la Resurrección, interrogando al Señor acerca de Con cuál regla aquel que está a la cabeza de la Iglesia debe constituirla y ordenarla […] De qué manera deben ser tratados los misterios de la Iglesia. Y Jesús responde explicándoles en detalle las distintas partes de la Liturgia.

Nuestro Señor ha esbozado, pues, las líneas fundamentales del Culto litúrgico; y es de suponer que, para cuanto Él no ha definido, ha dejado la iniciativa a los Apóstoles, a quienes había investido con su misma divina misión y a quienes les había impartido las facultades necesarias, haciéndolos, no sólo propagadores de la Palabra evangélica, sino también ministros y dispensadores de los Misterios.

Los Apóstoles, entonces, continúan la tarea de establecer y promulgar una serie de ritos. La Liturgia de Occidente, el Rito Romano en particular, reconoce en San Pedro a su autor principal.

No podemos ignorar algunas antiguas y valiosas tradiciones, existentes en ciertas iglesias fundadas por los Apóstoles, según las cuales la Liturgia allí en vigor era un patrimonio recibido de los mismos Apóstoles. Tal la Liturgia de San Marcos para la iglesia de Alejandría, de Santiago para la de Antioquía, de San Andrés para la de Constantinopla.

A excepción de un pequeño número de referencias en los Hechos de los Apóstoles y en sus Epístolas, la Liturgia apostólica se encuentra completamente fuera de la Escritura, y es de dominio puro de la Santa Tradición. Desde sus orígenes, por lo tanto, la Liturgia ha existido más en la Tradición que en la Sagrada Escritura. En efecto, la Liturgia era practicada por los Apóstoles, y por aquellos que éstos habían consagrado Obispos, Sacerdotes o Diáconos, mucho antes de la redacción completa del Nuevo Testamento.

Muy a menudo, los Padres de los siglos III y IV, hablando de algún rito o ceremonia en particular, afirman que es de origen o tradición apostólica, refiriéndose al período más antiguo de la Iglesia.

Es interesante observar en este sentido cómo ya en el siglo primero, la Liturgia, aunque todavía en un estado primitivo, tenía un orden propio que los cristianos consideraban remontable al mismo Cristo.

Lo demuestra la primera carta de San Clemente a los Corintios; dicho Sumo Pontífice (+ 99), discípulo de los Apóstoles y tercer sucesor de San Pedro, dirigiéndose por escrito a la comunidad de Corinto, se refiere a ordenanzas del Señor acerca del orden a seguir en las posturas, en la gradualidad y en los momentos de la Liturgia:

“Debemos hacer con orden todo aquello que el Señor nos manda cumplir en los tiempos establecidos. Él nos prescribió hacer las ofrendas y las liturgias, y no al azar o sin orden, sino en circunstancias y horas establecidas” (Capítulo XL).

De lo que llevamos dicho se concluye que la Liturgia instituida por los Apóstoles tuvo que contener necesariamente todo lo que era esencial para la celebración del Sacrificio y la administración de los Sacramentos, tanto bajo el aspecto de las formas esenciales como bajo aquel de los ritos obligados para la decencia de los misterios, para el ejercicio del poder de Santificación y de Bendición que la Iglesia recibe de Cristo por medio de los mismos Apóstoles.

Desde el siglo primero hay, pues, en el Culto Divino un orden bien establecido y una jerarquía que se consideran como provenientes del Señor.

San Justino, después de haber descrito todo el orden de la celebración eucarística, afirma que “ésta se celebra en Domingo, porque en ese día Nuestro Señor fue visto por los apóstoles y discípulos, Él enseñó esas cosas, que tienen que ser consideradas, y se han entregado a vosotros”.

La forma de la oblación del Santo Sacrificio la Iglesia la recibió de los Apóstoles, como señala San Justino en su famosa Apología (1, 66): “Cristo ha prescrito el ofrecer; lo han prescrito, a su vez, los Apóstoles; y nosotros hacemos en relación a la Eucaristía aquello que hemos aprendido de su tradición”.

Quiere decir, por tanto, que las principales partes de la Misa se remontan al Magisterio de Jesucristo en el día de su Resurrección.

