PADRE CERIANI: LA DIALÉCTICA DE RATZINGER APLICADA A LA MISA

LA DIALÉCTICA DE RATZINGER
APLICADA A LA MISA


Un poco de historia

Con ocasión de la muerte de Joseph Ratzinger, tal vez resulte conveniente refrescar algunas ideas publicadas hace tiempo…

En julio de 2010 publiqué un artículo con ocasión del tercer aniversario del Motu proprio Summorum Pontificum. Ver:

https://radiocristiandad.wordpress.com/2010/07/09/a-tres-anos-del-motu-proprio-summorum-pontificum/

En 2011 publiqué lo siguiente:

Después de implementar en 1962 y 1965 sagaces reformas preparatorias, en abril de 1969 se publica un Novus Ordo Missæ.

Desde entonces, dos Misas dividen trágicamente a los católicos.

En julio de 2007, Benedicto XVI, por medio del Motu proprio Summorum Pontificum, da la impresión de querer preparar oficialmente una «tercera misa», es decir, la síntesis entre la Misa Romana y el fruto de la reforma protestantizante de Pablo VI.

Una cosa es cierta: lo que estaba bloqueando el funcionamiento de la máquina revolucionaria era el grupo de irreductibles, que mantenía la defensa de la Misa Romana y el rechazo de la bastarda, sin aceptar compromisos.

La prioridad de los revolucionarios, la supresión de la Misa Romana, los llevó a establecer una pausa, rebobinar e incluso hacer concesiones más grandes…, todo lo necesario para eliminar el grano de arena que impide que el engranaje lleve a cabo su obra funesta.

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La dialéctica ratzingeriana

Todas las revoluciones avanzan del mismo modo: a la posición tradicional la denominan tesis; la enfrentan con lo que llaman la antitesis, que asusta por su carácter radical.

A continuación, proponen a los reaccionarios conservadores un acuerdo, una conciliación, la síntesis

Esta síntesis, aceptada por los conservadores ilusos, rápidamente se convierte en nueva tesis, a la cual, a su vez, se enfrenta con otra antitesis…, etc.…, y la Revolución continúa avanzando.

Comprender este derrotero por pasos, estas pausas que la Revolución está obligada a hacer para digerir su presa, es entender el retorno aparente al orden…, es comprender lo quimérico y engañoso de la luz de esperanza, de la pequeña ola, de la restauración ya comenzada

La Revolución Conciliar permitirá, si es necesario incluso por largo tiempo, que los sacerdotes celebren la Misa Romana, porque lo esencial es que acepten un rito ambiguo. El resto vendrá después. Todas las concesiones son posibles para lograr ese objetivo. Y si es necesario proceder por etapas para lograrlo, se hará.

Mientras la Revolución reine en la Liturgia y en la Iglesia, sólo el Rito Romano sigue siendo la referencia absoluta; y cualquier reconocimiento del rito ilegítimo es un compromiso, y, por lo tanto, una ayuda prestada a los destructores.

Debemos juzgar el Motu proprio de Benedicto XVI a la luz de estas reflexiones.

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La función del Motu proprio

La fórmula según la cual la Misa Romana nunca ha sido abrogada en cuanto forma extraordinaria de la liturgia del Rito Romano es una de las ideas más inteligentes para armonizar la Misa Romana con la doctrina modernista.

La realidad es que, si Benedicto XVI pretendía legitimar la misa bastarda, no podía seguir afirmando que la Misa Romana había sido abrogada.

Por lo tanto, era necesario resolver el problema con inteligencia, y hacer creer que la nueva misa es la continuación y expresión legítima de la Liturgia del Rito Romano.

Era imperioso decir que El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la «Lex orandi» de la Iglesia católica de rito latino.

Además, en su afán de síntesis dialéctica, no era posible que Benedicto XVI dejase transparentar la más mínima sospecha de ruptura o cisma litúrgico.

Era ineludible decir que El Misal Romano promulgado por San Pío V y reeditado por el bienaventurado Juan XXIII debe considerarse como la expresión extraordinaria de la misma «Lex orandi» y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo.

Era forzoso afirmar que Estas dos expresiones de la «lex orandi» de la Iglesia no inducen ninguna división de la «lex credendi» de la Iglesia; son, de hecho, dos usos del único rito romano.

Sería ridículo pensar que el cambio de posición en el terreno de combate es debido a un inicio de restauración… Es una estrategia de acercamiento hacia la Tradición, ¡sí!…, pero para intentar envolverla y destruirla…

No se trata de una restauración. Es todo lo contrario: consolidar y legitimar la Nueva Misa y el Concilio Vaticano II, sin fracturas trágicas o dramáticas; hacer creer que se trata de una evolución suave, y asegurarse de que ambos sean universalmente reconocidos, aceptados y admitidos de forma pacífica.

Quienes pretenden demostrar que el Concilio Vaticano II no es un cisma doctrinal, del mismo modo quieren probar que la Nueva Misa no es un cisma litúrgico; antes bien, que ambos son el resultado de un desarrollo vital, que debe ser asumido y aceptado.

Para comprender la estrategia de Benedicto XVI con su Motu proprio, hay que referirse al discurso que dio ante la Curia Romano el 22 de diciembre de 2005.

Al leerlo y reflexionarlo, aparece claro que Benedicto XVI intenta hacer creer que entre la Doctrina Infalible de Iglesia y la nueva doctrina conciliar no hay ninguna discontinuidad. En pocas palabras, nos dice que la Lex credendi hodierna e innovadora es la misma que la tradicional y perenne.

Ahora bien, sabemos muy bien que la Lex orandi es la expresión litúrgica de la Lex credendi.

Por lo tanto, después de haber resuelto en 2005 la cuestión de la Lex credendi, era necesario zanjar la cuestión de la Lex orandi.

Esta fue la misión del Motu proprio de 2007.

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 ¿Desde cuándo rondan estas ideas?

Hace mucho tiempo que las ideas del Motu proprio dan vueltas en la cabeza de Joseph Ratzinger.

De 1982 data un documento que prueba que Joseph Ratzinger tenía en mente el plan de la reforma litúrgica desde su llegada al Vaticano.

Lo esencial ha sido publicado en DICI N° 147, del 26 de diciembre de 2006.

Sabemos que el 25 de noviembre de 1981 Juan Pablo II nombró al Cardenal Joseph Ratzinger Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Llegado al Vaticano en 1982, el nuevo Prefecto celebró una reunión con los principales Cardenales de la Curia. El 16 de noviembre de 1982, cinco cardenales y un obispo se reunieron para discutir el tema de la liturgia. Estos altos funcionarios del Vaticano afirmaron unánimemente que «el Misal Romano, en la forma en la que estuvo en uso hasta 1969, debe ser aceptado en la Iglesia por la Santa Sede en las misas celebradas en lengua latina.»

Además, por unanimidad concordaron:

* en el hecho de que el uso del rito antiguo de la Misa debía ser admitido en la Iglesia,

* que era necesario preparar los espíritus para este permiso,

* que un documento papal sería promulgado para frenar los abusos de la reforma litúrgica y la restauración del antiguo rito,

* preparar una síntesis de los dos misales (antiguo y nuevo), la famosa «reforma de la reforma», muy solicitada por algunos sectores de la Iglesia.

Se habló también de la «segunda etapa», un documento pontifical:

* cuya naturaleza quedaba por definir.

* que expondría nuevamente la esencia de la liturgia,

* que frenaría el abuso generalizado,

* que promovería una participación más profunda en los santos misterios,

* y, sobre todo, se referiría a la identidad íntima del misal nuevo con el antiguo, de la forma ordinaria con la forma permitida, que no se oponen de ninguna manera.

Según las altas autoridades que intervinieron había, pues, que realizar «una síntesis de los dos misales, que conservara los beneficios de las reformas litúrgicas, pero que renunciara a algunas innovaciones exageradas».

Todo siguió conforme al plan. Sólo falta implementar la última etapa.

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En 1984 el Cardenal Ratzinger concede una larga entrevista a Vittorio Messori, periodista de la Revista 30 Giorni. El resultado es un libro que revela muchas cosas.

Informe sobre la Fe. B.A.C. 1985.

Capítulo II: Descubrir de nuevo el Concilio

Dos errores contrapuestos

Ratzinger deducía dos consecuencias:

«Primera: Es imposible para un católico tomar posiciones en favor del Vaticano II y en contra de Trento o del Vaticano I.

Quien acepta el Vaticano II, en la expresión clara de su letra y en la clara intencionalidad de su espíritu, afirma al mismo tiempo la ininterrumpida tradición de la Iglesia, en particular los dos concilios precedentes.

Valga esto para el así llamado «progresismo», al menos en sus formas extremas.

Segunda: Del mismo modo, es imposible decidirse en favor de Trento y del Vaticano I y en contra del Vaticano II.

Quien niega el Vaticano II, niega la autoridad que sostiene a los otros dos concilios y los arranca así de su fundamento.

Valga esto para el así llamado «tradicionalismo», también éste en sus formas extremas.

Ante el Vaticano II, toda opción ‘partidista’ destruye un todo, la historia misma de la Iglesia, que sólo puede existir como unidad indivisible».

«Descubramos el verdadero Vaticano II»

«Resulta incontestable que los últimos veinte años han sido decisivamente desfavorables para la Iglesia católica.

Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las esperanzas de todos, comenzando por las del papa Juan XXIII y, después, las de Pablo VI.

Los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad».

«Los Papas y los Padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que —en palabras de Pablo VI— se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción.

Se esperaba un nuevo entusiasmo, y se ha terminado con demasiada frecuencia en el hastío y en el desaliento.

Esperábamos un salto hacia adelante, y nos hemos encontrado ante un proceso progresivo de decadencia que se ha desarrollado en buena medida bajo el signo de un presunto «espíritu del Concilio», provocando de este modo su descrédito».

«Hay que afirmar sin ambages que una reforma real de la Iglesia presupone un decidido abandono de aquellos caminos equivocados que han conducido a consecuencias indiscutiblemente negativas».

«El cardenal Julius Dopfner decía que la Iglesia del posconcilio es un gran astillero. Pero un espíritu crítico añadía a esto que es un gran astillero donde se ha perdido de vista el proyecto y donde cada uno continúa trabajando a su antojo.

El resultado es evidente».

«En sus expresiones oficiales, en sus documentos auténticos, el Vaticano II no puede considerarse responsable de una evolución que —muy al contrario— contradice radicalmente tanto la letra como el espíritu de los Padres conciliares».

«Estoy convencido que los males que hemos experimentado en estos veinte años no se deben al Concilio «verdadero», sino al hecho de haberse desatado en el interior de la Iglesia ocultas fuerzas agresivas, centrífugas, irresponsables o simplemente ingenuas, de un optimismo fácil, de un énfasis en la modernidad, que ha confundido el progreso técnico actual con un progreso auténtico e integral.

Y, en el exterior, al choque con una revolución cultural: la afirmación en Occidente del estamento medio-superior, de la nueva «burguesía del terciario», con su ideología radicalmente liberal de sello individualista, racionalista y hedonista».

