QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Si no abundare vuestra justicia más que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, mas el que matare, será reo de juicio. Pero yo os digo que, todo el que se enojare con su hermano, será reo de juicio. Y, el que llamare a su hermano raca, será reo de concilio. Y, el que le llamare fatuo, será reo del fuego del infierno. Por tanto, si ofrecieres tu presente en el altar, y te recordares allí de que tu hermano tiene algo contra ti; deja tu presente allí, ante el altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; y, volviendo después, ofrecerás tu presente.
Las palabras del Evangelio de este Domingo, Quinto después de Pentecostés, están tomadas del magnífico Sermón en la Montaña.
Después de enumerar las ocho Bienaventuranzas y declarar a sus discípulos que estaban destinados a ser la sal de la tierra y la luz del mundo, Nuestro Señor proclamó solemnemente que vino con la misión, no de abolir la Ley, sino para explicarla, completarla y perfeccionarla: Bienaventurado, dice, el que la cumple en su integridad, y la enseña a los demás; será llamado grande en el reino de los cielos.
Luego comienza a refutar la enseñanza errónea de los falsos doctores, y dar a la Ley su verdadera y conveniente interpretación.
En el Evangelio de este día, lo hace en relación al quinto mandamiento: No matarás.
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Comienza exhortando de este modo: Si no abundare vuestra justicia más que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
Terrible sentencia para los fariseos; pero lección espantosa por los cristianos que son como ellos…
Es como si dijera a sus discípulos: Enseñados por boca de la Verdad misma, y llenos de gracias, debéis superar a los escribas y a los fariseos en conocimiento y santidad; vuestra observancia de la Ley debe ser más completa y más perfecta que la de ellos.
Consideremos sucesivamente unos y otros, y analicemos su conducta.
Los escribas eran los maestros de la Ley, responsables de explicársela al pueblo; los fariseos formaron una secta aparte y afectaban una gran santidad y una estricta observancia de la Ley.
Ahora bien, todos estos, llamados doctores y santos personajes, distorsionaban la Ley, y hasta la corrompían por sus falsas interpretaciones y por su conducta plena de hipocresía.
¿Cuál era la justicia de los fariseos? Su justicia, es decir, su virtud, su religión, era:
1) Toda exterior, superficial, cumplir ciertas disposiciones de la Ley, pero, en el fondo, obrando contra su espíritu, deshonrándola, transgrediéndola.
Según ellos, la mala voluntad no es pecado, en cuanto que no se traduce fuera.
2) Mentirosa y meticulosa; centrándose en ciertas prácticas ligeras, haciendo algunos trabajos de supererogación; pero descuidando lo esencial, interpretando la Ley a su antojo, según sus intereses y sus pasiones, sin piedad y sin caridad, llena de ira y de odio.
3) Orgullosa e hipócrita, actuando en todo sólo por vanidad y ostentación, para pasar por virtuosos y buscando la alabanza y la estima de los hombres, sin preocuparse por la de Dios.
Ahora bien, con tal justicia no se puede entrar al Cielo.
Por eso, Nuestro Señor dice que es necesario que sus discípulos practiquen una verdadera virtud, más perfecta; que cumplan la Ley más dignamente que los escribas y fariseos, ejecutándola en toda su extensión, y no limitándose groseramente a la letra, descuidando el espíritu; practicándola en toda su verdad, sin seguir sus falsas interpretaciones; con toda sinceridad, por el único motivo desinteresado del amor de Dios, y no por hipocresía y orgullo, como ellos.
Muchos cristianos se les asemejan.
1) Vemos muchos cristianos viviendo como fariseos, cuya religión es enteramente externa, pero cuyo corazón está lejos de Dios, sin fe práctica, sin verdadero amor a Dios, sin un deseo sincero de agradarle y honrarle.
2) Muchos toman de la religión lo que les conviene y descuidan lo esencial; a menudo se acercan a los Sacramentos, son escrupulosos en no perderse la más mínima ceremonia; pero tienen el corazón lleno de desórdenes, injusticias, odios, rencores; no cumplan con sus deberes familiares, no tienen ningún escrúpulo para vengarse, para dañar a su prójimo.
3) Muchos practican la religión sólo por interés, vanidad, soberbia, ser bien vistos, obtener tal situación honrosa o lucrativa.
