P. BASILIO MÉRAMO:EL PLAN ESCONDIDO DE LA SABIDURÍA Y AMOR DIVINOS DESDE TODA LA ETERNIDAD

EL PLAN ESCONDIDO DE LA SABIDURÍA Y AMOR DIVINOS DESDE TODA ETERNIDAD 

Los 5 grandes misterios de S. Pablo, según Mons. Straubinger, son: 

1. Mysterium Sapientiae, de Amor. (I Cor. 2, 7).  

2. Mysterium Iniquitatis, de Apostasía. (II Tes. 2, 7). 

3. Mysterium Eclesiæ, Bodas del Cordero; un solo rebaño bajo un solo Pastor. (Ef. 5, 32). 

4. Mysterium Resurrectionis et Vitæ. (I Cor. 15, 31). 

5. Mysterium Israel Salvationis, Reino Mesiánico. (Rom. 11, 21). 

El primero, el Misterio de la Sabiduría Divina, es Cristo como Verbo Eterno Unigénito del  Padre, Encarnado para ser el Primogénito de toda la Creación, de todo el Universo. 

Hay que decir que, respecto al Misterio de Sabiduría, Mons. Straubinger no especifica en qué  consiste, y como la sabiduría y el amor de Dios lo abarca todo, incluso la creación por amor,  aunque no lo diga, se refiere al Plan Eterno y primigenio de Dios por el cual crea según el  Misterio Escondido tal como S. Pablo enseña, y que consiste en la Encarnación decretada  desde toda eternidad. Aunque Mons. Straubinger en el tercer Misterio, Misterio de la Iglesia,  hace referencia al Misterio Escondido de S. Pablo cuando debiera de haberlo situado en el  primer gran Misterio del que habla que es el de Sabiduría. 

Es el Plan de la Encarnación la obra máxima e insuperable del Amor divino ad extra

“Predicamos sabiduría de Dios en misterio, aquella que estaba escondida y que predestinó Dios  antes de los siglos para gloria nuestra”. (I Cor. 2, 7), a tal punto que, si hubiera sido conocido,  no hubieran crucificado a Cristo tal como afirma S. Pablo: “Si la hubiesen conocido no habrían  crucificado al Señor de la gloria”. (I Cor. 2, 8).  

“Por Él sois en Cristo Jesús. Él fue hecho por Dios sabiduría”. (I Cor. 1, 30). “Por revelación se me ha dado a conocer el misterio”. (Ef. 3, 3). 

“Este misterio de Cristo”. (Ef. 3, 4). 

“El cual en otras generaciones no fue dado a conocer a los hijos de los hombres como ahora ha  sido revelado por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas”. (Ef. 3, 5). 

“Del cual he sido constituido ministro”. (Ef. 3, 7). 

“A mí, el ínfimo de todos los santos, ha sido dada esta gracia: evangelizar a los gentiles la  insondable riqueza de Cristo, e iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio,  escondido desde los siglos en Dios creador de todas las cosas; a fin de que sea dada a conocer  ahora a los principados y a las potestades en lo celestial, a través de la Iglesia, la multiforme  sabiduría de Dios, que se muestra en el plan de las edades que Él realizó en Cristo Jesús, Señor  nuestro, en quien, por la fe en Él, tenemos libertad y confiado acceso (al Padre)”. (Ef. 3, 8-12).

Está claro que la Sabiduría de Dios está realizada en el Plan Eterno (de las edades), que se  realizó en Cristo como Verbo Encarnado por el amor de la Sabiduría divina (ad extra, fuera  de la Santísima Trinidad). 

En este Amor Escondido, y ahora manifestado, debemos ser: “Arraigados y cimentados” (Ef.  3, 17), “y conocer así el amor de Cristo para ser colmados de toda la plenitud de Dios”. (Ef. 3,  19); ya que Cristo es la deidad corporal: “Porque en Él habita toda la plenitud de la Deidad  corporalmente”. (Col. 2, 9). 

