Padre Juan Carlos Ceriani: Sermón de la Solemnidad del Corpus Christi

Sermones-Ceriani

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas de los judíos: El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, así también el que me come, él mismo vivirá en mí. Este es el pan que descendió del cielo. No como el maná que comieron vuestros padres, y murieron. Quien come este pan, vivirá eternamente.

Varias formas reviste el culto eucarístico, siendo las principales la exposición pública del augusto Sacramento, la Fiesta del Santísimo Cuerpo de Cristo, las solemnes procesiones en que la Sagrada Eucaristía es llevada por las calles y vías públicas; los Congresos Eucarísticos, la bendición Eucarística y las visitas del Santísimo Sacramento.

Es piadosa y útil la práctica establecida en la iglesia de exponer el Santísimo Sacramento. No puede menos de ser santa la costumbre de promover el culto y adoración de Cristo Señor latente en la Eucaristía, y de reparar las injurias hechas a Él.

Aunque ya desde los tiempos apostólicos se acostumbraba en la Iglesia honrar en la Feria V in Cœna Domini, o sea en el Jueves Santo, la institución de la Eucaristía; sin embargo, por ocuparse en ese día casi enteramente en conmemorar la Pasión y muerte del Señor, fue convenientísimo se instituyese una fiesta consagrada toda ella a la celebración de este misterio.

El origen de esta festividad se debe a la Beata Juliana de Monte Cornelión, la cual, favorecida con celestial visión, dio conocimiento de ella al arcediano de Lieja, que más tarde ocupó el solio pontificio con el nombre de Urbano IV y que en el año 1264 instituyó la Festividad del Santísimo Cuerpo de Cristo, habiendo sido Santo Tomás quien compusiera el Oficio de esta Fiesta tal como ahora se reza en la Iglesia Universal.

El Concilio de Trento expone cuán convenientemente fue instituida esta Solemnidad:

“Declara, además, el santo Sínodo que fue pía y religiosamente introducida en la Iglesia de Dios la costumbre de que todos los años en determinado día festivo se celebrase con singular veneración y solemnidad este excelso y venerable sacramento, y de que se llevase con todo honor y reverencia en procesión por las calles y vías públicas. Es muy justo que se hayan señalado especiales días sagrados, en que todos los cristianos singularmente muestren su gratitud y reconocimiento a su común Señor y Redentor por tan inefable y divino beneficio, con que se representa la victoria y triunfo de su muerte; e igualmente convenía que esta victoriosa verdad triunfara de la mentira y herejía de tal modo que sus enemigos, frente a tanto esplendor y tanta alegría de toda la Iglesia, o se consumiesen debilitados y quebrantados o se arrepintieran, por fin, llenos de vergüenza y confusión”.

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Les propongo hoy meditar sobre los fines del Sacrifico de la Misa en base a una cita de la Imitación de Jesucristo, de Tomás de Kempis, la cual forma parte de la estampita recordatoria de mi ordenación sacerdotal y que he retomado en la del festejo de mis veinticinco años de sacerdocio. Dice así:

Cuando el sacerdote celebra honra a Dios, alegra a los Ángeles, edifica a la Iglesia, ayuda a los vivos, da descanso a los difuntos, y se hace partícipe de todos los bienes (Libro IV, cap. V).

Recordemos en primer lugar algunas nociones dogmáticas.

La Santa Misa es substancialmente el mismo Sacrificio de la Cruz, con todo su valor infinito: el mismo Sacerdote principal, la misma Víctima, la misma oblación.

No hay entre ellos más que una diferencia accidental: el modo de realizarse (cruento en la Cruz, incruento en el Altar). Así lo declaró la Iglesia en el Concilio Tridentino.

La Santa Misa, como verdadero sacrificio que es, realiza las cuatro finalidades del mismo: adoración, acción de gracias, reparación y petición.

La Santa Misa, como reproducción que es del Sacrificio Redentor, tiene los mismos fines que el Sacrificio de la Cruz. Son los mismos que los del sacrificio en general, como acto supremo de religión, pero en grado incomparablemente superior.

Conocida es la división del sacrificio en latréutico, eucarístico, propiciatorio e impetratorio.

El sacrificio en cuanto latréutico está ordenado a tributar a Dios el homenaje de latría y de servidumbre perfecta y absoluta.

Como eucarístico, da gracias a Dios por los beneficios de Él recibidos.

