La Natividad de Nuestro Señor Jesucristo
MISA DE LA AURORA
En aquel tiempo los pastores decían entre sí: Vayamos hasta Belén y veamos eso que ha sucedido, que el Señor nos ha manifestado. Y se fueron presurosos; y encontraron a María, y a José, y al Niño acostado en un pesebre. Y, al verlo, conocieron ser verdad lo que se les había dicho acerca de aquel Niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron, y de lo que los pastores les decían. Y María guardaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón. Y se volvieron los pastores, glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, según se les había dicho.
Desde el tiempo del Papa San Gregorio Magno (+ 604), la Iglesia Romana celebra en el día de Navidad tres Misas: la primera, durante la noche, en Santa María la Mayor; la segunda, al rayar el alba, en Santa Anastasia, la Iglesia de la Resurrección; la tercera, ya de día, otra vez en Santa María la Mayor, aunque antiguamente era en San Pedro.
En la Misa de la Aurora han desaparecido las tinieblas casi por completo. El horizonte comienza a dorarse con los primeros resplandores del sol: el verdadero Sol, Cristo, el Redentor, brilla ya encima de nosotros.
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En la segunda Misa de Navidad la liturgia nos congrega otra vez en torno al pesebre del Señor.
Como dice el Introito, la luz brillará hoy sobre nosotros, porque ha nacido nuestro Señor…, y su reinado no tendrá fin. El Señor es Rey y está vestido de nobleza. La fortaleza heroica rodea al Señor como una túnica y le ciñe como un cinturón.
Con la vista puesta en el divino Rey, que yace en el pesebre, escuchemos la palabra del Apóstol:
Vosotros, en otro tiempo, estabais muertos en vuestros delitos y pecados y caminabais en ellos, obedeciendo al imperio del príncipe de las aéreas potestades, a Satanás, el cual sigue dominando todavía sobre los hijos de la incredulidad.
Entre ellos nos contamos también algún día todos nosotros. Entonces seguíamos ciegamente los deseos de nuestra carne, ejecutábamos todo lo que la carne y el corazón nos pedían, y éramos, por naturaleza, hijos de ira, como todos los demás.
También nosotros éramos, en otro tiempo, necios, infieles, esclavos del error y de todos nuestros deseos y malas pasiones. Vivíamos en malicia y llenos de envidia. Éramos odiosos a Dios y nos odiábamos mutuamente entre nosotros.
¡Éramos paganos, hombres alejados de Dios, desconocedores de Cristo, privados de la vida y de la filiación divinas! Esto éramos y esto somos de nosotros mismos, es decir, abandonados a nuestras propias fuerzas.
Mas ahora, ya han aparecido la benignidad y la misericordia de Dios, Salvador nuestro. Él nos ha salvado, no en virtud de las obras de justicia realizadas por nosotros, sino puramente por su divina misericordia, mediante el baño de regeneración y renovación del Espíritu Santo, que derramó abundantemente sobre nosotros por Jesucristo, Salvador nuestro, para que, justificados con su gracia, alcancemos según lo esperamos, la herencia de la vida eterna.
¡Estamos salvados! He aquí el alegre mensaje que nos trae Navidad. El Señor nos ha salvado mediante su Encarnación y su Nacimiento de la Virgen María. ¡Estamos salvados! En Cristo, en el Niño del pesebre. Él nos ha merecido a todos la gracia de la redención.
Nosotros no tenemos más que creer en ella y apropiárnosla.
Por sola su misericordia, Dios nos ha arrancado del dominio de las tinieblas, del pecado, de las pasiones, de Satanás, del infierno, y nos ha trasplantado al reino del Hijo de su amor. En Él poseemos nuestra redención y el perdón de nuestros pecados, gracias a su preciosísima Sangre.
Las cadenas, con que nos tenía amarrados Satanás, han sido quebrantadas. ¡Ya estamos libres de sus garras! Hemos sido transportados al Reino del Hijo de Dios y ya poseemos todos los tesoros de su redención: la verdad, la gracia, la morada de Dios en nuestra alma, el amor divino, la plena y viviente incorporación a Cristo y a la Iglesia, la participación en la vida de la divina Vid, los sacramentos, la Eucaristía, la promesa y la garantía de nuestra futura resurrección y de nuestra entrada en la vida eterna.
Todo esto es nuestro… Nos lo ha alcanzado el Niño del pesebre… No en virtud de nuestras obras buenas, sino sólo por su pura misericordia…
El amor que Dios nos tiene lo ha demostrado enviando al mundo a su Hijo Unigénito, para que por Él vivamos nosotros. Esta caridad de Dios consiste, no en que nosotros le hayamos amado a Él, sino en que es Él quien primero nos amó a nosotros y nos dio a su propio Hijo, como propiciación por nuestros pecados.
Dios quiere la purificación y la santificación del mundo. Para obtener ambas cosas, su propio Hijo se ofrece.
¡Estamos salvados! Con tal de que le permitamos al Señor completar en nosotros su obra redentora.
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Vayamos al Pesebre y en el Niñito de Belén veamos, con la liturgia de hoy, al fuerte y poderoso Rey divino, al Señor del universo, al Fundador del reino de la verdad y de la vida, del reino de la santidad y de la gracia, del reino de la justicia, del amor y de la paz, como dice el Prefacio de la Fiesta de Cristo Rey.
La fe debe hacernos contemplar la corona y el cetro que la vista corporal no alcanza a ver.
Con el Introito de la primera Misa de Navidad, contemplemos admirados la entronización del Rey. El Padre Eterno decreta: Yo te constituyo Rey sobre Sión, sobre mi santo monte, es decir, sobre la Iglesia.
Y el nuevo Rey lo proclama en seguida ante el mundo entero: El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo, y te daré en herencia las naciones, y te haré dueño de todos los confines de la tierra. Los regirás con cetro de hierro, y los pulverizarás como a la vasija de un alfarero.
Aquí, en el Pesebre, está el Rey, que afirma: Se me ha dado todo poder sobre los cielos y sobre la tierra.
Proclamemos con fe y amor: Niño del pesebre, yo creo en tu reinado… Me someto gustoso a tu imperio… Me considero dichoso de poder ser conducido, mandado y regido por Ti. Me entrego totalmente a tu dominio. Quiero servirte, quiero vivir y morir en tu santo servicio…
El reinado del Niño de Belén sobre los hombres no se funda en la carne, ni en la sangre, ni en la raza, ni en el nacimiento, ni en las armas, ni en los ejércitos. No se funda tampoco en las dotes naturales del hombre: en su inteligencia, en su cultura, en su renombre, en su perspicacia, en su ascendiente, en su influencia. Tampoco se funda en el oro, ni en las riquezas materiales.
Sólo se basa en dos cosas: en la gracia divina y en la buena disposición del hombre para recibir esa gracia.
Lo primero, en la gracia divina, porque nadie viene a mí, si no le atrae mi Padre.
Después, en la buena disposición del hombre para escuchar y seguir la llamada de la gracia, porque todo el que escucha y obedece al Padre, viene a mí.
He aquí los verdaderos hijos de la Verdad. Todo el que es hijo de la verdad, escucha mi voz.
El que abra su corazón puro a la verdad y al bien, el hombre de buena voluntad, el que esté dispuesto a recibir sencilla y rectamente la verdad y a practicar el bien, alcanzará la posesión del Reino de Cristo.
¡Tan amplios y universales y, al mismo tiempo, tan sencillos son sus fundamentos!
La gracia del Dios Salvador —nos dice el Apóstol— apareció a todos los hombres. Dios da a todos, incluso a los ciegos y a los obstinados, la gracia que necesitan en cada momento. ¿Para qué? Para hacerlos hijos suyos, objetos de su amor… Para hacer hijos suyos a los hombres, cuya naturaleza está tan profundamente inclinada al mal; para hacerlos templos vivos del Espíritu Santo, santificados por Él; para hacerlos participantes de la naturaleza divina y para compartir con ellos su misma vida.
Dios quiere elevarnos hasta la altura de su vida divina, pero quiere, además otra cosa, que nosotros colaboremos también con Él en dicha obra.
El hombre contemporáneo se gloría de su fuerza muscular, de sus inventos, de su cultura…, se cree muy listo… Pero, para ser hijo de Dios le hacen falta la simplicidad, el candor y la pequeñez del niño…
Vivamos con lo más profundo de nuestra alma esa infancia gloriosa.
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Junto con los pastores arrodillémonos ante el pesebre, llenos de admiración y de respeto.
