DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA
Semejante es el reino de los cielos a un hombre, padre de familias, que salió muy de mañana a ajustar trabajadores para su viña. Y habiendo concertado con los trabajadores darles un denario por día, los envió a su viña. Y saliendo cerca de la hora de tercia, vio otros en la plaza que estaban ociosos, y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que fuere justo. Y ellos fueron. Volvió a salir cerca de la hora de sexta y de nona, e hizo lo mismo. Y salió cerca de la hora de vísperas, y halló otros que se estaban allí, y les dijo: ¿Qué hacéis aquí todo el día ociosos? Y ellos le respondieron: Porque ninguno nos ha llamado a jornal. Díceles: Id también vosotros a mi viña. Y al venir la noche, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: Llama a los trabajadores, y págales su jornal, comenzando desde los postreros hasta los primeros. Cuando vinieron los que habían ido cerca de la hora de vísperas, recibió cada uno su denario. Y cuando llegaron los primeros, creyeron que les daría más, pero no recibió sino un denario cada uno. Y tomándole, murmuraban contra el padre de familias, diciendo: Estos postreros sólo una hora han trabajado, y los has hecho iguales a nosotros que hemos llevado el peso del día y del calor. Mas él respondió a uno de ellos, y le dijo: Amigo, no te hago agravio. ¿No te concertaste conmigo por un denario? Toma lo que es tuyo, y vete: pues yo quiero dar a este postrero tanto como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero? ¿Acaso tu ojo es malo porque yo soy bueno? Así serán los postreros primeros, y los primeros postreros. Porque muchos son los llamados, mas pocos los escogidos.
Con la Septuagésima penetramos ya en el Ciclo Pascual. Nuestros pensamientos se orientan, desde ahora, hacia la Pascua, llena de gracia.
Este ciclo comprende la Pasión, la Resurrección y la Glorificación de Jesucristo.
La Iglesia se une a su divino Fundador para acompañarle en su muerte, en su resurrección y en su eterna glorificación.
¡Por la lucha, a la victoria! ¡Por las tribulaciones y las penas, por los dolores y la muerte, a la resurrección y a la nueva vida, a la vida pascual del hombre nuevo y a la pascual gloria de la eternidad!
+++
En la primitiva Iglesia se seleccionaba en el Domingo de Septuagésima a los Catecúmenos que habían de celebrar su resurrección espiritual en la noche de Pascua mediante la recepción del Santo Bautismo.
Con ello se nos recuerda también a nosotros nuestra vocación y elección, y se nos enrola de nuevo entre los que están dispuestos, como bautizados y pertenecientes a Cristo, a recorrer con el Señor su doloroso camino.
¡Por la lucha, a la victoria; por la noche del dolor, a la beatitud pascual de la resurrección!
Decidámonos, pues, a empeñar virilmente el combate, a emplear todas nuestras energías, para poder conseguir el premio, la inmortal corona de la victoria: la Pascua eterna.
Al fondo aparece la luminosa y radiante figura de Jesucristo, envuelto en la purpúrea túnica de su propia sangre.
Descendamos humildes a la arena y comencemos nuestra lucha. Nuestra meta es la resurrección gloriosa. Para llegar a ella hay que castigar nuestro cuerpo y reducirlo a servidumbre. La fuerza para mortificarnos, para correr y luchar, nos la dará Dios, que nunca abandona a los que le buscan, ni desdeña las súplicas de sus siervos.
Con los catecúmenos, dejémonos llamar nosotros hoy, de nuevo, a la viña, al rudo trabajo en nuestra alma. Sigamos alegres la invitación que el Padre de familias nos hace a la hora undécima, es decir, en la Era de Cristo, en la Era de gracia del Nuevo Testamento.
¡Nos ha llamado para cosas muy grandes! Nos ha dado aptitudes y fuerzas: sólo resta poner manos a la obra.
