P. CERIANI: EL PADRE LACUNZA RESPONDIÓ A MONSEÑOR WILLIAMSON – 2º PARTE

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EL PADRE LACUNZA

Respondió por anticipado a

MONSEÑOR WILLIAMSON

Continuación…

Capítulo XIII

Se satisface a varias cuestiones y dificultades

§1º Lo que queda escrito en esta tercera parte (os oigo decir con cierta especie de disgusto) parece muy pobre; ni corresponde a nuestra expectación, ni es capaz de llenar nuestra curiosidad.

Esperábamos cosas grandes y maravillosas sobre el reino de Jesucristo en nuestra tierra.

Esperábamos noticias claras e individuales no solamente sobre la sustancia, sino también y mucho más, sobre las circunstancias y modo de este reino de Jesucristo.

Esperábamos que este modo y circunstancias particulares, no sólo se tocasen (dejándolas luego a la consideración de los lectores) sino que se explicasen y aclarasen con ideas claras: Mas nosotros esperábamos…

Esperábamos v. g. ver y entender perfectamente la economía y gobierno de un reino tan grande, que debe comprender el orbe de la tierra todo entero: Y el Señor será el Rey sobre toda la tierra;… la piedra que había herido la estatua, se hizo un grande monte, henchía toda la tierra.

Su jerarquía así eclesiástica como civil, sus leyes civiles y eclesiásticas, su liturgia, sus ceremonias en el rito externo, su disciplina, los verdaderos límites o confines entre la potestad eclesiástica y civil. Si ambas potestades estarán entonces en perfecta armonía y amistad, ayudándose mutuamente y dándose sin interrupción ósculo de verdadera paz. Si estarán unidas en una sola persona, de modo que el pastor sea al mismo tiempo el rey de toda aquella porción de país, que comprende su diócesis. Cosa, decís, que no es inverosímil, pues han de unirse perfectamente en el supremo Rey y sumo Sacerdote Cristo Jesús, así como estuvieron unidas en su tiempo en Melquisedec, que fue al mismo tiempo rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo.

De estas preguntas podéis hacer cuantas se ofrecieren a vuestra imaginación, pues el campo es ciertamente amplísimo; mas la respuesta a todas ellas me parece a mí tan fácil como breve y compendiosa. Si yo respondo que todas estas cosas las ignoro, porque no las hallo en la revelación, ¿quedaréis por eso en derecho de negarlo todo?

Parábola

§2º
Pocos años antes del nacimiento de Jesucristo, cuando ya todo el imperio romano, acabadas las guerras civiles con la muerte de Antonio y de Cleopatra, había quedado en paz bajo Augusto, un pequeño Rabino, reputado con razón por el ínfimo, o por uno de los ínfimos, se puso a leer y estudiar con estudio formal los libros sagrados: añadiendo para su mejor inteligencia el estudio no menos principal de cuantos escritores o legisdoctores le fueron accesibles; habiendo perseverado en este estudio más de veinte años, entendió finalmente, entre otras cosas, tres puntos capitales, o tres misterios gravísimos, que ya instaban, o que no podían tardar mucho tiempo según las Escrituras.

Entendió lo primero con ideas claras, sin poder ya dudarlo, que venido el Mesías (cuya venida ya instaba, conforme a las semanas de Daniel, cap. IX) que el pueblo de Dios, el pueblo santo, el pueblo hebreo, que tantos siglos lo había esperado y deseado, sería su mayor enemigo; que lo perseguiría, que lo reprobaría, que lo trataría como a uno de los más inicuos delincuentes, poniéndolo al fin en el suplicio infame y doloroso de la cruz.

Entendió lo segundo que por este sumo delito, y mucho más por su incredulidad y obstinación, Israel sería reprobado de Dios, por la mayor y máxima parte; que el Mesías sería respecto del mismo Israel, en piedra de tropiezo, y en piedra de escándalo a las dos casas de Israel, en lazo y en ruina a los moradores de Jerusalén: que dejaría en fin de ser pueblo de Dios.

Entendió lo tercero que en lugar de Israel inicuo y por eso incrédulo, que no querría congregarse, ni se congregaría,
llamaría Dios a todas las gentes, tribus y lenguas, de entre las cuales (las que oyesen y obedeciesen al evangelio) sacaría otro Israel, otro pueblo, otra iglesia suya sin comparación mayor y mejor; que en esta iglesia o pueblo suyo, esparcido sobre la tierra (y al mismo tiempo congregado en un solo cuerpo moral, y animado y gobernado de un mismo Espíritu de Dios) se le ofrecería por todas partes un sacrificio de justicia limpio, y puro, e infinitamente agradable al mismo Dios; y que este sacrificio no sería ya según el orden de Aarón…, sino según el orden de Melquisedec.

Sobre estos tres puntos capitales que había entendido con ideas claras en la lección y estudio de los libros santos, escribió nuestro Rabino un opúsculo pobre y simple; mas por eso mismo tan convincente, que aun los más doctos y eruditos, que parecían ser las columnas, no hallaron modo alguno razonable, aunque lo buscaron con todo el empeño posible, de impugnarlo directamente.

¿Por qué? Porque citaba fielmente en todo su contexto lugares clarísimos de la Escritura santa, comenzando desde Moisés, y de todos los Profetas.

Porque combinaba unos lugares con otros y con esta combinación hacía más patente la verdad de Dios.

Porque con esta verdad de Dios clara e innegable convencía de arbitrarias, de impropias, de violentas, y por consiguiente de falsas las inteligencias que se pretendían dar a dichos lugares clarísimos de la Escritura santa.

Porque…

No obstante, como estas ideas, aunque concordes perfecta y manifiestamente con las Escrituras, parecían diametralmente opuestas a las ideas vulgarmente recibidas, fue como una consecuencia natural que se alborotasen no pocos (unos más, otros menos, según el talento y erudición de cada uno.)

Decían los más (y los menos cuerdos): ¿no es este el ínfimo, o uno de los ínfimos entre todos nuestros escribas? Pues ¿es creíble que este ínfimo haya venido a descubrir unos misterios tan grandes y tan nuevos, que hasta ahora se habían ocultado a nuestros doctísimos? Y se escandalizaban en él.

Otros, más cuerdos o más sagaces, conociendo bien la dificultad de combatir directamente la sustancia de aquel escrito (en el cual no hallaban otra cosa que la Escritura misma fielmente citada y combinada) se convirtieron enteramente a las circunstancias.

Empezaron desde luego a oprimir al pequeño autor con preguntas no menos importunas que irrisorias, a que ni él, ni otro alguno, era capaz de responder. Le preguntaban v. g. ¿cómo sería este nuevo pueblo de Dios, este nuevo Israel, o esta nueva Iglesia compuesta de tantas gentes, pueblos y lenguas? ¿Cuál su orden, o su jerarquía; cuál sería su ciudad capital, o el centro de unidad de una iglesia tan vasta; cuáles sus leyes, sus costumbres, su disciplina, su culto exterior, su sacerdocio, sus sacrificios, sus ceremonias, etc.?

Le instaban algunos fuertemente (y no pocos, tentándole, para poderle acusar), que se explicase más sobre la inteligencia literal que pretendía dar a aquel texto de Malaquías: no está mi voluntad en vosotros,… ni recibiré ofrenda alguna de vuestra mano. Porque desde donde nace el sol hasta donde se pone, grande es mi nombre entre las gentes, y en todo lugar se sacrifica y ofrece a mi nombre ofrenda pura: porque grande es mi nombre entre las gentes, dice el Señor de los ejércitos.

Le pedían, que explicase con ideas claras, qué sacrificio sería este; con qué ritos o ceremonias se ofrecería al verdadero Dios; si habría en todas partes templos tan magníficos como el de Jerusalén; si habría sacerdotes tomados indiferentemente de todos los pueblos, tribus y lenguas, o de alguna tribu o familia particular; qué vestidos usarían estos, así en los templos como fuera de ellos; si sería obligado el nuevo Israel de Dios a circuncidarse efectivamente y a observar toda la ley de Moisés; si en lugar de esta ley se daría otra y cuál, etc. etc.