La consigna, la exhortación de Ratzinger a lodos los católicos que quieran seguir siendo tales, no es ciertamente un «volver atrás», sino un «volver a los textos auténticos del auténtico Vaticano II».

«Defender hoy la verdadera Tradición de la Iglesia significa defender el Concilio.

Es también culpa nuestra si de vez en cuando hemos dado ocasión (tanto a la «derecha» como a la «izquierda») de pensar que el Vaticano II representa una «ruptura», un abandono de la Tradición.

Muy al contrario, existe una continuidad que no permite ni retornos al pasado ni huidas hacia adelante, ni nostalgias anacrónicas ni impaciencias injustificadas.

Debemos permanecer fieles al hoy de la Iglesia; no al ayer o al mañana: y este hoy de la Iglesia son los documentos auténticos del Vaticano II.

Sin reservas que los cercenen. Y sin arbitrariedades que los desfiguren».

 Una receta contra el anacronismo

La receta que propone para «desmontar» el caso Lefebvre y otras resistencias anacrónicas parece reflejar el pensamiento de los últimos Papas, desde Pablo VI a nuestros días: «Estas absurdas situaciones han podido mantenerse hasta ahora gracias precisamente a la arbitrariedad y a la imprudencia de ciertas interpretaciones posconciliares.

Mostremos el verdadero rostro del Concilio y caerán por su base estas falsas protestas».

«No ruptura, sino continuidad»

«Es necesario oponerse decididamente a este esquematismo de un antes y de un después en la historia de la Iglesia; es algo que no puede justificarse a partir de los documentos, los cuales no hacen sino reafirmar la continuidad del catolicismo.

No hay una Iglesia «pre» o «post» conciliar: existe una sola y única Iglesia que camina hacia el Señor, ahondando cada vez más y comprendiendo cada vez mejor el depósito de la fe que El mismo le ha confiado.

En esta historia no hay saltos, no hay rupturas, no hay solución de continuidad.

El Concilio no pretendió ciertamente introducir división alguna en el tiempo de la Iglesia».

¿Restauración?

He preguntado, pues, al Prefecto de la fe: pero entonces, si nos atenemos a sus palabras, parecerían tener razón aquellos que afirman que la jerarquía de la Iglesia pretendería cerrar la primera fase del posconcilio, y que (aunque retornando no al preconcilio, sino a los documentos «auténticos» del Vaticano II) la misma jerarquía intentaría proceder ahora a una especie de «restauración».

«Si por «restauración» se entiende un volver atrás, entonces no es posible restauración alguna.

La Iglesia avanza hacia el cumplimiento de la historia, con la mirada fija en el Señor que viene.

No: no se vuelve ni puede volverse atrás.

No hay, pues, «restauración» en este sentido.

Pero si por «restauración» entendemos la búsqueda de un nuevo equilibrio después de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo, después de las interpretaciones demasiado positivas de un mundo agnóstico y ateo, pues bien, entonces una «restauración» entendida en este sentido (es decir, un equilibrio renovado de las orientaciones y de los valores en el interior de la totalidad católica) sería del todo deseable, y por lo demás, se encuentra ya en marcha en la Iglesia.

En este sentido puede decirse que se ha cerrado la primera fase del posconcilio».

Capítulo IX: La liturgia entre antigüedad y novedad

Riquezas por salvar

«Ante ciertos modos concretos de reforma litúrgica y, sobre todo, ante las posiciones de ciertos liturgistas, el área del descontento es más amplia que la que corresponde al integrismo.

En otras palabras: no todos aquellos que expresan un tal descontento deben por ello ser necesariamente integristas».

¿Quiere acaso decir que la sospecha e incluso la protesta ante cierto liturgismo posconciliar serían legítimas también en un católico alejado de Monseñor Lefebvre, es decir, en un católico que no se halla enfermo de nostalgia, sino dispuesto a aceptar íntegramente el Vaticano II?

«Detrás de las maneras diversas de concebir la liturgia hay, como de costumbre, maneras diversas de concebir a la Iglesia y, por consiguiente, a Dios y las relaciones del hombre con El.

El tema de la liturgia no es en modo alguno marginal: ha sido precisamente el Concilio el que nos ha recordado que tocamos aquí el corazón de la fe cristiana».

Saco de mi cartera un recorte de 1975 y leo:

«La apertura de la liturgia a las lenguas populares no carecía de fundamento ni de justificación: también el concilio de Trento la había tenido presente, al menos como posibilidad.

Sería falso, por lo tanto, decir, con ciertos integristas, que la creación de nuevos cánones para la Misa contradice la Tradición de la Iglesia.

Sin embargo, queda por ver hasta qué punto las distintas etapas de la reforma litúrgica después del Vaticano II han significado verdaderas mejoras o, más bien, trivializaciones; hasta qué punto han sido pastoralmente prudentes o, por el contrario, desconsideradas.

Incluso con la simplificación y la formulación más comprensible de la liturgia, es claro que debe salvaguardarse el misterio de la acción de Dios en la Iglesia; de aquí proviene la fijación de la sustancia litúrgica intangible para los sacerdotes y la comunidad, así como su carácter plenamente eclesial.

Por lo tanto, es preciso oponerse, más decididamente de lo que se ha hecho hasta el presente, a la vulgaridad racionalista, a los discursos aproximativos, al infantilismo pastoral, que degradan la liturgia católica a un rango de tertulia de café y la rebajan a un nivel de tebeo.

También las reformas que ya han sido llevadas a la práctica, especialmente las que se refieren al ritual, deben ser examinadas de nuevo bajo estos puntos de vista».

El Ratzinger de hoy, Prefecto de la fe, ¿se reconoce todavía en este fragmento?

«Enteramente. Más aún, desde que escribí estas líneas se han descuidado otros aspectos que hubieran debido ser celosamente conservados y se han dilapidado muchas de las riquezas que todavía subsistían.

En aquel entonces, en 1975, muchos de mis colegas teólogos se mostraron escandalizados, o al menos sorprendidos, por mi denuncia.

Ahora, incluso entre aquellos mismos teólogos, son numerosos los que me han dado la razón, al menos parcialmente».

«Cierta liturgia posconciliar se ha hecho de tal modo opaca y enojosa por su mal gusto y mediocridad, que produce escalofríos,…».

La lengua, por ejemplo…

Según él, es justamente en el campo litúrgico donde nos sale al paso «uno de los más claros ejemplos de oposición entre lo que dice el texto auténtico del Vaticano II y la manera en que después se ha interpretado y aplicado».

Un ejemplo, incluso demasiado famoso (y que se halla expuesto al peligro de instrumentalizaciones), es el de la utilización del latín, punto este sobre el que el texto conciliar es explícito.

«Qué quiere usted; también éste es uno de los casos de desajuste —frecuente en estos años— entre las disposiciones del Concilio, la estructura auténtica de la Iglesia y de su culto, las verdaderas exigencias pastorales del momento y las respuestas concretas de ciertos sectores clericales.

Y, sin embargo, la lengua litúrgica no era en modo alguno un aspecto secundario.

En los orígenes de la ruptura entre el Occidente latino y el Oriente griego hay también un problema de incomprensión lingüística.

Es probable que la desaparición de una lengua litúrgica común venga a reforzar las tendencias centrífugas entre las diferentes áreas católicas.

Para explicar el rápido e injustificado abandono de la antigua lengua litúrgica común es necesario no perder de vista la profunda mutación cultural de la instrucción pública que ha tenido lugar en Occidente.

Como profesor, en los comienzos de los años sesenta, todavía podía permitirme leer un texto en latín a los jóvenes provenientes de las escuelas secundarias alemanas.

Hoy esto ya no es posible».

«Pluralismo, pero para todos»

A propósito del latín: en los días en que tenía lugar nuestro coloquio no se había hecho pública todavía la decisión del Papa que (en carta de fecha 3 de octubre de 1984, que lleva al pie la firma del Pro-Prefecto de la Congregación para el Culto Divino) concedía el discutido «indulto» a aquellos sacerdotes que quisieran celebrar la misa utilizando el misal romano de 1962, precisamente en lengua latina.

Esto significa la posibilidad de un retorno (aunque dentro de límites muy bien definidos) a la liturgia preconciliar, con la condición, se dice en la carta, de que «conste sin ambigüedad, incluso públicamente, que el sacerdote y los fieles no tienen nada en común con quienes dudan de la legitimidad y exactitud doctrinal del misal romano promulgado en 1970 por el papa Pablo VI», y con tal de que la celebración según el rito tridentino tenga lugar «en las iglesias y capillas indicadas por el obispo diocesano, pero no en templos parroquiales, a no ser que el Ordinario del lugar lo permita en casos extraordinarios».

A pesar de estas limitaciones y severas advertencias («esta concesión deberá aplicarse sin perjuicio de la fiel observancia de la reforma litúrgica»), la decisión del Papa ha suscitado polémicas.

A decir verdad, también nosotros nos sentimos perplejos; pero debemos reseñar lo que el cardenal Ratzinger nos dijo en Bressanone: sin hacer referencia alguna a las medidas —que, evidentemente, ya habían sido tomadas y de la que sin duda estaba al corriente—, nos había insinuado una posibilidad parecida.

Este «indulto», según él, no debería verse en una línea de «restauración», sino, muy al contrario, en el clima de aquel «legítimo pluralismo» sobre el que tanto han insistido el Vaticano II y sus exegetas.

En aquella ocasión, indicando que hablaba «a título personal», nos dijo el cardenal:

«Antes de Trento, la Iglesia admitía en su seno diversidad de ritos y de liturgias. Los Padres tridentinos impusieron a toda la Iglesia la liturgia de la ciudad de Roma, respetando, entre las liturgias occidentales, únicamente aquellas que tenían más de dos siglos de vida. Es el caso, por ejemplo, del rito ambrosiano de la diócesis de Milán.

Si ello sirviera para nutrir la religiosidad de algunos creyentes y para respetar la pietas de ciertos sectores católicos, yo sería personalmente favorable a un retorno a la situación de antes, es decir, a un cierto pluralismo litúrgico.

Con la condición, naturalmente, de que se ratificara el carácter ordinario de los ritos reformados y se indicaran claramente el ámbito y el modo de algún caso extraordinario de concesión de la liturgia preconciliar».

Esto era más que un simple deseo, teniendo en cuenta que debía realizarse al cabo de poco más de un mes.

Él mismo, por lo demás, en su Das Fest des Glaubens, recordaba que «tampoco en el campo litúrgico decir catolicidad significa decir uniformidad», denunciando que, «por el contrario, el pluralismo posconciliar se ha mostrado extrañamente uniformante, casi coercitivo, al no consentir niveles diversos de expresión de fe ni siquiera en el interior de un mismo marco ritual».

Un espacio para lo sagrado

Volviendo al planteamiento general: ¿qué reproches tiene que hacer el Prefecto a cierta liturgia de hoy?

O, quizá, no exactamente de hoy, Apuesto que, como observa, «parece que se están atenuando ciertos abusos de los años posconciliares: me parece que está en vías de cristalizar una nueva toma de conciencia; algunos están cayendo en la cuenta de que han corrido demasiado y demasiado aprisa».