Armados de estas buenas disposiciones, presentemos nuestra ofrenda. Mortifiquémonos y hagamos penitencia con espíritu de sacrificio. Con este mismo espíritu pongamos sobre la patena nuestros deseos de emprender nuestra lucha contra el mundo, contra el pecado y contra la carne; de sufrir con fortaleza nuestras penas, nuestras privaciones, nuestros dolores y contrariedades.
Para ello, asistamos a la Santa Misa con la íntima convicción de que Cristo va a renovar entre nosotros su Sacrificio de la Cruz: vayamos dispuestos a seguirle en su muerte.
Pero seguros de que la muerte no será lo último, sino la vida; no el Viernes Santo, sino la Pascua; no la lucha, sino la victoria; no la obscuridad del sepulcro, sino la riente luz de Pascua.
Cristo se inmola como el Viviente, como el Resucitado, como el Glorioso, como el Triunfador sobre la muerte y el pecado. En el Sacrificio de la Santa Misa nos asocia también a nosotros a su resurrección y a su glorificación. Permite que participemos de todos sus actos gloriosos.
¡Por la lucha, a la victoria! En Pascua seremos, en nuestro espíritu, en nuestra vida práctica, una criatura nueva, el hombre nuevo, resucitado.
Pero antes es preciso recorrer el camino que conduce al Gólgota.
+++
En la Epístola se nos ofrece un modelo, San Pablo: Hermanos: ¿No sabéis que, de todos los que corren en el estadio, sólo uno gana el premio? Corred, pues, vosotros de tal modo que lo consigáis. Todos los que luchan en la palestra viven con gran sobriedad: ellos, para alcanzar ciertamente una corona perecedera; mas nosotros, para ganar una corona incorruptible. Yo, pues, corro también, pero no a la ventura; lucho, pero no como si azotara al viento; sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre.
Todavía se nos da otro modelo, pero a modo de ejemplo aleccionador: el pueblo escogido de Israel.
En el centro de la liturgia pascual, cuya celebración inauguramos hoy, se destacan el Santo Bautismo y la Sagrada Eucaristía.
Pero, no lo olvidéis nunca, nos advierte cautelosa la Liturgia de hoy: el pueblo escogido tuvo también en figura su Bautismo y su Eucaristía. Todos los israelitas fueron protegidos por la nube, pasaron el Mar Rojo y fueron bautizados, bajo la dirección de Moisés, en la nube y en el mar. Todos participaron de un mismo manjar espiritual (el maná) y bebieron la misma bebida espiritual (el agua de la roca). Sin embargo, no todos fueron gratos a Dios.
Sólo unos pocos de ellos penetraron en la Tierra de Promisión; la inmensa mayoría fue infiel a Dios, a pesar del Bautismo y del Maná… ¡Ay de nosotros, si no vivimos conforme a nuestro Bautismo y a la Sacratísima Eucaristía!
Los hombres podemos llegar hasta el desprecio de lo más santo…
+++
Id también vosotros a mi viña. Allí encontraréis trabajo, una provechosa labor para toda vuestra vida espiritual; con tal que hagáis cumplidamente vuestra tarea…
Dios nos llama a la viña de nuestra alma… ¡Salva tu alma, santifica tu alma! ¿Qué le aprovechará al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?
Primero el alma, la salvación, el progreso interior del alma inmortal. Todo lo demás viene en segundo término y está al servicio de esta primera obligación.
Muchísimos son nuestros quehaceres. Siempre estamos con las manos en el trabajo. Vivimos en un eterno mecanismo, en una agitación, en una inquietud y una precipitación incesantes. ¡Por todas partes empresas, obras, reuniones, cargos, consejos, conferencias, discusiones, métodos, libros, fórmulas, ejercicios sin término ni medida!
Apenas nos queda tiempo para el alma, para el conocimiento propio, para la oración recogida, para la tranquila comunicación con Dios, para pasar un sosegado momento a los pies del Señor, para el reposado y atento cuidado de la viña del alma, para el cultivo de las virtudes, para el duro trabajo del desprendimiento interior del yo y de las cosas terrenas.
Septuagésima nos empuja con todo su poder: Levántate, trabaja con más constancia, con más energía que hasta aquí. Dios quiere trabajo, un trabajo serio, provechoso. Tú se lo debes a Dios, que te ha llamado; se lo debes a tu propia alma, a tu eternidad…
Contempla al luchador en la palestra… Él se abstiene de todo. Y hace esto para ganar una corona perecedera. Nosotros, en cambio, ganaremos una corona incorruptible.
Desde nuestro Santo Bautismo hemos sido colocados por Dios para este fin, pertenecemos a Él, debemos vivir para Él, para sus mandamientos, para su voluntad, para su honra, para sus intereses.
Debemos obrar, padecer, luchar, sacrificarnos, orar y trabajar sólo para Él.
Debemos emplear nuestros talentos, nuestras fuerzas y nuestro tiempo, para cumplir en todo y únicamente su divina voluntad y beneplácito.
Y al lado de Él, ¡ningún ídolo! Estamos obligados a no vivir para nosotros mismos, a no seguir nuestra propia voluntad, a no satisfacer los deseos e inclinaciones naturales de nuestro corazón.
Todo para Él y solamente para Él. Estamos aquí, en la tierra, para conocer, amar y servir a Dios.
Esta es nuestra vocación.
¿Hemos cumplido todas nuestras obligaciones?
¿No podrá reprocharnos el padre de familias?… ¿Por qué estáis ahí ociosos? ¿Por qué perdéis vuestro tiempo, como antes, en tantas cosas inútiles y sin importancia? ¿Para qué os servirán tantos ídolos falsos: el mundo, el oro, el cuerpo y sus comodidades? ¿Por qué os afanáis por vuestras vanidades, por un poco de grandeza ante los hombres, por vuestra honra, por vuestro incienso, por la gloria y el éxito terrenos? ¿Por qué vivís tan entregados al pecado, al amor propio, al insaciable e idolátrico yo?
El Padre de familias sale hoy de nuevo a buscarnos y a conducirnos a su viña. Renovemos, pues, con Él nuestro contrato de trabajo, nuestra obligación de servicio. Trabajemos desde hoy con más celo, con más energía, con más fidelidad, con más alegría que hasta aquí, para Aquel que tan amigablemente nos ha colocado en su viña.
+++
Muchos son los llamados y pocos los escogidos… Pocos cumplen perfectamente con su vocación.
Hemos de tomar la resolución de ser de estos pocos, cueste lo que costare…
También yo corro, pero no a la ventura; lucho, pero no como si azotara el viento… San Pablo, que así nos habla, sabe lo que quiere. Lucha con la convicción de ganar una corona incorruptible, el lauro de la victoria. Quiere conquistar el triunfo, el premio de la eternidad… He aquí un modelo para nosotros.
¿No merece un premio como éste el que luchemos por él con todas nuestras fuerzas? ¿No merece que renunciemos a todo lo que no pueda servirnos para alcanzarlo?
El querer de esta alma no es más que una perfecta y continua conformidad con el querer de Dios. En todas las cosas no ve más que la voluntad y el beneplácito de Dios. Sabe lo que Dios espera y quiere de ella: por eso, ningún sacrificio le parece difícil. Cumple sus obligaciones sin precipitación, sin ansiedades, sin inquietud, firme y espontáneamente, impulsada por el amor de Dios, suceda lo que suceda e interprétenlo los hombres como ellos quieran.
¡Sólo Dios y su santa voluntad!
Para sus juicios no posee más que una sola medida: el criterio de Dios.
Sólo existe una cosa a la cual no quiere renunciar: el agrado de Dios.
En todo momento está dispuesta a sacrificar sus más legítimas e inocentes inclinaciones, sus ocupaciones y trabajos favoritos y, sobre todo, aquello que más sienten los hombres tener que sacrificar: sus esperanzas para el porvenir y, con ellas, el maduro fruto de lo que ha sembrado.
