I. SOBRE LA TRISTEZA, AFLICCIÓN, MIEDO Y ORACIÓN DE CRISTO ANTES DE SER
CAPTURADO (MT 26, MC 14, LC 22, LO 18)
Cristo sigue siendo entregado en la historia
«Todavía mientras Jesús hablaba, he aquí a Judas Iscariote, uno de los Doce, y con él una gran muchedumbre con espadas y palos, enviada por los jefes de los sacerdotes, los escribas y ancianos del pueblo». Nada hay tan eficaz para la salvación y para la siembra de todas las virtudes en un corazón cristiano, como la contemplación piadosa y afectiva de cada uno de los sucesos de la pasión de Cristo. Pero, junto a esto, no resulta de poco interés considerar el mismo hecho histórico -aquel tiempo en que los Apóstoles dormían mientras el Hijo del hombre era entregado- como una misteriosa imagen de lo que ocurriría en el futuro. Para redimir al hombre, Cristo fue verdaderamente Hijo del hombre; aun concebido sin semen de varón, descendía realmente del primer hombre; se hizo hijo de Adán para poder restaurar en su pasión la posteridad de Adán, perdida y desgraciadamente desposeída por la falta de los primeros padres, a un estado de felicidad incluso mayor que el original.
Por esta razón, y aun siendo Dios, continuamente se llamaba a sí mismo Hijo del hombre, porque era hombre verdadero. Insinuaba así de modo constante el beneficio de su muerte al recordar la única naturaleza que puede morir. Aunque Dios murió por nosotros, ya que murió aquél que era Dios, su divinidad no sufrió la muerte, sino sólo su humanidad, o, más bien, su cuerpo (si nos atenemos más a lo que ocurre de hecho en la naturaleza que al uso vulgar de las palabras; pues se dice de un hombre que muere cuando el alma se separa del cuerpo sin vida, pero el alma es en sí misma inmortal). No sólo se complacía en ser llamado con esa expresión que define nuestra naturaleza, sino que se gozaba en tornar la naturaleza humana para salvarnos y para unir a sí, como si se tratara de un solo cuerpo, a todos los que hemos sido regenerados por la fe y los sacramentos de salvación. Se dignó incluso hacernos partícipes de su mismo nombre; y, de hecho, la Escritura llama a todos los fieles «cristos y dioses».
En consecuencia, pienso que no andamos equivocados al sospechar que se avecina de nuevo un tiempo en que el Hijo del hombre, Cristo, será entre-gado en manos de los pecadores, cuando observamos un peligro inminente de que el Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia de Cristo, esto es, el pueblo cristiano, es arrastrado a la ruina a manos de hombres perversos e impíos. Y con dolor lo digo, porque ya son varios los siglos en los que no hemos dejado de ver cómo esto acontece, ora en un sitio, ora en otro; mientras, en algunos lugares, invade el cruel turco territorios cristianos, o, en otros, poblaciones enteras son desgajadas por las luchas intestinas de muchas sectas heréticas.
Cuando veamos u oigamos que tales cosas empiezan a ocurrir, aunque sea muy lejos de nosotros, pensemos que no es momento para sentarse y dormir, sino para levantarse inmediatamente y socorrer a aquellos cristianos en el peligro en que se encuentran y de cualquier manera que podamos. Si otra cosa no podemos, sea al menos con la oración. Ni se ha de considerar este peligro de modo frívolo y superficial por el solo hecho de que ocurra muy lejos de nosotros Si tan acertada es aquella frase del poeta cómico: «Hombre como soy, nada humano me es extraño», ¿Cómo no sería merecedor de grave reproche la conducta de esos cristianos que duermen y roncan mientras otros cristianos están en peligro? Para insinuarnos esto dirigió Cristo su advertencia de que convenía estar despierto, vigilando y rezando, no sólo a los discípulos que estaban cerca suyo, sino también a los que Él quiso que se quedaran a cierta distancia.
