FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA
En aquel tiempo fue enviado por Dios el Ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una Virgen desposada con un varón llamado José, de la casa de David, y el nombre de la Virgen era María. Y habiendo entrado el Ángel a ella, dijo: Salve, llena de gracia; el Señor es contigo: bendita tú entre las mujeres.
En medio del Adviento, la Sagrada Liturgia introduce esta hermosa Fiesta de la Inmaculada Concepción de María Santísima…, que celebramos con particular alegría…
¿Quién es esta que asciende, como la naciente aurora, bella como la luna, elegida como el sol, terrible como un ejército disciplinado, en orden de batalla? La aurora de la redención resplandece en María Inmaculada. Contemplamos en Ella ya el Sol de la redención y poseemos un anticipo de la Santa Navidad. El Hijo de Dios anuncia su llegada.
Gozosa me regocijo en el Señor, y mi alma se alegra en mi Dios, porque me vistió con vestidos de salud y me cubrió con manto de justicia como a una esposa adornada con sus joyas. Así hace expresarse la Liturgia a Nuestra Señora.
Y la Iglesia responde ante la Inmaculada: Gloriosas cosas se han dicho de Ti, María, porque el Omnipotente ha obrado en Ti prodigios… Eres toda hermosa, María. La mancha del pecado original no existe en Ti… Ave Maria… Dios Te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres… Santa sobre todos los Santos, más sublime que todos los Coros de los Ángeles, elevada por encima de todas las criaturas.
El Señor me poseyó desde el comienzo de sus caminos, eternamente, desde antes que existiese nada de lo creado. De este modo, María Inmaculada se encontró eternamente revestida de la Sabiduría eterna, que un día se habría de encarnar en sus entrañas.
En el mismo decreto eterno con que Dios determinó la futura encarnación de su Hijo, estaba también incluida y querida la existencia de su futura Madre. Por eso, la Inmaculada se nos presenta desde toda la eternidad bañada totalmente de luz, envuelta en la pureza y en la fulgente claridad de la eterna Sabiduría y siendo Ella misma toda sabiduría, toda pureza, toda luz, toda santidad.
Así, revestida de la Sabiduría divina, es como debemos contemplar y admirar nosotros hoy, con la Sagrada Liturgia, a la Virgen, a la Sede de la Sabiduría.
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Todos los hijos de Adán penetramos en este mundo cargados con la mancha y con la maldición de nuestro primer padre; somos concebidos y nacemos hijos de la ira de Dios… ¡Tan feos y horribles, tan repulsivos y despreciables nos dejó la infecta baba proyectada por el pecado original sobre nuestra alma y sobre todo nuestro ser!
María es una excepción única. En Ella no existió nunca otra cosa que pureza, gracia, santidad, agrado divino, belleza y claridad celestiales. Sólo Ella es la única criatura humana que ha sido concebida inmune del pecado original. Es toda pureza, toda luz. Nada impuro hay en Ella. Así tenía que ser la escogida por Dios para especial morada suya.
En la Oración de la fiesta decimos: Oh Dios, que, por la Inmaculada Concepción de la Virgen, preparaste a tu Hijo una digna morada, te suplicamos que, así como la preservaste a Ella de toda mancha, por la muerte prevista de tu mismo Hijo, hagas que también nosotros, por su intercesión, lleguemos a Ti puros.
Consideremos estas palabras.
María Santísima debe su privilegio a los méritos de su divino Hijo, previstos por Dios desde toda la eternidad. Es también una redimida, como nosotros; aunque de un modo perfecto, o sea, quedando exenta del pecado original por anticipación. María Inmaculada es un fruto de la redención, el primero y más hermoso de la salvadora muerte de Cristo en la cruz.
Nosotros somos envenenados por el pecado original y quedamos esclavos del infierno desde el mismo instante en que entramos en la vida. Gracias a la misericordia de Dios, en el Santo Bautismo somos libertados de este cautiverio.
María Santísima, en cambio, estuvo siempre inmune del pecado original. La inmunda baba, con que éste mancha a todos los hijos de Adán y los hace odiosos ante Dios, quiso salpicar también a María; pero la gracia y la omnipotencia divinas contuvieron bruscamente ante Ella la impetuosa corriente, que quería hundirla en el común abismo.
