Conservando los restos
PROFESIONALES
Cabildo N° 530
24 de marzo de 1944
Si la Enseñanza Pública argentina sigue su camino de ahora, nos convertiremos en un país de empleados y profesionales, entendiendo por esto también a los curas profesionales y a los políticos profesionales.
Habrá tan gran cantidad de médicos que no va a quedar ningún enfermo. Habrá tan gran cantidad de oficinistas estabilizados, que surgirá un Aconcagua, un Himalaya de expedientes para cualquier negocio. Convertido en Único Dador de Trabajo, el Estado verá precipitarse sobre él una avalancha de hombres adultos y mujeres maestras exigiendo “puestos”. Ya actualmente la ve venir, la conoce bien; lo estorba no poco en sus funciones específicas la avalancha.
Actualmente ya existe cantidad de médicos que exigen “la oficialización de la medicina”, o sea, que todos los galenos sean convertidos en empleados forzosos y estables, como presunta solución a la plétora profesional y a la competencia mercantil dentro de la profesión, que realmente es un problema serio. Pero la presunta solución es mucho peor que el problema: incurre en el vicio fatal del estatismo.
Este vicio es justamente el que ha traído el mal, y nosotros ya hemos perdido la fe en la homoterapia liberal que decía el siglo pasado, pomposamente: Los males del estatismo se curan con más estatismo.
En realidad, ellos decían libertad, pero de hecho la libertad y el estatismo liberal son dos fenómenos parejos y mellizos, que se condicionan uno a otro, como lo han probado desde Donoso Cortés hasta Thierry Maulnier, y lo sigue probando la experiencia diaria.
El monopolio de la enseñanza por parte del Estado, que es un pecado contra el derecho natural, es el que ha traído en último resultado al médico judío —o falso cristiano, que es peor— que, por ejemplo, atrae clientes con charlatanería, los retiene con zalamería, no les cobra “nada más que las inyecciones” —que él recibe de muestra de los droguistas— y careciendo de clase y de conciencia y apremiado por la necesidad de llenar la barriga, finge curar un liquen con lavativas y acaba por conseguir que se convierta en epitelioma.
Que los muchachos se hagan la “rata” del colegio nacional y que salgan de él sin saber ni francés, ni inglés, ni italiano, ni matemáticas, ni etcétera las otras catorce materias, ustedes dirán que no tiene nada que ver con esa otra monstruosidad del médico criminólogo: y yo les digo que tiene que ver muchísimo. Ahora, demostrarlo no lo voy a demostrar, porque no hay espacio en una nota, y porque se supone que los lectores de Cabildo tienen cinco centavos de inteligencia.
Por ejemplo, si existiese tan siquiera un bachillerato serio —porque el de ahora es chirimbaina— muchísimos muchachos sin vocación real para el trabajo intelectual serían detenidos a tiempo en el engranaje fatal que los lleva a la ruina como hombres, y al destino de ser desadaptados sociales y polilla de la sociedad. Un bachillerato largo y que empeñe el intelecto y no solamente la memoria, no digo que sería la panacea de la enseñanza —cuyos males tienen diversas raíces—, pero sí que la entonaría desde luego enérgicamente.
Cuando el ministro Bottai —hoy día condenado a muerte, ¡qué importa!, todos estamos hoy día condenados a muerte— preparaba su notable Carta della Scuola, respondió con razón a los que impugnaban los largos años de latín para alumnos que a la postre iban a seguir una carrera industrial que: “no sólo interesa saber qué harán los muchachos con el latín, sino saber qué hará el latín con los muchachos; y esto interesa máximamente a los maestros, a la sociedad y al Estado, porque es la prueba de fuego de la vocación intelectual».
En efecto, un muchacho corto y terco, sin más curiosidad intelectual que la producida por las palizas de un progenitor ambicioso y zafio, puede empollar artificialmente uno a uno todos los “años” y las “materias” inconexos de nuestra enseñanza media, que no exigen nunca el esfuerzo de síntesis, que es propio del intelecto, excepto las matemáticas; y puede hasta eximirse de ellas. Se han dado casos. Lo que no podría jamás sería dar razón completa del Álgebra, de Euler, o de la Eneida de Virgilio, ante un tribunal de hombres realmente cultos.
Pero entre nosotros se ha producido el temible fenómeno de la falsificación de la cultura, se ha sacrificado la calidad a la cantidad y se han multiplicado abaratándolos los centros de enseñanza con menosprecio del vigor de la enseñanza. Remediarlo ahora no es fácil, no se echa vino nuevo en odres viejos.
Yo lo escribo aquí, no para que se haga un decreto de opereta encajando de golpe 8 años de latín en todos los colegios nacionales, para que falsifiquen tranquilamente el latín como han falsificado todo lo demás, ¡y quiera Dios no falsifiquen la Religión!, sino para que la gente sensata sepa de qué se trata. Se trata para nosotros nada menos que de hacer pœnitentia. Penitencia, que en su origen etimológico significa cambiar de mente (metanoia), empezar a darse cuenta de las cosas como son, decir la verdad y pensar profundamente la verdad. Tomarse la pena de hallar la verdad. No se puede hallar la verdad sin pena.
No se puede pedir a un período de transición como el que vivimos, que cambie de golpe las cosas, que dé robustez milagrosa a un organismo extenuado, que edifique cúpulas donde no hay paredes ni cimientos. Las falsas soluciones son peores que los problemas insolutos: mucho haremos si preparamos las soluciones verdaderas planteando en su propia luz los problemas.
Pero para eso hay que empezar por hacer luz, conteniendo a esas grandes fábricas de humo, que son los diarios mercantiles argentinos. No se ve cómo se podría gobernar en rectitud una nación mientras se permite a esos emboscados prostituir el honor de la verdad.
Ellos también son profesionales. Son los profesionales de la “información”. Información, ¡que sarcasmo! Si supiese La Nación latín, no podría soportar esa palabra y le parecería blasfemia: porque información significa ahora entre nosotros noticias; y por cierto noticias destinadas por lo común a embaucar, a desorientar, a anestesiar. Y en latín significa infundir forma, que es lo mismo que dar el ser. Infundir una forma accidental, que supone existente la forma substancial. Para ser informado es preciso primero estar formado.
Nuestra enseñanza no da formación, y por eso la Argentina soporta que la atosiguen de detestables “sardinas argentinas” —que eran anchoítas podridas— embromadas recientemente por la bromatología de Santa Fe.
Como dijo el otro:
Un país libre, un país donde viene cada peje
pero ni para un remedio se encuentra un solo hombre Jefe.
Un país sin Jefe, un país sin poeta,
un país que se divierte, un país que no se respeta
un país corajudo y bravo para jugar a la ruleta.
“Que Argentina, al Sur ni Argentina al Norte
a mí lo que me agrada es bailar con corte”.
Un país que no sabe bien a dónde tira…
Un país que mira bizco cuando mira.
Un país que ha consentido que lo nutran de mentira.