San Basilio también señala a la Tradición Apostólica como fuente de las mismas observancias, a las que añade, como ejemplo, las siguientes: el orar hacia el este; consagrar la Eucaristía en medio de una fórmula de invocación que no se encuentra registrada ni en San Pablo, ni en el Evangelio; bendecir el agua bautismal y el aceite de la unción, etc.

Como dice Dom Guéranger, no sólo San Basilio, sino toda la antigüedad, sin excepción, confiesa expresamente esta gran regla de San Agustín: “Es muy razonable pensar que una práctica conservada por toda la Iglesia y no establecida por los Concilios, pero siempre conservada, no puede haber sido transmitida sino por la autoridad de los Apóstoles”.

San Pablo, en su primera Carta a los Corintios, nos muestra a esta nueva Iglesia ya en posesión de los Misterios del Cuerpo y la Sangre del Señor; sin merma de lo cual demuestra querer dar disposiciones más precisas en cuanto a las cosas sacras.

Recabando de los Hechos y las Epístolas de los Apóstoles, así como también de los testimonios de la Tradición de los primeros cinco siglos, se pueden reconstruir estos ritos generales que deben considerarse como apostólicos.

Este mandato apostólico tuvo pronto fuerza de ley, ya que, en la primera mitad del siglo II, el gran apologista San Justino, en la descripción que dio de la Misa de su tiempo, da fe de la fidelidad con que aquella era observada. Tertuliano y San Cipriano confirman este testimonio.

A fines del siglo IV se reportan estas significativas palabras del Papa San Siricio (+ 399) que revelan toda la importancia de la unidad litúrgica como fundamento de la unidad de la Fe y del Dogma: “La regla apostólica nos enseña que la confesión de fe de los obispos católicos debe ser una. Si hay una sola fe, no habrá más que una sola tradición. Si hay una sola tradición, tendrá que haber una sola disciplina en toda la Iglesia”.

En conclusión: durante los tres primeros siglos hubo una unidad sustancial de ritos, a pesar de las diferencias accidentales locales que podían encontrarse. Los detalles variables fueron gradualmente fijados, y entraron en la Tradición de la Iglesia.

Desde el siglo IV en adelante tenemos informaciones muy detalladas acerca de las cuestiones litúrgicas. Padres de la Iglesia como San Cirilo de Jerusalén (+ 386), San Atanasio (+ 373), San Basilio (+ 379), San Juan Crisóstomo (+ 407) nos proporcionan elaboradas descripciones de los ritos que se celebraban.

LAS CEREMONIAS DESDE EL ORIGEN

El rito de la Santa Misa se remonta, pues, a los tiempos apostólicos. Consideremos algunas ceremonias en particular:

El saludo a los files con las palabras Dominus vobiscum ya estaba en uso desde la ley antigua. Booz lo dirigió a sus segadores (cf. Rut 2, 4).

Esta fórmula de saludo, acostumbrada entre los israelitas, perdura aún hoy en Palestina. Nótese que es la misma que el Arcángel San Gabriel usa para saludar a María Santísima; y es la que usa el celebrante del Santo Sacrificio.

El Obispo saluda en la Colecta con la fórmula Pax vobis. Es la fórmula del saludo que Jesús usaba en vida, y hasta después de resucitado, y el que enseñó a sus discípulos. Esta fórmula de caridad, que sólo se ha conservado en la Liturgia y se ha perdido en el uso corriente, tiene una promesa de Jesús que le da la eficacia de una verdadera bendición, pues dice que la paz descenderá sobre aquellos a quienes saludemos, si son “hijos de paz”, y que ni aún en caso contrario será perdido nuestro saludo, pues entonces la paz vendrá a nosotros.

El profeta Azarías saluda a Asá, rey de Judá con esta fórmula: “Vino entonces el Espíritu de Dios sobre Azarías, hijo de Oded, el cual salió al encuentro de Asá y le dijo: ¡Oídme vosotros, oh Asá y todo Judá y Benjamín! Yahvé estará con vosotros cuando vosotros estéis con Él; y si le buscareis, se dejará hallar de vosotros; mas si le abandonareis, os abandonará.” (cf. II Crónicas 15, 1-2).

