FIESTA DE TODOS LOS SANTOS
En aquel tiempo: Al ver Jesús las multitudes, subió a la montaña, y habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos. Entonces, abrió su boca, y se puso a enseñarles así: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque a ellos pertenece el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los puros de corazón, porque verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos seréis cuando os insultaren, cuando os persiguieren, cuando dijeren mintiendo todo mal contra vosotros, por causa mía. Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos.”
Todas las fiestas del año tienen cada una su excelencia y utilidad para nuestras almas; la de hoy nos muestra la gloria de la que gozan todos los Santos, nuestros verdaderos y únicos hermanos mayores, y nos hace esperar compartirla algún día.
El dogma de la Comunión de los Santos, que profesamos en el Credo, nos es recordado por esta Fiesta de la manera más solemne y ventajosa.
Avivemos nuestra fe, y aprovechemos la preciosa gracia que Dios nos ofrece para excitarnos más a la virtud, ya que se nos presentan a la vez tantos modelos perfectos a imitar —porque hay Santos de todas las condiciones de vida—, al mismo tiempo que se nos muestra que la gloria y la felicidad de Ellos están a nuestro alcance.
En concreto, la misma recompensa que Ellos disfrutan nos es prometida y asegurada también a nosotros, a condición de que trabajemos para santificarnos como Ellos lo hicieron.
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El Evangelio de la Fiesta es llamado “de las Bienaventuranzas”, y es como la canonización anticipada de todas las almas que, habiendo cumplido religiosamente las condiciones decretadas por Dios para llegar al Cielo, tendrán la dicha de llegar allí efectivamente.
Estas Ocho Bienaventuranzas son el compendio y código de la perfección. Sobre cada una de ellas podemos considerar dos cosas:
– en qué consiste la virtud preconizada;
– cuál es la recompensa propuesta y prometida por Nuestro Señor.
Vamos a considerarlas, una por una.
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Primera bienaventuranza: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque a ellos pertenece el reino de los cielos.
Esta pobreza de espíritu es el verdadero y sincero desprendimiento de los bienes de la tierra, por un motivo sobrenatural.
Dicho desapego puede ser voluntario o forzado.
Hay, en efecto, pobres voluntarios, que, por voluntad propia y por amor de Dios, se despojan de sus bienes.
Están, en segundo lugar, los pobres que son pobres por necesidad, sufriendo, por su condición, su nacimiento o algún accidente, los rigores de la pobreza y la miseria. Pero, entre ellos, sólo son verdaderamente pobres de espíritu los que, contentos con su suerte, saben llevarla sin murmuraciones, con paciencia y resignación.
En tercer lugar, hay otros que, mientras viven en la opulencia, son, sin embargo, verdaderos pobres de espíritu, porque poseen sus riquezas sin ataduras de corazón y sin orgullo, y, por lo tanto, están dispuestos a perderlas sin quejarse. Además, las usan sabiamente, según la voluntad de Dios, para toda clase de buenas obras.
Por último, podemos llamar pobres de espíritu a los que son verdaderamente humildes de corazón, es decir, a los que, sin presumir de sí mismos, sino profundamente convencidos de su pobreza espiritual, de su debilidad y de su miseria, se consideran a sí mismos como mendigos, siempre obligados a vivir para implorar la gracia y la asistencia de Dios.
Nuestro Señor recomienda primero la pobreza, porque destruye la codicia y la soberbia, que son la raíz y fuente de todo pecado y de todo mal.
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La recompensa es magnífica: El reino de los cielos es de ellos…
El reino de los cielos, según San Pablo, consiste en la justicia, la paz y la alegría; porque los pobres de espíritu viven en la gracia y amistad de Dios y están colmados de bienes espirituales; tienen las riquezas de la fe y la inteligencia de las entidades divinas.
En una palabra, los pobres en el espíritu del mundo son ricos en el espíritu de Dios.
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Segunda bienaventuranza: Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.
La mansedumbre cristiana es una virtud, la flor de la caridad divina, como la llama San Francisco de Sales. Ella calma las emociones violentas de la ira y, poniendo el corazón bajo el dominio de la sana razón, conserva su tranquilidad, ya sea en la intimidad de la vida o en las relaciones sociales.
Para conservarla es necesario reprimir los arranques de cólera, esforzarse por ser modesto, afable, servicial y paciente con todos, evitar las disputas y las peleas, no resistirse a aquellos que nos maltratan, no vengarnos nunca, devolver bien por mal, poner la otra mejilla al que nos acaba de abofetear, orar por los que nos persiguen.
