No sé qué es lo que tienes que cuando te contemplo
mi corazón rebosa de puro ardor filial
al meditar en tantos milagros y portentos
que hay en tu santa imagen de origen celestial.
Virgen llena de estrellas, de música, de flores,
de rosas y rosarios, de beatitud y amor,
en tu claustro materno traes la Vida a los hombres:
¡bendito e inmaculado sagrario del Señor!
¡Qué humilde te presentas envuelta en esa aureola
que enmarca tu inocencia con mil rayos de luz!
¡Qué hermosas son tus manos en oración devota,
tu cabellera suelta y tu sencilla cruz!
Tan digna es tu belleza que no hay una palabra
que, haciéndote justicia, te pueda describir,
ni hay fiel noble y piadoso que a tu llamado de almas
tan dulce y persistente, se pueda resistir.
¡Oh misericordiosa y amada Madre nuestra,
en estos tristes días de olvido y acritud
del hombre contra el cielo, tu imagen nos alienta
a retornar a mundos de paz y de virtud!.
Aquel que te venera encuentra en ti un sereno
refugio en circunstancias de angustia y de dolor.
No hay hijo que abandones o dejes sin consuelo.
No hay justo al que le niegues tu eficaz protección.
Por eso, Virgencita, a ti, devotamente,
consagro mi existencia con fe y con humildad
sabiendo que las gracias que tu piedad concede
son místicos peldaños hacia la eternidad.