Ecce ego vobiscum sum, dice Jesucristo a su Iglesia (Mt 28, 20). De este modo, la Iglesia mantiene este uso de los Apóstoles, como lo prueba la uniformidad de esta práctica en las antiguas Liturgias de Oriente y de Occidente.

La oración Colecta, la forma de oración que reúne las intenciones de todos los fieles antes de la oblación del Sacrificio, pertenece también a la institución primitiva. La conclusión de esta oración y de todas las otras con las palabras Per omnia sæcula sæculorum la encontramos desde los primeros días de la Iglesia en todas las liturgias.

En cuanto a la costumbre de responder Amen, no hay duda de que se remonta a los tiempos apostólicos: Si tú bendices sólo con el espíritu, ¿cómo al fin de tu acción de gracias el simple fiel dirá el Amén? Puesto que no entiende lo que tú dices (cf. I Cor 14, 16).

En la preparación de la materia del Sacrificio tiene lugar la unión del agua con el vino que debe ser consagrado. Esta costumbre, de un tan profundo simbolismo, se remonta, según enseña San Cipriano, a la misma tradición del Señor.

Declara el Concilio de Trento: La Iglesia ha preceptuado a sus sacerdotes que mezclen agua en el vino en el cáliz que debe ser ofrecido, ora porque así se cree haberlo hecho Cristo Señor, ora también porque de su costado salió agua juntamente con sangre, misterio que se recuerda con esta mixtión. Y como en el Apocalipsis del bienaventurado Juan los pueblos son llamados aguas, así se representa la unión del mismo pueblo fiel con su cabeza Cristo.

Las incensaciones que acompañan a la oblación han sido reconocidas como de institución apostólica por parte del Concilio de Trento.

El mismo San Cipriano nos dice que desde el nacimiento de la Iglesia, el Acto del Sacrificio era precedido de un Prefacio, en el cual el sacerdote exclamaba Sursum corda, a lo que el pueblo respondía: Habemus ad Dominum.

Y San Cirilo, dirigiéndose a los catecúmenos de la Iglesia de Jerusalén, les explica la otra aclamación Gratias agamus Domino Deo nostro, y su respuesta Dignum et iustum est.

Sigue el Trisagio: Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus Deus Sabaoth. El profeta Isaías lo oyó cantar a los pies del trono de Yahvé; y San Juan, el profeta de Patmos, lo repite tal como lo escuchó resonar ante el altar del Cordero. Todas las Liturgias lo reconocen, y bien se puede garantizar que el Sacrificio eucarístico no ha sido nunca ofrecido sin que éste fuese pronunciado.

A continuación se abre el Canon. Pregunta Dom Guéranger: ¿Quién se atreverá a no reconocer su origen apostólico?

En efecto, los Apóstoles no podían dejar sujeta a la variación, improvisación o arbitrio esta parte principal de la sagrada Liturgia.

No digamos los Apóstoles…, ni siquiera Dom Guéranger podría reconocer la misa bastarda, con sus cambios e improvisaciones arbitrarias…

Y pensar que el Concilio de Trento ha declarado: Puesto que las cosas santas santamente conviene que sean administradas, y este sacrificio es la más santa de todas; a fin de que digna y reverentemente fuera ofrecido y recibido, la Iglesia Católica instituyó muchos siglos antes el sagrado Canon, de tal suerte puro de todo error, que nada se contiene en él que no sepa sobremanera a cierta santidad y piedad y no levante a Dios la mente de los que ofrecen. Consta él, en efecto, ora de las palabras mismas del Señor, ora de tradiciones de los Apóstoles, y también de piadosas instituciones de santos Pontífices.

Después de la Consagración encuentra su sitio la Oración dominical o Padrenuestro, ya que, como dice San Jerónimo: Ha sido después de la enseñanza del mismo Cristo que los Apóstoles se atrevieron a decir cada día con fe, ofreciendo el sacrificio de su cuerpo: Padre nuestro que estás en los cielos.

El Sacrificador procede de inmediato a la fracción de la Hostia, haciéndose en esto imitador no sólo de los Apóstoles, sino del mismo Cristo, que tomó el pan, lo bendijo y lo partió antes de distribuirlo.

