Conservando los restos
A los fieles de los países del Plata,
previniéndolos de la próxima gran tribulación,
desde mi destierro, ignominia y noche oscura.
Leonardo Castellani, Captivus Christi, 1946-1951
SECCIÓN PRIMERA
LA PARUSÍA
7. LA MERETRIZ MAGNA
Su nombre es Misterio, Babilonia magna, Madre de las fornicaciones y abominaciones de la tierra.
Está sentada sobre la Bestia Bermeja, llena de nombres de blasfemia, que tiene siete cabezas y diez cuernos.
Va vestida de púrpura y seda, adornada de joyas, con un cáliz lleno de inmundicia, y ebria de sangre de los mártires de Cristo.
La tentación de entregarse a los poderes de la tierra, de buscar aquí abajo la salvación del hombre, de adorar el Estado tiránico, es la tentación suprema.
En nuestros días ha sido sistematizada racionalmente por un gran filósofo alemán, Hegel.
A ella sucumbió la Sinagoga, al exigir un reino temporal; con ella fue tentado Cristo; y es consecuentemente sin cesar tentada la Iglesia.
Las tres tentaciones que sufrió Cristo no son quizá sino esta tentación misma desenvolviéndose en tres grados. “Si eres Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en pan”, es decir, emplea tus poderes religiosos, el poder de hacer milagros, en proveer a tus necesidades y adquirir bienes terrenos. ¿No es necesario el pan? ¿No es hecho por Dios? ¿No eres capaz de usar rectamente del pan, sin glotonería? ¿No tienes hambre?
El historiador Belloc calcula que, al estallar el Protestantismo en Europa, la Iglesia era dueña en Inglaterra de un quinto de la tierra y un tercio de la renta del país. No eran en general bienes mal ganados, no eran bienes mal administrados en general; pero eran bienes terrenos en demasía y poseídos con demasiado apego. El peso de los bienes hundió a la Iglesia inglesa, fue el instrumento o la ocasión de su ruina.
Los bienes de la Iglesia no son el Bien de la Iglesia. A veces, por desgracia, son la cola que arrastra por la tierra, la cola de la cual decía con gracia el santo varón Don Orione: “Algunos eclesiásticos son perros mudos: para soltarles la lengua habría que cortarles la cola”. Así ocurrió, por desdicha, con tantos prelados herejes del tiempo de la Reforma, con Crammer y Mortimer; con tantos apóstatas de la Revolución Francesa, Sieyés y Talleyrand. No tememos reconocerlo. Si no lo reconociéramos, ¿dejaría de ser real por callado o negado?
La segunda tentación es: “Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, para que viéndote volar los hombres, te adoren”.
Es decir: “Emplea tus facultades religiosas para conseguir prestigio y poder; para ser conocido, aclamado, obedecido, venerado; para brillar entre los hombres y los pueblos. Si la religión no es reverenciada, si no es obedecida, de poco sirve. ¿Acaso buscas tu propia gloria en eso? Buscas la gloria de Dios, la gloria de la Iglesia, el buen nombre de tu Orden, de tu convento; buscas la honra del Clero, de la Curia, del Pontificado. «¡Muéstrate al mundo!», como dirán después a Cristo sus parientes y amigos. ¡Asombra a las masas! ¡Haz bajar fuego del cielo! ¡Haz un signo en las nubes! ¡Ven, que queremos coronarte como nuestro Rey!”
El exceso de pompas, aunque sean religiosas; de ceremonias, de exterioridades, de propaganda, como dirían hoy; la excesiva obsecuencia a la ciencia y sus artilugios, el apego a los instrumentos temporales pesados, el aseguramiento y amundanamiento de la actividad religiosa, la burocracia eclesiástica excesiva o inerte, los sacerdotes funcionales y no carismáticos, la agitación y el sacramentalismo, en lugar de la contemplación; en suma, lo que llamaba Péguy “el descenso de la mística a la política”, constituye en la Iglesia el fermentum phariseorum que hincha y desvanece la masa, y constituye la segunda tentación.
La primera tentación fue humana; la segunda, farisaica; la tercera es satánica.
«Todo esto es mío y te lo daré, si hincándote me adoras”. Es decir: busca para la religión un reino en este mundo; y búscalo con los medios más eficaces, que son los satánicos.
Ahora bien, la Iglesia viadora no es el Reino de Cristo en este mundo, según nuestra opinión, sino el instrumento de congregación de la Esposa de Cristo, para que sea arrebatada con Cristo a Su Venida.
Cuestión opinable y delicada: Gregorio Magno, por ejemplo, afirma que los términos Reino de Dios e Iglesia no coinciden siempre; aunque se use a veces Reino por Iglesia.
Pero como los judíos cayeron en desear un Rey temporal, así la Iglesia es tentada con el deseo de reinar aquí, como reinan los otros reinos. “¡Oh Iglesia, aplasta a los albigenses, quema a los herejes, extirpa a los hugonotes, expulsa a los judíos! ¡Mate un judío!«.
