12 DE SEPTIEMBRE: EL DUlcÍSIMO NOMBRE DE MARÍA SANTÍSIMA

Conservando los restos

LAS GRANDEZAS INCOMPARABLES DE MARÍA

SAN BERNARDO

Abad de Claraval – Doctor de la Iglesia

CAPÍTULO TERCERO

MARÍA ORÁCULO DEL ALTÍSIMO

ESTRELLA DEL MAR

Fue enviado, pues, el Ángel a una Virgen desposada con un varón justo; y el nombre de la Virgen era María.

Nadie puede dudar que aquel nuevo cántico, que sólo se concederá cantar a las vírgenes en el Reino de Dios, lo cantará también con ellas y aun la primera de todas, la Reina de las mismas.

Mas yo creo que a más de aquel cántico que como he dicho le será común con todas, aunque con solas las vírgenes, alegrará también con otros más dulces y más hermosos versos la Ciudad de Dios: suavísimas y armoniosas voces y melodía que ninguna aún de las mismas vírgenes, será digna de componer o imitar, porque prerrogativa suya será cantarlos sola, cuando Ella sola se gloría del alumbramiento y alumbramiento divino.

Se gloría en el alumbramiento no en sí mismo sino en el Señor a quien dio a luz. Porque Dios habiendo de dar a su Madre en el Cielo una gloria especial procuró prevenirla en la tierra con singular gracia, por la cual inefablemente concibiese intacta y diera a luz incorrupta.

Convenía a la Majestad de Dios que no naciese sino de la Virgen y a la Virgen convenía que no alumbrara a otro que a Dios. Así siendo preciso nacer de una mujer el hacedor de los hombres para hacerse uno de ellos debía escoger o más bien formar para Madre suya a aquella entre todas, que conocía era apropiada para Él y sabía que le había de agradar.

Por eso quiso que fuese Virgen, para tener una Madre purísima, el que es infinitamente puro y venía a limpiar las manchas de todos; quiso que fuese humilde para tener una Madre tal, el que es manso y humilde de corazón, a fin de mostrarnos en sí mismo el necesario y saludable ejemplo de todas estas virtudes. Quiso que fuese Madre el mismo Señor que la había inspirado el voto de virginidad y la había enriquecido antes igualmente con el mérito de la humildad. De otra suerte, ¿cómo diría el Ángel después que estaba llena de gracia, si tuviera algo bueno, que no procediese de la misma?

Para que fuese, pues, la que había de concebir y alumbrar al Santo de los Santos, santa en el cuerpo, recibió el don de la virginidad; para que fuese también santa en el alma, recibió el de la humildad.

Adornada con estas piedras preciosas la Virgen Reina, resplandeciendo con la doble belleza de cuerpo y alma, conocida por su agrado y hermosura en los cielos, se llevó la atención de todos sus cortesanos, de suerte que inclinó hasta el ánimo del Rey a desearla y sacó al Nuncio celestial de las alturas. Y esto es lo que el Evangelista nos insinúa aquí cuando nos muestra el Ángel enviado por Dios a la Virgen.

Por Dios, dice a la Virgen, esto es, por el Altísimo a la humilde, por el Señor a la sierva, por el Criador a la criatura.

¡Qué dignación tan grande la de Dios!

¡Qué excelencia tan grande la de la Virgen!

Corred, madres: corred hijas: corred todas las que después de Eva y por Eva os acercáis al alumbramiento con tristeza y dais a luz con dolor. Llegaos al tálamo virginal, entrad si podéis en el casto aposento de vuestra hermana. Y mirad, ya envía Dios su Nuncio a la Virgen, mirad, ya el Ángel le habla; aplicad el oído a la pared, escuchad su embajada, por si acaso oís algo de que os podáis consolar.

¡Ah! Alégrate, Adán, padre nuestro; y tú, Eva, madre nuestra, llénate de gozo también. Aun vosotros que, así como fuisteis padres de todos, así fuisteis de todos homicidas y lo que es mayor desgracia, primero fuisteis homicidas antes que padres, consolaos con esta hija, consolaos con tal hija.

Pero alégrese Eva principalmente, pues de ella primero nació el mal, y su oprobio pasó a todas las mujeres. Porque ya está cerca el tiempo en que se quitará el oprobio y ni tendrá ya de que quejarse el hombre contra la mujer. El cual pretendiendo excusarse imprudentemente no dudó acusarla cruelmente, diciendo: La mujer que me disteis me dio del fruto del árbol y comí (Génesis, III. 12).

Así, corre Eva a María, corre Madre a tu Hija, Ella responderá por ti, Ella quitará tu oprobio, Ella dará satisfacción al Padre por la Madre. Pues Dios ha dispuesto que, ya que el hombre no cayó sino por una mujer, tampoco sea levantado sino por otra mujer.

¿Pero qué es lo que decías Adán? La mujer que me disteis me dio del fruto del árbol y comí. Palabras de malicia son éstas que más acrecientan tu culpa que sirven para borrarla.