El pequeño escriba o Rabino, apenas digno de este nombre, se sentía no sólo embarazado, sino oprimido con tantas preguntas. Su respuesta a todas ellas era general (ni podía ser de otra manera); pues el modo y las circunstancias particulares de nuestra Iglesia presente no se hallan ciertamente en la relación, no obstante que se halla clarísima toda la substancia de este gran misterio.

Así decía a grandes voces, sin temor de la tempestad de piedras, que veía en las manos de la ínfima plebe: la cosa sucederá puntualmente así como está escrita, pues como dice el Señor, aunque a otro propósito: Mi consejo subsistirá, y toda mi voluntad será hecha. Israel dejará de ser pueblo de Dios por su incredulidad, y las gentes serán llamadas a ocupar su lugar. El modo y circunstancias particulares con que se obrará este gran misterio, yo no lo sé, porque no lo hallo expreso y claro en las Escrituras sagradas. Solo sé por ellas (proseguía diciendo), que el Mesías, cuando venga, se ofrecerá a sí mismo en sacrificio a Dios su Padre por los pecados de todo el mundo: si ofreciere su alma por el pecado (dice Isaías), verá una descendencia muy duradera, y la voluntad del Señor será prosperada por su mano. Sólo sé que esta descendencia muy duradera, o, lo que parece lo mismo, esta sucesión continuada de hijos de Dios, engendrados por el Mesías mismo con su muerte dolorosísima, con su sangre y con la efusión de su divino Espíritu, serán tantos en toda la tierra, que será imposible numerarlos y contarlos: su generación quién la contará… Aquel mismo justo mi siervo justificará a muchos con su ciencia, y él llevará sobre sí los pecados de ellos… Este rociará muchas gentes. Solo sé por el salmo CIX que habiéndose ofrecido a sí mismo por el pecado, será un Sacerdote eterno, y no ya según el orden de Aarón, sino según el orden de Melquisedec, cuya oblación o sacrificio fue el más simple de todos, pues se redujo todo a pan y vino.

De este modo respondía nuestro simple Rabino a todas las simples preguntas que se le hacían, y a todas las dificultades que se le proponían. Y en efecto, ¿cómo era posible que un hombre ordinario (y aunque hubiese sido de una perfecta ciencia), pudiese responder treinta años antes del nacimiento de Jesucristo a tantas y tan diversas preguntas sobre el modo de ser de nuestra Iglesia presente?

¿Quién podría saber entonces con ideas claras y circunstancias individuales, lo que debía suceder en el mundo después de la muerte del Mesías? La sustancia de este gran misterio se halla ciertamente en las Escrituras, y nuestra propia experiencia nos lo enseña así, y nos lo hace advertir frecuentísimamente; mas las circunstancias particulares no se hallan. Pues, ¿cómo las podían saber ni aun sospechar, los que vivían en Jerusalén en tiempo de Augusto?

¿Podría entonces probarse con algún lugar de la Escritura, que el Mesías elegiría doce hombres idiotas, humildes y simples, para fundar su Iglesia y llamar y congregar en ella toda suerte de gentes? ¿Podría entonces probarse con algún lugar de la Escritura santa, que uno de estos idiotas, constituido príncipe entre todos, sería enviado a poner su silla en la misma capital del grande y soberbio imperio romano? ¿Que esta silla humilde se mantendría en Roma firme e inmutable, a pesar de todas las oposiciones, contradicciones y violencias del mayor imperio del mundo? ¿Que este imperio que parecería eterno, se vería en fin precisado a ceder su puesto a la silla de un pobre pescador? ¿Que esta silla sería reconocida y respetada como el verdadero centro de unidad de todos los creyentes verdaderos de todo el orbe? ¿Que estos verdaderos creyentes de todo el orbe edificarían en todas sus ciudades, en sus villas, y aun en sus campiñas, templos innumerables para dar culto en ellos al verdadero Dios? ¿Que en todos estos templos innumerables se ofrecería incesantemente a Dios vivo un sacrificio continuo: esto es, el sacrificio y oblación munda de que se habla en Malaquías? ¿Que este sacrificio, y oblación munda no sería otra cosa sino el mismo cuerpo y sangre de Cristo que se ofreció en la cruz una vez, y esto bajo las especies de pan y vino; según el orden de Melquisedec? ¿Que este sacrificio, en fin, se ofrecería a Dios con estas, o con aquellas ceremonias? etc.

Todas estas cosas particulares, que ahora vemos y gozamos, ¿se podrían saber treinta años antes del nacimiento de Jesucristo, solamente con la lección de la ley y de los profetas?

Pues aplíquese la semejanza en asunto de que ahora tratamos. La aplicación no puede ser más fácil.

§2º A todas cuantas preguntas me hicieren los curiosos, y a todas cuantas cuestiones y dificultades excitaren los sapientísimos, yo no puedo responder de otro modo. Confieso simplemente (ni tengo por qué avergonzarme de esta confesión) que ignoro absolutamente infinitas cosas particulares, que sucederán en aquel siglo feliz, de que las Escrituras no hablan palabra.

Ignoro también el modo y circunstancias con que deberán verificarse aun aquellas mismas que anuncian clarísimamente las Escrituras, y cuya sustancia o misterio general me parece innegable.

No obstante, aun en medio de esta ignorancia y obscuridad, en lo que toca al modo, yo pienso todo cuanto bueno puedo pensar, así en lo moral como en lo físico: y me extiendo cuando puedo para lo cual me parece que me veo como convidado y aun excitado de las vivísimas expresiones de los Profetas de Dios.

Mas después de haber imaginado y pensado cuanto puedo, o cuanto soy capaz de imaginar y pensar en el estado presente, no por eso creo haber pensado o imaginado justamente; pues no ignoro que todas mis imaginaciones o mis pobres ideas las he tomado prestadas de todas aquellas cosas que hasta ahora han podido entrar en la sustancia de mi alma por medio de mis cinco sentidos. Por tanto, me persuado que las cosas andarán en aquellos tiempos de un modo mejor y más perfecto de lo que yo he podido imaginar; pues al fin mis imaginaciones son tomadas del reino de los hombres, y aquel será ya reino de Dios. ¡Qué diferencia! ¡Qué distancia!

Habrá pues, en este reino de Dios y de su Hijo Cristo Jesús (a quien dará entonces la potestad, y la honra, y el reino: y todos los pueblos, tribus, y lenguas le servirán a él) habrá, digo, un gobierno o un orden admirable; por consiguiente habrá una jerarquía, así como la hay ahora en la Iglesia católica y en cualquiera estado secular; con sola la diferencia bien notable, de ser entonces sin comparación más perfecta y más conocida de todos: He aquí, que reinará un Rey con justicia, y los príncipes presidirán con rectitud. Y este varón será como refugio para el que se esconde del viento, y se guarece de la tempestad… El que es ignorante no será más llamado príncipe; ni el engañador será llamado mayor. Serán entonces ciertos y palpables los verdaderos límites entre el sacerdocio y el imperio los cuales en el estado presente han sido, son y verosímilmente serán ocasión de grandes disputas, sin esperanza alguna razonable de que se dé lo que no es suyo a alguna de las partes, pues entonces el sumo sacerdote Cristo Jesús será al mismo tiempo Rey sobre toda la tierra… y uno solo será el Señor, y uno solo será su nombre.