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Nuestro Señor apoya su propuesta con varios ejemplos, el primero de los cuales es el expuesto en el Evangelio de este día, y se refiere al perfecto cumplimiento del quinto mandamiento de la Ley: Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, mas el que matare, será reo de juicio.
Los escribas y fariseos, al explicar este precepto, enseñaban que Dios sólo prohíbe la muerte real, de hecho; que sólo cae bajo el golpe de la Ley el homicidio propiamente dicho.
Por lo tanto, ellos permitían el odio, los rencores, la ira, el deseo de venganza…
Pero Nuestro Señor, que es el Juez soberano, el Legislador supremo, que vino a la tierra a enseñarnos la Ley divina en toda su extensión y perfección, declara aquí que la Ley prohíbe, no sólo el hecho material, el acto exterior de homicidio, sino también la mala voluntad de cometerlo y las pasiones fatales que conducen a él, como el odio, la ira, las palabras injuriosas…
De este modo, peca contra el quinto mandamiento el que guarda y alimenta en su alma sentimientos de animosidad, odio, ira contra su prójimo, o quien lo insulta con términos ofensivos, de desprecio o indignación.
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Tengamos en cuenta que Jesucristo señala aquí tres grados de pecado contra este precepto:
— Un movimiento de ira consentido.
— Luego, la ira expresada con palabras de desprecio.
— Finalmente, la ira manifestada por el insulto y el ultraje.
Y a los tres grados corresponden tres penas proporcionadas:
— Será reo de juicio
— Será reo de concilio
— Será reo del fuego del infierno
Nuestro Señor alude a la administración de la justicia, a las diferentes jurisdicciones en uso entre los judíos.
En cada ciudad había un tribunal compuesto por 23 miembros, que juzgaban casos de homicidio.
Ahora bien, Nuestro Señor declara que la mera ira merece ser llevada a este tribunal, como el homicidio consumado: Pero yo os digo que, todo el que se enojare con su hermano, será reo de juicio.
En los casos más graves, en materia política y religiosa, el asunto era llevado a Jerusalén, ante el Concilio o Sanedrín, integrado por 72 miembros.
Y Jesucristo declara que expresar la ira por una palabra injuriosa es un caso digno de ser llevado ante este Consejo: Y, el que llamare a su hermano raca, será reo de concilio.
En fin, para los que llegaban a echar en cara de su hermano el insulto supremamente odioso, quedaba para castigarlo la tortura del fuego: Y, el que le llamare fatuo, será reo del fuego del infierno.
La palabra Gehena proviene del nombre de un valle o quebrada cerca de Jerusalén, que se llamaba el Valle de Hinnom (Ghé-Hinnom), de donde se hizo Gehena.
Allí es donde los israelitas los infieles ofrecieron sus hijos a Moloch, haciéndolos pasar a través del fuego. Los judíos consideraban este valle como un lugar de horror y maldición. Por eso su nombre se usaba para designar el infierno.
Si, pues, todos estos pecados de pensamientos y palabras merecen tal castigo, ¿qué diremos de los pecados de acciones, como golpear y matar? Nuestro Señor no habla de eso porque quiere hacer comprender que, entre sus discípulos, incluso la simple posibilidad de tales crímenes no puede ser imaginada.
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Nuestro Señor nos enseña, pues, el pleno alcance del quinto precepto, que no sólo prohíbe el acto exterior de homicidio, sino que va a la fuente del mal y llega a la voluntad, a la intención.
Por eso declara que el que se enfada e insulta a su prójimo es culpable, así como el que lo mata.
La ira, uno de los siete pecados capitales, es un movimiento desordenado del alma contra las personas o cosas que nos desagradan, llevándonos al odio y a la venganza.
Es culpable cuando emplea medios ilícitos, por ejemplo, mentir, calumniar; cuando persigue venganza, por odio o por resentimiento; cuando va tan lejos como actos reprochables o palabras escandalosas para Dios, para el prójimo o para uno mismo.
Puede ser pecado mortal cuando se desea el castigo de quien no lo merece, o más de lo que merece, pues entonces se quebrantan la caridad y la justicia.
Pero suelen ser tan sólo veniales los movimientos espontáneos de cólera procedentes del temperamento colérico o de un mal humor circunstancial.
Los pecados derivados de la ira son la indignación, el rencor, el clamor o griterío, la blasfemia, el insulto, la riña, etc.
Sin embargo, la ira que surge del celo de la justicia, puede ser digna de alabanza; porque entonces ataca a los pecados, vicios o faltas que uno está encargado de prevenir o suprimir. Pero ella debe proceder con verdadero y sincero celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas, y respetando a los hombres.
Por lo tanto, hay ocasiones en que se impone la ira, y renunciar a ella en estos casos sería faltar a la justicia o a la caridad, que son virtudes más importantes que la mansedumbre. El mismo Cristo, modelo incomparable de mansedumbre, arrojó con el látigo a los profanadores del templo y lanzó terribles invectivas contra el orgullo y mala fe de los fariseos.
No hay que pensar que en estos casos se sacrifica la virtud de la mansedumbre en aras de la justicia o de la caridad. Todo lo contrario. La misma mansedumbre enseña a usar rectamente de la pasión de la ira en los casos necesarios y de la manera que sea conveniente según el dictamen de la razón iluminada por la fe.
Lo contrario no sería virtud, sino debilidad o blandura excesiva de carácter, que en modo alguno podría compaginarse con la energía y reciedumbre que requiere muchas veces el ejercicio de las virtudes cristianas.
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Un caso particular de la ira es el odio de enemistad, llamado también de malevolencia; y es el que desea algún mal a una persona por considerarla mala en sí misma.
Se opone directamente a la caridad y constituye, por lo mismo, un grave desorden; es contrario al amor de benevolencia y de amistad, y es la forma más extrema del odio a una persona.
No siendo lícito desear el mal al enemigo, tampoco lo es maldecirle.
La maldición es, de suyo, pecado mortal contra la caridad, a la que se opone directamente.
En cuanto al deseo de venganza, he aquí la luminosa doctrina que expone Santo Tomás:
“La venganza se ejerce por un mal penal impuesto al culpable, en la cual se debe tener en cuenta la intención del que la ejerce. Y así, si busca principalmente el mal del culpable y se alegra de él, esto es absolutamente ilícito, porque gozarse del mal del prójimo es odio, opuesto a la caridad que debemos tener para con todos los hombres. No vale excusarse con que el otro le infligió antes a él injustamente un mal, como tampoco es excusable odiar a quien nos odia. La razón de todo esto es que no podemos pecar contra quien primero nos ha inferido un mal, pues esto es lo que prohíbe el Apóstol cuando dice: «No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien». En cambio, si la intención de quien ejecuta la venganza es conseguir el bien del culpable por medio del castigo, como lo sería logrando su enmienda, o, al menos, su cohibición, tranquilidad de los demás y ejercicio de la justicia y del honor debido a Dios, entonces puede ser lícita la venganza”.
Hay que tener en cuenta lo siguiente:
1) Los buenos deben tolerar a los malos y soportar pacientemente las injurias que les inflijan a ellos, pero no así las injurias contra Dios o el prójimo. Como dice San Juan Crisóstomo, “ser paciente con las injurias propias es digno de alabanza; pero querer disimular las injurias contra Dios es impío”.
2) No es lícito ejercitar la venganza por propia autoridad, a no ser en el caso de sorprender al delincuente infraganti; y aun entonces moderadamente, o sea, cuanto sea menester para reparar la injuria y frenar o cohibir al delincuente para el futuro. Si el delito se cometió hace ya tiempo, no es lícito al particular tomarse la justicia por su mano, a no ser que la legítima autoridad encargada de administrarla no pueda o no quiera imponer la debida reparación.
3) Deponiendo todo odio interior y exterior y buscando únicamente el bien del culpable o la legítima reparación de los propios derechos conculcados, es lícito abrir pleito e incluso pedir a la autoridad pública el castigo del malhechor. San Alfonso era más riguroso en cuanto al deseo del castigo, por parecerle que apenas puede hacerse sin que se mezcle algo de odio o enemistad, ya que no se suele sentir el mismo celo por el castigo de los demás culpables, sino sólo por los que nos han ofendido a nosotros, lo cual es muy sospechoso.
4) Sin embargo, si se reunieran las debidas circunstancias, no podría tacharse de inmoral el deseo del justo castigo del culpable; porque, si quedaran siempre impunes, los malhechores se animarían a continuar sus fechorías y desmanes, lo que acarrearía graves trastornos a la sociedad y a la pacífica convivencia de los ciudadanos honrados.
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Nuestro Señor concluye la exhortación con estas palabras: Por tanto, si ofrecieres tu presente en el altar, y te recordares allí de que tu hermano tiene algo contra ti; deja tu presente allí, ante el altar y vete antes a reconciliarte con tu hermano; y, volviendo después, ofrecerás tu presente.
Con ellas, Nuestro Señor quiere mostrarnos cómo el odio y el resentimiento desagradan a Dios, y, en consecuencia, inculcarnos la obligación de reconciliarnos lo más rápido posible con nuestro prójimo; desea enseñarnos a cerrar la puerta a todos los sentimientos de odio y resentimiento contra el prójimo.
Tengamos en cuenta estas palabras; Nuestro Señor no sólo dice: si tienes algo contra tu hermano; sino, si piensas que, como resultado de alguna palabra contra la caridad, o alguna acción, incluso inocente, es posible que hayas ofendido a tu hermano, deja tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con él; porque tu ofrenda no puede agradar a Dios hasta que hagas las paces con tu hermano.
Exclama San Crisóstomo: “He aquí la misericordia de Dios, que mira más a nuestra utilidad que a su propio culto; prefiere caridad fraterna a las oblaciones. Mientras los fieles permanezcan desunidos, sus sacrificios no son aceptados, ni sus oraciones escuchadas”.
Sólo la caridad da valor a todo lo que hacemos. Por lo tanto, el primer sacrificio a ofrecer a Dios es un corazón libre de toda enemistad, de todo rencor, de toda frialdad contra el prójimo.
Por lo tanto, la reconciliación es necesaria.
Ahora bien, hay que distinguir entre la reconciliación interior y la exterior.
La puramente interior ha de producirse inmediatamente de recibir la ofensa, ya que no es lícito mantener en el alma un solo instante el odio o rencor al enemigo u ofensor.
Pero la reconciliación exterior no siempre se puede realizar inmediatamente, ya que a veces sería contraproducente (por ejemplo, mientras el ofendido está dominado por la ira) y empeoraría la situación. Hay que esperar el momento y las circunstancias oportunas para asegurar el éxito.
En cuanto al orden con que debe hacerse la reconciliación, por lo regular deberá tomar la iniciativa el ofensor.
Y si, como ocurre casi siempre, se ofendieron mutuamente, deberá iniciar la reconciliación el que ofendió primero, o el que ofendió más gravemente, o la persona de menor dignidad si son de desigual condición.
La persona ofendida no tiene obligación de tomar la iniciativa de la reconciliación, si ella no ofendió en modo alguno al ofensor (aunque es muy fácil creerse falsamente en esta situación), si bien ha de dar a entender que, por su parte, no habrá inconveniente en llegar a ella.
E incluso tendría obligación por caridad el tomar la iniciativa de la reconciliación, si este recurso fuera el único medio de que se arrepintiera el ofensor y saliera de su pecado.
No se requiere pedir expresamente perdón (aunque sería lo mejor y más perfecto si las circunstancias lo aconsejaran), sino que basta buscar la manera de restablecer la antigua armonía y amistad como si nada hubiera pasado (por ejemplo, conversando amablemente con él, invitándole a una fiesta, etc., o valiéndose, como intermediario, de un amigo de ambos).
El ofendido está obligado siempre a perdonar al ofensor que le pide perdón en forma directa o indirecta. Si se niega a hacerlo, comete un grave pecado contra la caridad, y regularmente no podrá ser absuelto mientras continúe en su obstinación. Si la muerte le sorprende en este estado, su suerte será deplorable: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», decimos en el Padrenuestro. Y Cristo recalcó expresamente que, si no perdonamos al prójimo, tampoco nos perdonará a nosotros nuestro Padre celestial. Téngase en cuenta, además, que esta negativa de perdón lleva casi siempre consigo la circunstancia de grave escándalo para los demás.
Intentada infructuosamente la reconciliación, el ofensor no tiene obligación de reiterar continuamente su petición de perdón. Basta con que haga saber al ofendido que, por su parte, retira la ofensa inferida y está dispuesto a restablecer la antigua amistad en cuanto él quiera.
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Teniendo en cuenta todas estas precisiones, examinemos nuestros corazones, y resolvamos dejar de lado la justicia farisaica y abundar en la justicia cristiana.
Así se lo pedimos a Nuestra Señora, Espejo de Justicia y Reina de la Paz.