P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN DEL QUINTO DOMINGO DE EPIFANÍA

QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE LA EPIFANÍA

En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas esta parábola: El reino de los cielos es comparable a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Mas, cuando dormían sus hombres, vino su enemigo y sembró cizaña, en medio del trigo, y se fue. Y cuando creció la semilla y produjo fruto, apareció también la cizaña. Acercándose entonces los siervos al padre de familias, le dijeron: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo, pues, tiene cizaña? Y les dijo: El enemigo hizo eso. Y los siervos le dijeron: ¿Quieres que vayamos y la recojamos? Y les dijo: No; no sea que, al recoger la cizaña, arranquen también el trigo. Dejen que crezcan ambas simientes hasta el tiempo de la siega, y entonces diré a los segadores: Recojan primero la cizaña, y átenla en manojos, para quemarla: el trigo, en cambio, congréguenlo en mi granero.

El domingo pasado el imperio del Señor se manifestó imponiendo silencio a los vientos y a la tempestad desde una barca. Hoy se nos revela de nuevo su poder, pero de un modo indirecto, al permitir que el enemigo siembre cizaña en medio del trigo del Reino de Dios.

Desde el pecado original… trigo y cizaña…; dos poderes frente a frente, el del bien y el del mal…; dos ejércitos enfrentados, el de Cristo y el del Anticristo… Todo sobre un mismo campo de batalla: la tierra, la vida presente…

Vemos claramente que la herencia, el patrimonio del Reino de Dios aquí en este mundo, es luchas, dificultades, contradicciones.

Pero la cizaña, es decir, la oposición al reino de Dios, al reinado del bien, de la gracia y de las virtudes, también está sometida al imperio divino y puesta al servicio del Cristo Rey y de su misión redentora.

Suframos con paciencia y amor el hecho de que la cizaña crezca en medio de nosotros…

Dejad que crezcan por ahora los dos juntos… El Señor lo sufre con amor y paciencia. Imitémosle nosotros.

Y estemos tranquilos, pues el Señor es Rey; y también tiene poder sobre la cizaña, y sabrá aprovecharse de ella para los fines del Reino de Dios, para beneficiar al trigo, para salvar las almas.

¿Quieres que vayamos y arranquemos la cizaña? Así preguntan los criados. Pero el Señor les responde: No.

Jesucristo también es Señor de la cizaña. Y si permite que ésta se desarrolle con el trigo, es porque tiene poder para aprovecharla en beneficio suyo.

Enseña San Agustín: No se crea que los males de este mundo son inútiles o que Dios no puede sacar bien alguno de ellos. El malo existe, o bien para que él mismo se corrija, o bien para que por él se santifiquen los demás.

Jesucristo es el mismo hoy que ayer y que mañana; y ha demostrado, con pruebas magníficas, que todavía continúa viviendo y obrando en su Iglesia. Ella sufre dolorosamente, al contemplar la cizaña que crece en su seno. Procura por todos los medios lanzar lejos de sí esta cizaña, cribar lo mejor posible esta mala hierba. Sin embargo, mientras viva aquí, en la tierra, no siempre podrá presentarse ante Dios como un jardín sin malezas ni fealdades.

Pero no se desalienta por eso. Sufre con humildad el que muchos de sus hijos no sean todo lo perfectos que pudieran y debieran ser, y pone su confianza en Aquel que dijo: Dejad que crezcan ahora los dos juntos. Sabe que Él es el Señor.

Imitemos nosotros esta fe ciega, esta confianza sin límites de la Santa Iglesia. Deploremos, como Ella, el que haya tanta cizaña. Pero, por encima de toda esta mala hierba, por encima de todos estos hijos desnaturalizados que deshonran a su Madre, a la Santa Iglesia, miremos siempre a Cristo, al Señor.

