PADRE LEONARDO CASTELLANI: LAS PARÁBOLAS DE CRISTO

Conservando los restos

LOS OJOS Y EL CUERPO

«La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Si tu ojo fuere simple, todo tu cuerpo será luminoso; mas si fuere malo, también tu cuerpo será tenebroso. Cuidado, pues, que lo que hay de luz en ti, no sea tiniebla…” (Mt. VI, 22 – Lc. IX, 34).

Esto es difícil y raro. Es feo. No conocemos cuerpos humanos que sean luminosos, si no es el Dongo de la Nariz Encendida, que vio Alicita en Maravillolandia. (Alice in Wonderland).

Digámoslo así:

«La luz de tu auto son los faroles. Si los faroles están limpios, el auto camina en la luz; si están apagados, vamos mal. Y ¿qué sería si proyectaran luz negra, que ciega a los que vienen en frente? Ten bien cuidados los faroles del auto.»

Cristo no dijo eso… Puede que lo dijera hoy día. Dijo algo equivalente, aunque lo dijo en arameo.

«Los ojos son los faroles de tu cuerpo. Si los ojos están sanos, tu cuerpo está en la luz; si están sucios, las tinieblas están sobre ti y dentro de ti. Cuidado pues que tus ojos no cieguen: todo en el caminar depende de eso. Yo veo a los hombres como seres que tienen una luz adentro y comparo esa luz con la luz de afuera, que por el ojo entra y ES el ojo. (Los sabihondos de hoy en día dicen que si no hubiera ningún ojo no habría luz: todo sería «vibraciones del éter»). Si los ojos cerrados dan tinieblas, ¡qué tinieblas tremendas no darían unos ojos que fueran ellos mismos tinieblas!»

Cristo habla en esta «maschâl» de la luz que hay en el hombre, y de la cual depende todo. La luz que hay en el hombre y de la cual depende todo es (religiosamente hablando) primeramente la fe, y después la recta intención.

No hay ninguna indicación en la parábola misma de su significado místico. Por estar colocada en san Mateo después del consejo de «no atesorar tierra» (o sea, riquezas de la tierra) muchos exégetas modernos le dan ese mismo significado; y dicen que el «ojo limpio» es el apego a Dios, y el «ojo sucio» es el apego a las riquezas. Es traído por los cabellos; aunque de suyo no contradice a lo de san Agustín y los antiguos intérpretes, de que se trata de la recta intención guiada por la fe.

(El lugar en que están colocadas las Parábolas en el Evangelio es del todo accidental, excepto en las Parábolas del Reino —(Mt. XIII; Lc. VIII) y las tres de la Misericordia (Lc. XV) que los Evangelistas han yuxtapuesto adrede por razón del tema.

Cristo tenía simplemente un «repertorio» de Parábolas, que iba repitiendo aquí y acullá, según el auditorio y la bisoña. No es posible averiguar en qué orden fueron inventadas las Parábolas. Y el orden en que están en el Evangelio, de suyo no significa nada).

El hombre que ha apagado su luz de adentro, está ciego: tropezará y caerá, y mucho más si toma por guía otro ciego. Mas el que la ha transformado en «luz negra» (pues eso es posible según Cristo) entonces hará daño a los demás. Ojalá que no lo viéramos, demasiado: ciegos guías de ciegos. (Mt. XV, 14).

El ejemplo allí patente eran los Fariseos; no solamente cerraban los ojos a la luz, pero la luz misma, los ojos, la Sagrada Escritura, la palabra de Dios, la habían vuelto luz negra.

Leyendo acerca del Rey Mesías, se habían imaginado un Rey pero Rey, un señor Rey, un guerrero victorioso como David y un caudillo como Judas Macabeo, que se iba a presentar haciendo portentos estrepitosos, parando el sol, ennegreciendo la luna y volviendo ciegos o locos a todos los soldados de Pilatos; y hundiendo con un grito la fortaleza Antonia; y después decir:

«Voy a gobernar con Uds… Ud., Caifás será primer Ministro y lo hará todo, pues yo predicaré solamente… Ud., Anás, será Ministro de Hacienda… Ud., ese colorao grandote cara de bruto, será Ministro de Milicias…» y así sucesivamente.

Como no dijo nada de eso, decidieron darle muerte. La luz misma se les volvió tinieblas.

Hoy día hay un error vulgar muy extendido de que «la religión es cosa del sentimiento» —no es cosa de luz. Leí hace mucho un libro del canónigo gabacho Duilhié de Saint Projet que traía como 30 testimonios de «sabios» (o sea cientistas) contemporáneos de que «no puede haber oposición entre la religión y la ciencia». El buen canónigo exultaba; porque no se daba cuenta de la razón que daban la mayoría de esos «sabios»: la razón era que, «como la fe es cosa de sentimiento y la ciencia de entendimiento, no puede haber conflicto…», así como un auto no puede chocar nunca con un pájaro … aunque cada momento los autos están matando pájaros; por lo menos, los pájaros «dormilones» de mi tierra.