«Pero —añade— este nuevo equilibrio es de élite, por el momento; se adopta en algunos círculos de especialistas, mientras que es ahora cuando llega a la base la onda expansiva que precisamente ellos pusieron en movimiento.

Así, puede suceder que algún sacerdote o algún laico se entusiasmen tardíamente y juzguen actualísimo lo que los expertos sostenían ayer, mientras que hoy se adhieren a posiciones diversas, abiertamente más tradicionales».

Como quiera que sea, lo que según Ratzinger tiene que encontrarse de nuevo plenamente es «el carácter predeterminado, no arbitrario, «imperturbable», «impasible» del culto litúrgico», «Ha habido años —recuerda— en que los fieles, al prepararse para asistir a un rito, a la misma Misa, se preguntaban de qué modo se desencadenaría aquel día la «creatividad» del celebrante…» Lo cual, recuerda, estaba en abierta contradicción con la advertencia insólitamente severa y solemne del Concilio: «Que nadie (fuera de la Santa Sede y de la jerarquía episcopal), que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (SCn. 22, § 3).

Añade: «La liturgia no es un show, no es un espectáculo que necesite directores geniales y actores de talento.

La liturgia no vive de sorpresas «simpáticas», de ocurrencias «cautivadoras», sino de repeticiones solemnes.

No debe expresar la actualidad, el momento efímero, sino el misterio de lo Sagrado.

Muchos han pensado y dicho que la liturgia debe ser «hecha» por toda la comunidad para que sea verdaderamente suya.

Es ésta una visión que ha llevado a medir el «resultado» de la liturgia en términos de eficacia espectacular, de entretenimiento.

De este modo se ha dispersado el proprium litúrgico, que no proviene de lo que nosotros hacemos, sino del hecho de que aquí acontece Algo que todos nosotros juntos somos incapaces de hacer.

En la liturgia opera una fuerza, un poder que ni siquiera la Iglesia entera puede conferirse: lo que en ella se manifiesta es lo absolutamente Otro que, a través de la comunidad (la cual no es dueña, sino sierva, mero instrumento), llega hasta nosotros».

Continúa: «Para el católico, la liturgia es el hogar común, la fuente misma de su identidad: también por esta razón debe estar «predeterminada» y ser «imperturbable», para que a través del rito se manifieste la Santidad de Dios.

En lugar de esto, la rebelión contra la que se ha llamado «vieja rigidez rubricista», a la que se acusa de ahogar la «creatividad», ha sumergido la liturgia en la vorágine del «hazlo-como-quieras», y así, poniéndola al nivel de nuestra mediocre estatura, no se ha hecho otra cosa que trivializarla».

Hay otro orden de problemas sobre el que Ratzinger quiere llamar también la atención: «El Concilio nos ha recordado con razón que liturgia significa también actio, acción, y ha pedido que se asegure a los fieles una actuosa participatio, una participación activa».

Me parece un verdadero acierto, digo.

«Sin duda —asiente—. Pero este concepto nobilísimo ha sufrido una restricción fatal en las interpretaciones posconciliares. Se ha llegado a creer que sólo se daba «participación activa» allí donde tenía lugar una actividad exterior, verificable: discursos, palabras, cánticos, homilías, lecturas, estrechamiento de manos… Pero se ha olvidado que el Concilio, por actuosa participatio, entiende también el silencio, que permite una participación verdaderamente profunda y personal, abriéndonos a la escucha interior de la Palabra del Señor.

Ahora bien, en ciertos ritos no ha quedado ni rastro de este silencio».

Solemnidad, no triunfalismo

Insistiendo en esta línea, Ratzinger no está ciertamente convencido de la validez de ciertas acusaciones de «triunfalismo», en cuyo nombre se ha abandonado con excesiva facilidad gran parte de la antigua solemnidad litúrgica: «No es ciertamente triunfalismo la solemnidad del culto con el que la Iglesia expresa la belleza de Dios, la alegría de la fe, la victoria de la verdad y de la luz sobre el error y las tinieblas.

La riqueza litúrgica no es propiedad de una casta sacerdotal; es riqueza de todos, también de los pobres, que la desean de veras y a quienes no escandaliza en absoluto.

Toda la historia de la piedad popular revela que incluso los más pobres están siempre dispuestos, de manera instintiva y espontánea, a privarse hasta de lo necesario para honrar a su Señor y Dios con la belleza, sin cicaterías de ninguna clase».

Pero es preciso denunciar también lo que él define como «el arqueologismo romántico de ciertos profesores de liturgia, según los cuales todo lo que se ha hecho después de San Gregorio Magno debería eliminarse como incrustación y signo de decadencia.

Como criterio de renovación litúrgica, no se plantean la pregunta: «¿Cómo debe hacerse hoy?», sino esta otra: «¿Cómo se hacía entonces?» Olvidan que la nuestra es una Iglesia viva, que su liturgia no puede anquilosarse en lo que se hacía en la ciudad de Roma antes del medioevo.

En realidad, la Iglesia medieval (o también la Iglesia barroca, en ciertos casos) ha llevado a cabo un desarrollo litúrgico que es preciso cribar con atención antes de eliminarlo.

Debemos respetar también aquí la ley católica de un conocimiento cada vez más profundo y lúcido del patrimonio que nos ha sido confiado.

Para nada sirve el arcaísmo, así como tampoco sirve para nada la pura modernización».

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Luego de las Consagraciones Episcopales del 30 de junio de 1988, el Cardenal Ratzinger visita Chile y Colombia. Ante sus respectivos episcopados pronuncia una famosa conferencia. Una de sus partes hace referencia a la Liturgia.

Alocución a los Obispos de Chile. 13 de Julio de 1988.

II. Reflexiones sobre las causas más profundas del caso Lefebvre.

a) Lo santo y lo profano

Hay muchas razones que pueden haber motivado que muchas personas busquen un refugio en la vieja liturgia. Una primera e importante es que allí encuentran custodiada la dignidad de lo sagrado.

Con posterioridad al Concilio, muchos elevaron intencionadamente a nivel de programa la «desacralización», explicando que el Nuevo Testamento había abolido el culto del Templo: el velo del Templo desgarrado en el momento de la muerte en cruz de Cristo significaría –según ellos– el final de lo sacro. La muerte de Jesús fuera de las murallas, es decir, en el ámbito público, es ahora el culto verdadero. El culto, si es que existe, se da en la no-sacralidad de la vida cotidiana, en el amor vivido.

Empujados por esos razonamientos, se arrinconaron las vestimentas sagradas; se libró a las iglesias, en la mayor medida posible, del esplendor que recuerda lo sacro; y se redujo la liturgia, en cuanto cabía, al lenguaje y gestos de la vida ordinaria, por medio de saludos, signos comunes de amistad y cosas parecidas.

Sin embargo, con tales teorías y una tal praxis, se desconocía completamente la conexión real entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; se había olvidado que este mundo todavía no es el Reino de Dios y que «el Santo de Dios» (Io 6,69) sigue estando en contradicción con el mundo; que necesitamos de la purificación para acercarnos a Él; que lo profano, también después de la muerte y resurrección de Jesús, no ha llegado a ser lo santo.

El Resucitado se ha aparecido sólo a aquellos cuyo corazón se ha dejado abrir para Él, para el Santo: no se ha manifestado a todo el mundo.

De este mundo se ha abierto el nuevo espacio del culto, al que ahora estamos remitidos todos; a ese culto que consiste en acercarse a la comunidad del Resucitado, a cuyos pies se postraron las mujeres y le adoraron (Mt 28,9).

No quiero en este momento desarrollar más este punto, sino sólo sacar directamente la conclusión: debemos recuperar la dimensión de lo sagrado en la liturgia.

La liturgia no es festival, no es una reunión placentera. No tiene importancia, ni de lejos, que el párroco consiga llevar a cabo ideas sugestivas o lucubraciones imaginativas.

La liturgia es el hacerse presente del Dios tres veces santo entre nosotros, es la zarza ardiente, y es la Alianza de Dios con el hombre en Jesucristo, el Muerto y Resucitado.

La grandeza de la liturgia no se funda en que ofrezca un entretenimiento interesante, sino en que llega a tocarnos el Totalmente-Otro, a quien no podríamos hacer venir. Viene porque quiere.

Dicho de otro modo, lo esencial en la liturgia es el misterio, que se realiza en el rito común de la Iglesia; todo lo demás la rebaja.

Los hombres lo experimentan vivamente, y se sienten engañados cuando el misterio se convierte en diversión, cuando el actor principal en la liturgia ya no es el Dios vivo, sino el sacerdote o el animador litúrgico.

Si conseguimos mostrar y vivir de nuevo la totalidad de lo católico en estos puntos, entonces podemos esperar que el cisma de Lefebvre no será de larga duración.

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Joseph Ratzinger, Mi Vida, Recuerdos (1927-1977)
Editorial Encuentro, Madrid 1997.

Página 24:
La promulgación por Pablo VI de la prohibición del Misal de San Pío V, que se había desarrollado a lo largo de los siglos desde el tiempo de los sacramentales de la Iglesia antigua, comportó una ruptura en la historia de la liturgia cuyas consecuencias sólo podían ser trágicas.

Página 123:
Yo estaba perplejo ante la prohibición del Misal antiguo, porque algo semejante no había ocurrido jamás en la historia de la liturgia.

Se suscitaba por cierto la impresión de que esto era completamente normal. El misal precedente había sido realizado por Pío V en el año 1570, a la conclusión del Concilio de Trento; era, por tanto, normal que, después de cuatrocientos años y un nuevo Concilio, un nuevo Papa publicase un nuevo misal.

Pero la verdad histórica era otra. Pío V se había limitado a hacer reelaborar el misal romano
entonces en uso, como en el curso vivo de la historia había siempre ocurrido a lo largo de todos los siglos.

Del mismo modo, muchos de sus sucesores reelaboraron de nuevo este misal, sin contraponer jamás un misal al otro. Se ha tratado siempre de un proceso continuado de crecimiento y de purificación
en el cual sin embargo, nunca se destruía la continuidad.

Un misal de Pío V creado por él, no existe realmente. Existe sólo la reelaboración por él ordenada como fase de un largo proceso de crecimiento histórico.

Página 124:
Con la reforma litúrgica de Pablo VI acaeció algo más que una simple «revisión» del Misal anterior, pues se destruyó el edificio antiguo y se construyó otro, si bien con el material del cual estaba hecho el edificio antiguo y utilizando también los proyectos precedentes.

Para la vida de la Iglesia es dramáticamente urgente una renovación de la conciencia litúrgica, una reconciliación litúrgica.

Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos depende en gran parte del hundimiento de la liturgia.

Página 134: No cabe duda de que el nuevo Misal fue una mejora real y un enriquecimiento real en muchos puntos; pero haberlo opuesto como si se tratase de una construcción nueva a la historia tal como se ha desarrollado, haber prohibido la Misa antigua, haciendo pasar la liturgia, no como un organismo vivo, sino como el producto de trabajos eruditos y de competencias jurídicas: he aquí lo que nos trajo enormes daños.