En cuanto propiciatorio, tiende a aplacar a Dios ofendido, y, por ende, a la remisión de los pecados y de las penas temporales debidas por ellos.

En cuanto impetratorio, se ofrece a Dios por los beneficios naturales y sobrenaturales que de Él esperamos.

El Sacrificio de la Misa rinde a Dios una adoración absolutamente digna de Él, rigurosamente infinita.

Cuando el sacerdote celebra honra a Dios.

Este efecto de adoración, alabanza, honra, lo produce siempre, infaliblemente, ex opere operato, aunque celebre la Misa un sacerdote indigno, e incluso en pecado mortal.

La razón es porque este valor latréutico o de adoración depende de la dignidad infinita del Sacerdote principal que lo ofrece y del valor de la Víctima ofrecida.

Por razón del Sacerdote principal y de la Victima ofrecida, una sola Misa glorifica más a Dios que le glorificarán en el Cielo por toda la eternidad todos los Ángeles y Santos juntos, incluyendo a la misma Santísima Virgen María, Madre de Dios; y de esto se gozan ellos mismos.

Cuando el sacerdote celebra alegra a los Ángeles.

Y debemos agregar, entonces, a todos los Santos y a la Santísima Madre de Dios, que se alegran de que Dios sea adorado, alabado y honrado como sólo Él merece.

Los inmensos beneficios de orden natural y sobrenatural que hemos recibido de Dios nos han hecho contraer para con Él una deuda infinita de gratitud.

La eternidad entera resultaría impotente para saldar esa deuda si no contáramos con otros medios que los que por nuestra cuenta pudiéramos ofrecerle.

Pero está a nuestra disposición un procedimiento para liquidarla totalmente con infinito saldo a nuestro favor: el Santo Sacrificio de la Misa.

Por ella ofrecemos al Padre un sacrificio eucarístico, o de acción de gracias, que supera nuestra deuda, rebasándola infinitamente; porque es el mismo Cristo quien se inmola por nosotros, y en nuestro lugar da gracias a Dios por sus inmensos beneficios.

Y, a la vez, es una fuente de nuevas gracias, porque al bienhechor le gusta ser correspondido.

Este efecto eucarístico, o de acción de gracias, lo produce la Santa Misa por sí misma siempre, infaliblemente, ex opere operato, independientemente de nuestras disposiciones.

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Otro deber apremiante para con el Creador es el de reparar las ofensas que de nosotros ha recibido.

Y también en este sentido el valor de la Santa Misa es absolutamente incomparable, ya que con ella ofrecemos al Padre la reparación infinita de Cristo con toda su eficacia redentora.

La Sagrada Liturgia, en sus oraciones, frecuentemente expresa el carácter propiciatorio del Sacrificio de la Misa; y el sacerdote ruega a Dios todos los días en la Misa que reciba la Hostia Inmaculada “por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias”.

El Sacrificio de la Misa es verdadero y propio sacrificio. Pues bien, en todo verdadero y propio sacrificio, después de la adoración y en la misma línea que ella, está el efecto propiciatorio, que aplaca a Dios ofendido y le hace propicio al oferente.

El Sacrificio de la Misa no es de suyo propiciatorio, sino en virtud del Sacrificio de la Cruz, por el que Cristo mereció la remisión de todos los pecados.

El Sacrificio de la Cruz es el precio de la Redención, mientras que el Sacrificio de la Misa es la aplicación del precio copioso del Calvario.

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El efecto impetratorio es al propiciatorio como lo menos a lo más. De ahí que arguya San Roberto Belarmino: “Si la oblación de la Eucaristía tiene fuerza para perdonar los pecados, también debe valer lo mismo para otras necesidades que se originan del pecado. Y si Dios, aplacado con este sacrificio, vuelve a la gracia a sus enemigos, cuánto más fácilmente será movido por este sacrificio para que conceda bienes temporales a los amigos, si les fueren útiles».

Y en primer lugar para la misma Iglesia.

Cuando el sacerdote celebra edifica a la Iglesia.

Al comenzar el Canon, el sacerdote reza la siguiente oración:

Te pedimos, pues, y humildemente te rogamos, oh Padre clementísimo, por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que recibas y bendigas estos dones, estas ofrendas y estos santos y puros sacrificios; que te ofrecemos, en primer lugar, por tu Santa Iglesia Católica, para que te dignes darle la paz, guardarla, unificarla, y gobernarla en toda la redondez de la tierra.

