Padre Juan Carlos Ceriani: Sermón de la Soledad

Sermones-Ceriani

SERMÓN DE LA SOLEDAD DE MARÍA

El plan providencial que Dios ha trazado a la Inmaculada se comprende y se corona a la luz de la Madre Dolorosa.

Una de las principales características de la Pasión de Nuestro Señor es la soledad: el abandono, prácticamente total, por parte de los hombres; y el desamparo, aparente pero sensible y perceptivo, de su Padre.

Para cumplir con el plan divino trazado para Ella, María Inmaculada debía pasar por la soledad, el abandono y el desamparo…

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Llegó el Jueves Santo, principio de la dolorosa Pasión del Hijo y de la Madre. Este día iba a separarlos…

Comienza el drama de la Pasión. Cristo, Cordero de Dios, será pronto sacrificado. Después de Cristo, la Madre de Jesús hará el principal papel en este sangriento drama, el más horroroso que jamás verá la tierra.

¿Quién sería capaz de describir aquellos momentos, cuando, antes de la Última Cena, el Hijo más afectuoso se despide de la Madre más amable y más amorosa?

Se separan con el fin de cumplir cada uno el duro cometido que Dios les impuso… Se separan; Jesús para ser el Varón de dolores…; y María para ser la Reina de los mártires…

La noche del Jueves Santo la separación de Jesús y María fue cruel… El Hijo y su Madre tienen pleno conocimiento de las aflicciones sin cuento que a los dos esperan. Prevén todos los pesares de Getsemaní, de la noche horrible, de la Vía dolorosa y del Calvario…

Redentor y Corredentora se abrazan en un mar de lágrimas con muchas demostraciones de amor; apretados en aquel abrazo estrechísimo repasan juntos el pasado, se dicen a porfía mil tiernas palabras de gratitud, de ternura y se comunican toda la pena de sus Corazones que pronto serán atormentados…

No hay palabras que describan la pesadumbre que cayó sobre sus almas. El corazón colmado no tiene facilidad de expresarse… Sin embargo, a través de este silencio, los amantes se comprenden. Nunca el amor tendrá lenguaje más apasionado.

Madre acongojada de Jesús, la tremenda visión de Getsemaní y del Calvario pone espanto en tu alma, porque entiendes que en adelante no será ya privilegio tuyo tener a tu lado al Hijo que tanto amas… ¿Quién podría calcular todo el dolor de tu exquisito Corazón de madre, sufriendo por el más adorable de los hijos?…

Lágrimas de fuego queman tus mejillas, mientras dices resignada la plegaria de Jesús: Padre mío, fiat!… Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra… ¡Lágrimas calladas, plegaria silenciosa, impregnada de tristeza!…

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Jesús y sus Apóstoles se levantaron todos y se dirigieron al huerto de los Olivos.

Llegados a Getsemaní, entró Jesús en un huerto a donde solía conducir a sus Apóstoles para descansar con ellos.

En ese momento, un sentimiento de dolor se apoderó de su alma; su naturaleza humana experimenta una como suspensión de esa dicha que le procuraba la unión con la divinidad.

Jesús siente la necesidad de apartarse: quiere huir, en su abatimiento, de las miradas de sus discípulos.

Quiere, con todo, que le acompañen los que fueron testigos de su gloriosa transfiguración: Pedro, Santiago y Juan. ¿Serán acaso más firmes que los demás al ver la humillación de su Maestro?

Las palabras que les dirige manifiestan elocuentemente la conmoción repentina que se ha realizado en su alma: Mi alma está triste hasta la muerte, quedaos aquí y velad conmigo.

Se aparta a la distancia de un tiro de piedra. Allí Jesús postrado sobre la tierra exclama: Padre mío, todas las cosas te son posibles, aparta de mí este cáliz, mas no se haga lo que yo quiero sino lo que Tú quieres.

Era ésto una agonía verdadera. Su humanidad deshecha, debe, sin otra ayuda sensible que la del Ángel, reanimarse y aceptar nuevamente el cáliz que le ha sido preparado.

