P. CERIANI: SERMÓN PARA EL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA

PRIMER DOMINGO DE CUARESMA

Este domingo, 26 de febrero de 2023, evocamos dos acontecimientos: festejamos los cuarenta años de mi sacerdocio, y conmemoramos los veintisiete años del fallecimiento del Padre Raúl Sánchez Abelenda.

Consagro mi homilía al primer hecho; y lo hago comentando la estampita de recuerdo de aquella ordenación, ligeramente modificada en la editada para este aniversario. La imagen de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento resume y revela el Sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo y el acto principal del mismo, el Santo Sacrificio de la Misa, el mismo sacrificio de la Cruz, con todo su valor infinito, con la única diferencia de que se realiza de forma incruenta.

Si pasamos a los textos que figuran al dorso, los mismos fueron escogidos siendo todavía seminarista, en el Seminario de Paraná, antes de ingresar a la Fraternidad Sacerdotal San Pío.

Claro está que la elección fue providencialmente guiada, así como también es indudable que el correr de los años y la comprensión de la situación, tanto de la sociedad como de la Iglesia y de la Obra de la Tradición, me han hecho profundizar en ellos y advertir aún más su alcance…

San Luis María Grignon de Montfort, al hablar sobre los Efectos maravillosos de la Consagración total a la Santísima Virgen, señala, entre otros, la Comunicación de María y de su espíritu, y dice:

“¡Ay! ¿Cuándo llegará ese tiempo dichoso en que Santa María sea restablecida como Señora y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su excelso y único Jesús? ¿Cuándo llegará, hermano mío, ese tiempo dichoso, ese siglo de María, en el que muchas almas escogidas y obtenidas del Altísimo por María, perdiéndose ellas mismas en el abismo de su interior, se transformarán en copias vivientes de la Santísima Virgen, para amar y glorificar a Jesucristo? Ese tiempo solo llegará cuando se conozca y viva la devoción que yo enseño: ¡Señor, para que venga tu reino, venga el reino de María!” En mis tiempos de seminarista lo había modificado por: A fin de instaurar (o restaurar) todas las cosas en Cristo, instaurar (o restaurar) todas las cosas en María. Y así figuró en el souvenir de ordenación, en 1983. Ahora, más bien por razones de espacio, dejo el texto montfortiano, pero desplazándolo hacia la parte inferior:

De este modo, el Sacerdos Christi in Maria queda enmarcado entre el Oportet illum regnare y el Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ…

Y este será en tema de mi exposición de hoy.

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En primer lugar, hay que hablar, entonces, del Sacerdocio, el de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y el de sus ministros.

Ya en el primer instante de su existencia terrena Cristo se ofreció al Padre en perfecto holocausto. En aquel primer acto redentor Nuestro Señor fue, al propio tiempo que Hostia Santa, el supremo Sacrificador.

Sólo en vista de este Sacerdote y de esta Hostia de infinito valor hallaron cabida ante el Padre Eterno los sacrificios de la Antigua Ley. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, cesaron las figuras y se descubrió la realidad: el Sumo Sacerdote Cristo subió al altar de los holocaustos para ser nuestro Mediador.

Sólo un Hombre-Dios podía asumir ese papel de Mediador; sólo Él era capaz de aplacar la Majestad ofendida de Dios. Y ese Mediador se nos ha dado; Jesucristo es nuestro Pontífice.

¡Qué gracia la nuestra! La Iglesia termina todas sus oraciones haciendo mención del Medianero y Sacerdote que las ha de presentar al Padre. Por Cristo Señor Nuestro, dice y repite de continuo.

El oficio de Mediador lo ejerce Jesús por sí mismo y eternamente. Una vez sola entró Cristo en el santuario, sacrificándose sobre el ara de la Cruz; pero en el Cielo continúa en estado de víctima, con sus llagas abiertas, renovando aquella su ofrenda de infinito valor; y permanece, además, en ese su estado de víctima sobre los altares, donde repite incesantemente su ofrecimiento.

La Nueva Ley no conoce, pues, más que un único y eterno Sacerdote, Cristo.

Pero Jesús partía al Cielo, y dejaba en la tierra sus preciosos tesoros: el Evangelio, la Cruz, la Eucaristía, las almas, y necesitaba de la fidelidad de un amor único para guardar esos tesoros, y por eso de lo íntimo de su Corazón extrajo el misterio del sacerdocio, complemento de todos sus misterios, depósito de todos sus secretos, guardián fidelísimo de todos sus misterios.