Esto de que no pueden chocar la ciencia y la fe por estar en diversos planos, es filfa: quiero decir, esta razón que se da. Las dos están en el plano de la verdad: esta es la razón vera.

Es la resurrección empeorada de una herejía medieval muy dura de morir: la doctrina de «las dos Verdades» de Siger de Brabante. Sólo que entonces decían que la fe era también verdad; y ahora dicen que la fe es… sensiblería.

Otra cosa que dicen por los cafés: «Yo quisiera tener fe, es un gran consuelo; pero no puedo. ¿Qué vaya hacer? Si pudiera, con mucho gusto. Pero no puedo».

Esto me dijo pertinazmente en su lecho de muerte un argentino prominente, cuyo nombre no debo dar. Tuve el consuelo de darle al fin la absolución; sin permiso de los Arzobispos, que me han prohibido dar absoluciones. El hombre creía, pero no sentía: albergaba el error común de que hay que sentir, de que la fe es un sentimiento.

La fe es un acto intelectual, cierto, libre y oscuro.

Eso de que la fe es «un gran consuelo», es también una asquerosa sensiblería; la fe, como la luz, es un gran consuelo y un gran desconsuelo.

La luz cuando me muestra el rostro risueño de Gioconda Genteleti, es para mí un consuelo; cuando me despierta por la mañana, es un desconsuelo.

La fe cuando me muestra mi destino futuro es un consuelo; cuando me muestra mi pecado presente, es un desconsuelo.

La luz muestra lo mismo las flores que el fango, las ricuras que las basuras.

Pero así y todo, es mejor tener luz.

Descartes se preguntaba si era lícito decir a un hombre una mentira para evitarle un disgusto; por ejemplo, decirle que NO se va a morir. Yo prefiero que me digan la verdad, con disgusto y todo.

«¡Es tan consolador creer en Dios!» —dicen algunos; pero la cuestión sobre Dios no versa si es consolador o no (de hecho, lo es) sino SI ES o no.

De la fe nace la buena intención, que no es más que «el ordenamiento del amor». La intención es un acto de la voluntad, el primer acto de la voluntad; pero guiada por el intelecto y a veces (en la intención del Último Fin) hecha una cosa con él.

De la intención acerca del Último Fin depende toda bondad (y también toda maldad) en el hombre; como del ojo depende todo el caminar.

Por eso san Agustín interpreta esta parábola con gran acierto, de la recta intención, en «De Sermone Dominico in monte», I, II, cap. XIII.

Los intérpretes modernos que se apartan de esta interpretación (Maldonado, Durand, E. I. Hodous) hacen mal camino. Mejor dicho, no hacen nada: no iluminan nada.

La intención es el primer factor del acto moralmente bueno.

Los factores son tres, buena intención, buen objeto y buena circunstancia; cualquiera que falte, el acto se vuelve malo. (El benedictino De Gredt, en su Philosophia, dice que la intención es el segundo factor, que el primero es el objeto bueno… o malo. Poco me importa, no me voy a meter en disputas escolásticas, sigo a santo Tomás).

El objeto debe ser bueno, desde luego; hay objetos intrínsecamente malos, como la mentira, el adulterio, el asesinato, la blasfemia; que ninguna «buena intención» puede justificar. Pero aun un objeto bueno, como la limosna, se malea con una mala intención; como si doy limosna por seducir a una mujer o simplemente por parada y simulación —o demagogia— como dicen hacía Evita; y no es verdad.

Por último, la circunstancia puede malear un acto, aun hecho con buena intención; como si hago limosna sin prudencia, por ejemplo, a un pobre «simulado». «Haz bien y no mires a quien… » ¡Altro! Una mujer me dijo: «Eso jamás lo podremos hacer las mujeres». Aquí entra otra vez la luz; porque la prudencia es una virtud intelectual y es necesaria en todos los actos para que sean moralmente buenos. Sin la prudencia, cualquier virtud deja de ser virtud.

Lo que se hace con buena intención y con prudencia (todo lo que se hace en la luz) es imposible que sea malo. Todo tu cuerpo será luminoso.

¡Ay mi Dios! Los que gobernaron con Lonardi en 1955 hicieron muchas cosas de suyo lícitas y con la mejor de las intenciones, pero moralmente imprudentes. ¡Ay mi Dios, que tenga que decir esto yo, que no me distingo (según dicen) por la prudencia! Pero para ser corregido si yerro, diré lo que hicieron: restauraron por política la ley 1420; hicieron Director de la Biblioteca Nacional, recomendándolo con eso, a uno de los escritores más dañinos que hay en el país (aunque me duela tener que decirlo), que es incompetente para ese cargo; y entregaron la Universidad y toda la enseñanza argentina no sólo a ateos y comunistas, sino lo que es peor, a incompetentes; y con eso creyeron hacer una gran «política».