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Conferencia del Cardenal Joseph Ratzinger

Décimo Aniversario del Motu proprio Ecclesia Dei. Octubre de 1998

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Vale la pena recordar aquí lo que ha comprobado el cardenal Newman: dijo que la Iglesia, a lo largo de su historia, nunca había abolido ni prohibido formas litúrgicas ortodoxas, lo cual sería muy ajeno al Espíritu de la Iglesia.

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La autoridad de la Iglesia puede definir y limitar el uso de ritos en diferentes situaciones históricas, pero nunca los prohíbe pura y simplemente.

Por lo tanto, el Concilio ordenó una reforma de los libros litúrgicos, pero no prohíbe los libros antiguos.

(…)

La existencia de dos ritos, ¿puede romper la unidad?

Ahora debemos examinar el otro argumento, que afirma que la existencia de dos ritos puede dañar la unidad.

Aquí hay que hacer una distinción entre la teología y el lado práctico de la cuestión.

En cuanto a la parte teórica y fundamental, hay que señalar que siempre han existido varias formas del Rito Latino; y se han retirado solas lentamente después de la unificación del espacio de vida en Europa.

Hasta el Concilio coexistían junto al rito Romano, el rito Ambrosiano, el rito Mozárabe de Toledo, el rito de Braga, el rito de la Cartuja y Carmelita, y el más conocido: el rito de los Dominicos, y tal vez otros ritos, aunque yo no lo sé.

Nadie se escandalizaba cada vez que los dominicanos, a menudo presentes en nuestras parroquias, no celebraban como los otros sacerdotes, sino que tenían su propio rito. No teníamos ninguna duda de que su rito era tan católico como el rito romano, y estábamos muy orgullosos de la riqueza de estas diversas tradiciones diversas.

Por otra parte, hay que decir que el espacio libre que el Nuevo Ordo Missæ da a la creatividad, es a menudo ampliado demasiado. La diferencia entre la liturgia según los libros nuevos, tal como es en la realidad práctica, tal como se la celebra en distintos lugares, es a menudo mayor que la existente entre la liturgia antigua y una nueva liturgia, celebradas ambas en la forma prescrita por los libros litúrgicos.

(…)

Con estas consideraciones hemos cruzado ya el umbral entre la teoría y la práctica, donde las cosas son por naturaleza más complicadas, ya que entran las relaciones entre personas vivas.

Me parece que las aversiones de que hablamos son tan grandes, porque se conectan las dos formas de celebración con dos actitudes espirituales diferentes, es decir, con dos formas diferentes de percibir la Iglesia y la vida cristiana.

Las razones para esto son muchas. La primera es esta: se juzgan las dos formas litúrgicas por los elementos externos y, por tanto se llega a la siguiente conclusión: hay dos actitudes radicalmente diferentes.

El cristiano medio considera que es esencial para la liturgia renovada que se celebra en la lengua vernácula y de cara al pueblo, y que hay un gran espacio abierto para la creatividad y que los laicos desempeñan funciones activas.

Al contrario: se considera esencial para la celebración con el ritual antiguo que se dice en latín, el sacerdote ante el altar, el rito se prescribe grave y que los fieles siguen la misa en la oración privada sin una función activa.

(…)

La liturgia pertenece a todo el Cuerpo de la Iglesia

Las contradicciones y las oposiciones que hemos enumerado no vienen ni del espíritu ni de la letra de los textos conciliares.

La Constitución sobre la sagrada liturgia (Sacrosanctum Concilium) en sí no habla de la celebración de cara al altar y de cara al pueblo. Y sobre el idioma dice que el latín debe ser preservado, mientras que hay que dar un papel más importante a la lengua materna, especialmente en las lecturas, las instrucciones, y en una serie de oraciones y canciones (SC 36, 2).

En cuanto a la participación de los laicos, el Concilio insiste en primer lugar en que, en general, la liturgia es esencialmente un asunto de todo el Cuerpo de Cristo, Cabeza y miembros, y por esa razón, pertenece a todo el Cuerpo de la Iglesia.

Estas son las directrices del Concilio: ellas solas pueden dar materia para reflexionar.

Entre un grupo de liturgistas modernos hay una tendencia a desarrollar las ideas del Concilio en una sola dirección y, al hacerlo, se terminará por anular las intenciones del Concilio.

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Por otro lado, debemos admitir que la celebración de la liturgia antigua se había extraviado demasiado lejos en el campo del individualismo y privado, y que la comunión entre el sacerdote y el pueblo era insuficiente.

(…)

Por otra parte, allí donde el movimiento litúrgico había creado un cierto amor por la liturgia, donde el movimiento había anticipado las ideas esenciales del Concilio, dicha participación orante de todos en la liturgia, allí había mucho más dolor por una reforma litúrgica realizada precipitadamente, y a menudo limitada al exterior.

Allí donde el movimiento litúrgico no había existido nunca, la reforma no tuvo, inicialmente, problemas. Los problemas se produjeron esporádicamente, cuando la creatividad salvaje eliminó el misterio sagrado.

Por eso es tan importante observar los requisitos esenciales de la Constitución sobre la Liturgia, que he mencionado anteriormente, incluso cuando uno celebra de acuerdo al Misal antiguo.

Desde el momento en que esta liturgia realmente toca a los fieles por su belleza y su profundidad, será amada y, a continuación, no será incompatible con la nueva liturgia, siempre que estos criterios se apliquen realmente a lo que el Concilio quería.

Seguirán existiendo diferentes acentos espirituales y teológicos, sin duda, pero ya no serán dos formas opuestas de ser cristiano, sino más bien la riqueza que pertenece a una y misma fe católica.

Cuando, hace algunos años, alguien había propuesto un «nuevo movimiento litúrgico» para evitar que ambas formas de la liturgia se alejasen demasiado una de otra, y para poner de relieve su convergencia íntima, unos amigos de la liturgia antigua expresaron su temor de que se tratase de una estratagema o una trampa para finalmente poder eliminar por completo la antigua liturgia.

Es necesario que esas ansiedades y temores cesen por fin.

Si en ambas formas de celebración la unidad de la fe y la unicidad del misterio aparecen con claridad, esto debe ser para todos una razón para alegrarse y agradecer al Buen Dios.

En la medida en que todos creamos, vivamos y actuemos de acuerdo con estas motivaciones, también podremos persuadir a los obispos que la presencia de la antigua liturgia no molesta ni rompe la unidad de su diócesis, sino que es una donación para construir el Cuerpo de Cristo, del que todos somos siervos.

Así que, queridos amigos, les animo a no perder la paciencia, para mantener la confianza y para abrevar en la liturgia la fuerza para dar nuestro testimonio por el Señor en nuestro tiempo.

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Respuesta del Cardenal Ratzinger al Padre Augé. 18 de febrero de 1999

Reverendo Padre,

He leído con atención su carta del 16 de noviembre, en la cual usted ha formulado algunas críticas a la Conferencia dada por mí el día 24 de octubre de 1998, con ocasión del 10º aniversario del Motu Proprio Ecclesia Dei.

Comprendo que usted no comparta mis opiniones sobre la reforma litúrgica, su aplicación, y la crisis que se deriva de algunas tendencias en ella escondidas, como la desacralización.

Me parece, sin embargo, que su crítica no toma en consideración dos puntos:

1. Es el Sumo Pontífice Juan Pablo II quien ha concedido, con el Indulto de 1984, el uso de la liturgia anterior a la reforma paulina, bajo ciertas condiciones; luego, el mismo Pontífice publicó, en 1988, el Motu Proprio Ecclesia Dei, que manifiesta su voluntad de ir al encuentro de los fieles que se sienten vinculados a ciertas formas de la liturgia latina anterior, y por lo tanto pide a los obispos conceder «de modo amplio y generoso» el uso de los libros litúrgicos de 1962.

2. Una parte no pequeña de los fieles católicos, sobre todo de lengua francesa, inglesa y alemana, permanecen fuertemente vinculados a la liturgia antigua, y el Sumo Pontífice no quiere repetir para con ellos lo que ya había ocurrido en 1970, donde se imponía la nueva liturgia de manera extremadamente brusca, con un tiempo de paso de sólo 6 meses, mientras el prestigioso Instituto litúrgico de Tréveris, de hecho, para tal cuestión, que toca de manera tan viva el nervio de la fe, justamente había pensado en un tiempo de 10 años, si no me equivoco.

Por lo tanto, son estos dos puntos –es decir, la autoridad del Sumo Pontífice reinante y su actitud pastoral y respetuosa hacia los fieles tradicionalistas– que deberían ser tomados en consideración.

Permítame, entonces, añadir algunas respuestas a sus críticas sobre mi intervención.

1. En cuanto al Concilio de Trento, nunca dije que éste habría reformado los libros litúrgicos. Por el contrario, siempre he subrayado que la reforma post-tridentina, ubicándose plenamente en la continuidad de la historia de la liturgia, no quiso abolir las otras liturgias latinas ortodoxas (cuyos textos existían desde hacía más de 200 años) y tampoco imponer una uniformidad litúrgica.

Cuando dije que también los fieles que hacen uso del Indulto de 1984 deben seguir los ordenamientos del Concilio, quería mostrar que las decisiones fundamentales del Vaticano II son el punto de encuentro de todas las tendencias litúrgicas y que, por lo tanto, son también el puente para la reconciliación en el ámbito litúrgico. Los oyentes presentes, en realidad, han comprendido mis palabras como una invitación a la apertura al Concilio, al encuentro con la reforma litúrgica. Pienso que quien defiende la necesidad y el valor de la reforma, debería estar plenamente de acuerdo con este modo de acercar los «tradicionalistas» al Concilio.

2. La cita de Newman quiere significar que la autoridad de la Iglesia nunca ha abolido en su historia, con un mandato jurídico, una liturgia ortodoxa. Se ha verificado, en cambio, el fenómeno de una liturgia que desaparece, y entonces pertenece a la historia, no al presente.

3. No quisiera entrar en todos los detalles de su carta, aunque no sería difícil responder a sus diversas críticas de mis argumentos.

Sin embargo, considero muy importante lo que respecta a la unidad del Rito Romano.

Esta unidad no está amenazada hoy por las pequeñas comunidades que hacen uso del Indulto y son con frecuencia tratados como leprosos, como personas que hacen algo indecoroso, más aún, inmoral; no, la unidad del Rito Romano está amenazada por la creatividad litúrgica salvaje, con frecuencia animada por liturgistas (por ejemplo, en Alemania se hace la propaganda del proyecto «Misal 2000», diciendo que el Misal de Pablo VI estaría ya superado).

Repito lo que he dicho en mi intervención: que la diferencia entre el Misal de 1962 y la misa fielmente celebrada según el Misal de Pablo VI es mucho menor que la diferencia entre las diversas aplicaciones denominadas «creativas» del Misal de Pablo VI.

En esta situación, la presencia del Misal precedente puede convertirse en un baluarte contra las alteraciones de la liturgia lamentablemente frecuentes, y ser de este modo un apoyo de la reforma auténtica.

