CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO
El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato Procurador de Judea, y Herodes Tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo Tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconítides, y Lisanias Tetrarca de Abilene, hallándose Sumos Sacerdotes Anás y Caifás, el Señor hizo entender su palabra a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.
Y vino por toda la ribera del Jordán, predicando un bautismo de penitencia, para remisión de los pecados, como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías: Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas. Todo valle será terraplenado, todo monte y cerro rebajado; y los caminos torcidos serán enderezados, y los escabrosos allanados; y verán todos los hombres la salud de Dios.
Ayer fue Sábado de las Cuatro Témporas de Adviento. Por eso el Evangelio de este Cuarto Domingo es el mismo. La razón radica en que el Sábado de Témporas se celebraba primitivamente con gran solemnidad, y la Vigilia nocturna, que se desarrollaba en San Pedro de Roma, se prolongaba hasta la mañana de ese Domingo.
Más tarde se abandonó la función nocturna, se acortó el Oficio y se anticipó la Misa a la mañana del Sábado. Con esto hubo necesidad de crear una nueva Misa para el Cuarto Domingo de Adviento: es la que ahora nos ocupa, la cual es una prolongación de la liturgia de las Cuatro Témporas, singularmente de la Misa del Miércoles, conservando el mismo Evangelio.
Sus principales pensamientos son un eco de los que ya nos inculcaba el primer Domingo de Adviento, a saber: que debemos purificarnos y preparar nuestro camino al Señor, pues continuamos esperando su próxima llegada.
Unos días nada más, y la tierra se habrá abierto: el seno virginal de María Santísima nos habrá dado al Salvador. Nosotros, supliquemos a Dios acelere cuanto antes la venida del Señor, pues necesitarnos con gran urgencia del Salvador y de su gracia.
Su Primera Venida, a Belén; fue una preparación de su Segunda y última Venida, cuando retorne con poder y majestad, para dar a cada cual lo merecido por sus obras.
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El Señor está cerca, dice el Gradual. El Señor está cerca de todos los que le invocan de verdad… de los que le invocan sinceramente. Está cerca de los que reconocen y confiesan, humilde y sinceramente, su propia indignidad, su impureza, su culpabilidad. Está cerca de todos los que, renunciando totalmente a sí mismos, sólo confían en Dios y a Él se entregan sin reserva.
Nosotros, clamemos con santa impaciencia en el Aleluya:Ven, Señor, y no tardes: quita de encima de nosotros el peso de nuestros pecados. ¡Y Él vendrá!
Oración Colecta dice: Excita, Señor, tu potencia y ven, te lo suplicamos. Socórrenos con tu poderosa virtud, para que, con el auxilio de tu divina gracia y por tu benigna misericordia, llegue pronto a nosotros el que, por causa de nuestros pecados, tarda todavía en venir.
Nuestros pecados retraen, retrasan la venida de Nuestro Señor… Texto para reflexionar y tomar resoluciones…
San Pablo escribió a los fieles de Filipo: Nosotros vivimos ya como ciudadanos del cielo, de donde asimismo estamos aguardando al Salvador Jesucristo Señor nuestro, el cual transformará nuestro vil cuerpo, y lo hará conforme al suyo glorioso.
La Iglesia espera la llegada del Señor, del Esposo. Desde el instante en que Él subió al Cielo, Ella está de pie y escruta constantemente el horizonte, para ver si llega pronto el Esposo que ha de conducirla a los eternos desposorios.
Recordemos y tengamos en cuenta la parábola de Nuestro Señor: El reino de los cielos es semejante a diez vírgenes que, habiendo tomado sus lámparas, salieron al encuentro del esposo. El Señor nos ha trazado muchos cuadros de la Iglesia militante; pero ninguno de ellos puede compararse en colorido y en expresión con el que nos diseñó en la parábola de las diez vírgenes que salieron al encuentro del esposo.
A las cinco prudentes sólo les domina un pensamiento: esa reunión… ¡Cómo piensan en todo lo necesario, cómo lo disponen todo de antemano! Se preocupan de no malograr el encuentro y perder al esposo que va a llegar. ¡Cómo lo esperan! ¡Con qué ansiedad escrutan el horizonte, para ver si lo divisan! ¡Con qué atención ausculta su oído en la noche, para sorprender el menor ruido! ¡Qué tensión en sus nervios y en todo su cuerpo, para correr en todo momento a lo único que les preocupa! ¡Cómo les devora el ansia de saludar cuanto antes al esposo y de penetrar con él en la sala de bodas!