¡Y qué cáliz era este! Los dolores del alma y del cuerpo, el quebranto del corazón, todos los pecados de la humanidad, con los que había cargado y gritaban contra Él; la ingratitud de los hombres, que hará inútil para no pocos el sacrificio que va a ofrecer.

Comienza su oración pidiendo no beber el cáliz; mas la termina diciendo a su Padre que no se cumpla otra voluntad que la paterna.

Se levanta entonces Jesús dejando impresa sobre la tierra las huellas sangrientas del sudor que la violencia de la agonía había hecho correr por sus miembros. Va a sus discípulos y los encuentra dormidos.

Ya comienzan a abandonarle los suyos. Vuelve aún dos veces donde hizo la primera oración, desolado y sumiso. Dos veces se acerca a sus discípulos y las dos encuentra siempre la misma insensibilidad en esos hombres que Él había escogido para que velasen junto a Él.

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María conocía puntualmente las indescriptibles congojas de la Pasión. Las conocía por las profecías y por las palabras de adiós de Jesús en la última Cena

Comprende Nuestra Señora que sólo Dios es capaz de alcanzar hasta dónde llega su dolor maternal; y en la soledad en que todo le habla de Jesús, pasa Ella también por una agonía más cruel que la misma muerte.

Tristis est anima mea usquæ ad mortem. Como el Hijo divino, María exhala el ¡ay! de la agonía: ¡mi alma padece congojas de muerte!…

Para ser en verdad Corredentora en el plan divino era menester que María entrase en toda la extensión y profundidad de los padecimientos de Cristo, y los superase, como Él, en la hora de la inmolación suprema.

Madre Dolorosa, a la misma hora que los judíos discuten con Judas el precio de la traición, Tú suspiras: ¡Padre!, Padre que pase de mí este cáliz… Pero el cielo está sordo a tu súplica… segunda…, tercera vez intentas con lágrimas y ruegos conmover el Corazón del Padre… ¡En vano! La redención de las almas será fruto de humillaciones y padecimientos; y tanto más amargos cuanto más desenfrenado es el orgullo y la embriaguez sensual de la humanidad pecadora…

Fiat voluntas tua, ¡Padre, hágase tu voluntad!…

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Stabat Mater… De pie, junto a la cruz de Jesús, estaba su Madre.

Esta escena ofrece a nuestra contemplación el heroico dolor de la Santísima Virgen. El Evangelista hace mención de María junto la Cruz; y de pie, como para un oficio; firme, como para una cita de sacrificio.

El mayor espectáculo que hubo jamás, que llenó de admiración a todos los Ángeles del Cielo y asombrará a todos los Santos por toda la eternidad; este misterio inefable por el cual fueron vencidos los demonios y reconciliados los hombres; este prodigio pasmoso de un Dios padeciendo por sus esclavos y sus enemigos, sólo tuvo por testigo a la Santísima Virgen María.

Los judíos y los paganos sólo vieron allí a un hombre a quien odiaban o despreciaban; San Juan y las mujeres de Galilea solamente contemplaron a un justo a quien se hacía morir cruelmente; sólo María, representando a toda la Iglesia, vio allí a un Dios padeciendo por los hombres.

María sola, por consiguiente, compadecía estos divinos padecimientos y participó de su infinidad.

Y aquí entramos en el Misterio, pues puede decirse que todas las tristezas, todos los dolores, todas las muertes de la naturaleza humana han descargado sobre Jesucristo como sobre el sujeto más capaz de padecerlas, y también el más culpable por imputación… Así como, según la expresión del Apóstol, se hizo pecado, así se hizo dolor; dolor por tanto universal, como el pecado.

Si sus padecimientos y su muerte han calmado tantas penas, si han hecho dulces o heroicas tantas muertes, es porque ha tomado sobre sí todas las amarguras y todos los horrores de éstas; si nos han rescatado de la muerte eterna, es porque han pesado sobre la Víctima Divina con un peso infinito.