María Inmaculada fue, pues, preservada del pecado original merced a una singularísima intervención divina. Alegrémonos cordialmente de esta su redención por modo tan excepcional. Felicitémosla por la gracia que Dios le concedió. Admiremos el poder, la sabiduría y el amor de Dios, y la belleza del alma de María.
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Como no contrajo el pecado original, tampoco a lo largo de toda su vida cometió ningún pecado personal. Fue toda pureza en sus pensamientos, en sus deseos, en sus sentimientos y en toda su vida.
Porque no tuvo pecado original, por eso fue virgen de cuerpo y de alma.
Porque no tuvo pecado original, fue Madre del Hijo de Dios.
Es la puerta cerrada, por la cual pasó el Señor en su Encarnación; y está reservada únicamente para el Rey divino. Él se asentó, como en un trono, en el santo seno de esta Virgen Inmaculada.
Por ser inmaculada fue trasladada al Cielo en alma y cuerpo; triunfadora del pecado, de Satanás, del mundo y de la muerte, conforme a la sentencia divina contra Satanás: Yo declaro la enemistad entre ti y la mujer; ésta quebrantará tu cabeza.
La Purísima es el primero y el más brillante fruto de la salvadora muerte de Cristo. Su Concepción Inmaculada significa su preservación del pecado original y de todas las funestas consecuencias del mismo.
El pecado original desaparece en nosotros con el santo Bautismo. Entonces se nos libra también de las penas eternas del infierno. Somos redimidos. A pesar de esto, las consecuencias del pecado original perseveran siempre. ¡Y cuán penosas se nos hacen!
Nuestra inteligencia se halla obscurecida y le cuesta muchísimo poder conocer la verdad, singularmente la verdad moral y religiosa, la más importante de todas. Por el contrario, el error, con todas sus funestas consecuencias, la seduce y encadena fácilmente.
Nuestra voluntad está profundamente inclinada al mal y es poco propensa a practicar el bien. Rehúye el esfuerzo, el sacrificio, la lucha; es débil ante la tentación; es solicitada por toda clase de malas inclinaciones, que se sustraen a la dirección y al dominio de la razón y sepultan al hombre en mil clases de pecado.
María Inmaculada se encontró exenta de todo esto. La gracia de la redención tuvo en Ella su plena eficacia.
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María Inmaculada es también para la Sagrada Liturgia la llena de gracia. María estuvo llena de gracia desde el primer instante de su existencia, desde su misma concepción. Fue más rica en gracia que todos los Ángeles y Arcángeles del Cielo. Poseyó más gracia, más belleza y más gloria sobrenaturales que el mayor Santo entre todos los Santos.
Por su plenitud de gracia, por su prodigiosa intimidad y unión con Dios, María Inmaculada es, después de Nuestro Señor Jesucristo, el ser más grande, más hermoso y más perfecto de toda la creación.
En Ella reina la más completa armonía entre lo externo y lo interno, entre el alma y el cuerpo, entre el espíritu y el corazón, entre la voluntad y los afectos, entre la naturaleza y la gracia.
María Inmaculada es el más acabado prototipo del hombre nuevo. No existe en ella ni la más pequeña mancha, ni el más insignificante defecto; todo es perfecto en Ella; su carácter, sus pensamientos, sus deseos, sus aspiraciones, sus sentimientos, sus obras y toda su vida son nítidas, intachables, inmaculadas.
Una grandeza, una hermosura, una plenitud de perfecciones y de gracias como jamás han existido ni existirán nunca en ninguna otra criatura humana: he aquí lo que es María.
¡Así sana, así eleva, así perfecciona y engrandece la gracia divina a nuestra naturaleza humana! ¡Toda hermosa eres, María!…
¡Cuán mezquinas deben ser para el cristiano, las grandezas y los valores humanos, naturales!
Lo que el mundo juzga necio, es elegido por Dios para confundir a los sabios. Lo que aquél cree débil, es escogido por Dios para confundir a los fuertes. Lo despreciable y abyecto para el mundo, lo que este tiene por nada, es preferido por Dios, para destruir aquello que el mundo tiene por algo…
¡Y nosotros despreciamos lo que Dios prefiere!: lo estulto, la nada, lo ridículo y lo abominable a los ojos del mundo…
¡Qué ciegos permanecemos todavía! ¡Esforcémonos únicamente por alcanzar a Dios, por conseguir los bienes sobrenaturales, la amistad divina! Buscad primero el reino de Dios y su justicia, es decir, seamos rectos ante Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura…
¡Atráenos en pos de Ti, Virgen inmaculada! ¡Condúcenos por el camino de la verdadera grandeza, de la unión con Dios!