¡Sí!, así es la Iglesia, así es la Esposa del Señor, así debe ser todo fiel…, un expectante…
La Iglesia espera la llegada del Esposo. La espera con ansia devoradora. ¿Qué podrá brindarle la tierra? Su atención está clavada en lo eterno… Nuestra conversación está en el Cielo. De allí estamos aguardando al Salvador, a nuestro Señor Jesucristo.
La Iglesia vive en continua expectación. Sus hijos, cuando se encuentran, se saludan mutuamente con la exclamación: Marana Tha — ¡Ven, Señor! Su súplica constante es: Amen. Veni, Domine Jesu — Amén. ¡Ven, Señor Jesús! Impelidos por este santo anhelo, ruegan, según enseña la Didaché o Doctrina de los Doce Apóstoles: «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y hacerla perfecta en tu caridad, y congrégala, santificada, desde los cuatro vientos, en tu reino que le has preparado. Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos. Venga la gracia y pase este mundo. Hosanna al Dios de David. El que sea santo, que se acerque. El que no lo es, que se arrepienta. «Marana Tha» Amén».
El anhelo que sentía y siente la Iglesia por la llegada del Esposo se inflamará todavía más al fin de los tiempos, al contemplar los terrores y consuelos apocalípticos de aquella hora. Entonces, «El espíritu y la Esposa clamarán: ¡Ven! Y, el que lo oyere, repetirá: ¡Ven!»
Porque en ese momento, el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que, habiendo tomado sus lámparas, salieron al encuentro del Esposo… Pero debemos ser de las prudentes, que llevaron consigo suficiente provisión de aceite. Tal vez, sus lámparas no eran tan hermosas como las de las fatuas…, pero tenían suficiente combustible…
Así pasa hoy en día…, hay quienes poseen hermosas “estructuras”, como dicen…; pero son fatuos, se jactan de ellas, pero no se proveen de aceite… Es de temer que, cuando llegue el Esposo, sus “estructuras” nos les sirvan de nada…, lleguen tarde, encuentren la puerta cerrada y, al pedir que se les abra, desde dentro, se les responda: Amen dico vobis, nescio vos… En verdad os digo, no os conozco…
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Sin perder esto de vista, tengamos en cuenta que la Misa de hoy nos presenta tres figuras, tres predicadores del Adviento: el Profeta Isaías, San Juan Bautista y María Santísima, la Virgen Madre.
El primero aparece en el Introito, es decir, en el camino que lleva al Santuario.
El Bautista se nos presenta en el Evangelio o, como si dijéramos, en la antecámara del Sacrificio.
Finalmente, la Virgen Madre aparece en el Ofertorio y en la Antífona de la Comunión, es decir, dentro ya del Santuario y en el mismo corazón del Santo Sacrificio.
Los tres nos inculcan un mismo pensamiento, nos anuncian una misma gozosa nueva: ¡El Señor está cerca: preparadle el camino!
Los tres se dan cita en la Misa de hoy para revelarnos el significado de la misma.
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La Antemisa es la llamada de la gracia a las puertas de nuestra alma. Los que nos hacen esta llamada son el Profeta Isaías y el Heraldo, San Juan Bautista.
Ya está San Juan, el Precursor, predicando y bautizando en el Jordán; ya anuncia a Aquel cuyo camino ha venido él a preparar.
El Evangelio nos relata con gran énfasis y con escrupulosa minuciosidad cronológica los comienzos de la obra del Bautista. Se comprende: estamos en el umbral de una nueva época. ¡El Señor está cerca! San Juan —el Heraldo, el preparador del camino— ya ha comenzado su plan, su obra.
Lo hace en medio de la corrupción de las autoridades, tanto, políticas como religiosas: El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato Procurador de Judea, y Herodes Tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo Tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconítides, y Lisanias Tetrarca de Abilene, hallándose Sumos Sacerdotes Anás y Caifás.
Predica penitencia: Haced penitencia, pues se acerca el reino de los cielos. ¡Preparad el camino del Señor!
Este es el programa: Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas. Todo valle será terraplenado, todo monte y cerro rebajado; y los caminos torcidos serán enderezados, y los escabrosos allanados…
Nosotros, sacrifiquemos todo lo caduco y transitorio, y volvámonos hacia el Señor, hacia el Redentor.
Tengamos una fe viva en el que viene; limpiémonos de todo pecado, de toda impureza; hagamos penitencia; tengamos contrición y humildad; hagamos una buena y santa confesión; no admitamos en nosotros más que pensamientos y afectos santos, llenos de Dios.
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Contribuyen también al mismo fin todos los demás textos de esta primera parte de la Misa, junto con sus melodías gregorianas correspondientes. Todo ello viene a ser como un prodigioso: El Ángel del Señor anunció a María, dirigido a nuestra alma.