Si los males y desgracias de aquellos que están lejos no nos llegaran a conmover y preocupar, muévanos, al menos, nuestro propio peligro. Pues razón de sobra tenemos para temer que la maldad destructora no tardará en acercarse adonde estamos, de la misma manera que sabemos por experiencia cuán grande e impetuosa es la fuerza devastadora de un incendio, o cuán terrible el contagio de una peste al extenderse. Sin la ayuda de Dios para que desvíe el mal, inútil es todo refugio humano. Recordemos, por consiguiente, estas palabras evangélicas, y pensemos de continuo que es el mismo Cristo quien las dirige de nuevo, una y otra vez, a nosotros: «¿Por qué dormís? Levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación.»
Otra idea se desprende de aquí, y es ésta: Cristo es entregado de nuevo en manos de los pecadores cuando su cuerpo sacrosanto en la Eucaristía es consagrado y manoseado por sacerdotes lujuriosos, disolutos y sacrílegos. Cuando tales cosas veamos (y desgraciadamente ocurren con mucha frecuencia), pensemos que Cristo mismo nos habla de nuevo: «¿Por qué dormís? Despertaos, levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación. Porque el Hijo del hombre es entregado en manos de los pecadores.» Por el mal ejemplo de esos sacerdotes perversos, la peste del vicio se extiende con facilidad entre el pueblo. Y cuando menos idóneos son para recibir la gracia quienes, por obligación, han de vigilar y rezar por el pueblo, tanto más necesario es para éste estar bien despierto, levantarse y rezar con gran ardor, no sólo por sí mismos, sino también por estos sacerdotes. ¡Qué grandísimo bien se haría al pueblo si tales sacerdotes cambiaran y se hicieran mejores!
Una manera particular de entregar a Cristo en manos de los pecadores se da entre ciertas personas que, aunque reciben el sacramento de la Eucaristía con frecuencia, quieren dar la impresión de que lo veneran de modo más santo al recibirlo bajo las dos especies, lo cual va en contra del uso común y se hace sin necesidad alguna, y no sin grave afrente a la Iglesia católica. Sin embargo, estos mismos blasfeman de lo que han recibido, algunos llamándolo «pan verdadero y vino ver-dadero», y otros, todavía peor, llamándolo simple-mente «pan y vino». Todos ellos niegan que el Cuerpo de Cristo esté contenido en el sacramento que llaman «Corpus Christi». Cuando después de tanto tiempo que ha transcurrido se ponen a hablar así contra los más evidentes pasajes de la escritura, contra las interpretaciones clarísimas de todos los santos, contra la fe constantísima de toda la Iglesia durante tantos siglos, contra la verdad ampliamente atestiguada por miles de milagros, esa gente que marcha en este último tipo de infidelidad, ¿Qué diferencia, me pregunto, existe entre ellos y los que cogieron prisionero a Cristo aquella no-che? ¡Qué poca diferencia entre ésos y aquellas tropas de Pilato que en actitud de burla doblaban sus rodillas delante de Cristo, como si le rindieran honor, mientras le insultaban y le llamaban rey de los judíos! Esta gente de ahora también se arrodilla ante la Eucaristía y la llama Cuerpo de Cristo mientras, de acuerdo con su doctrina, no creen en ella más que los soldados de Pi-lato creían que Cristo era rey.
En cuanto oigamos que tales cosas ocurren en otros lugares -no importa qué lejos estén, imaginemos inmediatamente a Cristo diciéndonos con urgencia: «¿Por qué estáis dormidos?
Levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación.» No seamos ingenuos: dondequiera se presenta hoy esta plaga con extraordinaria virulencia, no cogen todos la enfermedad en un solo día. El contagio se extiende poco a poco y de manera imperceptible. Quienes al principio no le daban importancia, se levantan más tarde para oírlo y responder con cierta apatía o menosprecio; y luego son arrastrados al error, hasta que, como un cáncer (según expresión del Apóstol), el escurridizo mal acaba finalmente conquistando el país entero. Mantengámonos bien despiertos, levantémonos y recemos asiduamente para que vuelvan sobre sí todos cuantos han caído en esta desgraciada insania preparada por Satán, y para que Dios nunca permita entremos nosotros también en tal tentación, ni permita jamás al diablo desatar las ráfagas de esa tormenta hacia nuestras costas. Pero acabemos ya con esta digresión sobre los misterios y reanudemos la historia.
