La Natividad de Nuestro Señor Jesucristo
MISA DEL DÍA
En el principio era el Verbo. Y el Verbo estaba en Dios. Y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él. Y nada ha sido hecho sin Él. Lo que ha sido hecho era vida en Él. Y la vida era la luz de los hombres. Y la luz en las tinieblas resplandece; mas las tinieblas no la comprendieron. Fue un hombre enviado de Dios, que tenía por nombre Juan. Este vino en testimonio, para dar testimonio de la luz, para que creyesen todos por él. No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba y el mundo por Él fue hecho, y no le conoció el mundo. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron, les dio poder de ser hechos hijos de Dios, a aquéllos que crean en su nombre. Los cuales son nacidos no de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, mas de Dios. Y el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros. Y vimos la gloria de Él; gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Desde el tiempo del Papa San Gregorio Magno (+ 604), la Iglesia Romana celebra en el día de Navidad tres Misas: la primera, durante la noche, en Santa María la Mayor; la segunda, al rayar el alba, en Santa Anastasia, la Iglesia de la Resurrección; la tercera, ya de día, otra vez en Santa María la Mayor, aunque antiguamente era en San Pedro.
La tercera Misa nos presenta al Verbo Eterno en todo el esplendor de su hermosura. Aquí contemplamos, a plena luz, al tan ansiosamente Esperado durante todo el Adviento. Ha nacido el Hijo de Dios, el Rey que sostiene en sus hombros el imperio del universo; ha nacido Cristo, el Salvador, el Señor del mundo.
El Introito de esta tercera Misa nos revela claramente el pensamiento fundamental de la liturgia de hoy: Nos ha nacido un Niño.
Pero, este Niño, que descansa en un pesebre, es el Señor de la creación: Sobre sus hombros sostiene el imperio del universo, y se llama el Ángel del Gran Consejo, es decir, el Mediador, el Ejecutor de los grandiosos planes de la Providencia para la redención del mundo.
En la Oración Colecta volvamos a suplicarle de nuevo, con toda instancia, nos dé su redención, nos liberte de las cadenas del pecado, de la esclavitud de Satanás, y nos admita en el Reino de su gracia.
En el Gloria in excelsis debemos tributarle nuestro homenaje de alabanza y de adoración: Tú, Jesús, eres el Hijo del Padre; Tú eres quien borra los pecados del mundo; Tú eres el que se sienta a la diestra del Padre… Tú eres el Rey y el Señor de los Ángeles y de los hombres, del Cielo y de la tierra. Sólo Tú eres el Santo; sólo Tú eres el Señor; sólo Tú eres Altísimo, junto con el Padre y el Espíritu Santo.
En la Epístola, San Pablo canta las glorias y las grandezas del divino Niño que yace en el pesebre: es el Hijo de Dios, es su Heredero universal. Por Él lo ha creado todo; Él es el resplandor de su gloria y el retrato de su sustancia; Él sostiene el universo y se sienta, como en un trono, a la derecha de la majestad del Altísimo. Su trono es eterno; su imperio, un imperio de justicia y de equidad. Los cielos y la tierra perecerán, mas Él, en cambio, permanecerá para siempre, como Cristo y como Rey del mundo.
En el Evangelio se desarrolla este mismo pensamiento. ¡Bienaventurados los que reciban esa luz! En virtud de ella, se les dará la gracia de llegar a ser hijos de Dios.
He aquí la gran revelación de la fiesta de Navidad: el Hijo de Dios se hace hombre para que los hombres lleguemos a ser hijos de Dios por la comunicación de la divina gracia.
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Nos ha nacido un Niño; sobre sus hombros se apoya un imperio. Nosotros no nos contentemos solamente con contemplarlo… Tomémoslo, además, y ofrezcámoselo a Dios Padre, como don nuestro, en lugar de nosotros mismos, como nuestro sacrificio de alabanza y de adoración, de acción de gracias, de propiciación y de oración.
Contemplemos, con los ojos corporales, la escena de Belén en su viva y palpitante realidad y verdad. Un Niño, envuelto en pañales, reclinado sobre un pesebre; fuera de la ciudad, en un establo. A su lado, en sublime adoración y cumpliendo sus deberes de madre, la Virgen Santísima, que acaba de darlo a luz. Y con ambos, también en religioso silencio y en arrobada contemplación, el Buen San José.
¡Oh Noche tranquila, oh santa Noche! Contemplemos al Niño, pobre, recostado sobre la dura paja, privado de toda comodidad, porque su propio pueblo, los de su misma familia no han querido darle alojamiento. Él vino a los suyos, pero los suyos no quisieron recibirle…
Contemplemos, ahora, con los ojos de la fe… En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios. Y el Verbo era Dios… Vida… Luz… Y el Verbo se hizo carne… Y nosotros hemos contemplado su gloria, la gloria del Unigénito, del Padre, lleno de gracia y de verdad.
