P. CERIANI: SERMÓN PARA LA DOMÍNICA DE RAMOS 

DOMINGO DE RAMOS

Cuando se aproximaron a Jerusalén, y llegaron a Betfagé, junto al Monte de los Olivos, Jesús envió a dos discípulos, diciéndoles: “Id a la aldea que está enfrente de vosotros, y encontraréis una asna atada y un pollino con ella: desatadlos y traédmelos. Y si alguno os dice algo, contestaréis que los necesita el Señor; y al punto los enviará”. Esto sucedió para que se cumpliese lo que había sido dicho por el profeta: “Decid a la hija de Sion: He ahí que tu rey viene a ti, benigno y montado sobre una asna y un pollino, hijo de animal de yugo”. Los discípulos fueron pues, e hicieron como Jesús les había ordenado: trajeron la asna y el pollino, pusieron sobre ellos sus mantos, y Él se sentó encima. Una inmensa multitud de gente extendía sus mantos sobre el camino, otros cortaban ramas de árboles, y las tendían por el camino. Y las muchedumbres que marchaban delante de Él, y las que le seguían, aclamaban, diciendo: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”

El Evangelio de este Domingo de Ramos nos relata uno de los acontecimientos más extraordinarios de la vida del Salvador: su entrada triunfal en Jerusalén. ¿Por qué?

Sabemos cuánto Nuestro Señor amaba la pobreza, la oscuridad y la humildad; lo hemos visto, en varias circunstancias, rehuir los honores que el pueblo quería rendirle.

Pero hoy, por una misteriosa disposición de su infinita sabiduría, sabiendo que ha llegado su hora y que está en vísperas de consumar su sacrificio, que le costará tanto sufrimiento e ignominia voluntariamente aceptados, quiere ser recibido en triunfo en la Ciudad Santa, en la ciudad real, y ser allí reconocido y aclamado como el verdadero Mesías, hijo de David.

Quiso dar a Jerusalén y a todo el pueblo judío un testimonio supremo de su misericordia y de su amor, viniendo a ellos como un rey pacífico, manso y humilde, ofreciéndoles por última vez paz y felicidad, y no queriendo emplear para conquistar los corazones otras armas que un amor inmenso y la profusión de beneficios.

Fue un último medio y un esfuerzo supremo de su ternura para mover los corazones rebeldes de los judíos y salvarlos; pues no ignoraba en modo alguno sus proyectos deicidas.

¡Extraños misterios! Misterio de humildad y de misericordia amorosa por parte de Jesús… Misterio de endurecimiento de los judíos, misterio de la inconstancia humana…

Porque hoy un pueblo recibe a Jesús con arrebatos de alegría, cantando ¡Hosanna!, y dentro de cinco días, este mismo pueblo, azuzado por los jefes, vociferará a una voz ante Pilatos: ¡Crucifícale!

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El relato se puede dividir en dos partes: los preparativos del triunfo y el triunfo mismo.

Nuestro Señor vino de Jericó, donde había curado a dos ciegos y convertido a Zaqueo; y después de haber pasado el sábado en Betania, se puso en camino el domingo para llegar al Templo de Jerusalén.

Betfagé era un pequeño pueblo, situado al otro lado del Monte de los Olivos, a dos kilómetros de la Ciudad Santa. Allí se guardaban las víctimas destinadas a los sacrificios; y de allí, cuatro días antes de la solemne Pascua, se las conducía al Templo, adornadas con flores, para ser inmoladas.

Jesús, por tanto, quiere pasar por este lugar para hacernos comprender que Él es la Víctima por excelencia, que va a ser sacrificada por la salvación del mundo, el verdadero Cordero Pascual, cuya sangre reconciliará la tierra con el Cielo.

Este Rey pacífico, este triunfante manso, se organiza a sí mismo su triunfo, y lo hace con ciencia y poder divinos, para mostrar con qué alegría y con qué amor se iba a ofrecer a la muerte, para redimir a los hombres.