Judas Apóstol y Traidor
«Judas, habiendo tomado una cohorte de soldados que le dieron los sacerdotes y los fariseos, fue allá con antorchas y armas. Estando Jesús todavía hablando, llega Judas Iscariote, uno de los Doce, y con él un tropel de gente armada con espadas y garrotes, enviada por los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos. El traidor les había dado una señal …»51. Me inclinaría a creer que la cohorte que, según los evangelistas, fue dada al traidor por los pontífices, era una cohorte romana asignada por Pilato a los sacerdotes. Los fariseos, escribas y ancianos del pueblo habían añadido a ella sus propios servidores, bien porque no tuvieran suficiente confianza en los soldados del gobernador, bien porque pensaron que un mayor número sería conveniente para que no fuese Cristo rescatado por el repentino tumulto y la confusión causada por la oscuridad de la noche. O tal vez llevaban la intención de arrestar a todos los Apóstoles al mismo tiempo, sin dejar que ninguno escapara en la oscuridad. No fue cumplido este último propósito, pues el poder de Cristo no lo consintió; y Él mismo fue capturado porque quiso ser hecho prisionero Él solo.
Llevan antorchas encendidas y linternas para poder distinguir entre las tinieblas del pecado el sol brillante de la justicia. Llevan antorchas, no para que pudieran ser iluminados con la luz de Aquél que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, sino para extinguir aquella luz eterna que nunca puede ser oscurecida. Tanto unos como otros, los enviados y quienes les enviaban, se afanaban por derrocar la ley de Dios por causa de sus tradiciones. También ahora hay quienes siguen sus huellas, y persiguen a Cristo al esforzarse por ensombrecer el esplendor de la gloria de Dios con su propia gloria.
Merece la pena, en este pasaje, prestar atención y advertir la inestabilidad de las cosas humanas.
Apenas hacía seis días que, incluso los gentiles, estaban deseosos de ver a Cristo a causa de sus milagros y la santidad de su vida. Los mismos judíos le habían recibido con respeto admirable al entrar en Jerusalén. Y, ahora, judíos y gentiles vienen a arrestarle como a un ladrón. Entre ellos, no uno más en el gentío, sino haciendo cabeza, iba un hombre peor que todos los judíos y gentiles juntos: era Judas. Quiso Cristo ofrecer este con-traste para enseñar que la rueda de la fortuna no quedará inmóvil para nadie, y que ningún hombre cristiano, su esperanza puesta en el cielo, ha de perseguir la gloria desdeñable en la tierra.
Observaremos que las autoridades que en contra de Cristo enviaron aquella turba eran sacerdotes -¡príncipes de los sacerdotes!-, fariseos, escribas y ancianos del pueblo. Lo que es óptimo en la naturaleza, si empieza a desviarse, se corrompe en lo peor; Lucifer, por ejemplo, que fue creado por Dios como uno de los más excelsos entre los ángeles del cielo, vino a ser el peor de los demonios una vez que se entregó a la corrupción de la soberbia. No fue lo más bajo del pueblo, sino lo más encumbrado, los príncipes de los sacerdotes, cuya obligación y oficio era cuidar de la justicia y promover los asuntos de Dios, quienes, particular-mente, conspiraron para apagar el sol de la justicia y destruir al unigénito de Dios. La avaricia, la envidia y la altivez les llevaron a tal extremo de locura.
He aquí otro punto que no se debe pasar por alto. Judas, llamado en otros lugares con el infame nombre de traidor, es ahora perturbado al recibir el título sublime de Apóstol. «Judas Iscariote, uno de los Doce»: ni era uno de los gentiles, ni uno de los judíos enemigos, ni uno entre los muchos discípulos de Cristo (aun si lo hubiera sido, inconcebible sería lo que hizo), sino vergüenza jamás vista- uno de los Apóstoles escogidos por Cristo. El solo, «uno de los Doce», fue capaz de entregar a su Señor para ser capturado, e incluso se hizo cabecilla de la turba.