Había un exceso de presión material, de coacción gubernativa, de violencia religiosa, en suma, lo mismo que un exceso de bienes y de pompas, cuando estalló la Reforma en Europa, según opina Belloc. Esta sería la verdad que el Protestantismo se llevó cautiva, y que nosotros debemos liberar como a Lucía Miranda (ver más abajo el tema de la Inquisición).
El Cisma Griego ha imputado siempre a la Iglesia Romana haber ya sucumbido a esta tentación suprema de conseguir el Reino de Cristo en este mundo por medios terrenales, bastardos y aun perversos.
Dostoiewski formuló en el terrible apólogo del Gran Inquisidor, en Los Hermanos Karamazof (Libro I, v. 5), no en forma categórica, sino dubitativa, esta querella del Oriente al Occidente.
Pero sólo al fin de esta edad nuestra, la terrible acusación dará de lleno en el blanco.
Si sabemos que hasta el fin de este aión la cizaña estará mezclada inevitablemente al trigo, entonces las fimbrias del vestido de la Princesa Prometida serán siempre enlodadas; y su talón mordido por la serpiente.
El error de Lutero consistió en ignorarlo, en querer purificar la Iglesia arrancando ahora mismo la cizaña, la cual, según Jesucristo, está reservada al tiempo de la Siega. Y a los Segadores, que no son los hombres.
Al querer arrancar a destiempo la cizaña, Lutero la desparramó.
La Inquisición
La Inquisición es una cuestión histórica compleja, que no se puede resolver sin conocimientos históricos serios y sin ese habitus del historiador, que le permite trasladarse a otras épocas y vivirías imaginativamente.
Desde luego, la afirmación torpe de “la persecución del pensamiento qua pensamiento” y de que la Iglesia “empleó la violencia para convertir a la fe», es falsa, antihistórica y absurda.
La Inquisición no fue una creación de la Iglesia, sino del poder político en todos los casos; y la Iglesia como un cuerpo colaboró con ella principalmente con el fin de mitigar su dureza o de impedir sus excesos. Como su nombre lo indica, su fin era inquirir si los inculpados por la ley civil eran o no veramente herejes; y, en caso de serlo, de persuadirlos con razones, o en último caso, de obtener de ellos una retractación externa, que los reducía (reconducía) al consorcio social en el cual vivían. El caso más claro de ella es el de los donatistas, reprimidos por el Imperio con una acción policíaca, primero rechazada y después tolerada por San Agustín.
En esta institución, como en cualquier otra, se cometieron abusos, incluso por parte de los eclesiásticos. La primera en sufrir de ellos fue la Iglesia, como se ve por Cauchón, que, desprovisto incluso de jurisdicción sobre la Doncella, colaboró con la política feudal inglesa, quizás más por ignorancia crasa —terrible defecto en un obispo— que por crueldad o malicia. Caifás existe y existirá siempre.
Los casos de Galileo y Giordano Bruno, según nuestra opinión, dañaron a la Iglesia; pero la reacción que provocaron en ella misma marcaron el fin de la Inquisición Romana. Urbano VIII sufrió más con el asunto Galileo que el mismo “barbero toscano”; el cual no sufrió mucho, según se dice; antes bien, su fama europea y su carácter moral salieron levantados del proceso.
“I torti e le ingiustizie che l‘invidia e la malignitá mi hanno machinato contro, non mi hanno travagliato ne mi travagliano’’, dice en carta a Elia Diodati, el 7 de febrero de 1634.
Gíordano Bruno, dejado aparte su talento filosófico, era un temperamento anárquico y asocial. Sus errores teológicos —profesados por Escoto Erígeña y otros en medio del mayor poderío de la Iglesia— jamás lo hubiesen conducido a la hoguera, si no hubiesen sido pie de su actividad antisocial: antiautoritaria; anarquista, como diríamos ahora.
Aunque la mentalidad moderna no lo perciba, hay ideas que son tan peligrosas como las bombas; y el hecho de ser filósofo no privilegia a nadie a destruir la autoridad legítima.
De todos modos, la intervención de la burocracia eclesiástica en los dos procesos no careció de defectos y fue miope y aun cruel. Tuvo que abrir los ojos ante la reacción del mundo intelectual europeo y enterarse de que una nueva época, mejor o peor, había comenzado. “Ce vilain tribunal de l’lnquisition sous lequel presque toute la chretienté gémit”, decía Pascal en 1656.
Estos dos mártires informes, lo mismo que sus hermanos mayores Juana de Arco y Boecio, con los millares de mártires de la Historia, no prueban otra cosa sino que la actividad política existe y es necesaria, que la Iglesia tiene sus pies sobre ella —a veces un poco empantanados en ella— y que es una cosa riesgosa y seria, con la cual no se puede jugar.