Este es el peso que sólo María llevó con Jesús: esta Pasión fue la medida de su Compasión.

Los Dolores de María sobrepujan a todos los dolores.

Así lo ha ratificado la devoción cristiana, llamando a María con los grandes nombres de Madre de los Dolores, Virgen de los Dolores, Nuestra Señora de la Piedad.

Así lo ha entendido la humanidad entera, yendo a llevar a los pies de sus altares, para templarlos y sobrellevarlos con su ejemplo supremo, los dolores más agudos, que sin Ella no tendrían ni modelo ni consuelo.

Probemos de sondear este Océano de los Dolores y de las Lágrimas de María.

María era Madre; con esto se dice todo, porque la misma causa que hace a las madres fecundas para concebir, las hace tiernas para amar.

Era Madre; ¡pero qué Madre!, y ¡de qué Hijo! La Madre más perfecta, la más pura, la más fiel, la más tierna, la más Madre; del Hijo más perfecto, más bello, más amable, más Hijo.

Era Madre, pero madre Virgen; ¡tanto más Madre cuanto que es Virgen, y tanto más Virgen cuanto que es Madre! ¿Quién puede comprender la riqueza de tal Corazón en el que se multiplican las cosas contrarias para formar el supremo amor?

Era Madre, pero Madre de Dios. ¡Qué nuevo abismo! María amaba a su Dios en su Hijo, y amaba a su Hijo en su Dios.

El amor materno y el amor divino se presentaban en Ella recíprocamente para hacer el amor más delicado, más fuerte, más justo, más sagrado, más natural, más sobrenatural, más absoluto, y, en una palabra, más maravilloso que todos los amores.

Era Madre, pero Madre del Redentor, de la Víctima de nuestra salvación, y, por tanto, Madre Corredentora y Compasiva.

No pudiendo el Hijo de Dios padecer y morir en su naturaleza divina, debió adaptarse un Cuerpo, una naturaleza pasible, una aptitud de Víctima; y la tomó de María y en María. Existía entre María y Jesús una prodigiosa simpatía de complexión, de temperamento, de costumbres, que hacía del Corazón, de las entrañas y de la carne de Jesús, el Corazón, las entrañas y la carne de María. Lo que la hizo Madre de Dios la hizo al mismo tiempo Madre de Compasión y de Dolor.

María es Madre de una Víctima de nacimiento y de predestinación; su Maternidad tiene el mismo objeto que la Encarnación, es decir, la Redención.

Todo cuanto recibió, mereció y padeció María como Madre del Hijo de Dios, fue con ese único fin.

Esta consecuencia es rigurosa; es corta la distancia que separa el Pesebre de la Cruz… La Cruz, en cuanto al Hijo, no es más que la consumación de un sacrificio que comienza en el Pesebre. De donde se sigue que, al darlo a la luz en el Pesebre, María lo ofreció para la Cruz.

La inmolación del Calvario sólo es para Ella el término de su alumbramiento virginal.

¡Cosa conmovedora y admirable! De este modo, el verdadero alumbramiento de María, el que es el fin de su Maternidad Divina, es el que se verificó en la Cruz y por el cual fuimos engendrados a la gracia y a la vida celestial.

El primero no fue para Ella mas que lo que fue para su Hijo Primogénito: el medio del segundo. No dio a la luz al Hijo de Dios para que viviese, sino para que muriera, a fin de que nosotros viviéramos; y sólo lo lactó, protegió, educó y sustentó para el mismo fin por que le dio a luz: para el sacrificio.

Es la Eva de la Nueva Alianza y la Madre común de todos los fieles; mas para esto es preciso que le cueste la muerte de su Primogénito. Para esto la Providencia la ha llamado al pie de la Cruz; allí va a inmolar a su verdadero Hijo: ¡muera Él para que vivan los hombres! Tal es el sentido, el valor y el efecto de la Compasión de María.