Hay en este pasaje una lección que deben aprender quienes ocupan puestos y cargos en la vida pública, pues no tienen siempre motivo para gloriarse y complacerse en sí mismos cuando son llamados con títulos solemnes. No; tales títulos son dignos y apropiados si quienes los poseen son conscientes de haber merecido tal tratamiento de honor por el recto cumplimiento personal de sus deberes administrativos. De no ser así, tendrían que ser abatidos por la vergüenza (a no ser que se deleiten en palabras vacías). No importa lo que sean: príncipes, grandes señores, emperadores, obispos, sacer-dotes; si son miserables y perversos, deberían darse cuenta de que, cuando los hombres hacen sonar en sus oídos los títulos espléndidos de sus cargos, no lo hacen sinceramente para rendirles honor, sino para poder reprocharles, sin peligro alguno y bajo color de alabanza, los honores que llevan y usan tan indignamente. «Judas Iscariote, uno de los Doce»; cuando el evangelista hace aparecer a Judas con el título de su Apostolado, la in-tención real no es, en absoluto alabarle, lo que está bien claro, pues le llama en seguida traidor. «El traidor les había dado una señal diciendo: A quien y besare, ése es, prendedle»
Se suele preguntar aquí por qué necesitó el traidor dar una señal a la turba para identificar a Jesús.
Contestan algunos que acordaron hacerlo así porque más de una vez, anteriormente, Cristo había escapado de improviso de manos de quienes intentaban prenderle. Ahora bien, debió de ocurrir esto de día, y dado que Cristo lo hacía sirviéndose de su poder divino, bien desapareciendo de su vista o pasando a través de ellos mientras miraban atónitos, se comprende que era inútil del todo dar una señal con objeto de identificarle y que no escapara. Otros han dicho que uno de los dos Santiago se parecía mucho a Cristo, tanto que, si no se les miraba bien de cerca, no era fácil distinguirlos (dicen que ésta era la razón de que fuera llamado hermano del Señor). Pero si podían haber sido arrestados juntos y, más tarde, ser identificados, ¿Qué necesidad había de dar una señal? Era la
noche ya avanzada, como dice el evangelista, y aunque se acercaba el amanecer, todavía era de noche y la oscuridad lo llenaba todo, pues llevaban antorchas que daban, seguramente, luz suficiente para hacerlos visibles desde lejos, pero no para distinguir bien una persona a cierta distancia. Y aunque aquella noche tal vez tuvieron la ventaja de cierta luz de la luna llena, sólo pudo servir para iluminar los con-tornos de las figuras humanas en la distancia y no para obtener una buena iluminación de los rasgos faciales, distinguiendo una persona de otra. Por otra parte, si iban corriendo al barullo con la esperanza de capturar a todos a la vez (cada uno escogiendo su víctima sin saber quién era), tendrían, con razón, miedo de que, entre tanta gente, pudiera alguno escapar
y, lo que es peor, que uno de los fugitivos fuera, precisamente, el único hombre que de verdad perseguían (los que en mayor peligro se encuentran suelen ser los que más rápida-mente se preocupan de sí mismos).Tanto si así lo planearon, como si Judas mismo lo insinuó, lo cierto es que dispusieron la estratagema haciendo que el traidor se adelantara y señalara al Maestro con un abrazo y un beso. Una vez puestos los ojos en Él, pondrían en Él sus manos, y caso de que alguno de los otros escapara, ya no habría tanto peligro.
«Les había dado el traidor esta señal: A quien yo besare, ése es. Prendedle y llevadle con cautela.»