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La recompensa prometida a los mansos consiste en que ellos poseerán la tierra. Es decir:
a) Primero, se poseerán a sí mismos, serán dueños de sus pasiones y gozarán de la paz celestial; porque Dios reinará en sus corazones y conversará familiarmente con ellos.
b) Entonces, conquistarán todos los corazones y tendrán una gracia especial para ablandarlos, convertirlos y llevarlos a Dios.
c) Poseerán, finalmente la tierra de los vivos, la patria celestial, donde gozarán de Dios, que será su herencia para la eternidad.
¡Oh Jesús, manso y humilde de corazón, dígnate hacer nuestro corazón semejante al vuestro!
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Tercera bienaventuranza: Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Hay diversas clases de lágrimas:
a) Están, en primer lugar, las lágrimas de la naturaleza, a las que están condenados todos los hijos de Adán, como consecuencia del pecado original. Miles de causas físicas o morales las provocan. Estas lágrimas, sin embargo, sólo pueden ser buenas, meritorias y agradables a Dios si van acompañadas de paciencia y resignación cristiana, frutos del espíritu de fe, penitencia y amor.
b) Hay otras que provienen de la religión y de la virtud: estas son las lágrimas que derramamos a causa de nuestros pecados; el pecado es, de hecho, el único mal por el que vale la pena llorar. Estas lágrimas son lágrimas de compunción y de arrepentimiento, son santas y dignas de consolación.
c) Pero nuestras lágrimas pueden fluir, no sólo por nuestros propios pecados, sino también por los pecados de los demás, por las ofensas y ultrajes cometidos contra Dios, que es tan poco conocido y tan poco amado; por la pérdida eterna de tantos millones de almas, redimidas inútilmente por la preciosísima Sangre de Jesucristo; por los males de la Iglesia, etc. Esas son lágrimas de compasión y de celo, lágrimas santas e infinitamente agradables al Corazón de Dios, además de que apaciguan su justicia y atemperan el rigor de su venganza contra la sociedad culpable o contra los individuos.
d) Hay todavía otras lágrimas preciosas; son las de las almas fervorosas que lloran la Pasión de Nuestro Señor y los dolores de María Santísima al pie de la Cruz; o las inefables anonadaciones y el amor de Jesús en la adorable Eucaristía. Son lágrimas de devoción, piedad y amor.
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El premio de las lágrimas es el consuelo: serán consolados.
Notemos inmediatamente que con esta Bienaventuranza Nuestro Señor no pretende suprimir las lágrimas, la tristeza, el dolor, ya que no suprime ni promete suprimir sus diversas causas. Pero las transforma, mostrándonos su lado santificador; y, quitándoles la amargura, hace encontrar allí motivos de consuelo y de gozo sobrenatural.
Por tanto, los que lloran sus propios pecados, los que aceptan, con espíritu de penitencia y de amor las miserias y dolores que son inevitables en esta vida, serán consolados, porque obtendrán la gracia, la misericordia y la paz del alma.
Los que lloren por compasión, celo y piedad, serán colmados de dulces consuelos interiores aquí abajo, por la virtud del Espíritu Consolador, y gozarán en el Cielo de una felicidad inefable.
En este valle de lágrimas, somos dichosos, porque nuestra tristeza se cambiará en alegría; allá arriba todas nuestras lágrimas serán enjugadas y convertidas en perlas preciosas.
No olvidemos la terrible amenaza del Salvador contra esta tercera bienaventuranza: ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque llegará el momento en que tendréis que llorar!
Cuidémonos de envidiar las alegrías falsas, las fiestas ruidosas y huecas, las risas mentirosas de las gentes del mundo, que tratan de aturdirse, de ocultar su dolor ante el vacío de la vida, de su brevedad, de lo formidable incertidumbres de su futuro. Porque para ellos una amarga tristeza vendrá a reemplazar su alegría; para ellos habrá un infierno, con sus estériles lágrimas de sangre y su crujir de dientes.
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Cuarta bienaventuranza: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Buscan la justicia, y por eso la encontrarán.
Por justicia, debemos entender aquí, no sólo aquella virtud especial, que hace dar a cada uno lo que le corresponde, sino la suma total de todas las virtudes, es decir, la perfección cristiana, la santidad.
Tener hambre y sed de justicia es, pues, tener un inmenso deseo de crecer en la virtud, de avanzar en el camino de la santidad, una voluntad ardiente, generosa y constante de amar y servir a Dios cada vez más perfectamente.
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Sobre la recompensa prometida, serán saciados, dijo el Salvador:
a) Porque Dios les concederá todas sus peticiones, les colmará de gracias, de consuelos espirituales, de ánimos para el Cielo; los penetrará con su vida y les dará un anticipo de las delicias celestiales.
b) Esta satisfacción consiste también en el gusto y la comprensión de las Sagradas Escrituras; como en la recepción de la Sagrada Eucaristía. El alma será satisfecha allí en proporción a sus deseos.
c) Finalmente, Dios los saciará en el Cielo.