Antes de comulgar, el sacerdote reza tres oraciones; en la primera de ellas dice:

Señor Jesucristo, que dijiste a tus Apóstoles: Mi paz os dejo, mi paz os doy; no te fijes en mis pecados, sino en la fe de tu Iglesia, a la cual dígnate pacificarla y congregarla conforme a tu voluntad.

Pero también se pide por cada miembro en particular. No hay gracia alguna que no se pueda impetrar por el Sacrificio Eucarístico, con tal que se ordene a la salud eterna.

Todos los bienes espirituales, como son la gracia santificante, con las virtudes y dones del Espíritu Santo, las gracias actuales, sin excluir el mismo magno don de la perseverancia, e igualmente los bienes temporales, con tal que aprovechen a la salud eterna, pueden obtenerse por el Sacrificio de la Misa.

Al incorporarla a la Santa Misa, nuestra oración no solamente entra en el río caudaloso de las oraciones litúrgicas —que ya le daría una dignidad y eficacia especial ex opere operantis Ecclesiae-—, sino que se confunde con la oración infinita de Cristo. El Padre le escucha siempre, y en atención a Él nos concederá a nosotros todo cuanto necesitemos.

No hay Novena ni Triduo que se pueda comparar a la eficacia impetratoria de una sola Misa. Lo que no obtengamos con la Santa Misa, jamás lo obtendremos con ningún otro procedimiento.

Está muy bien el empleo de esos otros procedimientos bendecidos y aprobados por la Iglesia; es indudable que Dios concede muchas gracias a través de ellos; pero coloquemos cada cosa en su lugar: La Misa por encima de todo.

Parafraseando a Nuestro Señor, contra los fariseos, podemos decir: Esto, la Santa Misa, hay que practicar, sin omitir aquello, las Novenas y los Triduos.

Porque como era probable que los que oían estas palabras del Señor llegaran a despreciar las décimas de las cosas pequeñas, añade el Señor con toda previsión: Es conveniente hacer todas estas cosas, esto es, juicio, caridad y fe (en nuestro caso, la Misa), y no omitir aquellas otras prácticas, esto es, los diezmos de la yerba buena, del eneldo y del comino (en nuestro caso las Novenas y otras prácticas piadosas).

No se trata, pues, de enfrentar prácticas o devociones, sino de jerarquizar y dar a cada cosa su importancia, lugar y tiempo.

Todo lo dicho se refiere a los fines del Santo Sacrifico de nuestros Altares.

El valor de la Santa Misa es, pues, en sí mismo, rigurosamente infinito.

Pero sus efectos, en cuanto dependen de nosotros, no se nos aplican sino en la medida de nuestras disposiciones interiores.

Vamos teniendo en cuenta que de dos maneras se puede considerar que el Sacrificio de la Misa causa sus efectos: ex opere operato y ex opere operantis.

Ex opere operato indica el modo objetivo de obrar de los Sacramentos: infunden la gracia en el sujeto en virtud de la acción sacramental cumplida debidamente.

Ex opere operantis significa en virtud del ministro o del sujeto agente, en virtud de su acción.

El Sacrificio de la Misa causa sus efectos ex opere operato, si obtiene sus efectos por la dignidad de la cosa ofrecida y del oferente principal, independientemente del mérito de los otros oferentes.

El Sacrificio de la Misa causa sus efectos ex opere operantis, si los mismos efectos se logran por el mérito del sacerdote o de los fieles oferentes.

En el Sacrificio de la Misa deben considerarse: Jesucristo, oferente principal, que es al mismo tiempo la Víctima ofrecida; el sacerdote visible, que ofrece propiamente como ministro de Cristo; la Iglesia, que ofrece por medio del sacerdote; y los fieles, que de alguna manera concurren a la oblación eucarística.

Es indudable que por parte del sacerdote oferente la oblación sacrifical, como acto excelentísimo que es de la religión, imperado por la fe, lo mismo que las oraciones que recita en el transcurso de la Misa, tienen gran valor ex opere operantis, especialmente de satisfacción, de mérito y de impetración, siempre según las condiciones que generalmente rigen para estas obras.

