SANTO TOMAS MORO-AGONIA DE CRISTO

I. SOBRE LA TRISTEZA, AFLICCIÓN, MIEDO Y ORACIÓN DE CRISTO ANTES DE SER
CAPTURADO (MT 26, MC 14, LC 22, LO 18)

¿Por qué dormís?

Al encontrar Cristo a los Apóstoles durmiendo por tercera vez, les dijo: «¿Por qué dormís?», como si di-jera: «No es este tiempo para dormir, sino para estar bien despiertos y orar, como os he advertido ya dos ve-ces, no hace apenas un rato.» Si no supieron qué responder cuando se durmieron por segunda vez, ¿Qué excusa podían haber dado ahora, en que por tercera vez eran sorprendidos en la misma falta? ¿Era una excusa válida decir que se habían dormido «a causa de la tristeza», como menciona el evangelista? Así lo recuerda Lucas, pero también es cierto que no lo alaba en absoluto.

Insinúa, sí, que su tristeza era de alguna manera loable; pero el sueño que la siguió no estaba libre de culpa. La tristeza, aquélla que puede ser digna de un gran premio, tiende algunas veces hacia un gran mal. Así ocurre si nos devora de tal modo que nos deja inutilizados; nos impide acudir a Dios con la oración, bus-cando de Él consuelo, y desesperados y oprimidos, como queriendo escapar de una tristeza consciente, buscamos alivio en el refugio del sueño. Mas, tampoco aquí encontraremos lo que buscábamos, y perderemos en el sueño el consuelo que podríamos haber obtenido de Dios si hubiéramos permanecido despiertos y orando. Se deja, entonces, sentir sobre nosotros el peso molesto de una mente perturbada incluso mientras dormimos, y aun con los ojos cerrados,
tropezamos con las tentaciones y trampas preparadas por el diablo.

De ahí que Cristo, prescindiendo de cualquier excusa para el sueño, dijera: «¿Por qué dormís? Dormid ya y descansad. Basta. Levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación. Ha llegado la hora y el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos. Ya llega el que me va a entregar. Toda-vía estaba hablando, cuando llegó Judas ….» Al despertar a los Apóstoles por tercera vez, cortó de golpe sus palabras con una cierta ironía. No con esa ironía frívola y burlona con la que hombres ociosos, pero de talento, acostumbran a divertirse entre sí, sino con una ironía grave y seria: «Dormid y descansad…»

Notad cómo da permiso para dormir: de tal modo que significa en realidad lo contrario. Apenas había di-cho: «Dormid», añadió «Basta»; como si dijera: «Ya no necesitáis dormir más. Durante todo el tiempo que deberíais haber estado despiertos, habéis estado durmiendo, incluso en contra de lo que os mandé. Ahora ya no hay tiempo para dormir, y ni siquiera para que-darse un momento sentados.

Debéis levantaros inmediatamente y rezad para que no caigáis en la tentación. Tal vez por ella me abandonaréis, causando gran escándalo. Pero, por lo demás, por lo que se refiere al sueño, dormid y descansad, si podéis. Tenéis mi permiso, pero no podréis. Ya se acerca la turba -ya están casi aquí- y ella sacudirá vuestra modorra. Ya se aproxima la hora en la que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores. Muy cerca está quien me entrega.» Apenas hubo terminado estas pocas palabras, y todavía hablaba, cuando he aquí que Judas Iscariote…