Para que nuestra fe ascendiese más fácilmente a las alturas, a las regiones serenas del orden sobrenatural, quiso el Señor comunicar su dignidad sacerdotal a algunos de los suyos, por cuyas manos se inmola visiblemente.

Todo sacerdote no es más que un representante de Cristo, Sumo Sacerdote, y en nombre de Cristo ejerce su ministerio. Esto es mi Cuerpo, dice cuando consagra, y no: Esto es el Cuerpo de Cristo; Yo te absuelvo, y no: el Señor te absuelve.

Ése es, en realidad, el oficio del sacerdote: ser mediador entre la Divinidad ofendida y el pueblo pecador. Por sus manos debe subir al Cielo el homenaje de adoración, gratitud y reparación de la humanidad; por sus manos deben llegar a lo Alto las súplicas de los mortales; por sus manos descienden la gracia y las bendiciones divinas.

Siguiendo con el texto de la estampita, allí se lee: Sacerdos Christi in Maria…

Jesús, en la hora más solemne de su vida, en los momentos más trágicos de su sacrificio, nos dejó como herencia a su propia Madre. En medio de las angustias de su agonía, resonó en el universo una palabra divina: He ahí a tu madre. He ahí a tu hijo. La herencia de Jesús está consumada.

San Juan era el representante de los sacerdotes; y en él recibimos a la Santísima Virgen; es nuestra, es nuestro tesoro.

¡Bendito sea Jesús que nos dejó tan preciosa herencia! ¿Qué hubiera sido de nosotros sin María?

El peso de la vida humana es demasiado grande para que pueda soportarlo una sola alma. Ni para los dolores, ni aun para las alegrías se basta un alma a sí misma.

Cerca de nosotros está siempre un Sagrario, y en él está Jesús, el amigo que no nos olvida, que no nos traiciona, en cuyo Corazón encontramos siempre lo que ambiciona el nuestro. Podemos pensar que Jesús nos bastaría; pero Él mismo quiso que, juntamente con Él, estuviera cerca de nosotros su Madre, María; porque nuestro corazón necesita la ternura de una madre…

Y así, con Jesús y con María, podemos recorrer los ásperos senderos de la vida sacerdotal y llevar sobre nuestros hombros la Cruz de Cristo.

Lo que hace María Santísima con nosotros es exactamente lo que hizo con Jesús.

Podemos reducir a tres los servicios que prestó a su Hijo divino, correspondientes a las tres etapas de la vida de Cristo; la vida oculta que duró los treinta primeros años, los tres años de su vida pública, y los últimos días, las últimas horas de su sacrificio y de su agonía.

Y en estas tres etapas de la vida de Jesús, tuvo la Virgen Santísima una función especialísima que desempeñar.

En los treinta primeros años de la vida oculta, María fue la confidente de Jesús, donde depositó toda su confianza y sus secretos.

Luego, en medio de las fatigas de su apostolado, Jesús ha de haber buscado a su Madre como consuelo dulcísimo, como descanso anhelado, como apoyo y fortaleza.

Por último, Jesús recorrió la postrera etapa de su vida… Cerca de la Cruz bendita, estaba la Madre, de pie, llena de fortaleza y de amor, traspasado su pecho por una espada misteriosa, participando de su inmolación, como había participado de su vida pública, como había sido su confidente durante treinta años de su vida oculta.

Para los sacerdotes hay las mismas tres etapas: nosotros tenemos una vida íntima, una vida pública y también tenemos nuestra pasión.

Nuestra vida íntima es quizá la más interesante de todas… Y en esa vida íntima del sacerdote, María, Madre del sacerdote, es nuestra confidente. Hay secretos —secretos sacerdotales— que no podemos decir a nadie… Sólo a Ella, sólo a María, sólo a su Corazón podemos confiarlos para descansar.

Después, viene para nosotros la vida pública.

El sacerdote no puede encerrarse dentro de sí mismo, porque para él las almas tienen un valor divino. Nuestro Señor las puso en sus manos, es otro tesoro que le confió y que tiene que conservar y acrecentar con el sudor de su rostro y con la sangre de su corazón. ¡Y qué penosa, qué terrible es la vida apostólica!

Pero no estamos solos, con nosotros está la Virgen María, que no nos abandona nunca.

Ella nos sugiere lo que debemos decir a los fieles cuando predicamos. Ella nos ilustra para que podamos escrutar el abismo de la conciencia humana. Ella sostiene nuestra debilidad cuando queremos decaer bajo el peso de la fatiga y del dolor. Ella es la que nos impulsa hacia la vida apostólica, como impulsó a Jesús en Cana de Galilea.