Lo mismo hay que decir de los fieles, que concurren a la oblación sacrificial, ya dando el estipendio, ya asistiendo y acompañando al sacerdote con sus votos y oraciones, ya ejerciendo algún ministerio o prestando algún servicio en la Misa.

Por lo que toca a la Iglesia, en cuyo nombre ofrece el sacerdote, por ser Ella el Cuerpo Místico de Cristo y su muy amada Esposa, hay que atribuir a su oración y a la oblación que el sacerdote hace en su nombre el máximo valor impetratorio, independientemente de la dignidad de sus ministros.

Esa fuerza de impetración se deriva principalmente de la santidad de la Iglesia, y por eso es de suyo poderosa y eficaz; y secundariamente de las oraciones y ceremonias que la misma Iglesia ha establecido.

El Sacrificio de la Misa, en cuanto el mismo Cristo es el principal oferente y la víctima que se ofrece, produce sus efectos ex opere operato.

Cristo es la víctima más preciosa y grata a Dios; y a la vez oferente principal de infinita dignidad, el cual puede adorar a Dios y darle gracias, orar y pedir.

De ahí que el Concilio de Trento diga: Esta es aquella oblación pura que no puede manchar indignidad alguna o malicia de los oferentes.

Y esto es verdad incontestable del efecto latréutico y del eucarístico, toda vez que el Sacrificio de la Misa es adoración infinita e infinita acción de gracias, que agradan a Dios infinita e infaliblemente.

Cuando el sacerdote celebra honra a Dios.

En cuanto al efecto propiciatorio, es manifiesto que no se puede admitir en la Misa nuevo mérito o nueva satisfacción de Cristo, porque, ya exaltado a la diestra de Dios Padre, no está en estado de merecer y satisfacer.

No puede decirse que haya en este Sacrificio nueva satisfacción ex opere operato, sino sólo la aplicación de la satisfacción colmadamente obtenida en la Cruz, ya que, como enseña el Concilio de Trento, por el Sacrificio de la Misa se aplica la virtud saludable del Sacrificio de la Cruz en remisión de aquellos pecados que son cometidos por nosotros.

En lo que toca al efecto impetratorio el Sacrificio de la Misa es también impetratorio ex opere operato, siempre que no haya impedimento por parte del objeto que se impetra ni del sujeto a quien se aplica.

La Santa Misa es impetratoria puesto que nos apropia la impetración de Cristo, por la dignidad de la cosa ofrecida y del oferente principal.

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Enseña Santo Tomás que en la celebración de este Sacramento se ruega por otros muchos, lo cual sería inútil si con este Sacramento no se les pudiese ayudar. Luego este Sacramento aprovecha no sólo a los que le reciben.

Y lo explica diciendo que la Eucaristía no sólo es Sacramento, sino también Sacrificio.

Así, pues, aprovecha, como Sacramento y como Sacrificio, a quienes la reciben, porque se ofrece por todos ellos.

Se dice, efectivamente, en el Canon de la Misa: a fin de que todos cuantos, comulgando en este altar, recibiéremos el santo Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, seamos colmados de todas las bendiciones y gracias celestiales.

Pero a quienes no lo reciben les aprovecha como Sacrificio, ya que se ofrece también por su salvación. Por lo que en el Canon de la Misa se dice: Acuérdate, Señor, de tus siervos y siervas, por los que te ofrecemos, o que ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza, por sí y por todos los suyos, por la redención de sus almas, y por la esperanza de su salud y bienestar corporal.

Cuando el sacerdote celebra ayuda a los vivos.

Uno y otro modo de aprovechar los expresó el Señor cuando dijo que por vosotros, o sea, los que le recibían, y por muchos, los demás, será derramada para la remisión de los pecados.

Y luego aclara Santo Tomás que, así como la Pasión de Cristo aprovecha a todos para la remisión de la culpa y la obtención de la gracia y de la gloria, pero no tiene efecto más que en quienes se unen a la Pasión de Cristo por la fe y la caridad, del mismo modo, este sacrificio, que es memorial de la Pasión del Señor, tampoco tiene efecto sino que en quienes se unen a este Sacramento por la fe y la caridad.

Memento de los vivos: Acuérdate, Señor, de tus siervos y siervas, y de todos los circunstantes, cuya fe y devoción te son conocidos; por los que te ofrecemos, o que ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza, por sí y por todos los suyos, por la redención de sus almas, y por la esperanza de su salud y bienestar corporal; y que también te tributan sus homenajes a Ti, Dios eterno, vivo y verdadero.