Oponerse al uso del Indulto de 1984 (1988) en nombre de la unidad del Rito Romano es, según mi experiencia, una actitud muy lejana de la realidad.

Por otro lado, lamento un poco que usted no haya percibido, en mi intervención, la invitación dirigida a los «tradicionalistas» a abrirse al Concilio, a venir al encuentro hacia la reconciliación, en la esperanza de superar, con el tiempo, la brecha entre los dos Misales.

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Joseph Ratzinger, El espíritu de la liturgia.
Ediciones Cristiandad, 2001.

Podríamos decir que en 1918 la liturgia se parecía a un fresco que, aunque se conservaba intacto, estaba casi completamente oculto por capas sucesivas. Gracias al Concilio Vaticano II, aquel fresco quedó al descubierto y, por un momento, quedamos fascinados por la belleza de sus colores y de sus formas. Sin embargo, ahora está nuevamente amenazado, tanto por las restauraciones o reconstrucciones desacertadas, como por el aliento de las masas que pasan de largo.

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Un Congreso tuvo lugar en la abadía de Fontgombault entre el 22 y el 24 de julio de 2001. Treinta Obispos, Padres Abades y representantes de los diversos institutos Ecclesia Dei se reunieron en torno al Cardenal Ratzinger.

Las Actas del Congreso fueron publicadas con un Prefacio de Don H. Courau. Allí se ve claramente lo que el Cardenal Ratzinger pretende salvar con su pretendida reforma de la reforma litúrgica.

La ambición del Nuevo Movimiento Litúrgico es salvar la substancia de la reforma, estabilizando los extremos de la reforma litúrgica.

De este modo, se pudieron escuchar estas palabras en boca del Cardenal:

Desde un principio estuve en favor de la libertad para seguir utilizando el Misal antiguo, por una razón muy sencilla: se comenzaba ya entonces a hablar de una ruptura con la Iglesia pre-conciliar y de la formación de diferentes modelos de iglesias: una iglesia pre-conciliar ya anticuada y una iglesia nueva conciliar.

(…) Me parece esencial y fundamental reconocer que los dos misales son misales de la Iglesia, y de la Iglesia que sigue siendo la misma.

Y para hacer hincapié en que no hay ninguna interrupción esencial, que existe la continuidad y la identidad de la Iglesia, me parece indispensable mantener la posibilidad de celebrar según el Misal antiguo como un signo de identidad permanente de la Iglesia.

Lo que fue hasta 1969 la liturgia de la Iglesia, lo más sagrado para todos nosotros, no puede ser después de 1969 –con un increíble positivismo– lo más inaceptable. Si queremos ser creíbles, es absolutamente necesario reconocer que lo que era fundamental antes de 1969, sigue siéndolo también después también.

(…) Mediante la observación del desarrollo y de la aplicación del nuevo Misal, encontré muy temprano una segunda razón: el Misal antiguo es un punto de referencia.

Me parece muy importante para todos que, por su presencia, este Misal de la Iglesia da un criterio de referencia y constituye un refugio para los fieles que, en su parroquia, ya no encuentran una liturgia celebrada verdaderamente según los textos autorizados por la Iglesia.

En las palabras de clausura del Congreso, el Cardenal Ratzinger expresó:

La reforma de la reforma se refiere naturalmente al Misal reformado, y no al Misal precedente (…) Debemos estar en contra del «caotismo», en contra de la fragmentación de la liturgia; y, en ese sentido, también a favor de la unidad, de la observancia del Misal de Pablo VI. Esto me parece un problema prioritario: ¿cómo regresar a un rito común reformado?

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Prólogo del Cardenal Ratzinger al libro del P. Uwe Michael Lang, » Vueltos al Señor. La orientación de la oración litúrgica«:

Para el católico practicante normal son dos los resultados más evidentes de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II: la desaparición del latín y el altar orientado hacia el pueblo.

Quien lee los textos conciliares puede constatar con asombro que ni lo uno ni lo otro se encuentran en dichos textos en esta forma.

A la lengua vulgar, por supuesto, había que darle espacio, según las intenciones del Concilio, sobre todo en el ámbito de la liturgia de la Palabra, pero, en el texto conciliar, la norma general inmediatamente anterior dice: «Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular».

El texto conciliar no habla de la orientación del altar hacia el pueblo. Se habla de esta cuestión en instrucciones posconciliares.

La más importante de ellas es la Institutio generalis Missalis Romani, la Introducción general al nuevo Misal romano de 1969, donde en el número 262 se lee: «Constrúyase el altar mayor separado de la pared, de modo que se le pueda rodear fácilmente y la celebración se pueda hacer de cara al pueblo [versus populum]».

La introducción a la nueva edición del Misal romano de 2002 ha tomado este texto a la letra, pero al final añade lo siguiente: «es deseable donde sea posible».

Muchos ven en este añadido una lectura rígida del texto de 1969, en el sentido de que ahora existe la obligación general de construir –«donde sea posible»– los altares de cara al pueblo.

Esta interpretación, sin embargo, fue rechazada por la competente Congregación para el Culto Divino el 25 de septiembre de 2000, cuando explicó que la palabra «expedit» [es deseable] no expresa una obligación, sino un consejo.

Hay que distinguir –dice la Congregación– la orientación física de la espiritual. Cuando el sacerdote celebra versus populum, su orientación espiritual debe ser siempre versus Deum per Iesum Christum [hacia Dios por Jesucristo]. Dado que ritos, signos, símbolos y palabras no pueden nunca agotar la realidad última del misterio de la salvación, se han de evitar posturas unilaterales y absolutas al respecto.

Es una aclaración importante porque evidencia el carácter relativo de las formas simbólicas exteriores, contraponiéndose de este modo a los fanatismos que por desgracia en los últimos cuarenta años han sido frecuentes en el debate en torno a la liturgia.

Pero al mismo tiempo ilumina también la dirección última de la acción litúrgica, que no se expresa nunca completamente en las formas exteriores y que es la misma para el sacerdote y para el pueblo (hacia el Señor: hacia el Padre por Cristo en el Espíritu Santo).

La respuesta de la Congregación, pues, debería crear un clima más tranquilo para el debate; un clima en el que pueda buscarse la manera mejor para la actuación práctica del misterio de la salvación, sin condenas recíprocas, escuchando con atención a los demás, pero sobre todo escuchando las indicaciones últimas de la misma liturgia.

Tachar apresuradamente ciertas posturas como «preconciliares», «reaccionarias», «conservadoras», o «progresistas» o «ajenas a la fe», no debería admitirse en la confrontación, que debería dejar espacio a un nuevo y sincero compromiso común de cumplir la voluntad de Cristo del mejor modo posible.

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Joseph Ratzinger, Dios y el Mundo. Editorial Galaxia Gutemberg, Barcelona 2002.

Páginas 393-394: También es importante para la correcta concienciación en asuntos litúrgicos que concluya de una vez la proscripción de la liturgia válida hasta 1970. Quien hoy aboga por la perduración de esa liturgia o participa en ella es tratado como un apestado; aquí termina la tolerancia.

A lo largo de la historia no ha habido nada igual, esto implica proscribir también todo el pasado de la Iglesia. Y de ser así ¿cómo confiar en su presente?

Francamente, yo tampoco entiendo por qué muchos de mis hermanos obispos se someten a esta exigencia de intolerancia que, sin ningún motivo razonable, se opone a la necesaria reconciliación interna de la Iglesia.

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La «unidad litúrgica» era un objetivo a alcanzar. En una famosa carta, el Cardenal Ratzinger esquematizó dicha «unidad».

Carta al teólogo Heinz-Lothar Barth, de la universidad de Bonn, del 23 de junio de 2003:

Muy estimado doctor Barth,

Le agradezco su carta del 6 de abril, a la que, falto de tiempo, sólo respondo ahora. Usted me pide que tome partido por la autorización más amplia del rito romano antiguo. Usted sabe que yo acojo bien tal pedido, desde que mi compromiso por este objetivo es ya conocido por todo el mundo.

Si la Santa Sede «autorizara nuevamente el rito antiguo mundialmente y sin limitación» –tal como usted lo desea y ha oído por rumores– no es tan fácil de decir: muchos católicos comparten todavía una actitud negativa –consecuencia de un adoctrinamiento de años– hacia la liturgia tradicional, a la que orgullosamente llaman «pre conciliar», y muchos obispos se opondrían masivamente a una autorización general del rito antiguo.

La situación es diferente si sólo se considera una autorización limitada, precisamente porque la demanda por la liturgia antigua también es limitada. Yo sé que su valor no depende, por cierto, de la demanda, pero también es verdad que el número de sacerdotes y laicos interesados tiene su importancia.

Además, una medida como ésta no puede ser realizada sino progresivamente hoy en día, treinta años después de la reforma litúrgica de Pablo VI; cada nueva precipitación no podrá producir buenos resultados.

Pero creo que en lo futuro no deberá tener más que un solo rito; la existencia de dos ritos es difícilmente «manejable» para los obispos y los sacerdotes.

El rito romano del futuro deberá ser un solo rito, celebrado en latín o en lengua popular, pero basado enteramente en la tradición del rito antiguo; él podrá integrar algunos nuevos elementos que han hecho sus pruebas, algunos prefacios, lecturas más amplias –más posibilidades que antes, pero no mucho– una «Oratio fidelium», es decir, una letanía de oraciones de intercesión después del Oremus anterior al Ofertorio, donde estaba su lugar primitivo.

Mi estimado Dr. Barth, si usted se empeña así por la cuestión litúrgica, no estará solo y preparará «la opinión pública de la Iglesia» a eventuales medidas a favor de un uso más amplio de los manuales litúrgicos antiguos.

Sin embargo, se debe ser prudente en cuanto a despertar esperanzas demasiado grandes, maximalistas, entre los fieles devotos de la tradición.

Aprovecho esta ocasión para agradecerle su apreciable compromiso a favor de la liturgia de la Iglesia romana, en vuestros libros y conferencias, pero desearía aquí y allá mayor amor y comprensión por el magisterio del Papa y de los obispos.

Que la semilla que usted siembra crezca y porte frutos para una nueva vida renovada de la Iglesia, de la cual la «fuente y cima», su verdadero corazón, es y será la liturgia.

Le imparto gustoso la bendición que me pide.

Cordialmente suyo,

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Discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana

Jueves 22 de diciembre de 2005

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El último acontecimiento de este año sobre el que quisiera reflexionar en esta ocasión es la celebración de la clausura del concilio Vaticano II hace cuarenta años. Ese recuerdo suscita la pregunta: ¿cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho bien?, ¿qué ha sido insuficiente o equivocado?, ¿qué queda aún por hacer?