Esurientes implevit bonis, dice la Santísima Virgen en su hermoso Magnificat, et divites dimisit inanes. Sí, en verdad, Dios colma de verdaderos bienes a los que tienen hambre de Él y despide vacíos y hambrientos a los que sólo son ricos en los bienes de este mundo, a los que sólo tienen deseos terrenales y carnales, y fingen encontrar en ellos una satisfacción digna del corazón del hombre…
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Quinta bienaventuranza: Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia.
Hay varias clases de obras de misericordia, las corporales y las espirituales.
Las Corporales son:
1. Dar de comer al hambriento
2. Dar de beber al sediento
3. Dar posada al peregrino
4. Vestir al desnudo
5. Visitar al enfermo
6. Socorrer a los presos
7. Enterrar a los muertos
Las Espirituales son:
1. Enseñar al que no sabe
2. Dar buen consejo al que lo necesita
3. Corregir al que está en el error
4. Perdonar las injurias
5. Consolar al triste
6. Sufrir con paciencia los defectos ajenos
7. Rogar a Dios por vivos y difuntos
Las Obras de Misericordia Corporales, en su mayoría salen de la lista hecha por Nuestro Señor en su descripción del Juicio Final.
La lista de las Obras de Misericordia Espirituales la ha tomado la Santa Iglesia de otros textos que están a lo largo de la Biblia y de actitudes y enseñanzas del mismo Jesucristo: el perdón, la corrección fraterna, el consuelo, soportar el sufrimiento, etc.
Para practicar correctamente la misericordia, es necesario observar tres cosas:
1) La caridad debe ejercerse hacia toda clase de personas, sin exceptuar a los enemigos;
2) que se extienda a toda clase de miserias;
3) que sea alegre, pura y desinteresada.
El hombre verdaderamente misericordioso lo es en todo: en sus juicios, en sus palabras y en sus obras. Considera las miserias de los demás como propias y las sufre como propias. Está siempre dispuesto, como el buen samaritano, a socorrer a su prójimo a sus expensas y, si es necesario, dedicará su vida, imitando en esto el ejemplo de inefable misericordia que el Salvador dio al mundo en el cumplimiento de su obra de redención y salvación; y, además, poniendo en práctica las palabras del mismo Salvador misericordioso: Más bienaventurado es dar que recibir… Da, y se te dará… Se usará la misma medida contigo que tú habrás usado con los demás…
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En la recompensa, Nuestro Señor promete a los misericordiosos que alcanzarán misericordia.
Dios nunca será vencido en generosidad; lo poco que, por amor a Él, hayamos hecho por nuestro desdichado prójimo, encontrará infaliblemente en Dios su sobreabundante remuneración.
Dios concede a los misericordiosos la gracia de la penitencia y, por tanto, el perdón de los pecados. Les dará alivio en sus dolencias físicas y espirituales, y especialmente cuando estén en las llamas del Purgatorio.
Nuestro Señor ha declarado que todos los actos de misericordia hechos a los desdichados en su nombre, los considerará como hechos a sí mismo. Así Jesús se compromete a pagar en su Nombre, como Dios, su deuda de gratitud a sus benefactores compasivos.
Además, aquellos a quienes así habremos ayudado, se convertirán en nuestros intercesores ante Dios. Nuestras obras de misericordia clamarán misericordia por nosotros en el tribunal del Juez soberano y nos preservarán de la sentencia de condenación; porque Santiago nos asegura que la misericordia se levantará por encima del juicio.
Al contrario, Dios juzgará sin misericordia a todos aquellos que hayan tenido un corazón duro.
Pidamos al divino Maestro que nos dé un corazón bueno y compasivo, lleno de caridad y de celo por el alivio de nuestros hermanos, como es su propio Corazón, para que merezcamos ir al Cielo a cantar eternamente sus infinitas misericordias.
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Sexta bienaventuranza: Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios.
En primer lugar, se puede decir que la pureza de corazón no es otra cosa que la perfecta caridad que, según San Pablo, debe comenzar con un corazón puro, con una buena conciencia y una alegría no disimulada. No es, pues, sólo la abstención del pecado, sino también la práctica de la virtud, y, por tanto, el estado y la vida de la gracia, que exige un corazón libre de todo pecado mortal, e incluso de toda afición al pecado venial.
Tal pureza de corazón influye incluso en el cuerpo, para hacerlo casto y espiritualizarlo.
Esta pureza es una conquista y un triunfo de la gracia; se adquiere y conserva sólo por un combate incesante contra la carne, por una vigilancia exacta y severa de todos los sentidos, por la mortificación, la humildad, la oración y la frecuentación de los sacramentos.
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La recompensa de los puros es que ellos verán a Dios.
Cuando el corazón está manchado por el pecado, el alma recibe las repercusiones de éste en sus facultades y se vuelve más o menos ciega a las cosas espirituales.