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Es ésta una misteriosa ley de la vida de la Iglesia aquí, en el mundo… De la Iglesia, tanto si se considera en su totalidad, como en cada una de sus partes…

En efecto, la Santa Iglesia es una institución maravillosa, incomparable. Posee en su seno la verdad divina, los Santos Sacramentos y todos los medios necesarios para la salud y salvación de las almas. Posee el verdadero Culto, la Santa Eucaristía y el verdadero Sacerdocio. Posee, en fin, un verdadero ejército de Santos y de almas admirables, lo mismo en el Cielo que aquí en la tierra.

Pero, a pesar de todo esto, en su divino campo pulula también con gran vivacidad la mala hierba, la cizaña en medio del trigo.

No hay más que abrir la Historia Eclesiástica: ¡cuántas caídas, cuánta traición, cuánta infidelidad, cuánta vileza moral, cuánto escándalo a lo largo de sus páginas!

Pero, Señor: ¿es posible que sea ésta tu verdadera Iglesia? ¡Mira cuánta cizaña hay en Ella!

Dejad que ambas simientes crezcan juntas por ahora… Es conveniente, es necesario que suceda así. De ese modo, resaltará con mayor viveza el elemento divino de la Iglesia. De ese modo, la Santa Iglesia será, a pesar de la exuberante cizaña que en Ella pulula, una admirable y perenne Epifanía de lo divino, del Señor que vive en Ella.

Lo divino vive y crece en Ella entremezclado con lo más puramente humano, con la masa, con lo no santo, con lo pecaminoso. Vive y crece en medio del peligro, en perpetuo riesgo. Por eso, la Iglesia constituye una perenne y gloriosa Epifanía del omnipotente poder de Cristo.

Si la hubiera fundado el hombre, la habría creado sin cizaña alguna… Habría sucumbido a la misma tentación de los hijos del trueno, Juan y Santiago, los cuales pidieron a Jesús en cierta ocasión: Señor, ¿quieres que mandemos llover fuego del cielo, para que los abrase a todos?

Habría sucumbido indudablemente a la tentación en que cayeron más tarde muchos herejes, después de Montano y Tertuliano, es decir, a la tentación de establecer una Iglesia escogida, una Iglesia de los puros, de los santos

¡Ensueños del espíritu humano! El sabio humano huye siempre de la dura realidad, evita al hombre tal como es después del pecado de Adán.

El estoico se afana por conquistar la perfecta apatía, para no tener que separarse nunca de lo espiritual.

Buda predica la sabiduría, pero lejos del mundo, sepultado entre flores de loto.

En cambio, Cristo, el Rey divino, toma al hombre tal cual es, para transformarlo, para salvarlo y santificarlo. Funda una Iglesia para todos, para que todos posean en Ella un camino seguro para alcanzar la perfección. Nada le importan los defectos e imperfecciones que los hombres puedan tener: ignorancia, malos hábitos, tosquedad espiritual, ruindad de ánimo, naturaleza propensa a todas las traiciones y a todas las vilezas, etcétera…

Dejad que ambas simientes crezcan juntas por ahora. Así obra lo divino aquí en la tierra.

Cristo, Rey divino, ¡qué grande y admirable eres en tu Santa Iglesia, oprimida por la abundante cizaña que crece en Ella! Ilumina mis ojos, para que, detrás de la cizaña, vea brillar lo divino y tenga que confesar: La diestra del Señor hace prodigios…

¡Oh Santa Iglesia! ¡Qué grande, qué bella, qué digna de respeto y de veneración me pareces, a pesar de toda la repugnante cizaña que te invade! A trueque de ser Iglesia para todos, a trueque de poder salvarlos a todos, no te importa nada tener que soportar un cruel e incesante martirio por parte de tus adversarios y de tus indignos hijos, pues tu Fundador ha dicho: No vine a salvar a los justos, sino a los pecadores

¡Oh Santa Iglesia, yo creo en Ti!

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En cuanto a nosotros, realmente el Señor no ha podido sembrar en nuestra alma mejor simiente que la que sembró por el Santo Bautismo, es decir, la gracia santificante y las virtudes de fe, esperanza y caridad, con toda la plenitud de gérmenes y fuerzas sobrenaturales.