Asociémonos nosotros alegremente, junto con la Madre Iglesia, a este júbilo que, brotando del corazón agradecido de la Inmaculada, se eleva hasta el trono de Dios.
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En virtud de su Inmaculada Concepción pudo Ella, segunda Eva, divina compañera del segundo Adán, colaborar con el Señor en su obra de Redención y conmerecer para nosotros la reconciliación con Dios, el perdón de nuestros pecados, la gracia y la salud temporal y eterna.
Todo lo que nosotros poseemos, de gracia y de riqueza espiritual, lo hemos recibido de Dios por medio de Cristo y de su Madre Inmaculada, de su fiel colaboradora en la obra de la Redención.
Sea, pues, también este nuestro jubiloso cántico de acción de gracias. Reconozcámonos íntimamente unidos a la Inmaculada, en el Cuerpo Místico de Cristo. No nos contentemos solamente con admirarla.
La Inmaculada, la Pura, la llena de gracia es propiedad nuestra. Su gracia, su pureza, sus virtudes nos pertenecen. Ella recibió esos tesoros, no tanto para sí misma, cuanto para nosotros, para sus hijos.
En María, concebida inmaculada, la Liturgia del Adviento nos muestra lo que el Salvador quiere realizar en todos nosotros. Desea nada menos que libertarnos del pecado, del error, de la tibieza y apatía espiritual. Quiere darnos fuerza para dominar nuestras pasiones, y poder para sujetar a la razón nuestros malos instintos.
Pidamos, pues, con la Oración de la fiesta: Oh Dios, que, por la Inmaculada Concepción de la Virgen, preparaste a tu Hijo una digna morada, te suplicamos que, así como la preservaste a Ella de toda mancha, por la muerte prevista de tu mismo Hijo, hagas que también nosotros, por su intercesión, lleguemos a Ti puros.
¡Atráenos en pos de Ti, oh Virgen inmaculada!
Nosotros continuamos todavía muy sujetos al dominio del pecado, de las pasiones, del error. Nuestra inteligencia no comprende aún bien lo único necesario, las cosas de Dios, las cosas eternas. Estamos todavía esclavizados a nuestros bajos instintos.
¡Atráenos en pos de Ti!, para que, siguiendo tus pisadas, seamos siempre fieles a la gracia divina y alcancemos la perfecta pureza.
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Asociémonos gozosos a la fe de nuestra Santa Iglesia, la cual no tiene hoy en sus labios más que una sola y apasionada súplica: la de la pureza. Eso pide en la Colecta, en la Secreta y en la Poscomunión.
A la Sagrada Liturgia no le basta con que nosotros admiremos, honremos y ensalcemos a María. Esto ya es algo. Por lo menos nos sitúa, en espíritu y en afecto, cerca de la Inmaculada, y ello no puede por menos de hacer que nuestra alma se asimile de alguna manera lo que en Ella contemplamos admirados, lo que en Ella amamos y reverenciamos.
Pero la Liturgia va todavía mucho más allá. Ve en la Inmaculada una nuestra Mediadora, que se interpone entre nosotros, impuros, pecadores, indignos, y el Dios puro y santo. Ve en Ella a nuestra Intercesora, que toma nuestra oración, en el mismo instante en que nosotros la pronunciamos, y la presenta Ella misma delante de Dios.
De este modo, nuestra oración aparece ante Dios, no como salida de nuestros labios impuros, sino como pronunciada por la Pura, por la Inmaculada.
La Sagrada Liturgia está plenamente persuadida de que la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción produce en toda la Iglesia y en toda alma cristiana los siguientes efectos:
— el de que nosotros, pecadores, «podamos, por mediación de la Inmaculada, llegar puros a Dios» (Colecta);
— el de que, «por su intercesión, nos veamos libres de nuestros pecados» (Secreta)
— el de que «los sacramentos, que acabamos de recibir, nos curen las heridas causadas por el pecado de que eximió Dios a María en su inmaculada concepción» (Poscomunión).