Vino a la tierra para ser Víctima de su Padre, la Víctima santa por excelencia, el verdadero Cordero Pascual, cuya sangre debía ser la redención de su pueblo… Él anhela ver la llegada de este día de su sacrificio y nuestra liberación… Ahora se acerca la Pascua, y conviene que la víctima sea conducida solemnemente al templo, antes de ser sacrificada…

Jesús habla como Profeta y manda como Maestro; manifestó su conocimiento universal y su autoridad absoluta; en una palabra, descubre su divinidad.

Sabe de antemano que esos dos animales están allí; sabe lo que dirá su amo y cómo los dejará ir. En esto Jesús muestra a sus discípulos que también podría evitar que los judíos le pusiesen las manos encima, pero que no quiere.

La reflexión del Evangelista, “Esto sucedió para que se cumpliese lo que había sido dicho por el profeta”, nos muestra la atención del Salvador por cumplir aquí, como en todas las demás circunstancias de su vida, todo lo que los Profetas habían predicho acerca de Él; pues esta conformidad tan exacta fue precisamente uno de los signos por los cuales los judíos podían y debían reconocerlo como el Mesías.

He aquí que tu Rey, el Rey por excelencia, prometido y esperado durante tantos siglos, viene a ti, por ti, por tu paz y tu felicidad. Él viene, no como un conquistador y déspota, lleno de orgullo y arrogancia, sino como un padre lleno de dulzura, mansedumbre; no con caballos y carros, sino humildemente montado en un pollino.

La asna, dicen los Santos Padres, significa el pueblo judío, durante mucho tiempo sometido al yugo de la Ley, y el pollino designa la gentilidad, todavía libre e indómita.

Si nuestro divino Salvador cumple esta profecía, no es por amor a una vana pompa, sino por obedecer la voluntad de su Padre, manifestada por los Profetas. Es también para dar a los judíos una nueva prueba de su divinidad y de su infinita bondad, ya que viene, no en cuanto triunfador y poderoso del mundo, sino como un rey manso y bondadoso, como un Salvador lleno de humildad y clemencia.

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En cuanto a la entrada triunfal, ¿cuáles fueron las principales circunstancias?

Jerusalén, al acercarse las festividades de Pascua, rebosaba de gente… ¿Cuáles fueron, respecto al Salvador, los sentimientos de este inmenso pueblo, testigo cotidiano de su predicación y de sus milagros?

Estaba, primero, la multitud de gente sencilla y pobre, tanto de la ciudad misma como de varias partes de Palestina. Cuando se enteran de que se acerca Jesús, el gran Profeta, el hacedor de maravillas, van delante de Él, esparcen bajo sus pies, por todo el camino, mantos y ramas de árboles, en señal de alegría y gratitud, y cantan: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en los más alto del cielo!…

La mayor parte eran personas sencillas y pobres, muchas de las cuales habían sido curadas o bendecidas por Jesús; fueron para encontrarse con Él en Betania, y lo venían acompañando hacia al Templo, en medio de las demostraciones más conmovedoras de su fe y de su amor.

Fue un gran testimonio de gratitud y alegría tender los mantos, como alfombra, bajo los pasos del benefactor, y acompañarlo con las palmas en las manos.

Y los que iban delante y por detrás, gritaban: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto del cielo!

Hosanna significa: ¡Salve, paz y gloria! Otros comentaristas, descomponiendo esta palabra según su etimología, ven en ella un clamor del pueblo a su Salvador; como si hubiera dicho: ¡Sálvanos, Hijo de David, te lo imploramos; porque tú eres la salvación del mundo!

Lo reconocen como el Mesías, el verdadero rey de Israel.

Bendito el que viene en el nombre del Señor para hacer su obra, para redimir y salvar al género humano.

La Iglesia ha adoptado en su Liturgia algunas de estas hermosas palabras, y las hace recitar a sus sacerdotes en la Santa Misa, en el Sanctus, inmediatamente antes del Canon, para reavivar nuestra fe y nuestro amor por Jesús, que está a punto de descender sobre el altar, y para estimularnos a recibirlo bien en nuestros corazones.

Otros, indiferentes, simplemente curiosos, preguntan: ¿Quién es éste? ¿Quién es este nuevo rey? ¿Por qué este triunfo? Y, sin embargo, deben haber conocido bien a Jesús, después de todos sus brillantes milagros. Pero esta gente era, sin duda, gente práctica según el mundo, sólo preocupada por sus negocios y cosas de aquí abajo; o gente prudente, políticos, que temían comprometerse ante los príncipes de la nación… ¡Oh misterio de la ingratitud, del egoísmo, de la negligencia, de la cobardía!

Finalmente estaban los Príncipes de los sacerdotes, los ancianos, los fariseos soberbios, todos devorados por el celo y el odio contra el Salvador, y que habían jurado su muerte… Este triunfo de Jesús terminó de exasperarlos, y se dijeron: Mira, nada ganamos; ¡todos corren tras él!… Caifás tiene razón, este perturbador de la nación debe desaparecer a toda costa… ¡Oh misterio de malicia, de injusticia y de dureza, que arrancaste lágrimas del Corazón misericordioso del Salvador!

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Al escuchar estas aclamaciones y cantos de triunfo, sin duda el Corazón de Jesús se regocijó por la sinceridad y el amor de este pueblo; pero, al mismo tiempo, escuchó los celosos y odiosos murmullos de los príncipes, sacerdotes y fariseos, a quienes esta manifestación, por pacífica que fuera, acababa por exasperar.

Sabía que ya en el Sanedrín, a propuesta de Caifás, se había decidido su muerte, y que el discípulo traidor a su Dios ya había consumado en su corazón su abominable crimen.

Supo también que cinco días después Jerusalén resonaría con este grito deicida: ¡Crucifícalo!, y que, entre todas las voces que lo aclamaron hoy, ninguna se levantaría en su defensa. Por eso, al ver la ciudad se puso a llorar de dolor sobre ella.

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Los hombres somos, de edad en edad, de siglo en siglo, siempre iguales, igual de malvados, igual de ingratos, igual de débiles, igual de insensatos…

Hay enemigos acérrimos, que han negado a Jesús y están librando una guerra incesante contra Él y su Iglesia, abierta y secretamente.

Hay, pues, perseguidores, blasfemos, sacrilegios… ¡Hay Caifases y Judas!

También hay, y muchos, cobardes e indiferentes, que conocen a Jesús, pero hacen como si no lo conocieran, desprecian o descuidan sus preceptos y sus sacramentos, no quieren perturbarse con sus asuntos, o privarse de su honor al recibirlo.

Egoístas y blandos, ¡qué lejos están del coraje de Verónica! ¡Cuánto dolor causa al Corazón de Jesús esta ingratitud, esta negligencia culpable, esta cobardía!

La mayor parte de los cristianos, hacen llorar a Jesús por su inconstancia y debilidad culpable…

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A los ojos humanos, la historia de la Semana Santa se abre con un triunfo glorioso, prontamente seguido por un completo y humillante revés.

De hecho, es lo que los hombres piensan a la vista de lo que ven…

Pero, es todo lo contrario a los ojos de Dios…

En realidad, el triunfo del Domingo de Ramos no fue nada comparado con la victoria del Viernes Santo…

Retengamos bien esto… a los ojos de Dios…

Y el divino Conquistador avanzó sobre sus postrados enemigos…

¿Y nosotros?…

¿Queremos recibir a Jesús?…

¿Y cómo?…

Retengamos estas tres preguntas; reflexionemos sobre ellas a lo largo de esta Semana Santa…

¿Y nosotros?…

¿Queremos recibir a Jesús?…

¿Y cómo?…

Que Nuestra Señora nos alcance las gracias necesarias para que podamos llegar a las respuestas adecuadas: recibir a Jesús como el Rey que es, como el Rey que viene a establecer su Reino, en su Segunda Venida, y guardando en nuestro corazón ese recibimiento jubiloso, glorioso…

Esperando el día de esa manifestación, pero viviendo conforme a la Parusía, al día de la Segunda Venida de Nuestro Señor, para restablecer todas las cosas en Él y por Él…