En las puertas de nuestro corazón aparece hoy la divina gracia con su Ave, Maria en los labios, esperando a que le abramos. Llega a nosotros bajo el místico velo de la palabra humana, bajo el velo del texto litúrgico, de las oraciones y lecturas de la Misa.
Escuchemos con profunda atención, como la Virgen de Nazaret, este mensaje de la gracia, de Dios. Reflexionemos atentamente sobre las enseñanzas contenidas en las instrucciones, en las exhortaciones, en las lecturas y en las oraciones de la Antemisa.
El Ofertorio es el «Fiat», el gozoso sí con que responde el alma al Ave, a la llamada que le hizo la gracia en las oraciones y lecturas de la Antemisa.
Al presentar las ofrendas, María Santísima —y la Iglesia y el alma con Ella— responde a la gracia: Ecce ancilla Domini – ¡He aquí la esclava del Señor!… Yo me someto a tu santa voluntad y beneplácito; deposito sobre el altar todo cuanto poseo: mi cuerpo y mi alma, mi tiempo, mi salud, mis talentos y cualidades…; me entrego totalmente a mi Dios y Señor, para cumplir plenamente sus mandamientos y vivir continuamente conforme a su agrado.
Preparad el camino al Señor. San Juan Bautista nos exhorta a romper con todo pecado, con todo lo que pueda desagradar al Señor. Rectifiquemos nuestros pensamientos, nuestras intenciones, nuestros proyectos. Allanemos todas las cimas de nuestro orgullo y de nuestra vanidad. En una palabra, no queramos vivir más tiempo para nosotros mismos.
¡He aquí la esclava del Señor! ¡Hágase en mí según tu palabra! Nuestra Señora nos recomienda una total renuncia en manos de Dios y de su divino beneplácito.
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En el momento de la santa Consagración contemplemos, llenos de la más profunda adoración, la Salud de Dios, a Jesús, al Hijo de Dios, el Emmanuel, es decir, a Dios con nosotros…
El Verbo se hizo carne. Primero, en las entrañas purísima de la Virgen María; después, todos los días, en el seno de la Santa Iglesia, sobre el Altar, en el momento de la Consagración.
Los Padres de la Iglesia nos aseguran que María concibió primeramente a Cristo de un modo espiritual, es decir, con su fe, con su virginal pureza, con su humildad, con su sumisión a Dios, con su obediencia, con el reconocimiento de su pequeñez y de su indignidad.
En segundo lugar, lo concibió también corporalmente.
Primero tuvo que ser virgen, tuvo que estar desprendida de todo lo que no era Dios. Después tuvo que ser esclava, es decir, tuvo que entregarse humilde y totalmente a Dios y a su divina voluntad. Ahora ya puede Dios colmarla de toda gracia.
Si nosotros queremos celebrar también la Navidad; si deseamos que lo divino fructifique en nuestra alma, tenemos que ser, como María, vírgenes y esclavos.
Vírgenes, es decir, limpios de todo pecado, de toda vanidad, de todo amor propio. Vírgenes, por medio de nuestra íntima unión con Dios, de nuestra total sumisión a la virtud del Altísimo, a las insinuaciones y a la dirección de lo alto.
Esclavos, es decir, dispuestos a ejecutar pronta, amorosa y perfectamente todo lo que sea del agrado del Señor. Esclavos de una tan humilde y tan constante fidelidad a la gracia, que nos impida cometer la más pequeña falta deliberada; que nos obligue a vivir de tal modo, que nadie pueda reprocharnos nada; que nos haga soportar todos los sacrificios con tanta virtud, que no nos moleste en lo más mínimo oí no ser comprendidos, el ser reprendidos o despreciados por los que nos rodean.
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Por la Sagrada Eucaristía, Nuestro Señor ya está en medio de nosotros, con la infinita plenitud de su riqueza, para darnos la salvación. Él es quien pide por nosotros. Él es quien se sacrifica a sí mismo y se hace Hostia de propiciación por nosotros. Él es quien ofrece al Padre la más completa satisfacción por todo lo que nosotros le debemos.
Nosotros, unámonos a su sacrificio. Ofrezcámosle al Padre. Ofrezcamos su Cuerpo, su Alma, su Sangre. Presentemos todo esto al Padre como nuestro sacrificio de adoración, de acción de gracias, de súplica y de expiación.
Lo que ahora, desde el altar, sube al cielo, en forma de sacrificio, tornará a descender en seguida sobre nuestras almas, convertido en gracia y en bendiciones divinas.