Esta es la misión encomendada a S. Pablo de modo especial como característica de su  apostolado, no porque los demás apóstoles no la tuvieran, pero sí a él encargada de modo  más especial o particularmente asignada, y por eso es el Apóstol de los gentiles (judíos  incluidos), y de todo el mundo entero, hasta de los mismos ángeles pues dice, como ya vimos:  “Sea dada a conocer ahora a los principados y a las potestades en lo celestial”. (Ef. 3, 10). Por  eso es el Apóstol de la Iglesia con más profusión. Así dice: “De ella fui yo constituido siervo,  según la misión que Dios me encomendó en beneficio vuestro, de anunciar en su plenitud el  divino Mensaje, el misterio, el que estaba escondido desde los siglos y generaciones, y que  ahora ha sido revelado a sus santos. A ellos Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la  gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria”.  (Col. 1, 25-27). 

En Cristo están escondidos (contenidos) en plenitud todos los tesoros y riquezas de Dios y  ahora han sido revelados, manifestados, explicados y enseñados por S. Pablo a todo el  universo, ángeles incluidos.  

No es que los ángeles no conocieran o no tuvieran noticia o noción de Cristo, de la  Encarnación, pues ésta fue la causa de la primera gran apostasía de los ángeles caídos que  no aceptaron adorar a un Dios de carne y hueso con naturaleza humana inferior a la angélica,  sino que, como dice Santo Tomás retomando lo que dice el beato Dionisio, sobre el  conocimiento de los ángeles mayores y de los ángeles menores: “Quiere, así pues Dionisio, que  ambos ignoraron algo y supieron algo, porque en un comienzo todos conocieron el misterio de la  Encarnación en general, pero las razones (ideas o conceptos) en especial las aprendieron  transcurridas en el tiempo o producidas en el tiempo, según se explicaban extrínsecamente en  los efectos”. (Super Epistolas S. Pauli, Ef. 3, 10, n° 162, ed. Marietti 1953). Se está refiriendo  al conocimiento de la Encarnación por parte de los ángeles tanto superiores como inferiores:  los superiores son directamente iluminados por Dios y los inferiores son iluminados a través  de los superiores. Así, en el tiempo, todos los ángeles fueron enseñados por la predicación de  San Pablo, el apóstol atípico pues no era de los 12 y no vio a Cristo en vida; todo lo supo por  revelación directa e inmediata de Dios mismo y por eso es un apóstol singular. 

El Misterio Escondido, oculto en Dios desde toda la eternidad, estaba cifrado en Cristo, en la  Encarnación misma; y por Cristo todas las cosas fueron no solo hechas, sino también hechas  para Él como causa final de todo lo creado. Eso lo expresa San Pablo al decir: “Pues convenía  que Aquel para quien son todas las cosas, y por quien todas subsisten”. (Heb. 2, 10). 

Este pasaje Mons. Lefebvre lo destaca en una de sus conferencias espirituales en Écône  (COSPEC), la N.º 59 A, a partir del minuto 9, el 16 de mayo de 1978; y cita también a S.  Francisco de Sales que dice: “Todo se hizo para este Hombre divino, que por eso es llamado  primogénito entre todas las criaturas (Col 1,15), poseído por la Divina Majestad antes que  existiesen todas las cosas (Prov 8,22), creado al principio antes que todos los siglos (Eclo 24,14), en quien todas las cosas fueron hechas y que existe anteriormente a todo, y así todas las cosas  fueron establecidas en él, y él es el jefe de la Iglesia, teniendo en todo y por todo la primacía  (Col 1,16-18). (Tratado del Amor de Dios, L. II, C. V, Obras Selectas II, ed. BAC, Madrid 2016,  p. 169). 

“La viña se planta principalmente por el fruto, esto es lo primero que se desea y se busca,  aunque las hojas y las flores precedan a la vendimia. Del mismo modo el Salvador fue primero  en la mente creadora y en el plan de la Providencia al determinar la creación de todas las  criaturas: en atención a este esperado fruto, plantó la viña del Universo y estableció la sucesión  de las generaciones que, a manera de hojas y flores, debían precederle como heraldos  convenientes del divino racimo que la Esposa celebra en los Cantares (Cant 1, 13), cuyo licor  ‘alegra a Dios y a los hombres’ (Jue 9, 13)”. (Ibídem, p. 169). 