El Señor está siempre sembrando en nosotros buena semilla. Pero, a pesar de todo esto, la cizaña de nuestras faltas crece también todos los días, continuamente.

¡Cuántas faltas todavía, cuánta cizaña en el campo de nuestra alma! Cuando reflexionamos seriamente sobre ellas, sentimos que, allá en el fondo de nuestra conciencia, hay algo que nos acusa de culpabilidad, de negligencia.

Y, a pesar de todo, nuestras faltas no tienen fin. No se nota ninguna mejoría en nuestra vida espiritual, no hacemos ningún progreso en el camino de la virtud.

El amor propio se infiltra muy fácilmente en nuestros pensamientos, en nuestros sacrificios y en nuestras acciones más nobles.

Y esto, a pesar de nuestras resoluciones más sinceras y animosas, a pesar de nuestras promesas más solemnes, a pesar de nuestros propósitos más firmes hechos durante el tiempo de la oración. Cuando se trata de obrar, en seguida olvidamos nuestras buenas intenciones de sufrir las cruces y los dolores, en seguida se esfuma nuestra ansia de mortificación.

Es muy poco lo que hacemos verdaderamente por Dios. Y aun este poco, nos cuesta gran sacrificio. Fácilmente nos dispensamos de ello, fácilmente volvemos la espalda a todo lo que nos cuesta esfuerzos y molestias.

¡La cizaña en medio del trigo!

Nuestras faltas cometidas por atolondramiento, por precipitación, por flaqueza natural, por debilidad de carácter, etc. desempeñan también su papel en la formación de nuestra vida de piedad. Ocupan un lugar muy importante en nuestra vida espiritual. Bien entendidas y aprovechadas, no constituyen ningún obstáculo a nuestro progreso interior. Al contrario, pueden convertirse muy bien en uno de sus más eficaces propulsores.

En efecto, ellas nos revelan y nos hacen experimentar palpablemente toda la flaqueza, toda la corrupción, todo el desorden interior y todo el egoísmo de nuestra naturaleza. En todo momento podemos darnos cuenta de lo imperfectos que somos, de lo muy lejos que estamos de la pureza y de la santidad de Dios, de lo muy poco que nos parecemos a Nuestro Señor y Salvador.

Nuestras faltas nos abren los ojos. Reconozcámonos, pues, como lo que somos en realidad. Humillémonos.

Pero no nos descorazonemos por ello, no nos enfurezcamos contra nosotros mismos, no nos desanimemos, no nos hagamos pusilánimes, porque, de ese modo, no haríamos más que volver a ser otra vez víctimas del orgullo y del amor propio.

Dios permite que cometamos faltas y que no podamos evitarlas en absoluto. Sometámonos, pues, humildemente a esta permisión del Señor. No perdamos por eso nuestra tranquilidad interior…

Aunque tampoco debemos permanecer indiferentes…. No amemos las faltas, odiémoslas.

Pero, una vez cometidas, no nos desesperemos por ello. Humillémonos, más bien, y aprendamos.

Dejemos que Dios y los hombres nos conozcan y nos traten como lo que somos en realidad.

No nos encerremos dentro de nosotros mismos y de nuestras faltas, antes volvámonos hacia el Señor. Pidámosle sinceramente perdón y estemos seguros de que Él nos lo concederá. Pidámosle su ayuda, para que podamos volver a servirle con nuevo fervor y con absoluta fidelidad.

Las faltas nos humillan, nos purifican, nos obligan a recurrir a la oración, a volvernos hacia Dios y a vivir con Él. No son, pues, una pérdida, sino una ganancia. Si a pesar de ellas seguimos aspirando a la perfección, procuramos y nos esforzamos seriamente por alcanzar la cumbre del santo amor, es decir, la perfección, entonces esas faltas habrán cumplido en nosotros su verdadera misión.

No tratemos la cizaña con indiferencia, pero sí con calma, con absoluta calma. Ya será una gran cosa si a lo largo del tiempo no añadiéremos nuevas especies de faltas e imperfecciones a las que ya lamentamos; si no acrecentáremos el número de las faltas plenamente advertidas y consentidas; si evitásemos el caer en ellas con la misma advertencia y con el mismo pleno conocimiento con que cometimos las anteriores; si pusiésemos más cuidado que hasta aquí en evitar las ocasiones y en ser fieles a la gracia; si, finalmente, perseverásemos firmes en nuestros buenos hábitos, incluso en los momentos más difíciles, y prefiriésemos a Dios por encima de todo.

La vida interior sólo puede desarrollarse en medio de una atmósfera de quietud. Para poder orar bien, necesitamos estar tranquilos. Nuestra misma mortificación debe estar impregnada de serenidad. Una mortificación practicada con inquietud, con nerviosismo, con intemperancia, sería una mortificación impulsada por el espíritu humano, por el espíritu de orgullo.

Necesitamos serenidad, sobre todo delante de la cizaña que crece en el campo de nuestro corazón. Necesitamos serenidad para soportar humilde, resignadamente, nuestra debilidad y nuestra corrupción natural. Necesitamos serenidad, en fin, para confiar ciega e incansablemente en el Señor y en su divina gracia.

¡Qué poco comprendemos todavía este camino de la humildad, de la pequeñez, de la tolerancia, de la paciencia con nosotros mismos!

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Después de haber sembrado el Señor buena simiente en el campo de nuestra alma, viene el enemigo y siembra encima de ella su cizaña. Hace esto también por medio de las múltiples y variadas tentaciones con que atormenta al alma, para separarla de Dios.

También las tentaciones contribuyen a nuestro crecimiento espiritual, al desarrollo de la buena semilla, es decir, de la gracia y de las virtudes.

La tentación prueba, robustece y confirma nuestra fidelidad a los mandamientos de Dios.

La tentación es un excelente medio para aborrecer y cobrar asco al mundo. Desgraciadamente amamos al mundo mucho más de lo que nosotros mismos creemos. Pues bien: la tentación nos hace un gran beneficio, al redimirnos de este apego desordenado a las cosas terrenas.

La tentación es, además, un castigo por nuestros pecados de la vida pasada. Sometámonos, pues, humildemente a ella, y redimiremos así en poco tiempo la pena temporal que habríamos de redimir después de nuestra muerte con largos años de terribles tormentos en el Purgatorio.

Pero aun hay más.

La tentación abre nuestros ojos y nos descubre en toda su desnudez nuestra natural flaqueza y nuestra interna corrupción. La tentación es el mejor camino para adquirir el propio conocimiento y la verdadera humildad.

Ahora bien: ¿qué virtud más auténtica y qué mejor progreso espiritual que el de conocerse uno a sí mismo cada vez más profundamente, que el de humillarse sinceramente por su natural miseria?

La tentación nos ofrece ocasión para defender y practicar con particular empeño las virtudes que el tentador trata de disputarnos y de arrebatarnos. Con ello no hacemos más que acrecentar nuestra virtud y nuestro mérito.

La tentación nos hace ponernos en guardia y estar alerta contra muchos pecados. Nos obliga a entregarnos a una constante y fervorosa oración y nos arranca de esa especie de somnolencia, de modorra espiritual, que se apodera de nosotros cuando todas las cosas siguen su curso normal, cuando ningún tentador viene a poner en tensión nuestra alma.

La tentación nos hace ganar en seriedad moral y en sinceridad de conducta.

Cuanto más quiera Dios atraernos hacia sí, cuanto más quiera limpiarnos y purificarnos de toda escoria del pecado, más nos hará pasar por el fuego de la tentación.

Pidamos, con la Oración Colecta de esta Misa: Te suplicamos, Señor, defiendas continuamente a tu familia con tu paternal bondad, para que, puesto que sólo se apoya en la esperanza de tu gracia celestial, sea siempre guardada con tu segura protección.