En este Niño del pesebre se hallan encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia divinas; en Él se encuentra la plenitud de la Divinidad… Él es la imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación… Porque en Él ha sido creado todo cuanto encierran cielos y tierra, las cosas visibles e invisibles; todo ha sido creado en Él y por Él… Es el primero de todos, y todos tienen en Él su fundamento… Él posee el principado de todo; Dios ha querido que exista en Él la plenitud de todo, y que todas las cosas vuelvan a reconciliarse con Dios por su intermedio, siendo la Sangre de su Cruz la que restablezca la paz entre todo cuanto existe en los cielos y en la tierra.
Contemplemos al Niño. Su alma se halla totalmente bañada de claridad y gloria divinas. El bienaventurado gozo de esta contemplación la llena de sabiduría y de ciencia. El porvenir no tiene secretos para su penetrante mirada.
Las manos de este Niño poseen todo el poder del cielo y de la tierra. Él domina sobre los Ángeles y sobre los hombres, sobre los espíritus y sobre los corazones. Se le ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra.
Creamos con toda nuestra alma en Él, verdadero hombre… Creamos igualmente en Él, verdadero Dios.
Estemos preparados. Purifiquemos nuestra alma, nuestra mente, nuestros corazones. Seamos para Él un pesebre en el que establezca su alegre morada. Penetrará el Rey de la gloria… Ahora, en el anonadamiento de sus dolores y sujeto a la muerte… Más tarde, con la majestad del que habrá de juzgar al mundo.
Navidad es la apertura de la puerta para esta segunda venida del Señor, al fin de los tiempos. Bienaventurados los que le reciban ahora, en su anonadamiento; los que crean y se entreguen a Él, porque ellos podrán contemplarle después, plenamente confiados, cuando vuelva como Juez.
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Dios y Hombre en una sola persona. Es el Hijo predilecto, en el cual tiene el Padre puestas todas sus complacencias. Todo se lo ha dado el Padre. Antes de que fuera creado el mundo, ya poseía Él la divina claridad de su Padre. A Él le ha sido dada toda potestad sobre el cielo y la tierra. El cielo y la tierra perecerán, pero su palabra no pasará jamás.
Exige de nosotros fe en Él, acatamiento, amor. No consiente que pongamos la esperanza de nuestra salvación en ningún otro nombre fuera del suyo.
Es Dios y es Hombre. Es Hijo de la Virgen. Procede de nuestra misma familia. Posee un cuerpo y un alma como los nuestros. Está dotado de una sensibilidad, de una voluntad y de una inteligencia como las nuestras. Es el Hijo del hombre, como Él mismo gusta de llamarse. Es hombre como nosotros. Semejante a nosotros en todo, salvo el pecado.
Es nuestro Redentor y nuestro Pontífice Supremo. Está lleno de gracia y de verdad. Y de su plenitud todos nosotros hemos participado.
Es el Hombre-Dios a quien, ya en su mismo Nacimiento, acatan los Ángeles y las estrellas, a quien obedecen los vientos y las tempestades, es el que tiene poder sobre todas las enfermedades; es, en fin, Aquel a quien, en el instante de su mayor humillación y anonadamiento, rinden homenaje los cielos y la tierra: el sol se obscurece, la tierra tiembla, las rocas se resquebrajan.
Este es el que aparece hoy en el portal Belén, dispuesto a entregarse a nosotros.
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¡Venid, adoremos! La liturgia nos lleva hoy a Belén, junto al pesebre donde reposa el divino Rey recién nacido.
Una vez ante el divino Niño, prosternémonos en actitud de adoración y recitemos, con palpitante emoción, con devoción profunda, las palabras del Credo.
Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios, Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero Dios. Engendrado, no creado, consubstancial con el Padre. Por Él han sido creadas todas las cosas. Descendió de los cielos por nuestra salvación. Fue concebido por la Virgen María, por virtud del Espíritu Santo, y se hizo hombre.
¡Ah! Si viviéramos verdaderamente de nuestra fe, ella inflamaría nuestro corazón y le haría amar con delirio al que, impulsado por nuestro amor, se despojó de sí mismo, se anonadó, y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
¡Oh, qué inefable dicha debiera producirnos nuestra viva fe en el misterio de la Natividad! ¿Acaso no nos ha dado el Hijo de Dios el poder de hacernos, junto con Él, hijos del Padre, participantes de la misma vida divina que Él posee y que, mediante su Encarnación, nos ha comunicado a nosotros?
¡Qué poco convencidos estamos de estas verdades! En el misterio de la Encarnación se nos da Dios mismo, con todo lo que Él es y con todo cuanto posee. Él sabe muy bien que ninguna otra cosa puede saciarnos más que Él mismo.
