Conservando los restos
¡ABRÍOS!
Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)
Y apartando Jesús al sordomudo de la gente,
le metió los dedos en las orejas,
y con la saliva le tocó la lengua.
Y alzando los ojos al cielo,
arrojó un suspiro y le dijo: Effeta,
que quiere decir, ABRÍOS.
(San Marcos, VII, 33-34)
ADAPERIRE !
Conozco algunos que para explicar su inercia declaran que son tímidos, y piensan que al hablar así quedan ya excusados. Como si la timidez fuese un defecto irreparable, y como si uno justificase sus violencias alegando que es cruel. Crueles, tímidos, caprichosos, cobardes, tenemos que transformarnos por la gracia, y no justificar nuestras innatas medianías.
Y tenemos también que hacer valer nuestro talento. Esta palabra nos ha venido del mismo Evangelio: y está llena de rudas lecciones. Muy a menudo nos contentamos con algunas virtudes negativas; y con no haber hecho mal a nadie nos creemos justos. No hemos comprendido suficientemente en qué consistió el crimen del siervo que guardó en un pañuelo el talento que se le había confiado, contentándose con devolver exactamente lo que había recibido.
Una de las ilusiones más funestas de la vida espiritual es la del crecimiento definitivo, la de quedar satisfecho de sí mismo por la virtud ya adquirida; la ilusión de los que creen haber llegado al término.
Los que, sin gran esfuerzo o después de muchos años de sufrimientos, poco importa, creen haber llegado a la meta, nada valen desde el momento en que se detienen; y, no pretendiendo ir más lejos, se atascan en el lugar en que están.
Para el cristiano no puede existir el crecimiento definitivo en este mundo, como no puede haber un reposo absoluto en el transcurso de un viaje.
Cuando brota una planta, los comienzos de su crecimiento son rápidos; toda la energía que reside en ella es plástica y no tiende más que hacia el porvenir. Pero a medida que el organismo crece, esa energía se divide, por decirlo así: una parte, cada vez mayor, queda absorbida en el trayecto, para mantener, conservar y reparar lo que ya existe, y es cada vez menor la porción que se emplea en extender las ramas y hacer brotar hojas en la punta de ella; como un ejército que avanza en país enemigo y que escalona sus regimientos a lo largo de la ruta para asegurar las comunicaciones y mantener la guarnición en las villas conquistadas.
Y llega un momento en que la planta, no crece ya más, sino que toda su energía la emplea en mantenerse. Los árboles no crecen hasta el cielo. Cuando detienen su ascensión, no es porque hayan encontrado un obstáculo exterior, es porque no tienen la energía necesaria interior.
Muchos cristianos se parecen a estos árboles. Se han estacionado en un cómodo equilibrio, y contentos consigo mismos, se limitan a su conservación.
No creen, que la virtud sea un hábito de tender siempre hacia algo mejor, sino una rutina honesta en una existencia apacible. Han concebido la perfección a la manera de una pensión, de un retiro burgués y de una jubilación. Una vez se ha logrado que los grandes defectos exteriores no causen demasiado fastidio, y se ha conseguido evitar los disgustos con que se pagan siempre los arrebatos de la impaciencia y los desvíos de la fantasía, se ha llegado a vivir en paz con los que nos rodean, uno se adormece muellemente y no tiene otra ambición que la de permanecer tal como se encuentra.
Pero esa quietud es engañosa, y hay un aguijón que debe impedir hasta nuestro último día que nos adormezcamos: ese aguijón de la gracia divina, esa terrible invitación, que es algo más que un deseo, que es una orden: sed perfectos conforme a la medida de la perfección del Padre, y rebasad todos los límites el mismo día en que los hayáis alcanzado.
El germen que se ha sembrado en nosotros, no es un germen de energía finita, pues el que nos hace creer es el Infinito y el Todopoderoso, y la gracia que empieza ese trabajo en nosotros es rica en toda suerte de exigencias saludables.
Dios mío, haz que aborrezca el pernicioso contentamiento de mí mismo. Es funesto como el opio y la adulación. Otórgame un alma viril que esté dispuesta a juzgarse sin complacencias y al resplandor de tu luz. Que nunca más insista acerca de mi pasado, ni acerca de los servicios hechos, ni acerca de mis proezas o de mis hazañas para dispensarme de trabajar con ahínco en la hora de la tarea común, ni para pedir miramientos o atenuaciones.
El propio desprecio no es, sin duda, una disminución, sino un engrandecimiento; debo, pues, despreciarme a mí mismo y con todo lo que he hecho, como el soldado desprecia todas las batallas que ha librado hasta tanto que no ha terminado la campaña; como el enfermo desprecia todo el tratamiento que ha seguido hasta que no ha llegado la curación; o como no se da importancia a las frases de un discurso que se está pronunciando hasta tanto que no se ha obtenido de su auditorio la resolución o la convicción que se trata de inculcarle.
Si yo viviese así, permanecería siempre enérgico, siempre activo en tu servicio, y sobre todo no cesaría de mostrarme acogedor con todo el que me invita a un esfuerzo mayor, con todo lo que reclama más abnegación.
Es difícil contentarse con esa felicidad, y no volver nunca la cabeza, y abrir todas sus potencias de luz y de bondad.
Adaperire !
Cada día debería oír esa orden, y en vez de encerrarme en el goce de mis riquezas, de replegarme sobre mí mismo, sobre mis méritos, como los animales que se repliegan sobre sí mismos para dormir, yo debería marcar cada día un progreso en la comprensión de tus misterios y en la transformación de mi ser.
Si Tú no intervienes, Señor, voy a cristalizarme inevitablemente en la medianía; si no eres exigente conmigo, muy pronto me hallaré satisfecho por mis mezquinos resultados, me pegaré, como el molusco, a mi concha, y allí, creyéndome muy al abrigo, no me moveré, y mi vida se consumirá únicamente en mí y para mí.
La iglesia debe estar abierta; que mi alma sea esa iglesia; y la mano que da debe estar abierta, y también los graneros, cuando la escasez hace acudir a los hambrientos; y debe estarlo la casa del Padre de familia cuando vuelve el hijo pródigo a entrar de nuevo en ella…
¿No podría ser yo para todos los tuyos aquel a quien no rinde fatiga alguna, a quien ningún sacrificio agota, que se deja invadir ilimitadamente por Ti?
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