De este modo sucederá que, en virtud de la celebración de esta fiesta, cada una de las almas se irá revistiendo paulatinamente de aquella inefable y excelsa hermosura y de aquella divina claridad que brillan con todo su esplendor en la Concebida sin mancha y en plenitud de gracia.
Con la celebración de esta fiesta de la Inmaculada Concepción se curarán nuestras heridas, causadas por el pecado original, y será quebrantado el poder de nuestra concupiscencia de los ojos, de nuestra concupiscencia de la carne y de nuestro orgullo de la vida. Esto suplica, esto cree y espera la Santa Iglesia. Esto es lo que también nosotros debemos pedir, creer y esperar.
El misterio de la Virgen Madre, que nos da en la santa Navidad al Salvador, se basa sobre su Inmaculada Concepción, sobre su pureza. Navidad exige corazones limpios, almas puras.
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Oh Dios, que, por la Concepción Inmaculada de la Virgen, preparaste a tu Hijo una digna morada…
Una digna morada. Por consiguiente, una Madre que es completamente pura, exenta de todo pecado personal, libre de todo movimiento desordenado. Una Madre, no purificada del pecado original después de su concepción, sino inmune desde un principio; y en absoluto de todo contacto con dicha mancha.
Yo pondré enemistades entre ti y la mujer. Por consiguiente, entre María y el pecado existe una oposición absoluta, radical: no puede darse entre ambos ningún punto de contacto.
De este modo, María, inundada totalmente de luz, envuelta en la inmaculada y deslumbrante túnica de la gracia divina, es, por su vida, por su pureza sin tacha y por su absoluta hermosura espiritual, una morada completamente digna del Dios santo, que quiere encarnarse en ella.
Por Ti, Inmaculada, poseemos la vida, la salud, a Cristo, el Cielo. ¡Fecunda virginidad!
Pureza es el ideal de la Iglesia. ¡Nuestro ideal y nuestra vida sean también pureza y castidad! Sobre todo en estas semanas que preceden a Navidad. Dios viene a los corazones puros; éstos son para Él un Belén encantador.
Las palabras del Señor: Yo declaro la enemistad entre ti (Satanás, el pecado) y la mujer, se dirigen también a la Iglesia y a nosotros. Así lo hemos jurado todos en el santo Bautismo, diciendo: «Renuncio». Es decir: declaro la guerra, una guerra a muerte, contra Satanás, contra el pecado, contra el mundo.
En Navidad el Señor quiere establecer su morada, quiere hacerse forma en nosotros; pero también quiere que nuestra habitación sea una «morada digna» de Él. Quiere una morada parecida a la que Él mismo preparó para sí en la Inmaculada Concepción de María.
¿Tenemos dispuesta para Él una habitación digna? ¡Oh Inmaculada Virgen María! Sé nuestro modelo y nuestro luminoso ideal.
María es también para nosotros la más poderosa Mediadora. Volvámonos hacia Ella, para que nos alcance la gracia de poder preparar al Señor que viene, una mansión decorosa.
«Concédenos la gracia de que, por intercesión de la Inmaculada, nos veamos libres de todas nuestras culpas».
María es nuestra abogada. Vayamos a Ella y pidámosle nos alcance la gracia de pensar, de sentir, de vivir siempre pura y santamente, para que podamos aguardar, con alegría y firme confianza, el día de su aparición en el juicio final.
Jubilosos, con corazón agradecido, vayamos nosotros hoy a Ella y felicitémosla por su victoria sobre el pecado original y sobre Satanás.
Digámosle con la Iglesia: Virgen María, bendita Tú eres del Señor, Dios excelso, entre todas las mujeres. Eres la gloria de la Santa Iglesia, la alegría y el honor de nuestro pueblo. Tú volverás a quebrantar, hoy, la cabeza de la serpiente que lucha con tan increíble furia contra Cristo y contra sus discípulos. Nosotros querernos refugiarnos en Ti, la Inmaculada, la Invencible, la Mujer Fuerte.
Ave, María Purísima… Sin pecado concebida.
Ave, María Purísima… En gracia concebida.