No ignoro que algunos eruditos y santos no admiten esta interpretación, aunque sí admiten que otros -igualmente doctos y santos- la han considerado aceptable. No se ha de pensar que quienes no aceptan esta interpretación se hayan horrorizado ante una ironía en labios de Cristo (como algunos otros, sin duda hombres piadosos, pero no lo suficientemente versados en las figuras de lenguaje que toma la Sagrada Escritura ordinariamente del lenguaje común; si lo fueran, habrían encontrado la ironía en tantos otros lugares que no la habrían juzgado ofensiva en éste). ¿Qué podría ser más punzante y humorístico que aquella ironía con la que el bienaventurado Apóstol censura a los corintios con tanta gracia? Pues pide, en efecto, disculpas por no haber nunca cargado a ninguno de
ellos con cargas ni gastos: «¿Qué he hecho yo de menos por vosotros que por las otras iglesias si no es esto: que nunca os he sido gravoso? Perdonadme este agravio»47. ¿Qué ironía podría ser más mordaz que aquella con la cual el profeta de Dios ridiculizó a los adivinos de Baal mientras invocaba a la estatua muda de su dios: «Llamadle más fuerte -decía- porque vuestro dios duerme o, quizás, se ha ido a otro lugar de viaje»?48. Aprovecho la ocasión de mencionar estos ejemplos por aquellos lectores que, debido a una demasiado pía sencillez, rehúsan aceptar en la Sagrada Escritura (o al menos no advierten en ella) estas formas de lenguaje tan usadas corrientemente; y al no contar con ellas no aciertan a veces con el sentido real de la Escritura.

No disgusta a San Agustín la interpretación que yo mantengo, pero dice que no es necesaria: opina ser suficiente el sentido literal y directo, sin ninguna figura del lenguaje. En su obra Concordia evangelistarum escribe sobre ese pasaje: «Parece que Mateo se contradice. ¿Cómo puede decir «dormid ahora y descansad», e inmediatamente después añadir «levantaos, vamos»? Contrariados por esta inconsistencia intentan ver en esas palabras -«dormid y descansad»- un reproche en lugar de una concesión o permiso. Esto sería lo más correcto si fuera necesario. Pero Marcos lo relata así:

Cuando Cristo hubo dicho «Dormid y descansad», añadió «Basta», y siguió diciendo: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será traicionado». Por lo tanto, se ha de entender que después de decir «Dormid y descansad», quedó el Señor un rato en silencio para que hicieran lo que había permitido, y sólo después siguió: «Basta. He aquí…», es decir, «Habéis descansado bastante»«».Como siempre, no deja San Agustín de ser agudo en este razonamiento. En mi opinión, sin embargo, los que defienden la otra opinión no encuentran probable que, después de que Cristo les reprochara por dos veces el dormirse, se volvieran a dormir ahora que su captura era inmediata; ni que tras haberles reprochado severamente su somnolencia (al decirles «¿por qué dormís?»), les hubiera dado permiso para dormirse. No hay que olvidar que el peligro -y ésta era la razón por la que no debían haberse dormido antes- estaba ahora, precisamente, a la puerta, como se dice. De cualquier modo, presentado como he las dos opiniones, cada uno es libre de escoger la que prefiera. Me limito a dar cuenta de ambas. No de-seo yo (que soy nadie en esta cuestión) ofrecer una so-lución como si fuera el árbitro oficial. Levantaos y orad «Levantaos y orad para que no caigáis en la tentación.» Les mandó antes vigilar y rezar; mas, ahora que han experimentado, y por dos veces, que el estar demasiado cómodamente sentado favorece que el sueño se insinúe poco a poco, les enseña un remedio instantáneo contra la modorra y la somnolencia. Consiste en ponerse de pie. Del mismo Salvador viene este remedio, y ojalá tuviéramos ganas de practicarlo de cuando en cuando en plena noche. Comprobaríamos ser verdad lo que dice Horacio: Dimidium facti qui cepit habet, que «el que empieza tiene la mitad hecho». Y aún más, que «una vez empezado, está todo hecho». En efecto, cuando luchamos contra el sueño, el primer encuentro es siempre el más duro y violento. No hemos, por consiguiente, de superar el sueño por una lucha prolongada, sino que, de un golpe, de una sola sacudida, debemos romper los lazos tentadores con los que nos abraza y así deshacernos de él de inmediato. Una vez arrojada la somnolencia de la desidia y apatía (verdadera imagen de la muerte), volverá la vida con todo su ardor y entusiasmo. Si recogida la mente en el umbroso silencio de la noche, nos dedicamos a la meditación y a la oración, se sentirá mucho más capaz de recibir el alivio de Dios que durante el día, cuando el estrépito de los negocios por todos lados distrae los ojos, los oídos y la cabeza, disipándola en muchas actividades tan variopintas, a veces, como inútiles. Observad cómo el pensamiento de cualquier tontería (algo relacionado con asuntos mundanales) interrumpe nuestro sueño y nos mantiene despiertos por largo rato, y hasta se nos hace difícil dormir en absoluto; la oración, por el contrario, no nos mantiene despiertos. A pesar del fruto tan grande que procura al alma, y a pesar de las muchas trampas que nos tiene preparadas el ene-migo, no nos despertamos para seguir rezando, sino que nos dormimos contemplando las visiones y ensueños de Mandrágora. Hemos de recordar con frecuencia que Cristo no nos mandó simplemente levantarnos, sino levantarnos para rezar. No es suficiente levantarse si no lo hacemos para algo bueno. De otro modo, habría menos pecado si se perdiera el tiempo en perezosa somnolencia que si se aprovechara, estando bien despierto, para cometer intencionadamente crímenes llenos de malicia. Junto con la necesidad de rezar, les muestra para qué deben rezar. «Orad -dice- para que no caigáis en la tentación.» Una y otra vez les grababa esta misma idea: la oración es el único refugio contra la tentación, y si alguien no quiere admitir la oración en el castillo de su alma, sino que la excluye entregándose al sueño, permite con su negligencia que las tropas del diablo (esto es, las tentaciones del mal) irrumpan como por inercia en su alma. Tres veces seguidas les aconsejó rezar, y después, para que no pensaran que les enseñaba sólo con pala-bras, Él mismo les dio ejemplo, y por tres veces se fue a orar. Insinuaba de esta manera que hemos de rezar a la Trinidad: al Padre Ingénito, al Hijo engendrado por el Padre e igual a Él, y al Espíritu, igual a cada uno y que de ambos procede. De las Tres Personas hemos de pedir también tres cosas: perdón por la vida pasada, gracia para el tiempo presente, y prudencia para el fu-turo. Y en esta oración no hemos de ser descuidados y perezosos; ha de ser ferviente y sin cesar. Cuán lejos estamos de este tipo de oración, es algo que cada uno personalmente puede apreciar, pues se lo indica su propia conciencia. Y también externamente puede llegar a conocerlo, si día tras día son menores los frutos que provienen de la oración (que Dios no lo permita). Ya que he procurado atacar con todas mis fuerzas las distracciones y la falta de atención durante la oración, será ahora muy oportuno hacer una advertencia, no sea que vaya a aparecer yo como un cirujano cruel y despiadado tocando una llaga que padecemos todos, y en lugar de llevar medicina y alivio a las almas delicadas, sólo les sea causa de mayor dolor, quitándoles la esperanza de salvarse. Con el propósito de curar estas «inflamaciones» y preocupaciones del alma ofrece Gerson ciertos calmantes, de la misma manera que los médicos se valen de medicinas para mitigar el dolor (las que ellos llaman anodina o sedantes). Este autor, Jean Gerson, hombre de gran erudición y director comprensivo de conciencias atribuladas, comprobó (según mi entender) que ese «mariposeo» de la mente provocaba tan grandes angustias en algunas personas que repetían las palabras de sus oraciones, una detrás de otra, balbuceándolas con gran trabajo, y a pesar de su esfuerzo no iban a ninguna parte, e incluso, a veces, quedaban más descontentas a la tercera vez que a la primera. Tan completo era el fastidio, que perdían todo consuelo al rezar, y no faltaban quienes estaban a punto de abandonar la oración como algo inútil y sin sentido (caso de que continuaran así rezando) o, incluso, como de hecho temían, nocivo. Este autor, amable y piadoso, con objeto de aliviar tan aguda molestia, distinguió tres aspectos en la oración: el acto, la virtud y el hábito. Explicándose con mucha claridad, pone el ejemplo de una persona que se decide a hacer una peregrinación a Santiago (de Compostela) partiendo desde Francia.