Permanece siempre inalterable en todas las cosas y situaciones: en la honra y en la afrenta, en el éxito y en el fracaso, en las injurias y en las calumnias. No pierde su serenidad ni siquiera cuando se publican sus faltas y se la cubre de confusión.
Ama a los suyos, pero coloca a Dios y a sus obligaciones por encima de todo.
Es buena para todos los hombres, pero a todos ellos antepone siempre la verdad y la justicia.
Censura sin acrimonia, pero sin temor. Dice la verdad sin respetos humanos y sin excitación, sólo por amor de Dios.
Nada exige, nada rehúsa. Se aflige con los afligidos, se alegra con los alegres.
Cumple exactamente con todos los mandamientos, pero esto no le basta. Está siempre dispuesta a abandonarlo todo por amor de Dios. Está siempre pronta a hacer y a sacrificar, con una santa alegría y con una total conformidad, todo lo que de ella quiera la voluntad divina.
Ha encontrado a Dios. Y, en Dios, se ha encontrado a sí misma, ha encontrado la libertad, la quietud y tranquilidad de espíritu.
¡La triunfal corona de la piedad, ya desde esta misma vida! Una santa quietud en Dios. Una quietud que eleva al alma por encima de todo desasosiego y de toda instabilidad creada. Una quietud incrustada allá en lo más profundo del alma, allí donde no reina más que Dios. Una quietud que ya no desea nada más, que ya nada echa de menos. Una quietud que refrena las pasiones, pone orden en la fantasía, fortalece el espíritu, asegura y protege el corazón contra toda inconstancia y contra todo mal humor.
¡Quietud en Dios! Todo lo que acaece en el día, en la existencia, es para esta alma una cosa grande, digna de veneración, es una manifestación de Dios, una prueba de su divino amor. ¡Es el premio de la victoria, concedido ya desde esta misma vida!
No hay corona triunfal sin combate. El reino de Dios y de Cristo no es una paz ociosa, enervante; no es delicadeza ni sentimentalismo; no es una beatitud lánguida y somnolienta: es lucha, es guerra sin cuartel.
La lucha por el premio de la victoria exige coraje y valor. Sólo los violentos, los animosos, los que dicen no, podrán conquistarlo. Los que dicen no a todo lo que va contra Dios y contra Cristo. Los que dicen no a todo lo que los encadena al yo, a lo perecedero, a lo que los aleja de Dios y de Cristo.
+++
La Antecuaresma y la Cuaresma son un tiempo de mortificación austera y convencida. Hasta el mismo San Pablo temía condenarse, si no mortificaba su cuerpo y lo sujetaba a su espíritu.
No hay nadie tan perfecto en este mundo que no necesite mortificarse, es decir, sujetar a su espíritu sus sentidos y sus pasiones.
Podrá uno ser perfecto, y, sin embargo, las raíces y gérmenes del mal no habrán muerto en él completamente. Por eso, sin seria mortificación es imposible que exista ninguna virtud verdadera, cuanto más una virtud perfecta.
Caminad en espíritu. A esto tiende la mortificación cristiana. Su misión consiste en libertar la naturaleza humana de la esclavitud de la sensualidad y de las pasiones, para someterla al dominio de la gracia y de la vida del espíritu.
La mortificación es la sujeción del hombre inferior a la ley del espíritu. Es medicina y fuente de vigor y de salud para el hombre espiritual. Es el instrumento indispensable para conseguir la unión con Dios y con Cristo.
Durante la Antecuaresma y la Cuaresma la sagrada liturgia coloca en primer plano la vida de mortificación y de renuncia a sí mismo.
¡Muere y vivirás! Sin la muerte de Cuaresma no es posible la resurrección en Pascua del nuevo hombre; y, mucho menos, la resurrección para la gloria eterna.