Los puros ven siempre a Dios, en esta vida, por la contemplación de sus obras, elevándose del efecto a la causa; por la meditación de sus maravillas, de sus atributos divinos reflejados en la creación y manifestados en obras sobrenaturales, como la justificación y santificación del hombre, la Revelación, la Encarnación, la Redención, la Iglesia, etc.
En la otra vida verán a Dios cara a cara, lo disfrutarán y lo poseerán por la eternidad.
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Séptima bienaventuranza: Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Por pacíficos, se ha de entender:
Primero, los que tienen paz consigo mismos, doblegando la carne al espíritu, sometiendo sus pasiones; paz también con Dios, observando fielmente sus preceptos y haciendo todo lo que le place.
Luego, los que tienen paz con todos, por el efecto de su aplicación para preservar la caridad con sus vecinos y parientes. Evitan todas las disputas, sin dar nunca a nadie motivo de descontento o riña, soportando todo de todos, con paciencia y caridad, en aras de la concordia.
Con el mismo espíritu, trabajan según sus medios, para mantener a su alrededor el bien social de la paz fraterna o común…
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Respecto de su recompensa, Nuestro Señor dice que los pacíficos serán llamados hijos de Dios.
Es justo, porque son como su Padre, haciendo en todo el bien, llenos de bondad, caridad, misericordia como Dios, y haciendo bendito su Nombre…
Los que perturban la paz son llamados con razón hijos del diablo, porque hacen su obra.
Los pacíficos son verdaderamente hijos de Dios, porque Dios los toma bajo su protección aquí abajo y los hace herederos suyos en la gloria, donde gozarán de la paz perfecta, deliciosa, eterna; mientras que los hijos del demonio, enemigos de la paz, serán hundidos y atormentados en el infierno, lugar de horror, odio y tormentos, del cual nunca saldrán.
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Octava Bienaventuranza: Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
En la Tercera Bienaventuranza, Jesús no quiso reprimir el dolor y las lágrimas, sino que quiso hacernos valer de ellos para nuestro bien espiritual; así, en esta Octava Bienaventuranza, permite que subsistan en el mundo las persecuciones, el odio de los malos contra los buenos, las amenazas de muerte, incluso seguidas por su efecto… Pero de todo esto hace medios de santificación y de glorificación para sus fieles servidores.
Todos los cristianos, todos los justos están expuestos a las persecuciones, puesto que el mismo Salvador lo predijo: In mundo pressuram habebitis… Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán… Y San Pablo dijo: Cualquiera que quiera vivir sanamente en Cristo Jesús padecerá persecución.
El nombre de católico, el ejercicio sincero de los deberes religiosos, la devoción a la Iglesia, bastan para provocar el odio de los siervos del diablo y sus vejaciones, astutas o ridículas, pero siempre perversas.
Los amigos de Jesús, por tanto, no deben sorprenderse de ser el blanco de las persecuciones de los hijos del diablo… Que se alegren, como San Pablo y los Apóstoles, y soporten la tempestad y la lucha con constancia y resignación.
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La recompensa de los perseguidos es que el reino de los cielos es de ellos.
¡Qué sublime promesa! Los reinos terrestres se conquistan por la victoria de la fuerza sobre los débiles; el Reino Celestial es el precio de los más débiles, de los oprimidos que sufrieron, hasta morir bajo los golpes y en las torturas.
Podemos, además, decir que Dios ya hace gustar a los hombres afligidos y perseguidos, desde aquí abajo, las delicias de su Reino, haciéndolos más santos y perfectos, colmándolos de gracias, de una inefable tranquilidad de alma, de un santo gozo y de sus divinos consuelos.
La corona que les espera en el Cielo será tanto más hermosa y noble cuanto que aquí abajo habrán tenido que pasar por tormentas más violentas y pruebas más duras.
He aquí el anatema opuesto a esta última Bienaventuranza: ¡Ay de vosotros, dice el Señor, cuando los hombres hablan favorablemente de vosotros…
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Nunca debemos olvidar que es el mismo Jesús quien prepara en el Cielo nuestra recompensa: ¡Oh!, cuán glorioso es el Reino en el cual, con Cristo, gozan todos los Santos… Este es el grito de admiración, de deseo y esperanza de la Iglesia en la tierra, en esta gran Fiesta, en que celebra a todos los Santos al mismo tiempo.
Ellos llegaron a este bendito Reino, como hemos visto, por la práctica de las virtudes beatificadas en el Evangelio de hoy. Así será con nosotros, si queremos; porque, tanto para nosotros como para Ellos, la salvación, es decir, la gloria y la felicidad eternas, obtenidas por la lucha aquí abajo, no es imposible.
Caminemos, pues, generosamente tras las huellas de los Santos; con su ayuda seremos recompensados y glorificados con Ellos y como Ellos por toda la eternidad.