Habrá ciertamente leyes así eclesiásticas como civiles, y unas y otras sapientísimas y proporcionadas a aquellos tiempos. Estas leyes, según lo que podemos colegir de las Escrituras, serán pocas y claras, comprendiendo no obstante muchísimo en pocas palabras. Fuera de las que son de derecho natural, comprendidas en el decálogo, o en las dos tablas de piedra escritas con el dedo de Dios vivo, apenas se hallan en los Profetas, dos fundamentales y generales a toda la tierra, es a saber: la prohibición expresa y absoluta de toda especie de armas y de todo ejercicio militar, de que hablan Isaías y Miqueas, y de que se habla en los salmos XLV y LXXV; y la ley importantísima de que se habla en Zacarías cap. XIV, y en otros varios lugares de la Escritura, como acabamos de observar en todo el capítulo antecedente.

A las cuales se puede añadir la que se halla en el mismo Zacarías, VIII, 19: que vosotros améis la verdad y la paz. Si la verdad y la paz se viesen alguna vez en la tierra practicadas universalmente entre todos sus habitadores, ¿qué mayor felicidad se puede imaginar? Es verdad, que ahora también tenemos esta ley; mas no es lo mismo tener una ley que observarla: Sed pues hacedores de la palabra, y no oidores tan solamente, engañándoos a vosotros mismos.

Yo hablo aquí principalmente de leyes bien observadas. Aunque en las Escrituras no se hallan otras leyes conocidamente propias de aquellos tiempos; me persuado no obstante, que para el buen orden y reglamento así en lo civil como en lo eclesiástico de todo nuestro orbe, conforme este se fuere poblando, saldrá de Sión la ley, y la palabra del Señor de Jerusalén.

Sobre este texto: de Sión saldrá la ley, y la palabra del Señor de Jerusalén, y sobre su verdadera inteligencia o sentido, veo, mi Cristófilo, que quedáis no poco descontento. Volvéis a insistir de nuevo en que se puede muy bien entender de la predicación de los Apóstoles de Jesucristo, que salió de Sión y de Jerusalén, y de allí se propagó por toda la tierra. A lo cual os respondo en breve, que es cosa bien fácil sacar o arrancar una cláusula de la Biblia sagrada, y habiéndola separado enteramente de todo cuanto la precede y la sigue, acomodarla luego al suceso que se quiere; mas, si esta misma cláusula se considera unida estrechamente con las que la preceden y la siguen, ¿cómo será posible salir de este empeño con honor? Si el texto de que hablamos lo miráis atentamente con todo su contexto, así en Isaías capítulo II, como en Miqueas capitulo IV (donde únicamente se halla) con esta sola diligencia estoy cierto, sin quedarme sospecha de duda, que os veréis como precisado a poner la mano sobre la boca.

Lo mismo digo de tantos otros lugares de la Escritura santa, sobre los cuales os quejáis del mismo modo de que yo no quiera entenderlos de la primera venida del Mesías (tan gloriosa decís para el mismo Señor) sino que todo, o casi todo, se deba en mi sistema enderezar inmediatamente a la segunda.

¡O Cristófilo mío! permitidme que os diga, siquiera por esta vez, que vuestros lamentos son injustos. Lo que hay cierto en las Escrituras perteneciente a la primera venida del Señor, lejos de querer usurparlo para la segunda, lo he propuesto, lo he explicado, lo he confesado y aclarado en varias partes de esta obra, conforme ha ocurrido y sido necesario; pues no creo menos, ni venero, ni amo menos esta primera venida, que la segunda que esperamos, siendo ambas venidas dos artículos esenciales y fundamentales del verdadero Cristianismo.

Si después de esto pretendéis todavía, que yo entienda o acomode aunque sea violentísimamente a la primera venida del Señor y a la Iglesia presente, aun aquello mismo que veo y palpo, que habla de la segunda, en esto sí que no puedo ceder, sin hacer una gravísima injuria a la verdad conocida, y por consiguiente a la veracidad de Dios.

Por tanto, me admiro con grande admiración de ver los grandes e inútiles esfuerzos que procuráis hacer, no digo para negar, sino para prescindir absolutamente de esta verdad de Dios, que ya conocéis, no menos que yo; lo cual infiero evidentemente de vuestras pretensiones, y mucho más de la ineficacia y aun frialdad extrema de vuestros argumentos.

De manera, que sin alguna razón ni fundamento alguno, sino solamente porque así conviene a vuestro debilísimo sistema, quisierais que todos prescindiéramos del sentido literal, claro y palpable de innumerables escrituras; y que en lugar de este verdadero sentido, recibiésemos otro puramente acomodaticio, y nos contentásemos con él.

Mas esto, ¿cómo se puede hacer? ¿No repugna al sentido común? ¿No lo prohíben todas las leyes naturales, divinas y humanas? ¿No lo prohíbe expresamente el Concilio Tridentino, Sesión cuarta?

Capítulo XIV

Fin de los mil años de que habla S. Juan:

soltura del Dragón

causas de esta soltura y sus efectos

§1º Hemos llegado finalmente a la última, o diremos mejor a la penúltima época del globo que habitamos. Dije penúltima época, porque después de esta que vamos a considerar ahora, nos queda todavía otra realmente eterna, después de la cual no hay otra.

Hasta los confines de esta época, mas sin tocarla, nos han acompañado y ayudado infinito casi todos los antiguos Profetas. De aquí para adelante no tenemos ya que consultarlos, porque todos nos abandonan. Todos terminan sus profecías en el reino de Dios y del Mesías su Hijo, aquí en nuestra tierra, sobre los vivos y viadores. Todos paran aquí, y ninguno pasa adelante: como si este reino o juicio de vivos o viadores, hubiese de durar eternamente; como si jamás hubiese de haber en ese reino alguna novedad digna de consideración, o alguna mudanza sustancial.

A lo menos es ciertísimo, que sobre este punto particular nada se explican, ni nos dejan alguna idea precisa y clara sobre el fin último de todos los vivos y viadores, o de toda generación y corrupción.

Solamente el último de los Profetas canónicos, que es el apóstol S. Juan, aquel discípulo a quien amaba Jesús, sigue hasta su último fin este hilo, o esta grandísima cadena del misterio de Dios con los hombres; la sigue, digo, hasta la consumación entera y perfecta del mismo misterio de Dios; o lo que es lo mismo, hasta la resurrección y juicio universal: Y cuando fueren acabados los mil años, será desatado Satanás, y saldrá de su cárcel, etc.

Ya he dicho en otras partes, y estoy plenamente persuadido de esta, que creo una verdad incontestable, que el libro divino y admirable del Apocalipsis es la llave verdadera y única de todos los Profetas. A todos los explica, los aclara, los compendia, los extiende, y llena frecuentísimamente no pocos vacíos que ellos dejaron.

Esto último se ve y aun se toca con las manos en los cuatro últimos capítulos del Apocalipsis, los cuales podemos mirar con gran razón como un Paralipómenon, o como un suplemento brevísimo de muchas cosas particulares y bien sustanciales que ellos omitieron. Omitieron digo, porque no se les dieron; y no se les dieron, porque todavía no era su tiempo.

Si esta idea, después de bien examinada, se recibe y se mira, a lo menos como probable, todas las Escrituras antiguas se ven al instante llenas de luz. Si no se quiere examinar y por falta de este examen no se quiere admitir, me parece como una consecuencia necesaria que quedemos perpetuamente sobre la inteligencia de las más de las antiguas Escrituras en la misma antigua oscuridad.

No obstante esta verdad general (por tal la tengo) me es preciso confesar, y lo confieso ingenuamente, que llegando al ver. 7 del capítulo XX del Apocalipsis se echa menos, falta, se desea en este Paralipómenon, o en este suplemento de los Profetas, una cosa bien sustancial; cuya falta corta o interrumpe evidentemente la gran cadena del misterio de Dios con los hombres.

Explícome. El amado discípulo habla solamente de lo que debe suceder en todo nuestro orbe después de consumados sus mil años, o lo que es evidentemente lo mismo, después de consumado aquel día o tiempo felicísimo, de que tanto hablan los Profetas de Dios, con estas expresiones: en aquel día… en aquellos días… en los postreros días... en el fin de los días… en aquel tiempo, etc., mas no nos dice ni una sola palabra sobre las causas, ni sobre el modo y circunstancias con que se deberá acabar aquel mismo día o tiempo que él llama mil años.