Nadie puede negar que, en vastas partes de la Iglesia, la recepción del Concilio se ha realizado de un modo más bien difícil, aunque no queremos aplicar a lo que ha sucedido en estos años la descripción que hace san Basilio, el gran doctor de la Iglesia, de la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea: la compara con una batalla naval en la oscuridad de la tempestad, diciendo entre otras cosas: «El grito ronco de los que por la discordia se alzan unos contra otros, las charlas incomprensibles, el ruido confuso de los gritos ininterrumpidos ha llenado ya casi toda la Iglesia, tergiversando, por exceso o por defecto, la recta doctrina de la fe…» (De Spiritu Sancto XXX, 77: PG 32, 213 A; Sch 17 bis, p. 524). No queremos aplicar precisamente esta descripción dramática a la situación del posconcilio, pero refleja algo de lo que ha acontecido.

Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos.

Por una parte existe una interpretación que podría llamar «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura»; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna.

Por otra parte, está la «hermenéutica de la reforma», de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino.

La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.

De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja espacio a cualquier arbitrariedad. Pero así se tergiversa en su raíz la naturaleza de un Concilio como tal.

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A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron primero el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11 de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de diciembre de 1965.

Aquí quisiera citar solamente las palabras, muy conocidas, del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica se expresa de una forma inequívoca cuando dice que el Concilio «quiere transmitir la doctrina en su pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones», y prosigue: «Nuestra tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temor, a estudiar lo que exige nuestra época (…). Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades, conservando sin embargo el mismo sentido y significado» (Concilio ecuménico Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid 1993, pp. 1094-1095).

Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella; asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de una comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe.

En este sentido, el programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo.

Pero donde esta interpretación ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una nueva vida y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio podemos constatar que lo positivo es más grande y más vivo de lo que pudiera parecer en la agitación de los años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla buena, a pesar de desarrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra profunda gratitud por la obra realizada por el Concilio.

Pablo VI, en su discurso durante la clausura del Concilio, indicó también una motivación específica por la cual una hermenéutica de la discontinuidad podría parecer convincente. En el gran debate sobre el hombre, que caracteriza el tiempo moderno, el Concilio debía dedicarse de modo especial al tema de la antropología. Debía interrogarse sobre la relación entre la Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo actual, por otra (cf. ib., pp. 1173-1181). La cuestión resulta mucho más clara si en lugar del término genérico «mundo actual» elegimos otro más preciso: el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna.

Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la «religión dentro de la razón pura» y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la «hipótesis Dios», había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna.

Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado. La gente se daba cuenta de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite, impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad.

Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo.

La doctrina social católica, que se fue desarrollando progresivamente, se había convertido en un modelo importante entre el liberalismo radical y la teoría marxista del Estado. Las ciencias naturales, que sin reservas hacían profesión de su método, en el que Dios no tenía acceso, se daban cuenta cada vez con mayor claridad de que este método no abarcaba la totalidad de la realidad y, por tanto, abrían de nuevo las puertas a Dios, sabiendo que la realidad es más grande que el método naturalista y que lo que ese método puede abarcar.

Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta.

Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado.

En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión.

En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel.

Todos estos temas tienen un gran alcance —eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio— y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción.

Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma. En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes —por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia— necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro.

En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar.

Por ejemplo, si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad.

Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.

El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos.

La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia.

Una Iglesia misionera, consciente de que tiene el deber de anunciar su mensaje a todos los pueblos, necesariamente debe comprometerse en favor de la libertad de la fe. Quiere transmitir el don de la verdad que existe para todos y, al mismo tiempo, asegura a los pueblos y a sus gobiernos que con ello no quiere destruir su identidad y sus culturas, sino que, al contrario, les lleva una respuesta que esperan en lo más íntimo de su ser, una respuesta con la que no se pierde la multiplicidad de las culturas, sino que se promueve la unidad entre los hombres y también la paz entre los pueblos.

El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos; prosigue «su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios», anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. Lumen gentium, 8).

Quienes esperaban que con este «sí» fundamental a la edad moderna todas las tensiones desaparecerían y la «apertura al mundo» así realizada lo transformaría todo en pura armonía, habían subestimado las tensiones interiores y también las contradicciones de la misma edad moderna; habían subestimado la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que en todos los períodos de la historia y en toda situación histórica es una amenaza para el camino del hombre.

Estos peligros, con las nuevas posibilidades y con el nuevo poder del hombre sobre la materia y sobre sí mismo, no han desaparecido; al contrario, asumen nuevas dimensiones: una mirada a la historia actual lo demuestra claramente. También en nuestro tiempo la Iglesia sigue siendo un «signo de contradicción» (Lc 2, 34). No sin motivo el Papa Juan Pablo II, siendo aún cardenal, puso este título a los ejercicios espirituales que predicó en 1976 al Papa Pablo VI y a la Curia romana.

El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio, no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas, para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso se ha presentado como «apertura al mundo», pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas.

La situación que el Concilio debía afrontar se puede equiparar, sin duda, a acontecimientos de épocas anteriores. San Pedro, en su primera carta, exhortó a los cristianos a estar siempre dispuestos a dar respuesta (apología) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1 P 3, 15). Esto significaba que la fe bíblica debía entrar en discusión y en relación con la cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la línea de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única razón dada por Dios.

Cuando, en el siglo XIII, mediante filósofos judíos y árabes, el pensamiento aristotélico entró en contacto con la cristiandad medieval formada en la tradición platónica, y la fe y la razón corrían el peligro de entrar en una contradicción inconciliable, fue sobre todo santo Tomás de Aquino quien medió el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía aristotélica, poniendo así la fe en una relación positiva con la forma de razón dominante en su tiempo.

La ardua disputa entre la razón moderna y la fe cristiana que en un primer momento, con el proceso a Galileo, había comenzado de modo negativo, ciertamente atravesó muchas fases, pero con el concilio Vaticano II llegó la hora en que se requería una profunda reflexión. Desde luego, en los textos conciliares su contenido sólo está trazado en grandes líneas, pero así se determinó la dirección esencial, de forma que el diálogo entre la razón y la fe, hoy particularmente importante, ha encontrado su orientación sobre la base del Vaticano II.

Ahora, este diálogo se debe desarrollar con gran apertura mental, pero también con la claridad en el discernimiento de espíritus que el mundo, con razón, espera de nosotros precisamente en este momento.

Así hoy podemos volver con gratitud nuestra mirada al concilio Vaticano II: si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia.

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Exhortación Apostólica Postsinodal
Sacramentum caritatis. 22 de febrero de
2007.

Segunda parte: Eucaristía, misterio que se ha de celebrar

Lex orandi y lex credendi

34. El Sínodo de los Obispos ha reflexionado mucho sobre la relación intrínseca entre fe eucarística y celebración, poniendo de relieve el nexo entre lex orandi y lex credendi, y subrayando la primacía de la acción litúrgica. Es necesario vivir la Eucaristía como misterio de la fe celebrado auténticamente, teniendo conciencia clara de que «el intellectus fidei está originariamente siempre en relación con la acción litúrgica de la Iglesia». En este ámbito, la reflexión teológica nunca puede prescindir del orden sacramental instituido por Cristo mismo. Por otra parte, la acción litúrgica nunca puede ser considerada genéricamente, prescindiendo del misterio de la fe. En efecto, la fuente de nuestra fe y de la liturgia eucarística es el mismo acontecimiento: el don que Cristo ha hecho de sí mismo en el Misterio pascual.

Ars celebrandi

38. En los trabajos sinodales se ha insistido varias veces en la necesidad de superar cualquier posible separación entre el ars celebrandi, es decir, el arte de celebrar rectamente, y la participación plena, activa y fructuosa de todos los fieles. Efectivamente, el primer modo con el que se favorece la participación del Pueblo de Dios en el Rito sagrado es la adecuada celebración del Rito mismo. El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio. El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas en su plenitud, pues es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los cuales están llamados a vivir la celebración como Pueblo de Dios, sacerdocio real, nación santa (cf. 1 P 2,4-5.9).

Plegaria eucarística

48. La Plegaria eucarística es «el centro y la cumbre de toda la celebración». Su importancia merece ser subrayada adecuadamente. Las diversas Plegarias eucarísticas que hay en el Misal nos han sido transmitidas por la tradición viva de la Iglesia y se caracterizan por una riqueza teológica y espiritual inagotable. Se ha de procurar que los fieles las aprecien. La Ordenación General del Misal Romano nos ayuda en esto, recordándonos los elementos fundamentales de toda Plegaria eucarística: acción de gracias, aclamación, epíclesis, relato de la institución y consagración, anamnesis, oblación, intercesión y doxología conclusiva. En particular, la espiritualidad eucarística y la reflexión teológica se iluminan al contemplar la profunda unidad de la anáfora, entre la invocación del Espíritu Santo y el relato de la institución, en la que «se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena». En efecto, «la Iglesia, por medio de determinadas invocaciones, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han presentado los hombres queden consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada que se va a recibir en la Comunión sea para la salvación de quienes la reciben».

Lengua latina

62. Lo dicho anteriormente, sin embargo, no debe ofuscar el valor de estas grandes liturgias. En particular, pienso en las celebraciones que tienen lugar durante encuentros internacionales, hoy cada vez más frecuentes. Se las debe valorar debidamente. Para expresar mejor la unidad y universalidad de la Iglesia, quisiera recomendar lo que ha sugerido el Sínodo de los Obispos, en sintonía con las normas del Concilio Vaticano II: exceptuadas las lecturas, la homilía y la oración de los fieles, sería bueno que dichas celebraciones fueran en latín; también se podrían rezar en latín las oraciones más conocidas de la tradición de la Iglesia y, eventualmente, cantar algunas partes en canto gregoriano. Más en general, pido que los futuros sacerdotes, desde el tiempo del seminario, se preparen para comprender y celebrar la santa Misa en latín, además de utilizar textos latinos y cantar en gregoriano; y se ha de procurar que los mismos fieles conozcan las oraciones más comunes en latín y que canten en gregoriano algunas partes de la liturgia.

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Luego de haber pasado revista a estos textos considerados por muchos como conservadores, e incluso tradicionales, consideremos lo que pensaba Joseph Ratzinger en los años del Concilio Vaticano II.

Esto nos dará una percepción real de la famosa reforma de la reforma que prepara Benedicto XVI con la colaboración, sea voluntaria, sea al menos permisiva, de los jefes de fila de la resistencia tradicional.

 

La Iglesia se renueva. Ediciones Paulinas, 1965. (El original es de 1963, Die erste sitzungsperiode des zweiten vatikanischen konzils, ein ruckblick = El primer período de sesiones del Concilio Vaticano II, un renuevo).

Páginas 8-11:
Al comenzar el Concilio hubo en él cierto malestar, hubo la preocupación de que todo podría reducirse a mera confirmación de conclusiones preconcebidas, y de ese modo hacer más daño que provecho a la necesaria renovación de la Iglesia, provocando la frustración de las esperanzas de muchos, quitándoles valor y ánimo, paralizando la dinámica de las cosas buenas y apartando, una vez más, toda esa multiplicidad de interrogantes nuevos que el tiempo plantea a la Iglesia.