¡Hasta dónde llegará la mezquindad! ¿No te bastó, canalla traidor, con vender a tu Señor, al que te había ele-vado a la tarea sublime de Apóstol, en manos de hombres impíos y con un beso, sin necesidad de estar tan preocupado de que se lo llevaran con precaución, no fuera que llegara a escapar? Se te pagó para que le traicionaras, mientras otros eran enviados para atraparle, custodiarle y conducirle a juicio. Pero tú, como si ese papel en el crimen no fuera bastante importante, vas y te inmiscuyes en la tarea de los soldados. Como si los ruines magistrados que les
enviaron no les hubieran dado instrucciones adecuadas, hacía falta un hombre como tú que añadiera un nuevo mandato de llevárselo con pre-caución bien apresado. Habías cumplido del todo tu trabajo criminal entregando a Cristo a sus sicarios. Pero si los soldados hubieran sido tan remisos que Cristo consiguiera escapar de entre ellos, por su descuido o rescatado por la fuerza, ¿tenías miedo acaso de que entonces no te serían pagadas tus treinta piezas de plata, paga ilustre de crimen tan horrendo? Se te pagará, no lo dudes, pero no desearás tanto recibirlas con codicia como estarás inquieto y deseoso de arrojarlas lejos de ti tan pronto como las hayas conseguido.
Entretanto, llevarás a cabo una acción que trae dolor para tu Señor y la muerte para ti, pero que será para muchos la salvación. «Venía delante de ellos y se acercó a Jesús para besarle. En cuanto llegó, arrimándose a Jesús le dijo: Salve, Maestro, salve. Y le besó. Le dijo Jesús: Amigo, ¿a qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?». Iba Judas delante de la turba y esto no sólo es verdad en la historia, sino que tiene también un sentido espiritual: entre los que participan en un mismo acto pecaminoso, el que tiene más motivos para abstenerse es el que mayor culpa tiene delante del juicio de Dios.
«Y se acercó para besarle. Y al llegar fue hacia Él y le dijo: Maestro, salve, Maestro. Y le besó.» Así se acercan a Cristo, así le saludan, así le besan también todos aquellos que se fingen discípulos de Cristo y profesan su doctrina con la lengua mientras, de hecho y con obras, se esfuerzan por destruirla con artilugios y toda una técnica de sutilezas. De igual guisa que Judas le saludan quienes le llaman «Maestro» pero desprecian sus mandamientos. De la misma manera le besan aquellos sacerdotes que consagran el Cuerpo sacrosanto de Cristo, para después asesinar a los miembros de Cristo, almas cristianas, con su falsa doctrina y su ejemplo depravado. Así le saludan y besan también quienes exigen ser considerados como personas buenas y pías porque, a pesar de ser fieles laicos, persuadidos por malos sacerdotes, reciben el Cuerpo y la Sangre sagrados de Cristo bajo ambas especies, contra la costumbre de todos los cristianos, sin ninguna necesidad y no sin gran menosprecio por toda la Iglesia católica y, en consecuencia, no sin grave falta. Esta gente lo hace contra la práctica y el uso de siempre de todos los cristianos. Y no sólo se comportan así (cosa que podría ser tolerada), sino que, como si fueran santos Padres de la Iglesia, condenan a todos los que reciben ambas sustancias bajo sólo una de las dos especies. Es decir, fuera de sí mismos, condenan a todos los cristianos de todas partes y durante tantísimos años. A pesar de su importuna insistencia en que ambas especies son necesarias para los laicos, ya son muchos entre ellos -tanto
laicos como sacerdotes- los que eliminan la realidad de ambas especies (el Cuerpo y la Sangre). Se parecen en esto a los soldados de Pilato que se burlaban de Cristo arrodillándose y saludándole como rey de los judíos. Se arrodillan en veneración de la Eucaristía, y la llaman Cuerpo y Sangre de Cristo aunque ya no creen que sea lo uno ni lo otro: creen como «creían» los sol-dados de Pilato que Cristo era rey de los judíos.