Aunque hay que decir que por la presión de los tópicos teológicos del ambiente y de las  Escuelas, se borra con el codo lo que se escribe con la mano y así, Mons. Lefebvre pasa de  largo sin sacar las consecuencias pertinentes y todo queda en el olvido diciendo, como casi  todos si es que no son todos, que la Encarnación tiene por causa el pecado del que viene a  liberarnos, en la misma línea de Santo Tomás; aunque hay que aclarar que Santo Tomás  reconoce que puede haber otra razón pero no la ve en las Escrituras: “Sobre esta cuestión hay  distintas opiniones. Unos dicen que el Hijo de Dios se hubiera encarnado aunque el hombre no  hubiese pecado. Otros sostienen lo contrario. Y parece más convincente la opinión de estos  últimos. Porque las cosas dependen únicamente de la voluntad divina, fuera de todo derecho  por parte de la criatura, solo podemos conocerlas por medio de la Sagrada Escritura, que es la  que nos descubre la voluntad de Dios. Y como todos los pasajes de la Sagrada Escritura señalan  como razón de la encarnación el pecado del primer hombre, resulta más acertado decir que la  encarnación ha sido ordenada por Dios para remedio del pecado, de manera que la encarnación  no hubiera tenido lugar de no haber existido el pecado. Sin embargo, no por esto queda limitado  el poder de Dios, ya que hubiera podido encarnarse aunque no hubiera existido el pecado”. (S.  Th. III, q. 1, a. 3). 

Pero sí lo dicen las Sagradas Escrituras: 

“En aquel día el Pimpollo de Yahvé será la magnificencia y gloria, el fruto de la tierra”. (Is. 4,  2). 

“Haré venir a mi Siervo, el Pimpollo”. (Zac. 3, 8). 

“He aquí el hombre cuyo nombre es Pimpollo, el cual germinará en su lugar y edificará el Templo  de Yahvé”. (Zac. 6, 12). 

Y así lo dice Fray Luis de León (y también, como hemos visto, S. Francisco de Sales) en su  obra Los Nombres de Cristo, siendo el primero Pimpollo, el cual expresa como Fruto de la  creación: “Siempre que se obra con juicio y libertad es a fin de algo que se pretende… Dios que  tiene en sí todo el bien, en ninguna cosa que haya fuera de Él puede querer ni esperar para sí  algún acrecentamiento o mejoría porque es Bien infinito y perfecto, en hacer el mundo no  pretendió recibir bien alguno de él, y pretendió algún fin, como está dicho. Luego si no pretendió  recibir, sin ninguna duda pretendió dar; y si no lo crió para añadirse a sí algo, criólo sin ninguna  duda para comunicarse Él a sí, y para repartir en sus criaturas sus bienes… ¿A qué bien o a  qué grado de bien entre todos enderezó Dios todo su intento principalmente?… La Escuela los  suele reducir a tres grados: a naturaleza, a gracia y a unión personal…

Si el fin porque crió Diostodas las cosas fue solamente por comunicarse con ellas, y si esta dádiva y comunicación  acontece en diferentes maneras, como hemos visto ya; y si unas de estas maneras son más  perfectas que otras, ¿no os parece que pide la misma razón que un tan grande Artífice, y en una  obra tan grande tuviese por fin de toda ella hacer en ella la mayor y más perfecta comunicación  de sí que pudiese?… Y la mayor así de las hechas como de las que se puede hacer, es la unión  personal que se hizo entre el Verbo divino y la naturaleza humana de Cristo que fue hacerse  con el hombre una misma persona… Luego necesariamente se sigue que Dios, a fin de hacer  esta unión bienaventurada y maravillosa crió cuanto se manifiesta y se esconde; que es decir  que el fin para que fue fabricada toda la variedad y belleza del mundo fue por sacar a luz este  compuesto de Dios y hombre, o, por mejor decir, este juntamente Dios y hombre, que es  Jesucristo… Esto es ser Cristo Fruto y darle la Escritura este nombre a Él, es darnos a entender  a nosotros que Cristo es el fin de todas las cosas, y aquel para cuyo nacimiento feliz fueron  todas criadas y enderezadas”. (Los Nombres del Mesías, ed. Ebro, Zaragoza 1972, p. 35-36- 37). 