Solo nos dice, brevísimamente, que pasado este tiempo se soltará otra vez el dragón, que puesto en su antigua libertad, volverá a seducir de nuevo las gentes, etc.: Y cuando fueren acabados los mil años, será desatado Satanás, y saldrá de su cárcel, y engañará las gentes, que están en los cuatro ángulos de la tierra…

Mas ¿es creíble ni posible, digo yo, que pueda suceder esta nueva soltura del dragón con todos los efectos terribles y admirables, expresos en el mismo texto de S. Juan, sin haber precedido en las mismas gentes algunas culpas generales y gravísimas, y por eso dignas de la justísima indignación de Dios omnipotente?

¿Qué culpas podrán ser estas en aquellos tiempos, gravísimas y universales? Este es puntualmente el anillo o eslabón de la gran cadena del misterio de Dios, que falta evidentemente en el texto del Apocalipsis.

Como este anillo me ha parecido siempre una piedra de suma importancia, lo he buscado con la mayor diligencia que me ha sido posible en los antiguos Profetas, y finalmente me parece haberlo hallado en el penúltimo de todos, que es Zacarías.

Considérese atentamente el texto de este profeta con todo su contexto, y considérese con la misma atención la inteligencia realmente fría y aun conocidamente falsa (por lo que tiene de historia antigua) que se le ha pretendido dar desde los principios del siglo quinto hasta el día de hoy:

Todos los que quedaren de todas las gentes que vinieron contra Jerusalén (ténganse aquí presentes los Asirios, los Caldeos, los Persas, los Griegos, los Romanos, y últimamente la multitud de Gog de Ezequiel, o aquel gran río que saldrá en los últimos tiempos de la boca del dragón, fenómeno VIII, art. 8), subirán de año en año a adorar al Rey, que es el Señor de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos. Y acaecerá que aquel que sea de las familias de la tierra, y no fuere a Jerusalén a adorar al Rey, que es el Señor de los ejércitos, no vendrá lluvia sobre ellos. Y si alguna familia de Egipto no subiere, ni viniere, tampoco lloverá sobre ellos, y les vendrá la ruina, con la cual herirá el Señor a todas las gentes que no subieren a celebrar la fiesta de los tabernáculos (Zachar. XIV, 16,17-18).

Hecha esta amenaza general, sigue inmediatamente el vaticinio diciendo: Este será el pecado de Egipto, y este el pecado de todas las gentes que no subieren a celebrar la fiesta de los tabernáculos (Zachar. XIV, 19).

De modo que, considerando atentísimamente el texto de este Profeta con todo su contesto y combinado con el texto del Apocalipsis, se ve y aun se toca con las manos toda la sustancia del misterio general de que vamos hablando, y también algunas de sus principales circunstancias.

Se ve, digo, lo primero, que este residuo de las gentes, y toda su posteridad por muchos siglos, será obligada como por una ley fundamental e indispensable, a presentarse una vez al año en Jerusalén (sin duda por medio de dos o tres envidados de cada tribu, pueblo o nación), a adorar al Rey, que es el Señor de los ejércitos, y a celebrar la fiesta de los tabernáculos. Esta festividad de los tabernáculos, y los fines que tuvo Dios en su institución, se pueden ver en el Deuteronomio (XVI, 13).

Lo segundo, se ve que, pasados muchos y aun muchísimos siglos, que S. Juan encierra en el número perfecto de mil, como lo hacen otras escrituras; pasado, digo, este tiempo feliz, en inocencia, en simplicidad, en bondad, en fe, etc., comenzará a entrar poco a poco, ya en este, ya en aquel país de nuestro globo, cierta especie de tibieza, y por consiguiente de flojedad, o de tedio en lo que toca a las peregrinaciones anuas a Jerusalén.

Esta tibieza, como es naturalísimo, irá creciendo de día en día, pues no es verosímil ni creíble que el mundo se pervierta de repente, ni en pocos años. La perversión o corrupción del corazón humano no ha sucedido jamás, ni es posible que suceda sino por grados: mucho menos en aquellas personas que han sido en algún tiempo inocentes y justas.

Llegada, pues, esta tibieza de las gentes a cierto término ya indisimulable, empezará el Señor a castigarlas suavemente, con aquella especie de castigos de que suele usar un buen padre con un hijo inobediente y rebelde. Empezará, digo, a escasearles y aun negarles casi todo el sustento necesario, o lo que parece un mismo modo de hablar, les enviará la carestía.

Esta carestía la explica el Profeta con estas simples palabras, fuera de las cuales difícilmente se hallarán otras más proporcionales: Y acaecerá que aquel que sea de las familias de la tierra, y no fuere a Jerusalén a adorar al Rey, que es el Señor de los ejércitos, no vendrá lluvia sobre ellos. ¿Qué quiere decir esto? ¿La falta de lluvias no se ha mirado siempre como una tribulación, como una plaga, como uno de los mayores castigos de nuestro padre Dios? ¿A esta tribulación horrible, no siguen natural y necesariamente otras iguales y aun mayores? Pues todas estas se comprenden en aquellas brevísimas palabras: no vendrá lluvia sobre ellos.

Lo tercero, se ve, unido un texto con el otro, que no bastando estos castigos personales para hacer volver a las gentes a su antigua devoción y fervor (ni bastando otros muchísimos medios suaves o fuertes, de que usará la bondad infinita del padre Dios, como debemos suponer, aunque no lo hallemos expreso en la Escritura santa) llegará finalmente el tiempo en que, llenas todas las medidas del sufrimiento, se use con ellos el último rigor.

Es decir: llegará el tiempo de abrir las puertas del abismo, y dar otra vez al dragón entera libertad: después de esto conviene que sea desatado, por un poco de tiempo… Y cuando fueren acabados los mil años, será desatado Satanás, y saldrá de su cárcel, y engañará las gentes, etc. (Et post haec oportet illum solvi, modico tempore… Et cum consummati fuerint mille anni, solvetur Satanas de carcere suo, et exibit, et seducet gentes. Apoc. XX, 3 et 7).

¿No veis ya, oh amigo, por todo lo que acabamos de observar, el eslabón o anillo que falta indubitablemente en el texto de S. Juan? ¿Os parece factible ni posible, que perseverando las gentes en la misma justicia y en la misma inocencia y fervor con que habían comenzado, y en que habían vivido mil, o sean cien mil años, pueda suceder esta soltura del dragón, y esta nueva seducción de todas las gentes que están en los cuatro ángulos de la tierra?

§2º Habiendo hallado en Zacarías el anillo que falta en el texto del Apocalipsis, unidlo ahora con este mismo texto en su propio lugar, y veréis con esto sólo seguida y continuada la cadena de todo el misterio.

S. Juan nos dijo que, después de concluidos sus mil años, se dará otra vez libertad al dragón (el cual habrá estado todo este tiempo encerrado en el abismo, cerrada y sellada la puerta de su cárcel, sin saber cosa alguna de todo cuanto debe pasar en esos mil años sobre la superficie de la tierra); mas no nos dice ni aún siquiera insinúa, por qué razón, o por qué causa, o por qué culpa nueva del linaje humano, se dará otra vez libertad a su mayor enemigo.

Zacarías señala claramente la razón, la causa, la verdadera culpa, casi general a toda la tierra, de donde tendrán origen otras muchísimas por consecuencia necesaria: Este será el pecado de Egipto, y este será el pecado de todas las gentes.