LAS PALABRAS DE LA CONSAGRACIÓN Y EL RELATO EVANGÉLICO DE LA INSTITUCIÓN DEL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

La necesidad de referirse a la Tradición para comprender la Sagrada Escritura en sí misma —tal como enfatizada San Basilio en el pasaje citado anteriormente—, se confirma cuando examinamos, por un lado, las palabras de la Consagración del pan y el vino en la Santa Misa, y, por otro lado, la historia de la Institución de la Santa Eucaristía tal como lo consignan los Santos Evangelios.

Porque la disciplina del silencio alrededor de los Sacramentos en la iglesia primitiva también ha prevalecido para la redacción del Santo Evangelio. Esto explica muy bien la discreción de éste último con respecto a lo que la Iglesia consideraba lo más sagrado, a saber, los Sacramentos, hasta el punto de que los protestantes han llegado a creer que son un invento posterior debido a ciertos hombres de la Iglesia. ¡Terrible error! ¡Crasa ignorancia!

Santo Tomás de Aquino, en su comentario sobre San Mateo (Super Evangelium Matthaei cp. 26, lc. 4, n. 2200), a propósito de la narración de la Institución de la Eucaristía, se apoya en San Dionisio Areopagita para enseñar:

Hic est enim sanguinis meis, etc. Haec sunt verba consecrationis. Et notate quod in his verbis est differentia cum his quibus utitur Ecclesia. Ecclesia addit: Hic est calix. Item ubi dicit, Novi Testamenti, Ecclesia addit Novi et æterni testamenti. Item ubi dicit Qui pro multis, Ecclesia addit Qui pro vobis etc.

Unde ergo Ecclesia habet istam formam? Dicendum quod, sicut dicit Dionysius, non fuit intentio Evangelistarum tradere formas sacramentorum, sed eas tamquam secretas servare; unde non intendebant nisi historiam narrare.

Unde ergo habet Ecclesia? A constitutione Apostolorum. Unde dicit Paulus I Cor. XI, 34: Cætera cum venero, disponam.

Traducción:

Hic est enim sanguinis meis, etc. Estas son las palabras de la consagración. Y es notar que en estas palabras hay diferencia con aquellas que utiliza la Iglesia. La Iglesia añade: Hic est calix. Igualmente, donde dice, Novi Testamenti, la Iglesia añade Novi et æterni testamenti. Del mismo modo, donde dice Qui pro multis, La Iglesia añade Qui pro vobis etc.

¿De dónde, pues, obtiene la Iglesia esta forma? Hay que decir, como dice Dionisio, que no fue intención de los Evangelistas proporcionar la forma de los sacramentos, sino de mantenerlas en secreto; de donde se propusieron solamente narrar la historia de la institución.

¿De dónde tiene la Iglesia la forma de los sacramentos? De la tradición apostólica. Por eso dice Paulo en I Cor. XI, 34: Cuando yo vaya, dispondré el resto de las cosas.

En la Suma Teológica, III Parte, cuestión 78, artículo 3, Santo Tomás plantea la 9ª objeción de la siguiente manera:

Las palabras con que se consagra este sacramento tienen eficacia por la institución de Cristo. Pero ningún evangelista escribe que Cristo haya dicho todas estas palabras. Luego no es adecuada la forma de la consagración del vino.

Y responde como ya sabemos por el comentario a San Mateo:

Los evangelistas no intentaban transmitirnos las formas de los sacramentos, unas formas que convenía mantener ocultas en la primitiva Iglesia, como dice Dionisio al final de Ecclesiasticæ Hierarchiæ, sino que intentaron tejer la historia de Cristo. Y, sin embargo, casi todas estas palabras pueden encontrarse en los diversos lugares de la Escritura. Porque la locución Este es el cáliz se encuentra en Lc., 22, 20 y en I Cor., 11, 25. En Mt., 26, 28 se dice: Esta es mi sangre del nuevo testamento que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados. Las adiciones de Eterno y Misterio de fe se derivan de la tradición del Señor, llegada a la Iglesia a través de los Apóstoles, de acuerdo con lo que se dice en I Cor., 11, 23: Yo recibí del Señor lo que os he transmitido.