Por eso dice San Agustín: ¿Por quién se ofrecerá el cuerpo de Cristo, sino por aquellos que son sus miembros? De ahí que en el Canon de la misa no se ore por los que están fuera de la Iglesia. No obstante, también a éstos les aprovecha más o menos, en la medida de su devoción.

En cuanto al perdón de las ofensas, enseña el Concilio de Trento que el Sacrificio de la Misa remite los pecados, no porque los perdone inmediatamente, sino mediatamente, en cuanto que Dios, aplacado por él, concede las gracias actuales, que nos mueven al arrepentimiento.

Sabemos que el Sacrificio del Altar no tiene mayor eficacia que el Sacrificio de la Cruz, del cual saca su fuerza. Ahora bien, el Sacrificio de la Cruz no justifica inmediatamente a todo el mundo, por el que fue ofrecido, sino sólo mediatamente, en cuanto aplacó a Dios y mereció para todos los hombres los medios de justificación.

No concurre, pues, el Sacrificio de la Misa a perdonar los pecados sólo impetrando, sino también propiciando y aplacando, en lo que consiste el efecto propio del sacrificio en cuanto es propiciatorio.

Nada puede hacerse más eficaz para obtener de Dios la conversión de un pecador como ofrecer por esa intención el Santo Sacrificio de la Misa, rogando al mismo tiempo al Señor quite del corazón del pecador los obstáculos para la obtención infalible de esa gracia.

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Respecto de otras cuestiones, debemos decir que:

— El Sacrificio de la Misa quita de modo mediato los pecados veniales, por la gracia actual, que inmediatamente se obtiene por el Sacrificio.

— El Sacrificio Eucarístico remite inmediatamente las penas temporales que se han de sufrir por los pecados ya perdonados, según la disposición más o menos perfecta del sujeto por el que se ofrece el sacrificio.

Cuando el sacerdote celebra ayuda a los vivos.

— Remite siempre, infaliblemente, si no se le pone obstáculo, parte al menos de la pena temporal que había que pagar por los pecados en este mundo o en el otro. De ahí que la Santa Misa aproveche también a las Almas del Purgatorio.

Cuando el sacerdote celebra da descanso a los difuntos.

Memento de los difuntos: Acuérdate también, Señor, de tus siervos y siervas, que nos han precedido con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz. A ellos, oh Señor, y a todos los que descansan en Cristo, te rogamos los coloques en el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz.

Ningún sufragio aprovecha tan eficazmente a las Almas del Purgatorio como la aplicación del Santo Sacrificio de la Misa. Y ninguna otra penitencia sacramental pueden imponer los confesores a sus penitentes cuyo valor satisfactorio pueda compararse de suyo al de una sola Misa ofrecida a Dios.

— El Sacrificio de la Misa impetra inmediatamente las gracias actuales y los bienes temporales útiles a la salud eterna.

Tales son, a grandes rasgos, las riquezas infinitas encerradas en la Santa Misa.

Por eso, los Santos, iluminados por Dios, la tenían en grandísimo aprecio. Era el centro de su vida, la fuente de su espiritualidad, alrededor del cual giraban todas sus actividades.

El Santo Cura de Ars hablaba con tal fervor y convicción de la excelencia de la Santa Misa, que llegó a conseguir que casi todos sus feligreses la oyeran diariamente.

Toda la doctrina y la piedad que hemos recogido hoy se encuentra bien resumida en la frase del Kempis: Cuando el sacerdote celebra honra a Dios, alegra a los Ángeles, edifica a la Iglesia, ayuda a los vivos, da descanso a los difuntos, y se hace partícipe de todos los bienes.

Lo mismo se halla resumido en la fórmula para determinar la intención con que el sacerdote ofrece la Santa Misa:

Yo quiero celebrar el Santo Sacrificio de la Misa y confeccionar el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, según el rito de la Santa Iglesia Romana, para alabanza de Dios omnipotente y de toda la Iglesia triunfante, para mi beneficio y el de toda la Iglesia militante, para todos los que se encomendaron a mis oraciones en general y en particular, y por la feliz situación de la Santa Iglesia Romana. Amén.

Dios mediante, el domingo próximo consideraremos los frutos del Santo Sacrifico de la Misa.