Con estas palabras concluye el Profeta su pequeña cadena sin dar un paso más adelante, sin decirnos una sola palabra sobre las resultas de este pecado general a todas las gentes; mas el amado discípulo, que omite absolutamente este pecado (no sabemos por qué razones) señala al punto sus resultas y todas sus funestísimas consecuencias: es a saber, la soltura del dragón y la nueva seducción de todo nuestro orbe; llevando luego desde aquí seguido y continuado hasta su último fin, todo el misterio de Dios con los hombres: Y cuando fueren acabados los mil años, será desatado Satanás, y saldrá de su cárcel, y engañará las gentes, que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog, y a Magog, y los congregará para batalla, cuyo número es como la arena de la mar, etc.

Ahora, amigo mío Cristófilo, para que podamos entendernos bien y formar una idea clara de estos misterios, imaginemos aquí (vos de un modo y yo de otro, o si es posible ambos de un mismo modo) imaginemos, digo, que después de muchísimos siglos de paz, de inocencia, de justicia y fervor, empiece a entrar en las gentes, ya en este país, ya en el otro, cierta especie de distracción en lo que toca al servicio de Dios.

A esta distracción deberá seguir naturalmente un poco de tibieza; a esta tibieza, un poco de amor a la comodidad o sensualidad; a esta comodidad o sensualidad seguirá naturalmente el amor al lujo, a la vana ostentación; a esta un poco de avaricia; a esta avaricia no pocas injusticias. Finalmente, a todos los males, porque no se adviertan, deberá seguirse una grande y bien estudiada hipocresía.

¿No es este el orden con que siempre ha ido creciendo el mal moral de día en día, en todas las gentes, tribus y lenguas? La experiencia de las cosas ya pasadas nos instruye admirablemente sobre lo que serán o podrán ser las venideras. ¿Qué es lo que fue? (se dice en el Eclesiastés) lo mismo que ha de ser. ¿Qué es lo que fue hecho?, lo mismo que se ha de hacer.

Tan cierto es que todos los hombres, todos los pueblos, tribus y naciones dejados a su libre albedrío (o a su propia y natural pobreza) y puestos en las mismas circunstancias, deben naturalmente producir unas mismas ideas sustanciales, aunque varíen tal vez algún poco sobre los accidentes.

¿Qué tenemos ahora que extrañar, qué tenemos que maravillarnos (como de una cosa insólita, nueva, nunca vista y por eso increíble) que después de mil años, o sean cien mil, o un millón de años, de justicia e inocencia, se vuelva otra vez a pervertir el orbe de la tierra? ¿No serán los hombres en el siglo venturo tan viadores como en el siglo presente?

¿No serán, como lo son ahora, dotados de su libre albedrío? ¿No andarán entonces como andamos ahora por fe, y no por visión? ¿No serán por consiguiente árbitros del bien o del mal, de pecar o no pecar, de merecer o desmerecer?

Esta sola reflexión, que ya apuntamos en el cap. IV, basta y aun sobra para satisfacer plenamente el argumento de algunos sabios con Bosuet contra el reino milenario, que llaman terrible e indisoluble.

El argumento, reducido a pocas palabras, se puede proponer fidelísimamente con toda su fuerza o esplendor en estos términos.

Si se entiende literalmente el cap. XX del Apocalipsis, deberá Jesucristo mismo con todos sus santos ya resucitados reinar efectivamente en Jerusalén sobre todo el orbe de la tierra, y esto por mil años, o determinados o indeterminados. Si esto se admite, deberá admitirse por necesaria consecuencia todo lo que se dice en el mismo texto; pues no hay más razón para lo uno que para lo otro. Deberá, pues, admitirse, que pasados estos mil años (sean determinados o indeterminados) del reino pacífico de Jesucristo en inocencia, en simplicidad, en bondad, en justicia, etc., se soltará otra vez el dragón, que desde el principio hasta el día de hoy engaña a todo el mundo… porque el diablo desde el principio peca; deberá admitirse, que volverá a seducir a todo nuestro orbe: que todo este orbe se volverá de nuevo contra su legítimo Soberano; que tomará las armas contra él; que irá a hacerle guerra formal en su misma corte; que rodeará o pondrá sitio formal a esta misma corte, según aquellas palabras: cercaron los reales de los santos, y la ciudad amada… Todo lo cual (dicen estos sabios) parece que lo anuncia el mismo cap. XX desde el v. 7: Y cuando fueren acabados los mil años, será desatado Satanás, y saldrá de su cárcel, y engañará las gentes, que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, y los congregará para batalla, cuyo número es como la arena de la mar. Y subieron sobre la anchura de la tierra, y cercaron los reales de los santos, y la ciudad amada. Y Dios hizo descender fuego del cielo, y los trago, etc.

Ahora (dicen estos doctores): ¿es concebible ni creíble, que reinando Jesucristo mismo en Jerusalén sobre toda la tierra, se atrevan los hombres a irlo a cercar en su misma corte? Este solo argumento, prosiguen diciendo, basta para mirar como fábula, como delirio, como sueño todo el reino milenario; pues si esto no es creíble, tampoco puede ser creíble todo lo demás, etc. ¡Oh santo Dios! ¿Dónde estamos? ¡Hasta dónde puede conducirnos una idea falsa, recibida una vez como verdadera!

Este argumento, que llaman terrible e indisoluble, tiene no obstante tres respuestas o soluciones, las cuales o se miren unidas entre sí, o separada la una de la otra, lo convencen visiblemente de argumento débil, de oscuro, de mal fundado, y consiguientemente de mal formado.

Se responde, pues, lo primero: que el argumento supone como cierta una cosa, o falsa, o a lo menos incierta y dudosa.

Supone, digo, como cierto que las gentes ya seducidas, conmovidas y alborotadas por el dragón, irán a cercar y combatir la ciudad santa y nueva de Jerusalén, bajada del cielo, como se dice en el Apocalipsis: cercaron los reales de las santos, y la ciudad amada.

Mas esta suposición, ¿es verdadera, es indubitable, es siquiera suficientemente fundada? ¿Mas sobre qué fundamentos o principios?

¿No es mucho más verosímil, como apuntamos poco ha, que aquellas palabras, los reales de los santos, y la ciudad amada, miren únicamente a la Jerusalén viadora (que entonces será el centro de unidad visible y accesible a todo el orbe) y a todos los santos Judíos, también viadores, que según las promesas de Dios habitarán entonces desde el río de Egipto hasta el grande rio Eufrates? (Gen. XV, 18).

Se responde lo segundo: que el no concebirse con ideas claras el modo y circunstancias particulares con que podrá verificarse una cosa, cualquiera que sea, anunciada expresamente en la Escritura santa, ni ha sido, ni es, ni podrá ser jamás un fundamento suficiente para negarla.

Si esto se mirase alguna vez como pasable o como tolerable, ¿qué pudiéramos responder a tantos incrédulos, cuyo total fundamento para negar y para impugnar nuestros misterios más sacrosantos, no es otro, sino el que ellos no pueden concebirlos?

Se responde lo tercero: que el misterio particular de que ahora hablamos no es tan difícil de concebirse con ideas claras, como nos dicen y ponderan.

No es tan difícil, digo, concebirse con ideas claras, que las gentes seducidas otra vez por el dragón (al cual por las justísimas causas que quedan apuntadas se le dará otra vez entera libertad) se alboroten, se inquieten y se rebelen formalmente contra el legítimo principado, potestad y dominación instituidas evidentemente por Dios mismo.

¿Cómo podrá ser esto? Habiendo perdido por el mal uso de su libre albedrio, primeramente la inocencia y simplicidad; habiendo después de esto doblado, maleado y corrompido el corazón (tres modos de hablar que significan una misma cosa); y por una consecuencia bien natural y demasiado frecuente, habiendo oscurecido la lucerna de la fe, o perdídola o apagádola enteramente.

Estas cosas, ¿son tan inconcebibles, que puedan juzgarse por increíbles?