Habrá trechos durante el viaje en que esta persona avanzará meditando en la figura del santo y en el propósito de su viaje. En tales ratos continúa su peregrinación con un doble acto, a saber: una continuidad natural y una continuidad moral (para usar las mismas expresiones de Gerson).


Continuidad natural porque, actualmente, avanza hacia aquel lugar. Moral, porque sus pensamientos están centrados en la peregrinación como tal. Llama «moral» a aquella intención (formam) por la que el hecho de ponerse en camino (en sí mismo indiferente) es perfeccionado por una causa piadosa.

Otros ratos, sin embargo, caminará el peregrino considerando diferentes asuntos, sin pensar lo más mínimo en el santo ni en el sitio de destino; puede ocurrir que vaya meditando en algo incluso más santo, como en Dios mismo. Cuando así acontece continúa su peregrinación en el nivel natural, pero no en el moral. Avanza con los pies, sí, pero no piensa, en ese preciso momento, en la razón particular de su partida y, tal vez, ni siquiera se fija por dónde va caminando. Aunque el acto moral de su peregrinación no se continúa, sí persevera la virtud moral: su caminar, que es actividad bien natural, se ve penetrado e informado por una virtud moral, al estar siempre acompañado por el buen propósito del primer momento (como una piedra sigue la trayectoria del primer impulso aunque se retire la mano que la arrojó). Podrá ocurrir que se dé el acto moral en ausencia del natural, como, por
ejemplo, cuando piense sobre la peregrinación mientras descansa sentado sin caminar. Finalmente, ocurre también que no se den ninguno de los dos actos, por ejemplo, al dormir: ni ca-mina ni piensa en la peregrinación. Mas, aun en este caso, permanece la virtud moral habitualmente, a no ser que sea intencionadamente rechazada. La peregrinación nunca se ve, por tanto, interrumpida ni deja de tener mérito: persiste de modo habitual a no ser que se tome una decisión en sentido contrario, abandonando el viaje o, al menos, retrasándolo. Valiéndose de este ejemplo concluye de manera parecida en lo que se refiere a la oración: una vez que se ha empezado con atención, nunca después puede ser interrumpida de tal modo que la virtud de la primera intención no permanezca de modo continuo, actual o habitualmente. Y esto es así siempre que no se renuncie a aquella intención inicial decidiendo abandonar la oración, o bien cortándola bruscamente por el pecado mortal.

Oportet semper orare et non deficiere. Dice Gerson sobre estas palabras de Cristo, que no se pronunciaron figurativamente, sino de modo directo y literal, y que, de hecho y literalmente, son cumplidas por hombres buenos y rectos. Apoya su opinión en un conocido proverbio: Qui bene vivit sempre orat (el que vive con rectitud está siempre rezando). Y esto es verdad porque, quien todo lo hace para la gloria de Dios (como reza la prescripción del Apóstol), una vez que ha empezado con atención nunca interrumpe luego su oración de tal modo que la virtud meritoria no perdure, si no actualmente, al menos virtualmente*.

Esta es la explicación de un hombre bueno y ver-sado como Jean Gerson, en su breve tratado De oratione et eius valore. Quiere aliviar y animar a quienes se angustian y entristecen si, mientras rezan, se les va la cabeza a muchas otras cosas sin su querer ni su conocimiento, pues ocurre aunque celosamente luchen por no distraerse. No pretende, en absoluto, proporcionar un falso tranquilizante a quienes por pereza supina no ponen el más mínimo esfuerzo durante la oración.

Cuando hacemos cosa tan seria como la oración de modo negligente y descuidado, ni rezamos ni tenemos a Dios propicio; por el contrario, le alejamos de nosotros en su indignación. ¿Podrá alguien sorprenderse de que Dios se indigne al ser interpelado de manera tan despectiva por una pobre creatura? ¿O habremos de pensar que no se dirige despectivamente a Dios quien le dice: «Oh, Dios, escucha mi oración», mientras su cabeza anda volcada en mil cosas vanas y superficiales, y algunas veces (ojalá no ocurriera nunca) hasta pecaminosas? Tal individuo ni siquiera oye su propia voz. Va murmurando de memoria oraciones muy gastadas, la cabeza en las nubes, emitiendo sonidos sin sentido, como dice Virgilio. En fin, al acabar la oración necesitamos muy a menudo
alguna otra oración para pedir perdón por la anterior negligencia.

«Levantaos y rezad para que no caigáis en la tentación.» Y en seguida les advirtió Cristo del peligro tan grande que se cernía sobre ellos, para que quedara así claro que no sería suficiente una oración rutinaria o somnolienta. «He aquí que se acerca la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los peca-dores», es decir: «Os predije que iba a ser traicionado por uno de vosotros, y os horrorizasteis ante esas palabras. Advertí que Satanás os buscaba para sacudiros como el trigo, y escuchasteis esto con gran despreocupación, sin dar respuesta, como si la tentación fuera algo a no tener en cuenta. Para que supierais que no debe ser menospreciada, predije que todos os escandalizaríais de mí, y todos lo negasteis. Al que más negó escandalizarse le predije que me negaría tres veces antes de que el gallo cantara. Mas él insistió en que no se-ría así, sino que moriría conmigo antes que negarme. Y lo mismo dijisteis los demás. Para que no consideraseis la tentación como algo fácil y sin importancia, una y otra vez os mandé que vigilaseis e hicieseis oración -no fuera que cayeseis en la tentación-. Tan lejos estabais de estimar su fuerza y su atracción, que no os preocupasteis de rezar ni de vigilar contra ella. Quizás os llevó a desdeñar el poder violento de la tentación diabólica el hecho de que, cuando os envié de dos en dos para predicar la fe, me contabais al regresar que hasta los demonios se os sometían. Pero yo, que conozco tanto la naturaleza de los demonios como la vuestra (y con toda profundidad porque creé ambas), ya os advertí entonces que no os gloriaseis en tal vanidad porque no era vuestro poder el que dominaba a los demonios: yo mismo lo hacía, y lo hice por otros que iban a abrazar la fe verdadera; por ellos lo hice y no por vosotros. Os recordé que debíais más bien gloriaros en el verdadero fundamento de la alegría, esto es, en el he-cho de que vuestros nombres están escritos en el libro de la vida. Esto os pertenece con toda firmeza, porque una vez que hayáis alcanzado la culminación de esa alegría, ya no podréis perderla aunque todo el ejército de los demonios luchara contra vosotros. El poder que ejercisteis contra ellos en aquella ocasión aumentó tanto vuestra confianza que desdeñáis ahora la tentación como cosa de poca importancia. Hasta ahora habéis visto la tentación como algo muy lejano, aunque os anuncié que el peligro se cernía esta misma noche. Mas ahora os advierto: no sólo la noche sino la hora precisa está ya muy cercana. Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores. Ya no hay lugar para estar sentado o para dormir. Tendréis necesidad de estar despiertos, vigilantes, y apenas hay tiempo para rezar. Ya no anuncio cosas futuras, sino que en este mismo momento digo: Levan-taos, vamos. El que me ha de entregar está cerca. Si no queréis estar despiertos para rezar, levantaos por lo me-nos y marchad rápidamente, no sea que más tarde no podáis escapar. Porque ya está aquí el que me traiciona.»

Al decir «Levantaos, vamos», también pudo significar, no que huyeran, sino que se adelantaran para hacer frente a los acontecimientos con confianza. Así lo hizo. Él mismo. No se marchó en la dirección opuesta, sino que, mientras hablaba, iba al encuentro de aquellos que le buscaban con el corazón lleno de furia criminal.