Todos estos caracteres que he mencionado traen a nuestra cabeza al traidor Judas en cuanto coinciden con él en dos cosas: su saludo y el beso con felonía. Así como todos éstos representan una acción del pasado, Joab proporcionó una figura del futuro porque, habiendo saludado a Amasa con estas palabras: «Saludos, hermano», acariciándole la barbilla con su mano derecha como si quisiera besarle, desenvainó un puñal que llevaba escondido y lo mató de un golpe. De la misma manera había matado a Abner. Más tarde, como convenía según la justicia, pagó con su propia vida engaño tan horrible54. Pues bien, Judas recuerda a Joab, tanto si se consideran las personas y hechos criminales como la venganza de Dios y el final desgraciado de cada uno. Se asemejan Joab
y Judas con una sola diferencia; que Judas superó a Joab en todos los aspectos. Gozaba Joab del favor y de la influencia de su príncipe y señor; pero con señor mucho más grande trataba Judas. Joab mató a quien era amigo suyo; Judas era mucho más íntimo con Jesús. La envidia y la ambición movían a Joab porque había oído que el rey iba a pro-mover a Amasa sobre él; mas Judas se movía por la ambición mezquina de una mísera recompensa, por unas pocas monedas de plata entregó a la muerte al Señor del universo. Cuanto más enorme fue el crimen de
Ju-das, tanto más miserable fue el castigo que le siguió. Joab fue muerto a manos de otro, pero el desgraciado Judas se ahorcó con su propia mano. En la forma ex-terna que tomó el delito hay una clara similitud entre ambos crímenes. Joab asesina a Amasa en el mismo instante de saludarle, casi besándole; Judas se acerca a Cristo cortésmente, le saluda con respeto, le besa como muestra de amor; mas no pensaba el cruel villano en otra cosa sino en entregar a su Señor a la muerte. Con todo, no pudo engañar a Cristo como Joab hiciera con Amasa. Cristo le recibe, escucha su saludo, no rechaza el beso. Conocedor de la criminal traición, se comportó durante ese rato como si nada supiera.
Conducta de Cristo con el traidor
¿Por qué Cristo actuó así? ¿Era acaso para enseñar-nos cómo disimular y fingir? ¿Para enseñarnos a devolver, con fina astucia, el engaño con otro engaño? De ningún modo. Lo hizo para indicarnos que hemos de soportar con paciencia y mansedumbre todas las injurias y ardides, sin enfurecernos, sin buscar venganza, sin dar rienda suelta a nuestras pasiones para insultar al ofensor, sin buscar vano deleite en coger al enemigo en algún traspié. Nos enseñaba a hacer frente a la injuria y a la falsedad con verdadera virtud y, en una palabra, a vencer el mal en abundancia de bien. Es decir, hacer todo esfuerzo posible, insistiendo con ocasión y sin ella, con palabras tan corteses como fuertes y penetran-tes, de tal modo que el hombre miserable pueda cambiar para bien; y si no responde a este tratamiento, no eche la culpa a nuestra negligencia, sino a la monstruosa magnitud de su propia maldad.
Como buen médico, intenta Cristo ambos métodos de cura, y en primer lugar, empleando palabras suaves y afables: «Amigo, ¿a qué has venido?». Cuando se oyó llamar «amigo», el traidor quedó indeciso y pensativo en la duda. Consciente de su crimen, temía que Cristo hubiera usado el nombre de «amigo» para reprocharle con gravedad su enemistad. Por otra parte, ya que los criminales se precian a sí mismos en la esperanza de que nadie conoce sus crímenes, esperaba ciego en su locura (aunque tenía la experiencia de que los pensamientos de los hombres estaban patentes ante Cristo, e incluso su propia traición había sido declarada durante la última cena), esperaba, digo, que su crimen pasara oculto a Cristo; tan falto de razón estaba Judas. Y como nada podía ser más nocivo para él que verse decepcionado en esta su esperanza porque nada podría disponerle peor para su arrepentimiento. Cristo en su bondad no permitió que siguiera engañado.
De ahí que añadiera inmediatamente en tono grave: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?»
Le llama con el nombre con que solía hacerlo de ordinario para que el recuerdo de su anterior amistad ablandara el corazón del traidor y le moviera al arrepentimiento. Le reprocha luego, abiertamente, su traición para que no siguiera pensando que estaba oculta y le diera vergüenza confesarla. Sugiere, por fin, la criminal hipocresía del traidor: «¿con un beso entregas al Hijo del hombre?». Entre los crímenes y obras perversas no es fácil descubrir una más odiosa ante Dios que aquellas en las que pervertimos la naturaleza real y genuina de las cosas buenas para hacerlas instrumentos de nuestra maldad. Odiosa es ante Dios la mentira, por-que las palabras, que están por naturaleza ordenadas a expresar el sentido de nuestro pensamiento, son trastocadas para un propósito de engaño y decepción. Dentro de este género de maldad, constituye una ofensa grave a Dios abusar de las leyes y del derecho para infligir aquellas injurias que están, precisamente, destinadas a prevenir.
He ahí la razón por la que Cristo reprocha a Judas con dureza por ese modo detestable de pecar.
«Judas le dice-, ¿entregas al Hijo del hombre con un beso? Ojalá fuera de hecho como tú deseas aparentar; pero, de otro modo, muéstrate abiertamente, con sinceridad, tal como realmente eres, porque quien obra la enemistad bajo el disfraz de la amistad es un hombre vil que multiplica en esa acción su villanía. No estabas satisfecho, Judas, con entregar al Hijo del hombre (hijo de aquel hombre por el que todos hubieran parecido si ese Hijo del hombre, que tú crees estar destruyendo, no re-dimiera a quienes desean ser salvados), ¿no te fue suficiente, repito, traicionarle sin necesidad de hacerlo con un beso, convirtiendo así un signo sagrado de amor en instrumento de tu traición?
Estoy mejor dispuesto hacia esta turba que me rodea y ataca por la fuerza de la violencia y abiertamente, que hacia ti, Judas, que me entregas a ella con un falso beso.
Al ver Cristo que no había en el traidor señal al-guna de arrepentimiento, y para mostrar que prefería hablar con un enemigo sincero que con uno escondido en el anonimato, se apartó de él y se encaminó hacia la turba bien armada. Dejaba claro que nada le importaban las inicuas artimañas y tretas del traidor. Así lo re-lata el Evangelio: «Y Jesús, que sabías todas las cosas que le habían de sobrevenir, salió a su encuentro, y les dijo: ¿A quién buscáis? Respondiéronle: A Jesús Nazareno.
Díjoles Jesús: Yo soy. Estaba también entre ellos. Judas, el que le entregaba. Apenas dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron en tierra»55¡Oh, Cristo salvador!, que hace apenas un rato tan grande era tu miedo que yacías postrado en el suelo, en postura digna de compasión, y que con sudor de sangre suplicabas al Padre que apartara de Ti el cáliz de tu Pasión, ¿Cómo es que ahora, de manera tan repentina, te levantas, te lanzas como un gigante y vas gozoso al encuentro de quienes te buscan para hacerte sufrir?, ¿por qué das a conocer tu identidad tan espontáneamente a quienes admiten buscarte, pero que ignoran todavía que eres Tú a quien, de hecho, buscan? ¡Vengan, acu-dan aquí los débiles y pusilánimes! Que se agarren con fuerza a una esperanza inquebrantable
cuando se sien-tan aplastados por el temor ante la muerte. Si con Cristo agonizan y temen y se apesadumbran, llenos de angustia, tristeza, cansancio y sudor, participarán también en su consolación. Sin duda ninguna, se sentirán fortalecidos por el mismo consuelo que tuvo Cristo (con la condición de que hagan oración, de que perseveren en ella y de que abandonen todo en la voluntad de Dios). Tan recreados serán por este espíritu de Cristo que sentirán renovarse sus corazones como la tierra vieja es refrescada por el rocío del cielo y, por medio del madero de la Cruz de Cristo, inmerso en las aguas del dolor, el mismo pensamiento de la muerte, antes tan amargo, se hará suave y llevadero. Un ánimo alegre y jovial sucederá al cansancio; el vigor mental y la valentía,
reemplazarán el pavor, y, al final, apetecerán la muerte que antes les horrorizaba, considerando la vida triste y el morir una ganancia, deseando verse libre de las ataduras del cuerpo para estar con Cristo.