Todo esto que destaca Santo Tomás está perfectamente confirmado por un hecho adicional: el texto del Evangelio mantiene exactamente el mismo esquema que las palabras de la Santa Misa, pero excluye ciertas palabras que se relacionan más con el contexto litúrgico, especialmente con la Consagración de la Preciosísima Sangre. Es suficiente referirse al Misal y a los Evangelios para comprobarlo. Son los hechos históricos lo que interesa a los Evangelistas.

Es digno de destacar que la fórmula estrictamente narrativa es la que encontramos en el Ordo de la nueva misa, la bastarda. En su lugar y momento veremos la gravedad de este punto.

Queda claro que para Santo Tomás y para toda la Tradición anterior, no hay duda de que las palabras pronunciadas por el sacerdote en la Santa Misa son anteriores a las que se encuentran en los Evangelios y en San Pablo, quien testimonia que no todo está escrito en sus epístolas: Cuando yo vaya, dispondré el resto de las cosas (I Cor., XI, 34). Ahora bien, él lo dice justo después de recordar las palabras de la Institución de la Eucaristía y sobre un asunto disciplinario.

La Tradición precede así a la Sagrada Escritura. La Escritura es una expresión de la Tradición, y sólo puede entenderse insertada en ella. Si perdemos de vista este principio, la desaparición de la Tradición conlleva la incomprensión de la Escritura. Y este es, precisamente, el caso de los protestantes.

También se ataca al dogma de otra manera: poniendo en juego la noción de cambio o evolución en la Tradición (a la cual se la denomina viviente) y, como consecuencia lógica, se introduce también la modificación en la Sagrada Escritura.

De hecho, la exégesis protestante histórica-crítica (retomada por el modernismo y el conciliarismo) siembra la duda acerca de varios pasajes de las Escrituras, considerados como adiciones posteriores.

Y es que la ruina de la Tradición conlleva la devastación de la Escritura.

Los protestantes, tanto los del siglo XVI, como los conciliaristas, saben bien lo que hacen… Por eso, no tienen perdón…

EL ARQUEOLOGISMO PROTESTANE

Dada la discreción de las fuentes antiguas sobre el misterio litúrgico y los Sacramentos, es difícil reconstruir con precisión las ceremonias litúrgicas primitivas de la Iglesia. Dom Prosper Guéranger, abad de Solesmes, describió, gracias a su prodigiosa erudición, la liturgia en el momento de los Apóstoles, y nos da este principio fundamental:

Los apóstoles trazaron las primeras líneas, marcando la dirección, pero la obra litúrgica tuvo que ser perfeccionada bajo la influencia del Espíritu Santo, para residir en ella hasta el fin de los tiempos (Instituciones Litúrgicas, T. 1, cap. 3).

Tal observación destruye toda la concepción protestante, a la cual ha magníficamente calificado como un arqueologismo que busca reconstituir la liturgia de los primeros siglos basándose únicamente en el Evangelio, las Epístolas de San Pablo y las fuentes patrísticas. Por lo tanto, exclusivamente sobre una enseñanza escrita.

Ya hemos visto la falsedad de este enfoque, que olvida por completo la acción del Espíritu Santo, responsable del crecimiento orgánico de la liturgia.

Pío XII tendrá que volver a condenar este error en su Encíclica sobre la Liturgia, Mediator Dei:

Con la misma medida deben ser ponderados los conatos de algunos, enderezados a resucitar ciertos antiguos ritos y ceremonias. La Liturgia de los tiempos pasados merece nuestra veneración, sin duda ninguna; pero una costumbre antigua no ha de ser considerada precisamente por su antigüedad como lo mejor y más a propósito, tanto en sí misma cuanto en relación con los tiempos sucesivos y las situaciones nuevas. También son dignos de estima y respeto los ritos litúrgicos más recientes, porque han surgido bajo el influjo del Espíritu Santo, que está con la Iglesia siempre hasta la consumación de los siglos, y son medios que forman parte del tesoro del que la ínclita Esposa de Jesucristo se sirve para estimular y procurar la santidad de los hombres.