Sin embargo, la sabiduría ha vencido a la malicia; aunque malograste la ocasión que Dios quería darte para el perdón de tu pecado, cuando te preguntaba y hacía cargos por él, ha hallado en el tesoro de su indeficiente piedad arbitrios para borrar tu culpa. Te da otra mujer por esa mujer, una prudente por esa fatua, una humilde por esa soberbia; la cual, en vez del árbol de la muerte, te dará el gusto de la vida; en vez de aquel venenoso bocado de amargura, te traerá la dulzura del fruto celestial y eterno.

Por tanto, muda las palabras de la injusta acusación en alabanzas y acción de gracias a Dios y dile; Señor, la mujer que me habéis dado, me dio del fruto del árbol de la vida y comí de él, y ha sido para mi boca más dulce que la miel, porque en él me habéis dado la vida.

Mira pues a lo que fue enviado el Ángel Gabriel a la Virgen. ¡Oh Virgen admirable y dignísima de todo honor! ¡Oh mujer singularmente venerable, admirable entre todas las mujeres que trajo la restauración a sus padres y la vida a sus descendientes!

Y fue enviado, dice, el Ángel Gabriel a una Virgen, Virgen en el cuerpo, Virgen en el alma, Virgen en la profesión, Virgen como la que describe el Apóstol, santa en el alma y en el cuerpo, no hallada nuevamente o sin especial providencia sino escogida desde la eternidad, conocida en la presencia del Altísimo y preparada para sí mismo, guardada por los Ángeles, designada por los antiguos Padres, prometida por los profetas. Registra las escrituras y hallarás las pruebas de lo que te digo.

Pero ¿quieres que yo también traiga aquí testimonios sobre esto? Para hablar poco de lo mucho, te diré: ¿qué otra cosa te parece que predijo Dios, cuando dijo a la serpiente: Pondré enemistades entre ti y la mujer? (Génesis, III, 15).

Y si dudas todavía que hablaba de María oye lo que sigue, ella misma quebrantará tu cabeza. ¿Para quién se guardó esta victoria sino para María? Sin duda quebrantó su venenosa cabeza, venciendo y reduciendo a la nada todas, las sugestiones del enemigo, así en los deleites del cuerpo como en la soberbia del corazón.

Y el nombre de la Virgen era María.

Digamos también algo acerca de este bello Nombre que significa Estrella del Mar y se adapta a la Virgen Madre con la mayor proporción.

Oportunísimamente se compara María a la estrella, porque, así como la estrella despide los rayos de su luz, sin corrupción de sí misma, así sin lesión suya alumbró la Virgen a su Hijo y Criador. Ni los rayos disminuyen a la estrella su claridad, ni el Hijo a la Virgen su integridad.

Ella es aquella noble estrella nacida de Jacob, cuyos rayos iluminan todo el orbe, cuyo esplendor brilla en las alturas y penetra los abismos, y alumbrando también a la tierra y calentando más bien los corazones que los cuerpos, fomenta las virtudes y consume los vicios.

Ella es aquella esclarecida y singular estrella, elevada por necesarias causas sobre este mar grande y espacioso, brillando en méritos, ilustrando en ejemplos.

¡Oh! quienquiera que seas, el que en la impetuosa corriente de este siglo te encuentres, más bien fluctuando entre borrascas y tempestades que andando por la tierra, no apartes los ojos del resplandor de esta estrella si no quieres ser oprimido de ellas.

Si se levantaren los vientos de las tentaciones, si tropezares en los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a María.

Si fueres agitado de las ondas de la soberbia, si de la detracción, si de la ambición, si de la emulación, mira a la estrella, llama a María.

Si la ira, la avaricia, o el deleite carnal impelieren violentamente la navecilla de tu alma, mira la estrella, llama a María.

Si turbado a la memoria de la enormidad de tus crímenes, confuso a la vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado a la idea del horror del juicio, comienzas a ser sumido en la sima sin fondo de la tristeza, en el abismo de la desesperación, mira la estrella, llama a María.

No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón, y para conseguir los sufragios de su intercesión, no te desvíes de los ejemplos de su virtud.

No te descaminarás si la sigues, no desesperarás, si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas.

Si Ella te tiene de su mano no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto, si Ella te ampara; y así en ti mismo experimentarás con cuánta razón se dijo: El nombre de la Virgen era María.

Detengámonos ahora un poco, no sea que miremos sólo de paso la claridad de tanta luz. Para usar de las palabras del Apóstol digamos: Bueno es que nos detengamos aquí (Mateo, XVII, 4). Da gusto contemplar dulcemente en el silencio lo que no basta a explicar la pluma laboriosa.

Y entre tanto, por la devota contemplación de esta brillante estrella, recobrará más fervor la exposición en lo que se sigue.

En los peligros, en las angustias, en las dudas, acuérdate de María, invoca a María.