«Acercándose Cristo a la muchedumbre les pregunta: ¿A quién buscáis? Contestan: A Jesús Nazareno. Judas, el que le entregaba, estaba entre ellos. Y Jesús les dijo: Yo soy. Cuando dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron por tierra.» Si pudiera darse el caso de que el pavor y la angustia de Cristo hubieran antes disminuido nuestra estima e imagen de Él, habría ahora que restaurarla ante esta su fortaleza tan varonil. Avanza impertérrito hacia una masa de hombres armados (a aquellos que ni siquiera sabían quién era Él) y, un seguro de su muerte (pues sabía todo lo que iba a ocurrirle), se ofrece libremente como una víctima que va a ser cruelmente sacrificada. Este cambio, tan completo como repentino, resulta verdaderamente admirable si se con-templa desde su santísima humanidad. ¿Qué estima tendremos de Él? ¿Qué intensa reacción ha de producirse en los corazones de todos los fieles por la fuerza de este poder divino pasando asombrosamente a través del organismo debilitado de un hombre? Porque, ¿cómo fue posible que ninguno de los que le buscaban pudiera reconocerle al acercarse? Había enseñado en el templo. Había volcado las mesas de los vendedores. Había arrojado de allí a éstos. Había desarrollado su actividad en público. Había desconcertado a los fariseos. Había satisfecho a los saduceos. Había refutado a los escribas. Había eludido con una prudente respuesta la pregunta capciosa de los soldados herodianos. Había alimentado a siete mil hombres con siete panes, y curado enfermos y resucitado a los muertos. Se había he-cho accesible a todo tipo de personas: fariseos y publicanos, ricos y pobres, justos y pecadores, judíos y samaritanos y gentiles. Y, ahora, no hay nadie entre tanta gente que le reconozca por su rostro o por su voz al dirigirse a ellos de cerca. Parece como si los que enviaran la turba hubieran cuidado de no mandar a nadie que hubiera visto de antemano a la persona que buscaban. ¿Cómo es posible que nadie distinguiera a Cristo por el beso y el abrazo que había dado Judas por señal? El mismo traidor, ahora entre la turba, ¿acaso olvidó de repente cómo reconocer a
quien acababa de traicionar y señalar con un beso? ¿Qué ocurrió en suceso tan extraño? Pienso que nadie fue capaz de reconocerle por la misma razón por la que, más tarde, María Magdalena, aunque le vio, no le reconoció sino cuando Él se reveló a sí mismo; lo mismo con aquellos dos discípulos que, aun mientras charlaban con Él, no supieron quién era hasta que Él se dio a conocer; y aun así, pensaron que era un viajero, como María Magdalena creyó que era el jardinero. En pocas palabras, no le reconocieron por la misma causa que nadie pudo seguir en pie cuando Cristo empezó a hablar: «Al decir: Yo soy, retrocedieron y cayeron por tierra.»
Declaraba así Cristo ser en verdad la palabra de Dios, que penetra con mayor agudeza que una espada de dos filos. Del rayo dicen que es de tal naturaleza que derrite la espada dejando ilesa la vaina. Aquí, la sola voz de Cristo, sin dañar los cuerpos, de tal modo debilitó las almas que les dejó sin fuerzas para sostener los miembros.
Menciona el evangelista que Judas estaba entre la turba. Muy probablemente, al oír que Jesús reprochaba abiertamente su traición, confundido por la vergüenza o aplastado por el miedo, pues conocía bien el carácter impulsivo y pronto de Pedro, se retiró inmediatamente y volvió con los de su calaña. El evangelista lo re-cuerda para que entendamos que también con todos los demás cayó Judas al suelo: era Judas de tal condición que no había en aquella muchedumbre nadie peor que él ni que más se mereciera ser arrojado por tierra. Quiso también el evangelista advertir sobre la necesidad de ser cuidadoso y prudente en la compañía y amigos que uno mantiene: si se anda con gente miserable se corre el peligro de caer junto con ellos. Si alguien pone estúpidamente su suerte junto con quienes van a un naufragio seguro, rara vez sucederá que se salve él solo nadando a tierra firme, mientras los demás se ahogan en el fondo del mar. Libertad de Cristo en su captura, pasión y muerte.