Y esto es lo que forma y explica el maravilloso carácter de ese dolor de María, tan profundo, tan inmenso y amargo juntamente; tan contenido, tan generoso, tan heroico, que una sola palabra resume su actitud: Stabat

Ésto es lo que se ve al pie de la Cruz.

No obstante, en lo más recio de esta tempestad de ineluctables dolores, entre la sangre y las lágrimas del suplicio, la consternación del discípulo, las lamentaciones de las mujeres piadosas, las últimas palabras y el gran grito de la Víctima, la conmoción y el obscurecimiento de la naturaleza entera, María, superior a su sexo, superior al hombre, superior a la humanidad, sola con la Divinidad, inmóvil, permanecía de pie: Stabat.

La misma divina Maternidad, fuente de su dolor, era, al mismo tiempo, la de su valor.

Se mantuvo de pié, circunstancia que manifiesta su valor y su fortaleza del todo divina. Y en este estado, fijos los ojos sobre su Hijo, aguardaba que exhalase el último suspiro.

¿Qué sentimientos ocupaban entonces su Corazón? No tuvo uno solo que no fuese altamente heroico y sobrenatural.

Más fuerte y más generosa que la madre de los Macabeos, hacía a Dios el pleno y entero sacrificio de su Hijo, uniéndose a la justicia del Padre celestial, que inmolaba esta gran víctima a su gloria; inmolaba con Él este nuevo Isaac, convertido en rescate para los pecados del género humano; ofrecía la muerte de su Hijo por la salvación de cada uno de nosotros, y a esta ofrenda juntaba la de su inmenso dolor.

El sacrificio de la Madre no se separó de la oblación del Hijo; menos le hubiera costado el dar su propia vida. Y por ésto es justamente aclamada la Reina de los mártires.

Digamos con el Hermano Rafael, y que nos sirva como de jaculatoria toda esta noche y el día de mañana todo entero: ¡Virgen María, Madre de los Dolores!, cuando mires a tu Hijo ensangrentado en el Calvario, déjame a mí que humildemente recoja tu inmenso dolor, y déjame que, aunque indigno, enjugue tus lágrimas.

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Estando María Santísima al pié de la Cruz, y habiendo Jesús visto a su Madre y al discípulo amado, dijo a su Madre: Mujer, he aquí a vuestro hijo. En seguida dijo al discípulo: He aquí a tu madre.

Una nueva prueba de la Madre Dolorosa debía el ser verse renunciada en alguna manera por su Hijo.

En el momento mismo en que le daba la mayor prueba de su amor, haciéndose superior a todos sus temores para no abandonarlo hasta el último suspiro; en el momento en que el mismo Jesús, compadeciendo la aflicción de su Madre, le debía las más vivas demostraciones de filial ternura, no le da siquiera el nombre de madre; la llama simplemente mujer, como si no le fuese nada; le declara en cierto modo que ya no es su hijo, sustituyéndole otro que le es tan inferior, como puede serlo un puro hombre con respecto a un hombre Dios.

Blasfemia sería sospechar en Él dureza o indiferencia. Aquí hay, pues, un misterio, y un misterio muy grande…

Así como el sacrificio de Jesús no hubiese sido perfecto, si abandonándose a su Padre, no hubiese sido en apariencia abandonado de Él; asimismo algo hubiera faltado al sacrificio de María si, consintiendo en perder a su Hijo, no hubiese sido renunciada por Él en la Cruz.

Menester era de una y otra parte, que todo llegase al último extremo, y que el abandono de la Madre fuese correspondiente al desamparo del Hijo…

La mayor pena de Jesús fue, sin comparación, ese abandono por parte de su Padre.

Del mismo modo, la mayor pena de María fue este abandono por parte de su Hijo.

¿Y por qué lo expresa de este modo? ¡Para llevar al máximo la virtud de su Madre!

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María tuvo el valor de permanecer junto a la Cruz hasta que su Hijo hubo despedido el último aliento. Ella le oyó decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonasteis?

Palabras que le dieron a conocer hasta qué extremo de rigor era tratado por su Padre; y que sus tormentos exteriores no eran comparables con sus penas interiores.