Y en medio de nuestras dificultades podemos siempre acudir a Ella. María es nuestro apoyo, nuestra fortaleza, nuestra alegría.

Para nosotros, como para Jesús, tiene que llegar nuestro calvario y nuestra cruz. Esa es nuestra gloria, ese es nuestro honor, y gracias a Dios no nos faltará jamás.

Y aun cuando los enemigos de la Iglesia no nos persiguieran, el sacerdote tiene siempre secretos calvarios y cruces ocultísimas. Sufrimos todas las necesidades de la vida humana y sufrimos las nuestras, las íntimas, las sacerdotales. Hacemos nuestras las penas de las almas, como también sus alegrías.

El sacerdote tiene que estar siempre en la cruz; pero al pie de toda cruz sacerdotal, está siempre María, la Madre del sacerdote. que contempla nuestro sacrificio y llena de consuelo celestial nuestra alma.

He aquí lo que es María para el sacerdote: nuestra confidente en la vida íntima, nuestra ayuda en la vida apostólica, nuestro consuelo al pie de la cruz.

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Dije al principio que el Sacerdos Christi in Maria queda enmarcado entre el Oportet illum regnare de San Pablo y el Ut adveniat regnum tuum, adveniat regnum Mariæ de San Luis María…

San Pablo, escribiendo a los Corintios, expresó:

“Porque como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno por su orden: como primicia Cristo; luego los de Cristo en su Parusía; después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya derribado todo principado y toda potestad y todo poder. Porque es necesario que Él reine hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies. El último enemigo destruido será la muerte. Porque todas las cosas las sometió bajo sus pies. Mas cuando dice que todas las cosas están sometidas, claro es que queda exceptuado Aquél que se las sometió todas a Él. Y cuando le hayan sido sometidos todas las cosas, entonces el mismo Hijo también se someterá al que le sometió todas las cosas, para que Dios sea todo en todo”.

El gran Apóstol toca el misterio de la Parusía o Segunda Venida del Señor, objeto de nuestra esperanza, y revela un nuevo rasgo de la Escatología que se refiere a la resurrección.

Conforme al sentido literal, los justos resucitarán en el gran “día del Señor” antes que los réprobos, en cuyo juicio participarán con Cristo.

Entonces, entre la resurrección de los fieles, en la Parusía, y la resurrección general de todos los hombres, Pablo supone un largo espacio de tiempo, a semejanza del transcurrido entre la resurrección de Cristo y la de los cristianos, tiempo en que tendrá lugar un reinado de Cristo y los suyos, tal como lo indica el Apocalipsis, en su capítulo veinte.

Con esto, San Pablo entra en la descripción de los últimos momentos del drama escatológico, cuando, llegado a su fin el mundo actual, Cristo entregue el Reino al Padre.

Dice San Pablo que es necesario que Cristo reine, es decir, que ejerza el poder soberano con que el Padre le exaltó a partir de su resurrección, mientras haya enemigos que combatir; el último de los cuales será la muerte, por fin derrotada también con la resurrección gloriosa de todos los justos.

Una vez conseguida la victoria, con la sumisión a Jesucristo de todas las potencias hostiles que se oponen al Reino de Dios, puestos ya en seguro todos los redimidos, como General victorioso que vuelve de la campaña encomendada por el Padre, Cristo le entregará el Reino.

Esto equivale a decir: cesará su función redentora y mesiánica, dando así comienzo el Reino glorioso y triunfante de Dios, Reino de paz, de inmortalidad y de gozo, en que no habrá ya nada ajeno u opuesto a Él.

Para mejor ilustrar esta universalidad del triunfo del Mesías, San Pablo se vale de una importante cita de la Escritura, que corresponde al Salmo 109:

“Dijo el Señor a mi Señor: “Siéntate a mi diestra, hasta que Yo haga de tus enemigos el escabel de tus pies”. El cetro de tu poder lo entregará Yahvé diciéndote: “Desde Sion impera en medio de tus enemigos”. Tuya será la autoridad en el día de tu poderío, en los resplandores de la santidad; te engendró del seno antes del lucero. Yahvé lo juró y no se arrepentirá: “Tú eres Sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec”. Mi Señor está a la diestra de Yahvé. En el día de su ira destrozará a los reyes. Juzgará las naciones, amontonará cadáveres, aplastará la cabeza de un gran país. Beberá del torrente en el camino; por eso erguirá la cabeza”.