Todo esto “es decirnos lo que el nombre de Pimpollo o de Fruto nos dice”. (Ibídem, p. 34). 

“Este universo, todo cuan grande y cuan hermoso es, lo hizo Dios para fin de hacer hombre a  su Hijo y para producir a luz este único y divino Fruto que es Cristo, que con verdad le podemos  llamar el parto común y general de todas las cosas… Lo contiene todo en sí y lo abarca y se  resume en sí, y como dice San Pablo se recapitula todo lo no criado y criado, lo humano y lo  divino, lo natural y lo gracioso. Y como de ser, Cristo llamado fruto por excelencia, entendemos  que todo lo criado se ordenó para Él”. (Ibídem, p. 38). 

Lamentablemente, esto no lo vio, aún con todo su ingenio y saber, Santo Tomás de Aquino; y  lo peor es que no lo ve la gran mayoría de los fieles católicos, ni los doctores, prelados, teólogos  y exégetas. 

Mons. Lefebvre dice al preguntarle sobre cuál fue el pecado de los ángeles: “¿En qué consistió  pues este pecado de los ángeles? Dios quiere, con razón, que las creaturas espirituales  inteligentes y libres merezcan la felicidad eterna, y manifiesten espontáneamente su amor a  Dios ordenándose a sí mismas, bajo la influencia de la gracia, hacia la felicidad a la cual Dios  las destina. Los ángeles, mucho más perfectos que los hombres, han comprendido con  inteligencia perfecta (ayudada por la gracia santificante de la cual están provistos desde su  creación) la felicidad de la visión beatífica, a la cual Dios los llama. Se les propone entonces una  elección moralmente obligatoria pero libre. La proposición de esta elección, siendo para cada  ángel tan clara y luminosa como era posible, debía recibir una respuesta de adhesión  instantánea y definitiva. Todos tendrían que haber respondido ‘¿Quis ut Deus?’: ¿Quién como  Dios, para que no lo amemos, quién, para que no nos sometamos a esta proposición que es la  manifestación de la caridad infinita de Dios para sus creaturas espirituales?. 

Desgraciadamente, el orgullo y la complacencia en sí mismos de un cierto número de ángeles,  los arrastró hacia una elección negativa. ‘Lo que somos nos basta; alcanzamos en ello nuestra  gloria’. El resultado fue inmediato: perdieron la gracia santificante y fueron precipitados a las  tinieblas y el fuego del odio y del infierno, para siempre, ya que permanecen eternamente en su  mala elección. 

Esta proposición de felicidad suprema, ¿se hizo por medio de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Era  referida a la adhesión al misterio de la Encarnación? Es verosímil, porque, ¿cómo consentir que  Nuestro Señor sea Rey de los Ángeles sin que hayan consentido a su Reino? Así se entienden  mejor todas las expresiones de la Sagrada Escritura: ‘Rex caeli et terra’, ‘Rex universorum’,  ‘Data es mihi omnis potestas in caelo et in terrae’, ‘Omnium creaturarum dominatum obtinet essentia sua et natura’ (Fiesta de Cristo Rey): ‘Rey del cielo y de la tierra’, ‘Rey del universo’,  ‘Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra’, ‘Obtiene su dominación sobre todas las  creaturas por su esencia y su naturaleza’. La carta de San Pablo a los Colosenses es explícita  sobre el Reino de Nuestro Señor sobre los ángeles (I Col. 15, 20). Así se explica también el odio  de los demonios contra Nuestro Señor”. (Itinerario Espiritual, Bs. As. 1991 edición española,  p. 45-46). 

Mons. Lefebvre admite como verosímil, que la encarnación antes del pecado de los ángeles y  aun del de los hombres, fue el motivo de la rebelión angélica, de su apostasía y pecado.  Además, observa que, para ser Cristo el Rey de los ángeles, tuvieron que conocer su  Encarnación antes de pecar. 