El Rey del Cielo, el que sostiene al mundo, descansa en un establo, yace en un pesebre y reina en los Cielos. El que sustenta a los pajarillos no se desdeñó de acostarse sobre el heno, no tuvo horror a un pesebre y se contentó con un poco de leche.
De nuestro padre Adán hemos heredado un triple desorden, causa de los infinitos males que afligen a la humanidad:
– la concupiscencia de los ojos, es decir, el apego a los bienes de la tierra;
– la concupiscencia de la carne, o sea, los malos apetitos y la sensualidad, con sus mil variadas formas y matices;
– y la soberbia de la vida, consistente en nuestra inmoderada ambición de honores, dignidades, poder, fama e influencia.
Pero el Nuevo Adán, el Niño del pesebre, nos enseña un nuevo camino:
– el camino de la pobreza voluntaria, de la renuncia a todo apego desordenado a los bienes de la tierra y a toda criatura, sea la que sea;
– el camino de la humilde sumisión al dolor y a las privaciones;
– el camino de la humildad, del anonadamiento, de la infancia espiritual.
¡Aprended de mí!… En el Niño del pesebre se nos manifiesta la Sabiduría de Dios humanada, es decir, visible y palpable a todos.
Venid a mí todos. Tomad sobre vosotros mi yugo, pues mi yugo es suave y mi carga ligera. Aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón.
Sí; la Sabiduría de Dios aparece ante nosotros bajo la débil figura de un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. ¡Qué confusión para nuestra soberbia, para nuestra propia estima, para nuestra eterna e insaciable sed de dignidades, de bienes caducos, para nuestra vida muelle y tranquila!
Vayamos al Pesebre. Postrémonos, en actitud de profunda adoración, ante el divino Niño y supliquémosle: ¡Oh Sabiduría! Ven y enséñanos el camino de la santidad. Haznos comprender que, todo lo que se opone a tu doctrina y a tu ejemplo, no es más que locura, vanidad y muerte. Convéncenos de que el juicio del mundo y la sabiduría de la carne son mera estulticia.
El divino Rey del pesebre, la Sabiduría de Dios se hace hombre y escoge para sí la pobreza voluntaria, la vida obscura, la necesidad, las privaciones, el dolor…
Este es el camino que Él enseña a su Iglesia y a todos los que están resueltos a seguir sus pisadas. Yo soy el camino…
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De este modo, participaremos de su Divinidad. ¡Oh maravilloso intercambio! El Creador del género humano, tomando un cuerpo y un alma, se dignó nacer de una Virgen y, hecho hombre sin semilla humana, nos dio su Divinidad.
El Hijo de Dios tomó de nosotros la naturaleza humana. Es la primera parte del intercambio.
En trueque, nos da su Divinidad. He aquí la segunda parte del maravilloso comercio, de que habla la sagrada liturgia de hoy.
Nos dio su Divinidad… Aun cuando nosotros hubiéramos dado realmente alguna cosa a Dios, Él no nos debería absolutamente nada, pues todo lo que nosotros tenemos es suyo.
Sin embargo, cuando Él hace una cosa, la hace siempre con divina sabiduría. Por eso, cuando toma de nosotros la naturaleza humana, lo hace con un fin divino, admirable, sublime.
En efecto, este designio no es otro que el de darnos a nosotros su Divinidad, el de hacer a los hombres participantes de la naturaleza divina, el de hacernos convivir y gozar a todos de su misma vida divina.
¡Qué maravilloso intercambio! Por la naturaleza humana, que toma de nosotros, nos da Él la participación y posesión de su naturaleza divina.
En el Niño del pesebre habita corporalmente la plenitud de la Divinidad… Yo soy la vida… En Él estaba la vida. Y de su plenitud hemos participado todos, gracia por gracia.
¡Maravilloso intercambio! Yo vivo la vida divina, dice Nuestro Señor, y vosotros también la viviréis, poseyendo y conviviendo conmigo mi propia vida…
Nosotros poseemos la vida divina por medio de la gracia santificante. La vivimos, imitando, reproduciendo en nosotros las virtudes de Cristo: su amor al Padre, su celo por las almas, su obediencia, su humildad, su pobreza, su santidad.
Estas son las lecciones que nos da el Pesebre de Belén. Pidamos a la Virgen Madre y al Buen San José nos alcancen la gracia de aprenderlas y practicarlas.