Pero, a pesar de todo esto, ¡cuánta frialdad, cuánto olvido por parte nuestra! ¡Qué apegados estamos al polvo y qué absortos vivimos en mil frivolidades!
¡Él, tan espléndidamente generoso con nosotros!; y nosotros, ¡tan ruines y tan egoístas con Él!
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Ante el Pesebre, admirémonos con la Liturgia: ¡Oh maravilloso intercambio! El Creador del género humano, tomando un cuerpo y un alma, se dignó nacer de una Virgen y, hecho hombre sin semilla humana, nos comunicó su divinidad.
El día de la Encarnación, el Hijo de Dios asume una naturaleza humana, y la une a su Persona divina.
Nueve meses más tarde, en el Portal de Belén vemos a un Niño recién nacido… Junto a Él, la Virgen Madre… Un poco más allá el Buen San José…
Detrás de las apariencias externas de este frágil e impotente Niño la fe nos hace ver la plenitud de su divinidad: El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy…
Un débil Niño, recién nacido… y, al mismo tiempo, Hijo de Dios…; de la misma esencia y naturaleza que el Padre, consubstancial con el Creador y Conservador de todo, Omnisciente, Rector del universo.
¡Él ha tomado nuestra carne, nuestra naturaleza! ¡Dios y hombre en una sola y misma persona! ¡Oh maravilloso intercambio! ¡El Hijo de Dios toma de nosotros la naturaleza humana! Él se anonadó a sí mismo, tomó la forma de esclavo y se hizo semejante en todo a nosotros, salvo el pecado.
Tuvo que hacerse en todo semejante a sus hermanos, para redimir sus pecados. ¡Toma nuestra naturaleza humana para purificarla, para ennoblecerla, para divinizarla, para sumergirla en su divina naturaleza!
¡Oh Niñito del pesebre! ¿Que podremos decirte de este maravilloso intercambio? ¡Oh maravilloso intercambio!
Nosotros entregamos al Hijo de Dios nuestra miseria, nuestra nada… Él a cambio de esto, nos hace participantes de su naturaleza divina; nos da la gracia santificante, la filiación divina, la resurrección de la carne, la posesión y el goce perpetuo de la vida, de la gloria y de la bienaventuranza divinas.
Dice la oración de la bendición y mezcla de la gota de agua del Ofertorio de la Misa: ¡Oh Dios!, que maravillosamente formaste la naturaleza humana y más maravillosamente la reformaste; por el misterio de esta agua y vino, haznos participar de la divinidad de Aquel que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad, Jesucristo, tu Hijo Señor nuestro.
¡Oh maravilloso intercambio! En el Ofertorio de la santa Misa ofrezcamos hoy sobre el altar, junto con las oblatas del pan y vino, nuestra alma, nuestro cuerpo, nuestro corazón, nuestra miseria, nuestros pecados, nuestra indigencia moral…
Después, digamos: Suscipe, Domine — Recibe, Señor, estos dones que te presentamos.
En la Sagrada Comunión nos los devolverá; pero, así como ya no serán ni pan ni vino; tampoco serán nuestra pobre e indigna humanidad…
Recordemos lo dicho por el mismo Hijo de Dios: el que come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en Mí y yo en él… El que me coma a Mí, vivirá por Mí, como yo vivo por el Padre…: Vivirá eternamente.
A través de la naturaleza humana de Cristo la vida divina llega hasta nosotros, siéndonos infundida por medio del Santo Bautismo, de la Sagrada Eucaristía, y demás Sacramentos.
Jesucristo es la divina Vid que expande su exuberante vitalidad, que derrama su savia fecunda por todos sus sarmientos y pimpollos, es decir, por todos nosotros.
La vida divina es una nueva fuerza, que nos eleva por encima de las necesidades, de las preocupaciones, de los gustos de nuestra vida humana.
Es una mentalidad nueva, una nueva visión de las cosas, una nueva luz, una nueva voluntad. Es un amor, una aspiración, una ambición nueva. Es una nueva y sublime pujanza. Es un nuevo vigor.
Esta nueva vida penetra e informa nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras acciones y todas las manifestaciones de nuestra personalidad.
Consagra, por decirlo así, todos nuestros actos, les hace participar de la dignidad, del valor, de la gracia y de la divina fecundidad de la vid Cristo.
¡Oh maravilloso intercambio! ¡Nosotros damos a Cristo nuestra pobre naturaleza humana, y Él, en retorno, nos entrega su Divinidad!
En el principio era el Verbo. Y el Verbo estaba en Dios. Y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él. Y nada ha sido hecho sin Él. Lo que ha sido hecho era vida en Él … Mas a cuantos le recibieron, les dio poder de ser hechos hijos de Dios … Y el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros.