PADRE LEONARDO CASTELLANI: LA MAYOR PICARDÍA DEL DIABLO

Conservando los restos

LA AMBICIÓN

Cabildo N° 501

24 de febrero de 1944

En un ensayo sobre Sarmiento estudié en otro tiempo los efectos del vicio de la ambición sobre este hombre verdaderamente grande.

El vicio de la ambición es una cosa realmente seria, aunque sea inexistente para el vulgo, el cual no distingue más vicios que la pereza, la gula y la lujuria, es decir, las flaquezas de la carne, que más que vicios son vergüenzas, comparadas con las sutiles perversiones del espíritu.

Las corrupciones del espíritu son peores que las corrupciones de la carne.

Si los africanos incendiaron a España fue más por la ambición del conde Julián que por la lascivia de Rodrigo, diga lo que quiera Fray Luis de León.

La ambición ha hundido más ciudades que los sismos, y ha muerto más hombres que la lúes.

“Muchos hombres han dejado el Amor por el Poder; ninguno ha dejado el Poder por el Amor”, dijo Séneca; y los toscanos dicen lo mismo en un refrán, que no me atrevo a citar por pudor.

La ambición consiste en un apetito desordenado del mando por el placer del mando.

El mando, elemento esencial de toda sociedad, es solamente un instrumento, una especie de espada filosa, formidable y frágil; y el ambicioso es una especie de criatura que agarra la espada sin saber el fin y el manejo de la espada, solamente porque es brillante y con un ansia inmensa de jugar con ella; con lo cual empieza a cortar donde no debe y acaba por cortarse a sí mismo.

¡Ordeno y mando, y lo que yo quiero se hace!, cuando la única dicha verdadera del hombre es conseguir que se haga lo que quiere Dios por medio suyo.

La mayor picardía que el diablo puede hacerle a un hombre, dice con mucha razón don Benjamín Villafañe, es ponerlo en un puesto que le quede ancho, porque empieza a hacer daño al prójimo —lo cual a la larga es hacérselo a sí mismo—, y acaba miserablemente; y esa picardía del diablo es el vicio de la ambición.

El otro día le oí a una señora inteligente una frase que solamente una mujer es capaz de producir, un retrato caracterológico formidable hecho en dos palabras con una perfecta modestia.

Le pregunté si Fulano de Tal era inteligente y me contestó: “Él cree que es inteligente, pero a mí no me parece…”

¡Formidable! ¡Ni Klages es capaz de decir más en menos palabras!

Pues bien, el ambicioso cree que él está llamado a mandar, aunque a todos los demás no les parezca; mientras que el veramente llamado, a todos los demás les parece llamado a mandar mientras él duda, y tiembla de pavor, y al mismo tiempo de atracción hacia una obra grande que él ve que se ha de hacer y hay que empuñar para ella el instrumento peligrosísimo, “j’ai le terreur et j’ai l’extase d’etre choisi”.

Como San Ignacio de Loyola el día de la elección a general de la Compañía de Jesús, rehúsa ser nombrado Jefe y rehúsa a la vez dar su voto a ninguno de los otros, en quienes no ve la preñez de la obra impostergable y divina; hasta que la voluntad de Dios se impone por encima de las voluntades de los hombres.

Ernesto Palacio en su libro Catilina dijo que existe una ambición mala y una ambición buena; y describió la ambición buena.

Eso es como decir que existe una lujuria buena, que es el amor o el matrimonio; y una lujuria mala, que es la prostitución.

Toda ambición es mala.

Lo que llama allí Ernesto “ambición buena” en realidad se llama magnanimidad, virtud tan escasa en la Argentina, que hasta el nombre hemos perdido; más que virtud, una especie de disposición general y deiforme del alma, que es columna y basamento de muchas otras virtudes, justamente las virtudes necesarias para poder gobernar con provecho común y sin ruina propia.

Confundir la Magnanimidad con la angurria demagógica y prostitútica de los que andan a las corridas, a los gritos y a los manotazos de un sitial para quitar a los otros y ponerse ellos sin saber a qué, es haber perdido la brújula y la luz de Dios.

No es ese el retrato que hace del magnánimo Aristóteles, en páginas que se han hecho inmortales.

¡Y está llena la Argentina de esas mascaritas!

Hacer una revolución no es agarrar un arma, salir corriendo, sacar a otro de un Sillon y ponerse él; eso es simplemente una elección fraudulenta.

Revolución bien llamada es la realización externa de un principio: será buena, si el principio es verdadero; y mala, si el principio —o llamémoslo mejor visión, cosmovisión— es falso.

Lo contrario no es Revolución sino asonada centroamericana.

El que no tenga una idea que realizar, simple y segura, más clara y real que este árbol que tengo delante, es mejor que no se meta; porque va a acabar mal, en esta vida y en la otra.

Y si está por casualidad en un sillón glomerulado por la esfera magnética del fluido social y divino que se llama autoridad, que no ha sido creado por Dios para bien de un particular sino de todo el pueblo, lo mejor para él es abandonarlo despacio y dignamente. Porque los rayos que de allí parten para todos lados le pueden abrasar las manos.