Es, en verdad, cosa prudente y loable el volver de nuevo con el espíritu y el corazón a las fuentes de la Sagrada Liturgia, porque su estudio, remontándose a los orígenes, contribuye mucho a comprender el significado de las fiestas y a penetrar con mayor profundidad y esmero en el sentido tanto de las fórmulas corrientes como de las ceremonias sagradas; pero ciertamente no es prudente ni loable el reducirlo todo y de todas las maneras a lo antiguo.

Así, por ejemplo, se sale del recto camino quien desea devolver al altar su forma primitiva de mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro; quien quiere eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien hace representar al Redentor Crucificado sin que aparezcan los dolores acerbísimos que padeció en la Cruz; quien repudia y reprueba el canto polifónico, aunque se ajuste a las normas promulgadas por la Santa Sede.

Así como ningún católico sensato puede rechazar los textos de la doctrina cristiana compuestos y decretados con grande utilidad por la Iglesia, bajo la inspiración y dirección del Espíritu Santo, en épocas recientes, para volver a las fórmulas de los primeros Concilios; ni puede repudiar las leyes vigentes para retornar a las prescripciones de las antiguas fuentes del Derecho Canónico, así cuando se trata de la Sagrada Liturgia, no resultaría animado de un celo recto y prudente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas por disposición de la divina Providencia para hacer frente a los cambios de las circunstancias reales.

Tal manera de pensar y obrar reanimaría, efectivamente, el excesivo y malsano arqueologismo que despertó el Concilio ilegítimo de Pistoya, y resucitaría los múltiples errores que un día provocó ese conciliábulo y los que de él se siguieron, con gran daño de las almas, errores que la Iglesia, guardiana vigilante del «Depósito de la Fe» que le ha sido confiado por su Divino Fundador, condenó a justo título. En efecto, tales deplorables iniciativas tienden a paralizar la acción santificadora con la cual la Sagrada Liturgia orienta hacia el Padre para su salvación a sus hijos adoptivos.

El período de persecución que la Iglesia experimentó durante los primeros tres siglos no permitió que los Obispos y Sacerdotes realizaran una gran exhibición litúrgica. Los misterios se celebraron en una forma que era, ciertamente, muy simple y despojada, pero con gran dignidad.

Pero se ve muy bien que en el siglo IV, tan pronto como es posible construir edificios religiosos, la pompa de las ceremonias aumenta considerablemente: incienso, procesiones, oficio cantado, aparecen los ornamentos, etc.

Y debemos esperar incluso un siglo para ver surgir los ancestros de nuestros manuales litúrgicos. Estos, además, sólo dan el esquema de las ceremonias descritas. Pero eso no significa que todos los elementos que describen no estuvieran presentes antes, aunque en formas más simples. Todo lo contrario es lo cierto. Citemos una vez más a Dom Guéranger:

Sin duda, es un punto muy importante a establecer en el estudio de la antigüedad cristiana, que este secreto universal que durante tantos siglos ha cubierto la majestuosidad de nuestros misterios; pero es importante mostrar que las formas principales del culto cristiano datan de un origen anterior a la paz externa de la Iglesia. (Instituciones Litúrgicas, T. 1, cap. 6).

LA COHERENCIA DE LA DOCTRINA DE LA FE ENTRE LOS PADRES EN RELACIÓN AL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

La discreción de los primeros cristianos con respecto a los Sacramentos no era sólo acerca del desarrollo de las ceremonias litúrgicas, sino también acerca de la explicación doctrinal de las mismas. Esto queda claro en los diversos tratados de los Padres sobre los misterios litúrgicos.

Como dicha explicación se incluye en los comentarios de los grandes Doctores sobre las ceremonias sagradas, no se debe buscar una exposición sistemática. La escolástica se encargará de hacerlo más tarde, con nuevas precisiones.

Mientras tanto, se deja ver que la piedad litúrgica de los Padres de la Iglesia fue notable.

Como ejemplos, consideremos algunas muestras recopiladas respecto de las grandes verdades de la fe relacionadas con el Santo Sacrificio de la Misa:

a- Identidad entre el sacrificio del Calvario y el del Altar:

— San Ambrosio: «Cristo, en efecto, murió una sola vez por los pecados del pueblo, pero lo hace cada día para redimir al pueblo de sus pecados» (In Lc. 10, 8).