(…) Sin embargo, a la llegada a Roma reinaba cierto optimismo, esa misteriosa sensación del comienzo que anima y da alas al hombre, como difícilmente lo podría hacer otra cosa, acrecentada aún por el saberse testigo de un acontecimiento de gran alcance histórico. La diversidad de idiomas que llenó la ciudad como nunca antes, la abundancia de encuentros que se abrió camino, la expectativa de lo por venir, todo eso pudo hacer olvidar por un momento la preocupación secreta que fue traída al Concilio, podríamos decir, en las maletas de viaje.

La división de los sentimientos propiamente dicha que de ahí se originó, estaba presente también en la ceremonia de la apertura del Concilio en San Pedro.

La grandiosa basílica, la magnitud de la liturgia antigua, la colorida diversidad de los huéspedes del mundo entero, todo eso era sumamente impresionante.

Empero, por otra parte había cierto malestar, cuyo síntoma más extremo se manifestó a través del disgusto por la inacabable duración de las ceremonias.

Esto podría servir como medida ciertamente poco objetiva, pero en este caso develó algo más profundo: La ceremonia litúrgica de la apertura carecía de ese sentimiento de comunión que abarca a todos y carecía también de la unidad interior.

¿Acaso es normal que 2.500 obispos, sin mencionar siquiera a los muchos otros creyentes, hayan sido condenados al papel de mudos espectadores de una liturgia en la que, fuera de los celebrantes, solo la Capilla Sixtina tenía la palabra? [Nota: Se trata del coro «Capilla musical sixtina«]

¿No era un síntoma de un estado necesitado de superación el hecho de que no se haya pedido la participación activa de los presentes?

Y en realidad, ¿por qué después de celebrar la liturgia de la misa tuvo que repetirse especialmente el Credo, si la misa tiene lugar para la profesión de fe?

¿Por qué motivo fue necesaria la repetición de la liturgia variable, si la misa ya contiene la Lección y el Evangelio?

¿Por qué hubo que cantar de nuevo las Letanías, si en la liturgia de la misa aún se pueden reconocer las partes en las cuales se pueden incluir plegarias de invocación?

Se han puesto dos liturgias una al lado de la otra sin asociarlas, haciendo evidente de este modo el peligroso arqueologismo en el que fue encerrada la liturgia de la misa a partir del Tridentino, de manera que ya apenas se percibía el sentido real de cada una de sus partes y ya no se notaba que ella misma contiene la entronización del Evangelio, la Profesión de fe, la invocación.

El observador tuvo que pensar involuntariamente que un síntoma importante del éxito del Concilio sería ver hasta donde se diferenciaría la liturgia de clausura de la de apertura.

Mirando desde esta perspectiva, ¿no se puede valorar ya cómo signo satisfactorio el que, por iniciativa de los obispos, el 8 de diciembre, día de clausura del primer período de sesiones, ellos y todos los presentes hayan cantado juntos los responsos y las partes fijas de la misa?

Páginas 25-36: La decisión de dar preferencia al Esquema de la Liturgia fue acertada no solo desde el punto de vista técnico. Su significación es mucho más profunda: representa una profesión de aquello que es el verdadero centro de la Iglesia: el siempre nuevo desposorio de la Iglesia con su Señor, el que se realiza en el misterio eucarístico y en el que esta Iglesia, al participar en el sacrificio de Jesucristo, cumple su misión más íntima, esto es, la adoración del Dios uno y trino.

Por encima de todas las necesidades de primer plano y de las parecen tal vez más importantes, se realizó aquí una profesión de fe de aquello que es la verdadera fuente de vida de la Iglesia y el punto de partida propiamente dicho de toda renovación.

Como el texto no se conformaba con las aisladas modificaciones de rúbrica, sino que fue proyectado partiendo desde esa profundidad, incluyó a la vez toda una eclesiología y de este modo constituyó un difícilmente sobreestimable avance sobre el probable tema principal del Concilio, la doctrina de la Iglesia, que de esta manera fue liberada de la estrechez «jerarcológica» (Congar) de los últimos siglos, y relacionada de nuevo con su punto de partida sacramental.

Finalmente, hay que decir también que en este asunto el Concilio pudo cosechar lo que ha madurado en la Iglesia a través de sus luchas de los últimos decenios: en estos días se ha hecho perceptible la fecundidad de una lucha difícil y trabajosa y al principio muchas veces mal comprendida.

Sobre los detalles de la reforma de la liturgia no se puede, ni es necesario, hablar aquí; tan solo se ha de tratar de sacar en claro las tendencias fundamentales que dan su sello al texto en su totalidad.

a) En primer término se puede hablar de un retorno a los orígenes y de una supresión de las múltiples superposiciones históricas, que en muchos casos cubren el núcleo de la intención verdadera. Esto significa, por ejemplo, la primacía del domingo con su orientación pascual sobre las fiestas de los santos, la del misterio sobre los actos de devoción, la de estructura sencilla sobre las formas recargadas.

Esto va a influir sobre todo en la configuración de la celebración de la misa. Se trata de deshacer aquella rigidez ritual en que —como nuestra reflexión sobre la Liturgia de la apertura trató de hacer notar— muchas veces apenas se podía reconocer el sentido del proceso respectivo; se trata de restablecer el culto de la palabra como anunciación del Verbo divino que se dirige hacia el hombre, y hacer de nuevo bien claro el carácter dialogado de toda celebración litúrgica, su esencia como servicio mancomunado del pueblo de Dios.

De ello resulta por sí solo una reducción de la misa privada y una acentuada exhortación a la celebración conjunta de la Liturgia; ella se manifiesta en el texto, entre otras, en esta frase terminante: «Es preferible la celebración de la misa en comunidad».

De aquí surgió el intento de crear posibilidades ampliadas para la celebración.

Naturalmente, una vez más tendrá que lucharse por su formulación precisa.

Con lo dicho quedan ya indicadas otras dos tendencias.

b) Un proceso especialmente importante es la descentralización de las leyes litúrgicas.

El primer capítulo del Esquema de la Liturgia contiene, en su definitiva y por la asamblea ya aceptada forma, una determinación que significa una innovación fundamental para la Iglesia latina.

Le asigna a las Conferencias episcopales un poder legislativo litúrgico para el ámbito de su país y dentro de ciertos límites, pero no en el sentido de una delegación del derecho en sí papal, sino como potestad propia de ellos mismos.

La determinación posibilita el devolver a la Liturgia nuevamente aquella catolicidad que los Padres de la Iglesia veían esbozada en la imagen del Salmo 44 que habla de la novia ataviada con el vestido multicolor; luego posibilita el dar nuevamente lugar en la Liturgia a todo lo que tiene vida en la Iglesia.

c) El espacio más extenso en la discusión fue ocupado por la disputa acerca de la lengua litúrgica. Naturalmente, si se considera que la constitución Veterum sapientia poco tiempo antes trajo una importante resolución preliminar a favor del latín, acaso ya se pueda percibir claramente cuán duros resultaron los frentes en este punto, cuánto peso tiene una tradición de más de mil quinientos años.

La discusión no carecía de rasgos pintorescos. No pocas veces sucedió que ardientes alabanzas al latín fueron pronunciadas en un trabajoso latín casero, mientras que los más enérgicos partidarios de la lengua vernácula no tuvieron dificultades en expresarse en un latín clásico.

La sensación más singular dejó tal vez la moción del cardenal Spellman que no quiso tolerar concesión alguna para empleo de la lengua vernácula en la Liturgia de la misa, pero en cambio expresó el deseo de que los sacerdotes pudieran leer sus breviarios en el idioma materno.

Empero, que la discusión pudo entrar también en verdaderas profundidades, lo puede atestiguar una cita del discurso del Patriarca melquita Máximos:

«Me parece que el valor casi absoluto que se quiere otorgar a la lengua latina en la Liturgia, en la enseñanza y en la administración de la Iglesia latina, representa algo completamente anormal para la Iglesia oriental. Porque, al fin y al cabo, Cristo mismo ha hablado el idioma de sus contemporáneos. Y también ha ofrecido el primer sacrificio eucarístico en un idioma comprensible para todos los oyentes, esto es, en arameo. Los apóstoles y los discípulos mantuvieron este proceder. Nunca se les habría ocurrido que en una asamblea cristiana el celebrante tiene que leer las perícopas de la Sagrada Escritura, cantar los salmos, predicar o partir el pan utilizando un idioma distinto del que hablaba la comunidad ahí mismo reunida.

Y hasta san Pablo nos dice expresamente: «Pues si tú das gracias a Dios en espíritu solamente (es decir, en un lenguaje incomprensible para los demás), ¿cómo podrá decir amén a tu acción de gracias el simple asistente? Porque él no sabe lo que dices. Tú muy bien darás gracias, pero el otro no se edifica…

En la iglesia prefiero decir diez palabras con sentido para instruir a otros que decir diez mil palabras en lenguas (= incomprensibles)».

Todas las razones que se aduzcan a favor del latín intocable —una lengua litúrgica, pero muerta— tienen que ceder ante este claro, inequívoco y preciso razonamiento del Apóstol… El latín es una lengua muerta; pero la Iglesia sigue viviendo. También la lengua, el medio de gracia y del Espíritu Santo, tiene que ser una lengua viviente, porque ella está aquí para el hombre y no para los ángeles: no existe el idioma que pueda ser intocable…».

Tan solo quien comprende cuán profundo sentido tiene el habla en las cosas humanas, y que la lengua no es una expresión solo superficial y casual, sino una encarnación del espíritu, que siendo humano sólo piensa por medio de la lengua y vive en ella y de ella, sólo aquél puede apreciar la dimensión del cambio que aquí se inicia.

En tanto, la dureza y la prolijidad con las cuales se ha combatido aquí, estuvieron, al fin y al cabo, en su lugar: la decisión sobre la lengua es una decisión de mucha profundidad que, tratando de detalles, seguramente tiene que efectuarse con cuidado y tacto, pero luego será capaz de prestar un servicio esencial para un nuevo encuentro entre el espíritu cristiano y el moderno.

Difícilmente se podrá negar que la esterilidad, a la que fueron condenadas muchas veces la teología y la filosofía católicas desde el fin del iluminismo, no en último lugar se debía a la sujeción a una lengua en la que ya no se llevaban a cabo las realizaciones vitales del espíritu humano.

Así la teología fue pensada sin considerar estas decisiones, y como no fue fecundada por ellas, se volvió, por su parte, incapaz de transformarlas.

El debate sobre la Liturgia, que según la opinión de muchos se ha extendido demasiado, concluyó el 14 de noviembre de 1962 con una votación sobre la aceptación en principio del esquema con la reserva de las modificaciones que aún debía efectuar la comisión correspondiente. Fue aceptado con la inesperada cantidad de 2.162 votos, con 46 en contra y 7 votos nulos. Ni los optimistas esperaban tanto.

Esto significa una decisión con visión del futuro, la que, a la vez, muestra en forma alentadora que las fuerzas de la renovación son más poderosas de lo que cualquiera se hubiese animado a esperar.

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Resultados y Perspectivas en la Iglesia Conciliar. Ediciones Paulinas. 1965. (El original es también de 1965, Ergebnisse und probleme der dritten konzilsperiode = Resultados y problemas del tercer período conciliar).