A los tres meses los echaron del poder; Dios mismo lo debe de haber querido. Me dirán: ¿por qué no busca ejemplos de imprudencia en el Antiguo Testamento, para no decir cosas odiosas? Les diré: Busqué en todo el Antiguo Testamento y no encontré ninguno más que éste.

Las intenciones de los hombres son a veces complejas, los «motivos» son oscuros, están como sumergidos abajo. Nos equivocamos fácilmente acerca de los motivos de los actos del prójimo; (aunque nada impide juzgar un acto por moralmente malo en sí mismo) mas también nos equivocamos acerca de los motivos propios. Muchas veces alindamos nuestros actos, atribuyéndoles más lindura y aun sublimidad de la que tienen; y es fatal cuando nos equivocamos totalmente acerca del motivo: eso es casi demencia.

Pero si hay fe, nunca falta luz para ver por lo menos el PRINCIPAL motivo:

Y errar lo menos no importa
Si acertó lo principal.

Sólo en las almas de extrema simplicidad se ve siempre bien el motivo, que es único: en los brutos y en los santos. Pero aun los santos están siempre con temor de equivocarse en sus motivos; y por eso no se equivocan. San Bernardo, escribiendo un sermón, le venía fuerte vanidad de lo sutil de su ingenio y lo excelente de su latín; y tenía ganas de tomar los papeles y arrojarlos al fuego. Pero entonces se volvía con furor hacia el demonio de la Vanidad, y le decía: «Ne propter te incepi ne propter te finiam», que es bastante mal latín: «ni por ti lo empecé, ni por ti lo dejaré».

Aunque me haga largo, hay que tocar aún un punto importante: el de las virtudes intelectuales, que todas ellas componen la Prudencia.

Hemos visto que se puede pecar mortalmente por falta de prudencia, no basta la buena intención: «el infierno está empedrado de buenas intenciones».

El cristianismo ha sido calumniado recientemente (por Aldous Huxley y otros) de que no ve las faltas intelectuales: de que pone los pecados solamente en la voluntad.

A. Huxley escribe en su famoso libro «El fin y los medios» (End and Means): «En este respecto, yo opino que el Budismo se muestra decididamente superior al Cristianismo; porque en la Ética budista, la estupidez es uno de los pecados capitales» (pág. 208).

Y en el Cristianismo la estupidez son DOS pecados capitales, caro mío; porque santo Tomás enseña que la estulticia es pecado grave, y «es hija de la soberbia y de la lujuria».

La necedad o estulticia es siempre un producto de la voluntad, aunque esté «subjetada» en el entendimiento; o mejor, esté «subjetando» al entendimiento.

Un religioso me decía un día hablando de su superior: «¡Y pensar que haciendo tanto daño, este hombre gana cielo!»

Yo le dije: «No lo crea».

«Pues sí —replicó— porque todo lo hace con buena intención, por ignorancia».

«Pues el que ignorando peca, ignorando se condena, dicen en Córdoba. Y en Francia dicen: «la bétisse c’est un péché»: la estupidez es pecado. Y en Inglaterra y en Italia…»

Me paró y me dijo: «Son refranes mundanos».

Entonces le leí lo que dice san Juan de la Cruz acerca de los confesores, predicadores y prelados tontos: «Serán castigados conforme al daño que hicieren; pues están obligados a acertar, como todo hombre en su oficio«.

Verdad es que dicen los españoles: «El que hace lo que puede, no está obligado a más».

Pero ese refrán se combina con otro que dice (y que inventé yo, o mejor dicho santo Tomás): «Todo hombre está obligado a PODER lo que debe». Y si no, que se vaya (No lo digo por Frondizi… ni por nadie).

Aldous Huxley confunde el cristianismo con el Kantianismo; lo cual es más todavía que confundir un huevo con una castaña y el aserrín con el pan rayado; es confundir el gaspacho con el corbacho.

Kant sí, suprimió los pecados intelectuales y dejó mocha y deformada su moral; y eso le pasó no por cristiano, sino por protestante pietista.

Los protestantes, con su «libre examen» y «libre interpretación de la Biblia» erraron la parábola del Ojo y del Cuerpo; y todo su cuerpo se volvió tenebroso. Y para peor aún, lo que era luz en ellos, los ojos, se volvieron tremendas tinieblas; como se puede comprobar en el libro famoso (y ciertamente de un tipo muy inteligente) que acabo de nombrar arriba.