— San Agustín: «Cristo fue sacrificado una vez en sí mismo y, sin embargo, todos los días se lo inmola en el Sacramento (Ep. Ad Bon. 98).

b-La Víctima del Sacrificio permanece intacta:

— Del relato del Martirio del Apóstol San Andrés: «En cuanto a mí, sacrifico todos los días, en el altar, al Dios Todopoderoso que es el único verdadero, no la carne de toros, ni la sangre de las cabras, sino el Cordero sin mancha; y después que todo el pueblo de los creyentes ha comido su Carne y bebido su Sangre, el Cordero así sacrificado permanece entero y vivo”.

— San Agustín: «Cristo es comido por fragmentos en la Eucaristía, pero Él permanece uno y entero en el cielo» (Serm. 129).

c- Incorporación a Cristo:

— San Cirilo de Jerusalén: «Habiendo participado del Cuerpo y la Sangre de Cristo, somos con Él un mismo Cuerpo y una misma Carne” (Cat. Mys., 4).

d- Presencia real:

— Teodoro de Mopsuestia: «Destaquemos que el Señor no dice sobre el pan «Esto es el símbolo de Mi Cuerpo», sino «Esto es Mi Cuerpo». Y sobre el cáliz, tampoco dice «Este es el símbolo de Mi Sangre», sino «Este es el Cáliz de Mi Sangre». Él quería que mirásemos estas cosas, una vez que han recibido la gracia y el Espíritu las haya tocados, no como materias ordinarias, sino como su Cuerpo y su Sangre» (Hom. super Euch., 10).

e- El cambio de sustancia o transubstanciación:

— San Ambrosio: «El Señor Jesús lo proclama: «Esto es mi cuerpo». Antes de la bendición por las palabras celestiales, es llamado por otro nombre; después de la consagración, es el Cuerpo el que se designa. Él mismo dice que es su Sangre. Antes de la consagración, se la llama de otra manera; después de la consagración se llama Sangre”. (De Mys. 54).

— San Cirilo de Alejandría: «Y dijo con palabras sugestivas: «Esto es mi cuerpo», «Esta es mi sangre», para mostrarnos que las especies del pan y del vino no son una figura, sino que, mediante una operación inefable de la Omnipotencia Divina, las oblatas son realmente transformadas en el Cuerpo y la Sangre de Cristo; y al participar en ellos recibimos el poder vivificante de Cristo”. (Com. In Ioh.).

f- La Misa recapitula los misterios de la vida terrenal de Cristo:

— Palabras del Canon Romano, justo después de la Consagración: Unde et memores Domine, nos servi tui, sed et plebs tua sancta, ejusdem Christi Filii tui Domini nostri tam beatæ passionis, nec non et ab inferis resurrectionis, sed et in cælos gloriosæ ascensionis (Por lo cual, oh Señor, acordándonos nosotros tus siervos y tu pueblo santo, así de la dichosa Pasión de tu mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo, como de su resurrección del sepulcro, y de su gloriosa Ascensión a los cielos).

— Teodoro de Mopsuestia: «Cuando consideramos con los ojos de la fe ese memorial que ahora se celebra, estamos llamados a ver que Cristo muere, resucita y asciende al cielo, como lo hizo una vez por nosotros» (Hom. supero Euch.).

Estos testimonios están lejos de ser exhaustivos. Podríamos citar muchos otros. Debe recordarse, sin embargo, que el silencio que envolvía los Misterios litúrgicos y los Sacramentos se extendió de manera bastante natural a la doctrina.

El mismo Jesucristo, según el Evangelio de San Juan (capítulo 6), ¿no causó la partida de muchos discípulos al anunciar que Él se daría a sí mismo como alimento y bebida de salvación?

Los Sacramentos de la Nueva Alianza, por su efectividad «ex opere operato», hicieron obsoletos todos los sacrificios de animales figurativos, no sólo en la religión judía, sino también en el culto de los paganos. Mediante la imaginación y la reflexión volvamos al contexto de la época, y entenderemos mejor la prudencia de la religión católica para preservar su depósito más sagrado: el de los Sacramentos.