Esto es lo que, con gran claridad y sencillez, la abuela Charo relata en el libro para sus nietos, La Verdadera Navidad:  

“El eterno Plan de Dios… Al principio Dios creó de la nada el Cielo y la Tierra… Primero los  ángeles, y después el mundo y los hombres. ¡Nuestro preciosísimo mundo de luz y de color!  Tras crear Dios a los ángeles, les mostró su Plan: que Él mismo se haría hombre en la Divina  Segunda Persona de la Santísima Trinidad de Nuestro Señor Jesucristo”. (p. 14). 

“Quiso extender así su Reino de Amor a sus criaturas… Pero un grupo de ángeles, capitaneados  por Lucifer (Luzbel), se rebeló ante este querer de Dios. Lucifer, el más bello de todos los ángeles  y príncipe de este mundo, decidió, entonces y para siempre, que nunca se postraría ante un  hombre, ni le adoraría aunque Éste fuese su Dios y Señor. Justo al revés que los ángeles  buenos”. (p. 15). 

“Lucifer, a partir de ese momento, se consideró más que el propio Dios, puesto que Éste se  avenía a asumir la imperfecta naturaleza humana mientras que él era el príncipe del Universo Mundo. Ni siquiera le conmovió que Dios eterno, al asumir la naturaleza humana, nacería de la  Inmaculada siempre Virgen María, la más perfecta de todas las criaturas, ¡solo por debajo del  mismísimo Dios! Al contrario, la odio intensamente para siempre: ¡No consentiría que una Mujer  estuviese por encima de él!”. (p. 16). 

“Y tal y como la Santísima Trinidad tenía decretado desde toda la eternidad, Dios se haría  Hombre, y sería el Salvador… Dios es misericordioso y amor infinito, y nuestra gloria es la  Gloria de su eterno Plan: Nos creó para compartir con nosotros su Gloria, ¡el cielo!”. (p. 24). 

“La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, destinada desde toda la eternidad a ser  Hombre para mayor gloria de Dios (en Ella, por Ella, con Ella y para Ella se hizo toda la  Creación), aceptó voluntariamente darle un segundo fin a su Encarnación: ¡La salvación de los  hombres! también para mayor gloria de Dios”. (p. 76). 

De otra parte, Santo Tomás admite que Dios pudo de mil maneras redimir y salvar al hombre,  al decir: “Pues Dios, por ser omnipotente, pudo rescatar al género humano de infinidad de  maneras distintas”. (S. Th. III, q. 1, a. 2).  

Luego no era necesario absolutamente (simpliciter), sino según que (sed secundum quid) Dios  se encarnara para salvarnos del pecado. Además, el pecado no es una causa propiamente  sino de perdición. El mal no es causa de nada sino de mal por defección. No es ni puede ser  causa eficiente de nada, de ningún bien en sí mismo. Es una causa, si se quiere, deficiente más que eficiente ontológica y lógicamente hablando. El mal es una privación de un bien o  perfección debida; no tiene esencia, ni naturaleza, es una carencia o falta de ser debido; no  es un ser, solo existe como carencia o privación de ser debido. El mal es una privación de ser.  “Ningún ser en cuanto ser es malo, sino en cuanto está privado de algo”. (S. Th. I, q. 5, a. 3,  ad2). 

Debemos decir que Santo Tomás no vio otro motivo en las Escrituras por el cual se produjera  la Encarnación, sino solo vio que fue para redimirnos del pecado (cosa que sí vio Fray Luis de  León), y tampoco lo vio por deducción teológica, es decir, que no lo vio por la misma vía del  amor divino como causa libre del motivo de la creación, que es por todos admitido: Dios creó  el universo y al hombre por puro amor, pero sin darse cuenta de la fragante contradicción si  no se explica bien, dado que no cualquier amor justifica en Dios nada para crear fuera de su  propio amor, pues Dios no puede amar nada, en primer lugar, que no sea Él mismo del mismo  modo que todas las criaturas y el hombre deben amar más a Dios que a sí mismos y deben  amarlo como su fin último, como bien dice Santo Tomás: “Por consiguiente, puesto que el bien universal es el mismo Dios, y bajo este bien están contenidos el ángel, el hombre y todas las  criaturas, porque toda criatura, en cuanto a todo su ser, pertenece naturalmente a Dios, síguese  que también el ángel y el hombre, con amor natural, aman con preferencia y más a Dios que a  sí mismos”. (S. Th. I, q. 60, a. 5).  