¡Qué nuevo y violento golpe para el corazón de María! Jesús aterrado bajo el peso de la divina justicia, hasta el punto de verse obligado a quejarse de este abandono…

¡Qué nuevo motivo para ejercitar la fe de su Madre! El hombre Dios, el objeto único de las complacencias del Eterno Padre, desamparado, y de alguna manera reprobado por Él; porque para reparar su gloria se ha hecho la víctima del pecado…

Abandono de Jesús…, misterio incomprensible a María misma, y cuya idea desoladora pudo apenas sufrir, por más que se hallase fortificada desde lo alto…

Ella le oyó pronunciar aquel gran acto de sumisión y de confianza, en medio de su terrible desamparo: Padre mío, en vuestras manos encomiendo mi espíritu. Yo acepto el rigor con que me tratáis, me someto a él, no pierdo la confianza que os debo; y en vuestras manos, que tan fuertes golpes descargan sobre mí, encomiendo mi espíritu.

En aquel momento María se unió por sí misma al acto de sumisión de su Hijo, y entregó también en las manos de Dios Padre el alma de su Hijo y su propia alma, atravesada por la espada de dolor profetizada por el anciano Simeón…

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Dice oportunamente San Alfonso María que cuando la madre se halla presente a los padecimientos del hijo, no cabe dudar que siente y padece los sufrimientos del mismo; pero que, cuando después de muerto, van a darle sepultura y tiene que separarse de él, el solo pensamiento de no volverlo a ver es un género de dolor que sobrepuja a todos los demás dolores.

Esta fue la última espada de dolor de Nuestra Señora.

San Bernardo hace hablar a la Madre Dolorosa de este modo: ¡Oh verdadero Hijo de Dios!, eras mi padre, mi hijo, mi esposo, mi alma. Ahora quedo huérfana sin padre, viuda sin esposo, madre desolada sin hijo, pues perdiéndote a ti, lo pierdo todo.

Los santos discípulos llevaron luego a enterrar el Santo Cuerpo de Nuestro Señor; junto con ellos fue la Madre de los Dolores. Al levantar la piedra para cerrar el sepulcro se volvieron a la Virgen y le dijeron: ¡Animo, Señora!, Vamos a cerrar el sepulcro; tened paciencia, miradlo por última vez y despedíos de vuestro Hijo.

Dice San Fulgencio, María tuvo ansias vivísimas de sepultar su alma con el cuerpo de Cristo. Y Ella misma dijo a Santa Brígida: Puedo decir con toda verdad que, al ser enterrado mi Hijo, hubo en el mismo sepulcro dos corazones.

María dejó su Corazón sepultado con Jesús, porque Jesús era todo su tesoro, y Jesús es el mayor tesoro de la tierra y del cielo.

Antes de marcharse del sepulcro, opina San Buenaventura que bendijo la piedra sagrada, exclamando: Dichosa piedra que custodias al que albergué nueve meses en mi seno, yo te bendigo y te envidio; ahí te dejo para que me custodies este Hijo mío, que es todo mi bien y todo mi amor.

Y dando así el postrer adiós al Hijo y al sepulcro, partió y retornó a su casa.

Pasando delante de la Cruz, bañada aún en la Sangre de su Jesús, Ella fue la primera en adorarla: Oh Cruz Santa, te beso y te adoro, pues ya no eres leño infame, sino trono de amor y altar de misericordia, consagrado con la Sangre del Cordero divino, que acaba de ser en Ti inmolado por la salvación del mundo.

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Apenas hubo entrado en su morada, la afligida Madre volvió los ojos a todas partes y ya no se encontró con Jesús; y, en lugar de la presencia del querido Hijo, se le presentaron a la memoria todos los recuerdos de su hermosa vida y de su despiadada muerte…

La Madre Dolorosa, al igual que su divino Hijo en Getsemaní, ocupó la soledad de su alma con una oración más intensa.

Repasó en su Corazón todo lo que allí conservaba…

Recordó los abrazos dados al Hijo en la gruta de Belén, las conversaciones sostenidas con Él tantos años en la casita de Nazaret, las mutuas muestras de afecto que se habían dado y las palabras de vida eterna salidas de aquella divina boca…

Vino a su memoria el dolor de la separación y la primera soledad, cuando Jesús se despidió de Ella antes de partir para llevar a cabo la obra que el Padre le había encomendado.

Había llegado el día… ¡Qué momento aquel! Al partir Jesús con sus discípulos lo siguió hasta que se perdió de vista, con el Corazón oprimiéndosele a cada paso… Y al cerrar la puerta, sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían otros pasos que los suyos…

La soledad es uno de los sufrimientos más profundos del ser humano… Pero, ¡qué dura fue la soledad de María, después de haber compartido treinta años con el Hijo de Dios! Sí, la soledad de la María comenzó mucho antes del Viernes Santo…

Pero Nuestra Señora supo santificar ese dolor de la separación y de la soledad con fe, con entereza, con caridad; aceptando obediente la voluntad de Dios…

Pero ahora se le representó nuevamente la funesta escena desarrollada aquel día, los clavos, las espinas, las carnes laceradas del Hijo, las profundas llagas, la osamenta descarnada, la boca abierta y los ojos obscurecidos…

¡Qué noche tan dolorosa fue aquélla para María!

Mirando la Dolorosa Madre a San Juan, le preguntaba con acento de dolor: Juan, ¿dónde está tu Maestro?… Y a continuación preguntaba a la Magdalena: Hija, dime dónde está tu amado… ¿Quién te lo ha arrebatado?

¡Qué horas aquellas antes de la resurrección! ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret! Es la soledad tremenda que deja la muerte del ser querido.

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Pero ni la fe, ni la esperanza, ni la confianza, ni la caridad de María Santísima claudicaron ante esa prueba a la cual la sometió la divina voluntad.

Aprendamos de María Dolorosa a llenar el vacío de la soledad que nos invade cuando las criaturas, los acontecimientos, los hombres… e incluso Dios nos abandonan…

Aprendamos a ocupar ese vacío con lo único que puede colmarlo: la fe, la esperanza y la caridad.

También puede ayudarnos a colmar nuestra soledad el servir de Ángel del Consuelo para Nuestra Madre Dolorosa.

La agonía de Jesús dobló en intensidad, al extremo de tener que bajar un Ángel del Cielo para confortar al divino Penitente y detener la muerte.

Preciso era que el divino Redentor bebiera el cáliz hasta las heces; por eso el celestial ministro no retiró el cáliz de la amargura, sino que reanimó a Jesús, dándole primero certeza de que su dolor glorificaría a Dios Padre, que lo aceptaba como reparación debida; mostrándole después las infinitas almas que por su Pasión salvaría y por otras nuevas gracias que les merecería; en fin, por la seguridad que le daba de que María, Corredentora, le permanecía fiel en su retiro, que velaba y oraba con Él, y unida a Él le seguiría en amor y dolor…

Buscó, Jesús, quien lo compadeciera en sus dolores y no lo halló; quien lo consolara, y no hubo nadie que lo hiciera. ¿Lo habrá hallado la Madre?

Quedó en el Calvario un grupo insignificante de discípulos que acompañó a la Madre Dolorosa en su soledad.

¿Cómo nos portamos nosotros con nuestra Madre afligida?

¿Tendrá María un Ángel del consuelo?…

Vosotros los que pasáis por el camino, mirad si hay dolor comparable al mío. Grande como el mar es mi quebranto

Quien consuela a la Madre de Jesús, consuela también el Corazón afligido de su Hijo divino…

¡Madre nuestra!, deja que descansemos la cabeza sobre tu Corazón Doloroso; queremos consolarte, como un hijo a su Madre, amándote, participando de tus penas, de tu desconsuelo…, saboreando nuestra soledad y compartiendo la soledad de la Iglesia…