En la Sagrada Comunión podemos albergarlo en nuestra alma. El Emmanuel nos da ahora la gracia; más tarde, después de su gloriosa Parusía, nos dará la resurrección y, por fin, nos sumergirá en su eterna y gozosa vida. Entonces podremos contemplar la Salud de Dios sin traba alguna, al descubierto y sin miedo de perderla más.
Hacia esta unión gloriosa dirige hoy sus miradas la Sagrada Liturgia… Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu Salud, la salud perfecta que nos has de dar el día de la resurrección de los muertos, la que nos has de dar con la visión beatífica.
Nuestra Navidad de la tierra no es más que un anticipo… ¡Y una garantía!…
Asociándonos a la Sagrada Liturgia, clamemos ansiosamente: ¡Lloved, cielos, al Justo! Lloved a Cristo, al Señor, con su gracia, con su poder, con su vida divina. ¡Ábrete, tierra, y lanza fuera de tu seno al Salvador!
Se trata de la tierra de nuestra propia alma, de nuestro corazón. Esta tierra es trabajada y preparada, durante el santo tiempo de Adviento, mediante la penitencia, la contrición, la oración, el ardiente anhelo del Redentor y la mortificación. Dispuesto así el terreno, ya puede arrojarse en él la semilla (Cristo y su gracia), para que fructifique. Este fruto es «Emmanuel», Dios con nosotros, el hombre nuevo.
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¡Venga tu reino! ¡Venga seguro, venga pronto!
El Señor realizó su Ascensión a los Cielos para prepararnos allí un lugar. Una vez que haya ido y os haya preparado un lugar, volveré de nuevo a vosotros y os llevaré conmigo, para que estéis también vosotros allí donde yo estoy.
Así lo certificó el mismo Señor, diciendo: Entonces aparecerá en el cielo el signo del Hijo del hombre (la cruz, envuelta en resplandeciente y cegadora claridad). Todos los pueblos verán venir al Hijo del hombre, sentado sobre las nubes y rodeado de poder y majestad.
Antes enviará a sus Ángeles con trompetas y grandes voces, y ellos congregarán a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, desde lo más alto de los cielos hasta sus más remotos horizontes.
Cuando comiencen a suceder estas cosas, entonces poneos de pie y levantad vuestras cabezas, pues se acerca vuestra redención.
A esto sucederá el fin, cuando Jesucristo entregue el Reino al Dios Padre, después de haber juzgado y aniquilado a todos los principados, a todas las potestades y a todos los poderes enemigos de Dios.
Es necesario que Cristo reine, hasta que tenga a todos los enemigos bajo sus pies. Cuando todo esté ya sometido a Él, entonces nos tomará Él mismo de la mano y nos conducirá, en cuerpo y alma, a la presencia del Padre: Venid, benditos de mi Padre; tomad posesión del reino que os estaba preparado desde el comienzo del mundo.
Entonces se habrá cumplido su promesa: Volveré a vosotros y os llevaré conmigo. Creamos en el amor, en el poder, en la promesa Nuestro Señor. Levantad vuestras cabezas, pues se acerca vuestra redención. Para, que estéis también vosotros allí donde yo estoy».
Padre, haz que todos los que me has dado estén también conmigo allí donde yo estoy … Tú me los has dado … Por eso quiero que, donde yo esté, estén ellos también … Si yo estoy en la gloria, entonces ellos tienen que estar también en ella … Para que ellos vean la gloria que tú, Padre, me has dado … Sí; ellos mismos tienen que experimentar esta gloria en sus propios cuerpos … Yo reformaré su humilde cuerpo y lo haré semejante a mi cuerpo glorioso … Padre, yo quiero estar en ellos, como tú estás en mí … Por lo tanto, el amor que tú me tienes a mí debe extenderse también a ellos; y el gozo y la gloria y la felicidad que Tú me has dado debes comunicárselos también a ellos, para que mi gozo sea completo en ellos…
¿Quién podrá comprender lo que Dios tiene preparado para los que le aman, es decir, para nosotros, para los que somos miembros de Cristo, para los que somos hijos de su Esposa, de la Santa Iglesia?
¡Maravilloso y embelesador misterio el de nuestra unión con Cristo, el de nuestra incorporación a Él por medio del Santo Bautismo y de la Sagrada Comunión, en la comunidad de la Santa Iglesia!
Pidamos a Nuestra Señora que nos conceda la gracia de comprender y penetrar estas verdades como Ella las conservaba y meditaba en su Corazón; y nos alcance la gracia de vivirlas eternamente junto a Ella en la visión beatífica.