“Pero Dios no solamente es el bien de una especie, sino el mismo bien universal y absoluto. Por  consiguiente, todo lo que existe, cada cosa a su manera, ama naturalmente a Dios más que a  sí misma”. (S. Th. I, q. 60, a. 5, ad1).  

“Todos los seres desean a Dios como fin desde el momento en que desean algún bien, tanto si  lo desean con el apetito inteligible como con el sensible, como con el natural que no tiene  conocimiento. Porque nada tiene razón de bien ni de deseable más que en cuanto participa de  la semejanza de Dios”. (S. Th. I, q. 44, a. 4, ad3). 

“Dios, en cuanto es el bien universal del cual depende todo bien natural, es amado por todos  con amor natural”. (S. Th. I, q. 60, a. 5, ad4).  

Luego, con mucha más razón, Dios no puede amar nada más que a sí mismo; ningún otro  amor fuera de sí mismo vale en rigor para que Dios cree, ni aun todo el bien del universo en  su totalidad, pues siempre es nada si Dios no lo crea y sustenta en el ser. Además, tampoco  puede reflejar toda la plenitud de perfección divina que Dios es. Es un razonamiento  insuficiente y mediocre. Con esto quiero decir que ningún amor de Dios, que no fuera de Dios,  tiene suficiente consistencia para que Dios cree por amor que no sea Él mismo. Toda la  creación es nada, por mucha perfección que Dios le pueda dar; y todas las perfecciones y  bienes del universo son nada sin Dios, pues sacadas de la nada, ex nihilo, no serían nada.  Dios las crea y conserva manteniéndolas en el Ser, “pues en Él vivimos, nos movemos y somos”. 

(Hech. 17, 28). 

Todo el universo no compensa el amor divino, y menos el amor que se debe Dios a sí mismo,  luego, lo único que justifica el amor de la creación sin degradarse y siendo que Dios crea por  amor, es el amor de sí mismo fuera de Dios (ad extra), de algo que sea creado y que sea Dios. Algo creado que no es Dios y algo increado que es Dios, no puede ser otra cosa que el Dios  Encarnado, el Verbo Eterno Divino hecho carne, Verbum caro factum est: el Verbo se hizo  carne; no es que se convirtió en carne, sino que asumió la naturaleza humana. “Y en este sentido se habla de naturaleza encarnada; no como si se hubiera convertido en carne, sino  porque asumió una naturaleza carnal”. (S. Th. III, q. 3, a. 2). 

Por tanto, lo único que justifica la creación por amor es la Encarnación. 

Aunque Santo Tomás dice que el bien o las perfecciones del universo en su conjunto bastan,  es un argumento insuficiente pues, aunque el bien es difusivo de sí, el único bien que Dios  puede comunicar ad extra, que equivalga a su amor a sí mismo, es la comunicación de su  Divinidad, la comunicación de su ser, naturaleza o esencia divina. Toda otra explicación es  una respuesta a medias. 

Cristo es el Verbo Encarnado, es el Pimpollo o Fruto de toda la creación, de todo el universo,  tal como dicen las Escrituras. Así, de Unigénito del Padre es y pasa a ser el Primogénito de  todo, teniendo, en todo, la primacía de todo el Universo Mundo. 

Este es el Misterio Escondido desde toda eternidad del que habla S. Pablo y que es el eje de  su predicación y apostolado. Este es el tesoro y las riquezas de la sabiduría divina y su Plan  de amor escondido en la eternidad, y que ahora se ha revelado, manifestado, explicitado y  enseñado. Es la máxima evangélica, la buena nueva. 

Por Cristo y para Cristo todo fue hecho, y nosotros y los ángeles a Él asimilados por la gracia  y a la beatitud de la eterna gloria como hijos adoptivos de Dios; coherederos con Cristo y  cohermanos de y en Cristo. Esta es toda la teología de S. Pablo. 