Para concebir con ideas aún más claras todo este misterio, imaginemos ahora de nuevo lo que ya apuntamos en el párrafo antecedente (estas repeticiones como tan necesarias, se deben excusar, o a lo menos sufrir): imaginemos, digo, que pasados ciento o doscientos mil años, o ciento o doscientas mil generaciones, empiece a entibiarse por alguna parte (sea esta la que fuere) la caridad. Esta caridad ya tibia, es bien fácil que en poco tiempo se enfríe del todo; una vez enfriada, se debe seguir naturalmente, primero la iniquidad, y poco después la abundancia de la iniquidad; si esta abundancia de iniquidad sigue adelante, parece una consecuencia natural que la fe siga todos sus pasos, y que esta se vaya disminuyendo, enfriando, debilitando, y aun agonizando al mismo paso que la iniquidad fuere creciendo; crecida esta hasta cierto tiempo, hasta cierto punto, y disminuida y amortiguada la fe, ¿qué deberá seguirse?

Deberá seguirse, en primer lugar, que las peregrinaciones anuas a Jerusalén, de que ya hemos hablado, a adorar al Rey, que es el Señor de los ejércitos, medio capital y el más eficaz de todos para conservar en todo el orbe la fe y la justicia, serán pocas y tibias; y sus efectos o frutos serán a proporción hasta que se omitan del todo, o casi del todo: Este será el pecado de Egipto, y este el pecado de todas las gentes; esta omisión, o este pecado general de todas las gentes, ¿no será un verdadero cisma? ¿No será un cortar la comunicación con el verdadero centro de unidad, que estará entonces visible en Jerusalén viadora? Y si esta comunicación se interrumpe o se corta, ¿qué otra cosa podemos esperar sino anarquía y disolución, libertad brutal, desorden, horror y confusión?

Pues en este tiempo y circunstancias (de cisma y disolución respecto de muchos; de tibieza o de indiferencia respecto de las más de las gentes) se suelta el dragón y sale de su cárcel con toda aquella libertad que ha tenido y tiene hasta el día de hoy. Viéndose otra vez en libertad, sin saber cómo ni por qué, discurre en breve por toda la superficie de la tierra. Examina atentísimamente el estado y disposiciones en que se hallan los hombres. Los halla con poca diferencia en el mismo estado en que él los dejó cuando lo ataron y encarcelaron, cerraron y sellaron sobre él la puerta de su cárcel: es decir, unos conocidamente disolutos, libertinos, cismáticos; otros, y los más, no claramente cismáticos ni libertinos, sino sensuales, y por eso tibios e indiferentes a todo lo que no se oponga a su sensualidad y comodidad; y otros aunque poquísimos, realmente fieles, justos y santos.

Conocido en general el estado en que se halla todo el orbe de la tierra, o todos los hombres que cubren su superficie, tienta de nuevo a seducirlos a todos; lo consigue plenamente respecto de no pocos; de estos no pocos, se sirve fácilmente para conquistar otros muchos; conquistados estos, crece naturalmente el incendio, que finalmente abrasa todas las gentes, que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog, y a Magog.

Les persuade, que todo hasta aquel tiempo ha sido una fábula inventada por los Judíos. Les dice lo que ya dejó escrito en sustancia el apóstol S. Pedro: ¿Dónde está la promesa o venida de él? porque desde que los padres durmieron, todo permanece así como en el principio de la creación.

Los incita y enfurece contra los Judíos que los han tenido engañados tantos siglos; y en fin, los congrega y anima a vengarse de ellos con una venganza la más pública y más ejemplar: los congregará para batalla, cuyo número es como la arena de la mar. Y subieron sobre la anchura de la tierra, y cercaron los reales de los santos, y la ciudad amada. Y Dios hizo descender fuego del cielo, y los tragó, etc.

Veis aquí todo el orden y todo el modo fácil y llano con que pueden suceder todas estas cosas: fundado todo no sobre sofismas, ni sobre discursos artificiosos, ni sobre acomodaciones ingeniosas y pías (que llamamos conceptos predicables), sino sobre el texto clarísimo del Apocalipsis, combinado con el texto no menos claro de Zacarías. Veis aquí (en Zacarías) las causas verdaderas de la soltura del dragón, que omite S. Juan; y veis aquí en S. Juan todos los efectos de aquellas causas hasta su último fin, que omite Zacarías.

§3º Acabamos de ver el primer efecto de la soltura del dragón: esto es, la seducción, el alboroto y rebelión formal de todas las gentes, o las más de ellas, que están en los cuatro ángulos de la tierra.

Nos queda ahora que considerar brevísimamente el fin de este alboroto con todas sus resultas: Dios hizo descender fuego del cielo, y los tragó. Y el diablo, que los engañaba, fue metido en el estanque de fuego, y de azufre: en donde también la bestia y el falso profeta serán atormentados día y noche en los siglos de los siglos.

Por estas palabras explica el amado discípulo en breve y como en compendio, todo el misterio, que luego inmediatamente se pone a explicar con más difusión e individualidad; lo cual es bien frecuente en toda su profecía.

Sobre este último texto se pueden hacer estas dos preguntas.

Primera: ¿quién es, o qué cosa es este Gog y Magog de que habla aquí S. Juan con tanta brevedad? Este misterio, ¿es acaso el mismo que describe difusamente el profeta Ezequiel en sus dos capítulos XXXVIII y XXXIX, como se piensa y se insinúa comúnmente?

Segunda: este fuego de que habla S. Juan, que caerá y consumirá la muchedumbre de Gog y Magog, la cual cercó los reales de los santos, y la ciudad amada, ¿será acaso universal a todo nuestro orbe? ¿Consumirá enteramente a todos sus vivientes y al orbe mismo?

Cuanto a lo primero, decimos: que el Gog y Magog de S. Juan no significan otra cosa sino estas gentes, que están en los cuatro ángulos de la tierra: pues esta es la explicación precisa que el mismo Apóstol da a aquellas dos palabras Gog y Magog.

Mas esto mismo (decís) ¿qué cosa significa, qué sentido tiene claro y perceptible? Nuestra tierra, en cuya superficie habitamos, ¿es acaso algún cuadro cuadrilongo, o rombo, o romboide, que tenga cuatro ángulos rectos o agudos, u obtusos, etc., como pensaron insipientemente algunos antiguos, y como todavía piensa mucho más de la mitad del linaje humano? ¿No es ciertamente una esfera o globo casi perfecto, cuyo diámetro de un polo a otro se halla un poco menor que el de oriente a poniente, tirado por el ecuador?

Tenéis razón, amigo mío; mas todas vuestras preguntas o dificultades se desvanecen al primer asomo de reflexión.

Gog y Magog, dice S. Juan, son las gentes que habitan sobre los cuatro ángulos de la tierra. ¿Qué ángulos son estos?
Para formaros de esto una idea clara, tirad solamente dos líneas, que se corten o crucen bajo vuestros pies: una de oriente a poniente; otra de norte a sur. Con esta sola diligencia, facilísima en cualquiera parte del mundo donde os hallareis, veis ya bajo vuestros pies cuatro ángulos rectos, cada uno de noventa grados. Si continuáis con vuestra imaginación estas dos líneas por ambos lados, veréis necesariamente, que se van curvando o doblando insensiblemente hasta formar dos círculos máximos, o dos grandes anillos, que se van a unir o cortar mutuamente en otro punto diametralmente opuesto al que vos ocupáis. Por consiguiente, habéis dividido todo nuestro orbe en cuatro partes perfectamente iguales, y con esta división habéis formado bajo vuestros pies cuatro ángulos, y otros cuatro en vuestras antípodas. Pues esto es lo que llama S. Juan las gentes, que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog, y a Magog.

Con esta inteligencia fácil y simplísima, nos libramos aquí de entrar en aquella cuestión o disputa (no menos embarazosa que inútil) sobre el verdadero origen de estas dos palabras a Gog y Magog, o sobre el país y lugar determinado de la tierra donde habitaron, habitan y habitarán hasta aquellos tiempos estas dos tribus, naciones o generaciones.

Sobre lo cual nos dicen unos, que son los Escitas; otros, que son los Tártaros Asiáticos; otros, que son los Godos; otros señalan ya los Turcos, ya los Persas, ya los habitadores del Tiber, ya en fin todas estas naciones juntas y unidas entre sí.

Mas entre la oscuridad y tinieblas con que nos dejan todas estas diversas opiniones, nos sale al encuentro la pequeña y clarísima luz del Apocalipsis, con estas brevísimas palabras: las gentes, que están en los cuatro ángulos de la tierra; con las cuales palabras nos declara que no tenemos que cansarnos en buscar a Gog y a Magog, en esta o en aquella otra parte de la tierra, pues su verdadera significación es esta sola: las gentes que están en los cuatro ángulos de la tierra.

En todo este texto del amado discípulo, nos consuela infinito no leer en él la palabra todos. Leo en él que el dragón saliendo de su cárcel, engañará las gentes que están en los cuatro ángulos de la tierra; mas no leo que engañará a todas las gentes, ni a todos sus individuos. Por donde puedo prudentemente sospechar, y piadosamente creer, que muchos y aun muchísimos de los que entonces habitarán sobre los cuatro ángulos de la tierra, no entrarán en la seducción general, en la cual parece cierto que entrará la mayor y máxima parte; verificándose entonces en esta mayor y máxima parte, aquella sentencia del Espíritu Santo, que en todos tiempos la hemos visto plenamente verificada: el número de los necios es infinito. Y aquella otra de Jesucristo: Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por él.

Si buscamos ahora (como por modo de erudición o diversión) este Gog y Magog en la familia de Noé, segundo padre del linaje humano, hallamos fácilmente a Magog, hijo segundo de Jafe; mas a Gog no lo hallamos ni en el Génesis, ni en toda la Escritura, hasta el cap. XXVIII de Ezequiel; y después en el cap. XX del Apocalipsis.

Solamente en el libro I del Paralipómenon, V, 4, se nombra un cierto Gog, nieto de Rubén, de quien nada se sabe, ni hace figura alguna en la historia. Por tanto, yo sospecho, que el Gog, así de Ezequiel como del Apocalipsis, no es otro que Gomer, hermano mayor de Magog y primogénito de Jafet.

De la familia de estos dos y de sus cinco hermanos menores, dice la Escritura estas palabras: Por estos fueron repartidas las islas de las gentes en sus territorios: cada uno conforme a su lengua y sus familias en sus naciones (Gén. X, 5). Esto es lo único que sobre este punto hallamos en la Escritura santa; lo cual parece que concuerda perfectamente con el testo de S. Juan: las gentes, que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog, y a Magog. Lo demás, fuera de esto, parece un poco adivinar.

§4º Ahora, ¿este Gog y Magog del Apocalipsis, es acaso el mismo misterio de que habla difusamente Ezequiel en sus dos capítulos XXXVIII y XXXIX? Los intérpretes es ciertísimo que así lo suponen; mas también es ciertísimo, que no sólo no prueban, pero ni aun siquiera dan muestras de hallar en esto alguna dificultad.

No obstante, la diferencia y distancia entre uno y otro misterio es tan visible, que basta una simple lección de ambos lugares para conocerla al punto sin poder dudar.

Primeramente. Los tiempos de uno y otro misterio son evidentemente diversísimos. El misterio de Ezequiel por confesión de todos, y por confesión necesaria, debe suceder mucho antes de la venida del Señor y aun antes del Anticristo, según otras varias Escrituras, que quedan ya observadas especialmente en el fenómeno VIII, art. 8.

A lo menos es ciertísimo por confesión de todos, que después de destruida la muchedumbre de Gog, de que habla Ezequiel; después de sepultada en el valle de la muchedumbre de Gog… hacia el Oriente de la mar, debe quedar un tiempo grande e indeterminado, pues los Judíos ya restablecidos en tierra de sus padres, contra quienes ha de ir esta gran muchedumbre, recogerán los despojos de estos enemigos: las armas, el escudo, y las lanzas, el arco, y las saetas, y los báculos de las manos, y las picas : y los quemarán con fuego siete años. Y no llevarán leña de los campos, ni la cortarán de los bosques: porque quemarán las armas al fuego, etc. (Ezech. XXXIX, 9-10). Mas en el misterio y texto de S. Juan se ve otra idea infinitamente diversa: ya porque este misterio sólo puede verificarse mil años (o sean mil siglos) después de la venida del Señor en gloria y majestad, después de la muerte de la bestia, prisión del diablo, etc.; ya porque luego, al punto, sin mediar otra cosa alguna, pone la resurrección y juicio universal (y explica ambas cosas con estas palabras): Dios hizo descender fuego del cielo, y los tragó… Y vi un grande trono blanco.

Lo segundo: el profeta Ezequiel habla solamente de Gog y con Gog, no con Magog; antes a este último lo supone quieto e inmóvil en su país. Así, dice de Magog (y es la única vez que lo nombra cuando a Gog lo nombra once veces): enviaré fuego sobre Magog, y sobre aquellos que moran en las islas sin recelo: y sabrán que yo soy el Señor. Mas S. Juan en su último misterio nombra a los dos, a Gog y a Magog: esto es las gentes, que están en los cuatro ángulos de la tierra; las cuales gentes, esto es Gog y Magog cercarán los reales de los santos, y la ciudad amada. Y Dios hizo descender fuego del cielo, y los tragó.

Lo tercero: el misterio de Ezequiel es evidentemente el mismo que anunciaron otros Profetas, como lo dice el mismo Profeta expresamente en palabra del Señor, hablando con Gog, por estas palabras: Esto dice el Señor su Dios: Tú pues eres aquel de quien hablé en los días antiguos, por mano de mis siervos los Profetas de Israel, que profetizaron en los días de aquellos tiempos, que te traería sobre ellos. Y acaecerá en aquel día, en el día de la venida de Gog sobre la tierra de Israel, dice el Señor Dios, subirá mi indignación en mi furor. Y en mi celo, en el fuego de mi ira he hablado. Porque en aquel día habrá una grande conmoción sobre la tierra de Israel…

Estos Profetas de Dios anteriores a Ezequiel, que hablaron de este mismo misterio de que él habla, son estos: el primero David en varios salmos; Joel cap. III; Habacuc cap. III; Zacarías cap. XIV; Miqueas cap. VII, etc. (véase lo que sobre esto queda observado en el fenómeno VIII, art. 8).

A todos estos lugares alude ciertísimamente S. Juan; mas no en el cap. XX sino en el cap. XII, 15-16, en donde nos representa esta muchedumbre bajo la metáfora admirable y propísima de un río de agua que sale de la boca del dragón contra la mujer que ha huido al desierto: la serpiente lanzó de su boca en pos de la mujer, agua como un río, con el fin de que fuese arrebatada de la corriente. Mas la tierra ayudó a la mujer: y abrió la tierra su boca, y sorbió el río, que había lanzado el dragón de su boca.

Todo lo cual se lee en Ezequiel sin metáfora alguna por estas palabras: Y sucederá en aquel día: daré a Gog un lugar famoso para sepulcro en Israel: el valle de los que van hacia el Oriente de la mar, que hará pasmar a los que pasen: y encerrarán allí a Gog, y toda su muchedumbre, y será llamado el valle de la muchedumbre de Gog, etc. (Ezech. XXXIX, 11).

En suma, no perdamos tiempo: léase toda esta profecía de Ezequiel, contenida en los cap. XXXVIII y XXXIX; léanse para mayor claridad los dos capítulos antecedentes, y los nueve siguientes; y esto sólo basta para conocer al punto que todo habla visiblemente de la conversión, restitución, asunción y plenitud de las reliquias preciosas de Jacob, a la cual se opondrá con todas sus fuerzas la muchedumbre de Gog.

Mas destruida esta, comidas sus carnes de las aves y fieras, que serán convidadas a esta gran cena, y sepultados sus huesos en el valle de la multitud de Gog, se ven en todo el texto continuado de este Profeta otros sucesos grandes, nuevos y extraordinarios, que piden tiempo, y tiempos grandísimos para que puedan verificarse; mejor diremos, desde entonces debe comenzar otra época, y otro siglo infinitamente diverso de todo lo pasado.

No sucede así en este texto continuado de S. Juan; ya porque habla solamente del fin de esta misma época, ya porque entre el fin de ella y la resurrección y juicio universal nada se ve intermedio: Dios hizo descender fuego del cielo, y los tragó. Y el diablo, que los engañaba, fue metido en el estanque de fuego, y de azufre: en donde también la bestia, y el falso profeta serán atormentados día y noche en los siglos de los siglos. Y vi un grande trono blanco, etc.

Por este último texto que acabamos de copiar (que es el único de todas las Escrituras canónicas que habla clara y expresamente del fin de todos los vivientes viadores, y de la resurrección de todos y juicio universal), se ha sospechado prudentemente que este fuego último, que caerá y consumirá todas aquellas gentes atrevidas, las cuales subirán sobre la anchura de la tierra, y cercarán los reales de los santos, y la ciudad amada; que este fuego, digo, será universal en todo nuestro orbe, y que consumirá en él a todos sus vivientes, desde el hombre hasta la bestia, y desde los reptiles hasta los peces del mar.

Yo también lo he pensado así algunas veces; mas siempre con miedo o sospecha de la idea contraria, pues esta noticia o circunstancia particular no la hallo tan clara en el texto sagrado, que me obligue a pasar los límites de una mera sospecha.

No es tan cierto (vuelvo a decir) como se piensa comúnmente, que este fuego de que habla S. Juan, haya de consumir a todos los vivientes de nuestro globo, pues el texto habla solamente de aquellos furiosos que congregados y animados por el dragón, cercarán los reales de los santos, y la ciudad amada, (y sobre ellos) Dios hizo descender fuego del cielo, y los tragó.

Mucho menos puede ser universal a todo nuestro globo, y consumir a todos sus vivientes aquel fuego de que se habla S. Pedro, que parece el mismo fuego de que se habla en el salmo XVII y XCVI, pues consta expresamente del mismo texto de este Apóstol, que después de este fuego se debe seguir otra nueva tierra y nuevo cielo, en los que mora la justicia; y esto, según sus promesas; las cuales promesas de Dios leídas en el cap. LXV de Isaías, ver. 17 (pues no se hallan en otra parte) suponen y aun afirman clarísimamente otra idea diametralmente opuesta: suponen, digo, y aun afirman clarísimamente, que en la nueva tierra y nuevo cielo habrá generación y corrupción; habrá vidas largas y cortas; habrá justicia casi universal, y no faltarán pecados, etc. Habrá etc. Véase lo que sobre esto queda observado en el cap. IV y V, de esta tercera parte a donde me remito.

Pues, ¿cómo se acabará este mundo y todos sus vivientes? ¿No es cierto y de fe que todo se ha de acabar alguna vez? ¿No es cierto y de fe que alguna vez ha de cesar toda generación y corrupción? Sí, amigo, todo esto es ciertísimo y de fe divina, y yo lo creo y confieso religiosamente con todos los fieles Cristianos; mas el modo y circunstancias particulares con que todo esto debe suceder yo lo ignoro absolutamente, porque no lo hallo claro en las Escrituras.

Por tanto, no pienso entretenerme en disputas inútiles, que no convienen a la sustancia de mi asunto particular.

Lo mismo digo sobre el modo y circunstancias particulares que leemos en infinitos libros: las buscamos en el libro de la verdad y no las hallamos. En los Profetas es ciertísimo que nada se halla claro y expreso; exceptuando solamente la sustancia del misterio. En los evangelios y en todas las Escrituras del nuevo Testamento sucede lo mismo; pues lo poco que hay sobre esto en el cap. XXV del evangelio de S. Mateo, parece una mera parábola, cuyo fin primario y principal es una doctrina importantísima, y aun muy necesaria a todos los creyentes, cual es la caridad con el prójimo: (según estas expresiones) que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis:… que en cuanto no lo hicisteis… ni a mí lo hicisteis, etc.; sobre lo cual hablamos en el cap. VIII de la primera parte.

No nos queda pues otro lugar más claro ni más expresivo que el capítulo XX del Apocalipsis, desde el ver. 7 hasta el fin, en donde se habla ya con toda claridad, así de la resurrección universal de todos los individuos del linaje humano (por consiguiente de la muerte de todos, que ya ha precedido, pues solamente pueden resucitar los que han pasado por la muerte) como del juicio universal de todos, en que a todos y a cada uno se le dará la última sentencia irrevocable y eterna.

Como yo no soy capaz de representar estas cosas con la propiedad y viveza con que lo hace S. Juan, antes temo con gran razón obscurecerlas con mis explicaciones o ponderaciones; leed, oh Cristófilo, el texto entero de este Apóstol y último Profeta, y leedlo con toda la atención y reverencia de que sois capaz, y contentaos con él; pues ciertamente no hay en toda la Escritura santa cosa alguna sobre este punto, ni más expresa, ni más clara, ni más viva, ni más definida. Y vi un grande trono blanco, y uno que estaba sentado sobre él, de cuya vista huyó la tierra y el cielo, y no fue hallado el lugar de ellos.

Expresión admirable, vivísima y propísima para denotar la grandeza, la majestad, la soberanía infinita de aquel trono, y del supremo Príncipe que en él se sienta; ante cuya presencia, o a cuya vista quisiera huir y esconderse el cielo y la tierra, y todos los que en ellos habitan; y no hallan dónde: y no fue hallado el lugar de ellos. Y vi los muertos, grandes y pequeños, que estaban en pie delante del trono, y fueron abiertos los libros: y fue abierto otro libro, que es el de la vida: y fueron juzgados los muertos por las cosas, que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y dio la mar los muertos, que estaban en ella: y la muerte y el infierno dieron los muertos, que estaban en ellos: y fue hecho juicio de cada uno de ellos según sus obras. Y el infierno y la muerte fueron arrojados en el estanque del fuego. Esta es la muerte segunda. Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado en el estanque del fuego.

Yo creo firmemente con todos los fieles Cristianos todo lo que aquí leo en su sentido propio, obvio y literal; mas no por eso dejo de conocer sin poder dudarlo, que aquí se anuncia únicamente la sustancia del misterio, no su modo ni sus circunstancias particulares.

Sobre esto modo y circunstancias así del fin de todos los vivientes viadores, como de la resurrección de todos y juicio universal, ninguno me importune.

Como estas cosas particulares no las hallo en la revelación, es preciso que las ignore y que me contente con mi ignorancia.

No obstante, entre estas cosas particulares pertenecientes al mismo misterio, hallo una sola que no ignoro, ni puedo dejar de conocerla; esta es, la circunstancia del tiempo en que el misterio entero debe suceder.

Quiero decir, que el misterio entero, o lo que es lo mismo, la resurrección de todos los individuos del linaje de Adán, el juicio último, la sentencia última, y la ejecución de esta última sentencia, no pueden suceder luego inmediatamente en el mismo día natural de la venida en gloria y majestad de nuestro Señor Jesucristo, porque esta idea repugna visible y evidentemente al texto mismo de S. Juan.

Mucho más repugna, si se considera y examina con todo su contexto, como debe ser.

Y repugna todavía muchísimo más, si se considera unido este misterio y combinado con todas las Escrituras del antiguo y nuevo Testamento.

Todo lo cual, como que es el asunto primario y principal de toda esta obra, hemos venido declarando y tal vez demostrando hasta el presente misterio, o hasta la resurrección de la carne y juicio universal.

Preguntareis acaso: ¿qué será después de esto?

Esto es lo que últimamente voy a proponer en el capítulo siguiente.