Respecto del reinado glorioso de Dios, una vez sometidas a Cristo todas las cosas, debemos destacar la expresión «para que Dios sea todo en todo», por la cual San Pablo recalca la restauración o instauración de todas las cosas por Cristo y en Cristo, Quien, a su vez, las someterá todas a su Eterno Padre.

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Aquí cobra todo su esplendor e importancia el Señor, para que venga tu reino, venga el reino de María…, o su correspondiente del souvenir de ordenación: A fin de instaurar (o restaurar) todas las cosas en Cristo, instaurar (o restaurar) todas las cosas en María

Según la tesis de San Luis María Grignion, la manifestación de la Santísima Virgen estaba reservada para los últimos tiempos, como él lo afirma claramente en el Tratado de la Verdadera Devoción.

Estos últimos tiempos están relacionados por el Santo con el Anticristo, con la plena manifestación de la Santísima Virgen y con la Parusía, y no con una época más remota.

San Luis María comienza su Tratado relacionando sin ninguna duda el Reino de Jesucristo y su Parusía con la devoción a la Santísima Virgen.

El Santo asocia, no solamente la manifestación y el conocimiento de María a la Segunda Venida de Nuestro Señor, sino también que ésta tiene por finalidad hacer reinar a Jesucristo sobre la tierra:

[158]  “Y si mi amable Jesús viene, en su gloria, por segunda vez a la tierra (como es cierto) para reinar en ella, no elegirá otro camino para su viaje que la divina María, por la cual tan segura y perfectamente ha venido por primera vez. La diferencia que habrá entre su primera venida y la última, es que la primera ha sido secreta y escondida, la segunda será gloriosa y resplandeciente; pero ambas serán perfectas, porque las dos serán por María. ¡Ay! He aquí un misterio incomprensible: «Hic taceat omnis lingua» (Calle aquí toda lengua)”

Y por todo esto, en su Oración Abrasada dice categóricamente:

“¿No es preciso que vuestra voluntad se haga en la tierra como en el cielo, y que venga vuestro reino? ¿No habéis mostrado de antemano a algunos de vuestros amigos una futura renovación de vuestra Iglesia? ¿No deben los judíos convertirse a la verdad? ¿No es eso lo que la Iglesia espera? ¿No Os claman justicia todos los santos del cielo: vindica? ¿No Os dicen todos los justos de la tierra: Amen, veni Domine? Todas las criaturas, hasta las más insensibles, gimen bajo el peso de los innumerables pecados de Babilonia, y piden vuestra venida para restablecer todas las cosas…”

Todo cierra, todo se ilumina, todo se esclarece…

En definitiva: Sacerdote de Cristo, en María; para que venga el Reino de María…, a fin de restablecer todas las cosas en María; para que venga el Reino de Cristo…, y que todas las cosas sean restauradas por Él y en Él, a fin de que Dios sea todo en todo…

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El otro texto de la estampita, tomado de la Imitación de Jesucristo, Libro IV, Capítulo V, lo dejo para vuestra consideración y meditación (para ello pueden servirse de los Sermones de la Solemnidad de Corpus Christi y del Domingo Infraoctava de la misma, de 2017, sobre los fines y frutos del Santo Sacrificio de la Misa. Ver Aquí  y  Aquí).

Dice así:

Cuando el sacerdote celebra, honra a Dios, alegra a los Ángeles, edifica a la Iglesia, ayuda a los vivos, da descanso a los difuntos, y se hace partícipe de todos los bienes.

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Conforme a estos fines y frutos del Santo Sacrificio, ofreceré el mismo:

– en honor y gloria de la Santísima Trinidad y de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, Rey de reyes,

– para gloria de María Santísima, Reina y Señora de todo lo creado,

– para gloria de toda la Corte Celestial,

– en acción de gracias por tantos y tantos dones concedidos a través de mi sacerdocio, durante estos cuarenta años,

– en reparación de todos los pecados, los propios y los de aquellos fieles confiados a mi ministerio,

– por las necesidades espirituales y materiales de los sacerdotes y feligreses, tanto los fieles a la Tradición, como los que ha desistido del buen combate que exige la hora actual,

– por todas aquellas almas que el Señor pondrá todavía en mi camino sacerdotal,

– en sufragio de las Benditas Almas del Purgatorio, especialmente las de aquellas puestas a mi cuidado sacerdotal durante estos años,

– en el Memento de los Difuntos tendré una intención especial por el alma de Monseñor Marcel Lefebvre y por la del Padre Raúl Sánchez Abelenda.

Les pido se unan a todas estas intenciones y eleven un cántico de alabanza al Sumo y Eterno Sacerdote y a su Santísima Madre y Madre de todos los sacerdotes.