Misterio Escondido que, a pesar de todo, sigue escondido por la miopía humana de doctos e  indoctos por no decir, cruda y llanamente, que es por la estupidez del hombre, que viene a  corroborar las palabras divinas referidas al número casi infinito de la estulticia humana. 

Así, es Cristo el Primer Predestinado en todo y ante todo y no a medias, como hasta hoy se  viene diciendo sin darse cuenta de ello. 

“Por tanto, es necesario decir que la unión de las dos naturalezas en la persona de Cristo cae  bajo la eterna predestinación de Dios”. (S. Th. III, q. 24, a. 1). 

“La predestinación compete a Cristo en razón únicamente de su naturaleza humana”. (S. Th.,  III, q. 24, a. 2). 

Santo Tomás reconoce, además, que: “Si Cristo no se hubiese encarnado, Dios hubiera  ciertamente ordenado nuestra salvación por otro camino. Mas, porque decretó la encamación de  Cristo, ordenó al mismo tiempo que ella sería la causa de nuestra salvación”. (S. Th. III, q. 24,  a. 4, ad3). 

Pero primero está el Plan divino de Sabiduría y Amor, que consiste en la comunicación de su  divinidad en la Encarnación para lo cual crea todas las cosas y comunica después su gloria,  como dice S. Francisco de Sales: 

“Además, en obsequio al mismo Salvador, la divina Providencia determinó producir todas las  cosas naturales y sobrenaturales para que, sirviéndole ángeles y hombres, pudieran participar  de su gloria; por lo cual, aunque Dios quiso crearlos dotados del libre albedrío, con verdadera  libertad de escoger entre el bien y el mal, para demostrar que la Bondad divina los había destinado al bien y a la gloria, los creó en estado de justicia original, amor delicado que los  disponía y encaminaba a la felicidad eterna”. (Tratado del Amor de Dios, L. II, C. IV, Obras  Selectas II, ed. BAC, Madrid 2016, p. 167). 

Y esto, además, prueba la estupidez de pensar en una creación del hombre y de los ángeles  en estado de pura naturaleza en el que, sin la gracia, no se conocería a Dios tal como es en  su Divina Trinidad. 

La Encarnación es, en primer lugar (fin primario), comunicar Dios por amor, ad extra de la  Santísima Trinidad, su divinidad en la plenitud de todo su Ser en su misma esencia y  naturaleza así como de su divino Ser del Verbo Eterno en la consubstancialidad de su Persona  divina en algo creado como la naturaleza humana de Cristo, y comunicar a las creaturas  espirituales, angélicas y humanas, su bienaventurada gloria; pero que, a raíz de la  transgresión a su divino Plan Escondido desde toda la eternidad, como nos enseña S. Pablo,  por el pecado de Adán y el de su descendencia, arrastrado por la apostasía angélica, decide  asumir una nueva finalidad, la de redimir y salvar a los hombres, (como segundo fin) por la  Pasión y Muerte de Cristo en la Cruz. 

Confundir el fin primero y absoluto de la Encarnación con el fin secundario y accidental (por  el pecado), es invertir el orden de su Plan Eterno de Sabiduría y Amor. Pareciera que la  tendencia maniquea quiera, al menos, equiparar por un extraño y oscuro designio, el bien  con el mal aun en el decreto de la Divina Providencia, dándole el primer lugar al pecado y al  mal, dándole la primacía, que es siempre única y exclusiva del Bien y de la Verdad.  

El amor por el cual Dios crea no es ni puede ser cualquier amor sino el amor de Dios a sí  mismo, que es el único amor que Dios puede tener en primer y único lugar; y en función de  este amor, el amor a todo lo demás, así como el árbol o la viña es por el fruto y para el fruto,  Cristo es el Pimpollo como Primogénito y Fruto de toda la creación. 

Si Dios mismo reconoce que es infinito el número de los imbéciles (Eclesiastés 1,15, suprimido  en la nueva Vulgata de Pablo VI), cómo es posible que Dios cree si no es para que el fruto de  su amor se realice en Cristo por la Encarnación. Sería absurdo e ilógico pensar de otro modo. 

P. Basilio Méramo 

Bogotá, 25 de febrero de 2023