Páginas 20-29:

El problema del culto

Podrá parecer al no iniciado como la cuestión menos importante, tentado como podría estar de ver en ello más bien una especie de esteticismo, un juego de especialistas e historiadores, deseosos de hallar resonancia para sus descubrimientos. Sin embargo, para la Iglesia se trata de una cuestión de vida o muerte. Si no logra ya llevar a los fieles al culto, y de tal manera que ellos mismos consumen un acto de culto, entonces ha fallado en su tarea perdiendo su razón de existir. Pues, era precisamente en este punto donde se presentaba una profunda crisis en la vida de la Iglesia.

Sus raíces se remontan muy atrás. En las postrimerías de la Edad media la comprensión de la verdadera esencia del culto cristiano se había ido extinguiendo más y más.

Elementos exteriores pasaron a primer plano cubriendo el conjunto con sus proliferaciones. Cuanto se había salvado en los textos de sustancia cristiana antigua estaba hasta tal punto oscurecido por accesorios piadosos que apenas lograba hacerse oír.

La protesta de Lutero contra la Iglesia católica se dirigía, por esto, también muy esencialmente contra el culto católico, al que incriminaba ser un culto idolátrico, y al que oponía una religiosidad simplificada, concentrada enteramente en la palabra de Dios.

No es éste el lugar de describir la pérdida de sustancia que se produjo con esta amputación durante la cual, a no dudarlo, se cortaron juntamente con miembros enfermos también órganos vitales (lo que la teología protestante actual admite a menudo sin ambages).

Aquí nos interesa más bien observar la evolución respectiva dentro del campo católico.

La reacción católica al ataque de Lutero se produjo en Trento. Mirándola en su conjunto, debe calificársela de insuficiente, si bien puso coto a los abusos más funestos, a la vez que permitía una cierta regeneración.

El concilio de Trento se había limitado a dos cosas:

a) Perfiló la doctrina católica integral, la cual entonces, al menos en lo que a la idea del sacrificio se refiere, se propuso en forma purificada. Pero no tuvo en cuenta suficientemente la grave objeción, la duda de la reforma, nacida de una angustia de la conciencia. Ni menos vio con bastante claridad lo problemático que había en las ideas sobre adoración y sacrificio: esas dos dificultades principales de la doctrina eucarística de la Edad media posterior.

b) Se procedió con severas medidas a una reducción de las proliferaciones producidas en las postrimerías de la edad media, para así impedir que renacieran. Lo esencial de estas medidas consistía en la centralización de toda competencia litúrgica en la Sagrada Congregación de ritos, órgano posconciliar para la ejecución de la idea litúrgica de Trento.

Tal medida resultó, empero, una espada de dos filos. Bien es verdad que se pudo impedir efectivamente de esta manera nuevas proliferaciones. Pero, en cambio, el destino de la liturgia de Occidente quedaba a partir de entonces atado a una autoridad orientada en forma estrictamente centralista que actuaba en forma puramente burocrática, a la vez que carecía de toda visión histórica, como quiera que consideraba el problema de la liturgia desde un punto de vista exclusivamente rubricista-ceremonial, a manera de una cuestión del orden que debía regir la etiqueta en el ámbito sagrado.

Esta dependencia produjo en lo sucesivo una completa «arqueologización» de la liturgia, traspuesta entonces de la fase de historicidad viviente a la de una mera conservación, lo que implicaba, al mismo tiempo, su lenta extinción intrínseca.

La liturgia quedaba así convertida en una formación definitiva y fosilizada que iría perdiendo el contacto con la religiosidad concreta en medida tanto mayor cuanto más celoso fuese el cuidado prodigado a la integridad de las formas preexistentes.

Bastaría, para comprenderlo, recordar que ninguno de los santos de la renovación católica alimentó su espiritualidad en las fuentes de la liturgia. Un Ignacio de Loyola, una Teresa de Ávila, un Juan de la Cruz dieron forma a su religiosidad independientemente de la liturgia, sin íntima relación con ella, únicamente en virtud de su encuentro personal con Dios y su vivencia individual de la Iglesia.

La época del barroco obvió esta situación sobreponiendo una paraliturgia popular a la arqueologizada liturgia propiamente tal. La misa solemne barroca se convierte por el resplandor de la presentación orquestal en una especie de ópera sagrada, dentro de la cual los cantos del celebrante ocupan el lugar de recitativos intercalados. El conjunto aparece cual festiva elevación del corazón en alas de una celebración, cuya belleza encanta a la vez la vista y el oído.

En los días comunes, poco propicios para semejante despliegue, la misa desaparecería a menudo bajo las devociones sobrepuestas, más condescendientes con la mentalidad del pueblo. Baste recordar que todavía León XIII recomendaba el rezo del Rosario del mes de octubre durante la santa misa.

Esto significaba en la práctica que, mientras el celebrante desarrollaba su liturgia arqueologizada, rezaba el pueblo su devoción mariana, siendo la presencia simultánea en un mismo recinto y el encomendarse en el sagrado poder del sacrificio eucarístico los únicos vínculos que lo unían al sacerdote.

Acaso el ejemplo más patente de esa simultaneidad desvinculada de liturgia arqueológica y paraliturgia viviente lo ofreciese el Sábado de Gloria de la Semana Santa, tal como era su forma hasta el comienzo de la reforma litúrgica. A la mañana, en iglesias poco menos que vacías de fieles y sin significación para la conciencia creyente, tenía lugar la celebración litúrgica de la Resurrección. A la tarde celebraba entonces el pueblo su solemnidad de la Resurrección, desplegándose todo el esplendor barroco del arte representativo. Entre ambas celebraciones intercedía un día de silenciosa conmemoración de la paz del Señor en el sepulcro, sin que interfiriese en ello el hecho de que la liturgia oficial, encerrada en su torre de marfil, había entonado hace tiempo su Aleluya.

Al terminar el barroco fue desintegrándose también lentamente el poder de su paraliturgia concomitante, la cual, sin embargo, se conserva todavía eficiente en algunas regiones. Era entonces cuando aparecía en toda su claridad la pobreza originada por el trabajo de conservación de la Congregación de ritos. Si se pretendía que el culto de la Iglesia volviese a ser tal en el pleno sentido de la palabra, o sea: culto de todos los fieles, entonces era menester imprimirle un nuevo movimiento. Era necesario arrasar la muralla de la latinidad, pues, mientras esta subsista no puede el culto cumplir con su función de predicación e invitación a la oración.

Allí, donde por vía de ensayo en círculos reducidos o por medio de la traducción simultánea mediante recitadores se anticipa la deslatinización, pronto se echó de ver que ésta por sí sola no bastaba.

Pues, se hizo patente entonces algo que tras el muro protector de la lengua extraña había pasado casi desapercibido, a saber, que aun después de la poda realizada en Trento, que había eliminado las proliferaciones medievales tardías, la simple estructura de la liturgia había quedado todavía oculta bajo muchas cosas superfinas de significación puramente histórica.

Resultó, por ejemplo, que la selección de los textos había quedado como congelada en un punto determinado, no pudiendo satisfacer ya las necesidades de la predicación.

El próximo paso consiste ahora en percatarse de que la necesaria transformación no puede lograrse por vía de una reforma meramente estilista, sino que requiere una renovada teología del culto, so pena de ser la renovación una enmienda superficial.

En una palabra: esta tarea, cumplida en Trento, cuando mucho, a medias, debe ahora reasumirse para llevarla a un resultado más dinámico.

Objetivamente significa esto que hubieron de encararse con una nueva modalidad los problemas presentados en su hora por la reforma, la cual no en último lugar había atacado una inmovilidad y uniformidad de las ceremonias que ya por entonces estaba tomando cuerpo.

En tal labor renovadora no pudo tratarse para el Concilio (como algunas veces podría parecer mirando las cosas bajo una perspectiva un tanto dislocada) de adelantar finalmente y en buena hora también la Iglesia católica hasta la altura de los resultados de la reforma.

Como ya se dijo, la amputación operada por aquella no pudo servir como meta ideal para una reforma católica de la liturgia.

Pero los problemas planteados por la reforma pudieron, sí, servir de estímulo para reflexionar sobre la herencia transmitida por la Iglesia antigua. También pudo aparecer como un deber el dedicar renovada atención a la positiva gravedad de estas cuestiones y de considerar las posibilidades positivas aquí desarrolladas como ayudas para el propio empeño. Si se entienden las cosas rectamente, ambas partes pueden aprender mucho la una de la otra, y esto ha sucedido, en efecto, en los trabajos realizados por el movimiento litúrgico.

Si se considera la reforma litúrgica iniciada por el Concilio a la luz de sus nexos causales históricos, se la puede calificar como un proceso de importancia fundamental, cuyo valor, esto sí, dependerá en medida esencial del trabajo que realizare el Consejo posconciliar, mientras tanto constituido al efecto.

En las esperanzas y los problemas encerrados en la reforma litúrgica se anticipan, al mismo tiempo, esperanzas y problemas decisivos de la reforma eclesiástica, en general.

¿Se logrará establecer para el hombre de hoy una nueva relación con la Iglesia y, a través de ella, con Dios?

¿Se logrará disolver el centralismo, sin perder por ello la unidad?

¿Se logrará arribar a partir del culto asimismo a una nueva comprensión de los cristianos entre sí?

Estas tres preguntas son tres esperanzas vinculadas a la reforma litúrgica, a la vez que corresponden a las más esenciales intenciones básicas del actual Concilio.

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CONCLUSIÓN

Así como la doctrina conciliar solamente puede encontrar algún punto de apoyo y de crédito en la doctrina tradicional, del mismo modo, para salvar el Misal reformado, el Cardenal Ratzinger busca un apoyo y referencia en el Misal tradicional.

Pero, para ello, necesita el acuerdo de los que permanecieron fieles al Misal de siempre… Solamente ellos pueden dar sustento a la reforma de la reforma litúrgica post conciliar…

Así lo expresa de modo inequívoco, como lo hemos visto: No cabe duda de que el nuevo Misal fue una mejora real y un enriquecimiento real en muchos puntos; pero haberlo opuesto como si se tratase de una construcción nueva a la historia tal como se ha desarrollado, haber prohibido la Misa antigua, haciendo pasar la liturgia, no como un organismo vivo, sino como el producto de trabajos eruditos y de competencias jurídicas: he aquí lo que nos trajo enormes daños.

Salvar la Nueva Misa exige destruir esta mala imagen. Por lo tanto, bajo la apariencia de una continuidad, se hará creer que la reforma conciliar se encuentra en la misma línea de continuidad de las reformas precedentes.

Pero los testigos calificados de esta continuidad deben ser los mismos que han luchado a favor del Misal tradicional…

Aquí se comprende el pretendido reconocimiento del Misal de siempre por parte de Benedicto XVI. Les dice: yo reconozco vuestro Misal; pero vosotros debéis testimoniar a favor de la reforma de la reforma

Y a esto se han prestado, no sólo los conservadores…, no sólo los línea media…, no sólo los institutos Ecclesia Dei…, sino también las autoridades de la FSSPX desde el año 2000…

Padre Juan Carlos Ceriani